Evelina

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Parte Primera » Carta XXV

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De Evelina al reverendo señor Villars

Howard Grove, 25 de abril

No, mi querido señor, no;

la obra de diecisiete años se queda como está, aún indigna de su tiempo y de sus esfuerzos, pero no más —o al menos así lo espero— que antes de las semanas que tanto le han alarmado.

Y sin embargo debo confesar que por el momento aquí no soy ni la mitad de feliz que era en la ciudad; pero el cambio no está en mí, sino en el ambiente. El capitán Mirvan y

madame Duval han arruinado Howard Grove. La armonía que reinaba ha sido turbada, las costumbres interrumpidas, el modo de vivir ha cambiado y nuestro bienestar ha sido destruido. Pero no piense que

Londres es la fuente de estos males porque si nuestro viaje se hubiera desarrollado en cualquier otro lugar, una intrusión tan desagradable en nuestro círculo familiar habría provocado al regreso el mismo cambio.

Estaba segura de que entraría en cólera con

sir Clement Willoughby, así que no me sorprende aquello que dice de él, pero en cuanto a

lord Orville, debo admitir que temía que mi laxo e imperfecto testimonio de él no le hubiera hecho ganar el juicio positivo que tanto merece y que estoy feliz de descubrir que sí parece tener sobre él. ¡Oh señor, si hubiera podido hacer justicia al mérito que considero que tiene, si hubiera conseguido dibujarlo ante

sus ojos tal y como yo lo veo, entonces se haría una idea del derecho que tiene a su aprobación!

Después de la última carta que escribí en la ciudad no ha sucedido nada digno de mención antes de nuestro regreso aquí, excepto un litigio muy violento entre el capitán Mirvan y

madame Duval. Dado que el capitán pretendía viajar a caballo, había dispuesto que nosotras cuatro utilizáramos su carruaje. Cuando

madame Duval llegó a Queen Ann Street hacía ya un rato que el coche esperaba en la puerta; y entonces hizo su aparición acompañada de

monsieur DuBois.

El capitán, impaciente por partir, no permitió que entraran en casa e insistió en que subiéramos inmediatamente al carruaje. Obedecimos, pero apenas habíamos tomado asiento cuando

madame Duval dijo:

—Venga,

monsieur Du Bois, estas señoritas pueden hacerle un poco de espacio: apretújense, muchachas.

La señora Mirvan parecía más bien confusa y

monsieur Du Bois, tras excusarse por las molestias causadas, subió finalmente al coche, del lado donde nos encontrábamos la señorita Mirvan y yo. Pero nada más sentarse, el capitán, que había observado en silencio esta maniobra, se acercó a la portezuela del carruaje diciendo:

—¿Y entonces? ¿Sin pedir ni licencia ni permiso?

Monsieur Du Bois parecía más bien turbado y comenzó a disculparse profusamente, pero el capitán, que no le entendía y ni siquiera le miraba le dijo muy rudamente:

—Escúcheme un momento,

monsieur, por lo que sé podría tratarse de una moda francesa, pero como en cualquier país rige la norma del

Dar y Recibir, mire, le mostraré una moda inglesa.

Y aferrándole por las muñecas, le sacó del carruaje.

Monsieur Du Bois se llevó inmediatamente la mano a su espada y amenazó con defenderse ante semejante ultraje. El capitán, alzando su bastón, le dijo que la desenvainara por cuenta y riesgo suyo. La señora Mirvan, muy alarmada, bajó del carruaje e interponiéndose entre los dos suplicó a su marido que entrara en la casa.

—¡Basta de charlatanería! —gritó él con rabia—. ¡Qué diablos! ¿Acaso piensa que no soy capaz de domar a un francés?

Mientras tanto,

madame Duval le vociferaba a

monsieur Du Bois:

Eh, laissez-le, mon ami, ne le corrigez pas; c’est une vilaine bête qui n’en vaut pas la peine.

Monsieur le capitaine —exclamó

monsieur DuBois—.

Voulez-vous bien me demander pardon?

—Oh, ¿suplica perdón, cierto? —respondió el capitán—. No esperaba menos de usted. ¿Así que ha perdido el gusto por un saludo inglés, cierto? —y se le acercó de modo altivo y con mirada desafiante.

La gente comenzaba a agolparse a nuestro alrededor y la señora Mirvan rogó nuevamente a su marido que entrara en la casa.

—¿Pero de qué diablos tiene miedo esta mujer? ¿Acaso ha conocido alguna vez a un francés que no supiera recibir una afrenta? Garantizo que

monsieur Du Bois sabe perfectamente lo que hace. ¿No es así,

Monsieur?

Monsieur Du Bois, que no le entendía, se limitó a responder:

Plait-il, monsieur?

—No, a mí déjeme de

platos[37] —rebatió el capitán—. Además, ¿qué hacemos parlamentando aquí? Si tiene algo que proponer, hable de una vez, de lo contrario déjenos proseguir nuestro viaje sin más alboroto.

Parbleu, je n’entends rien, moi! —exclamó

monsieur Du Bois, encogiéndose de hombros totalmente confuso.

Entonces la señora Mirvan se acercó y le dijo en francés que estaba segura de que el capitán no tenía intención alguna de agraviarle y le imploró que desistiera de proseguir con un litigio que solamente podía ocasionar ulteriores recíprocos malentendidos, dado que ninguno de los dos conocía la lengua del otro.

Esta sensata petición obtuvo el efecto deseado y

monsieur Du Bois, haciendo una reverencia a todos excepto al capitán, renunció muy sabiamente a la discusión y se despidió.

En ese punto esperábamos proceder tranquilamente con nuestro viaje, pero el turbulento capitán no nos lo permitió: se aproximó exultante a

madame Duval y le dijo:

—¿Y qué ha pasado, señora? No me diga que su paladín la ha abandonado. Pero cómo es posible, creía que usted me había dicho que las ancianas damas de la nobleza como usted siempre se salían con la suya con esos dandis franceses.

—Sólo le diré, señor —respondió ella—, que lo que usted piense carece de importancia porque para mí una persona que se comporta de modo tan despreciable puede pensar lo que quiera, que a mí no me importa en absoluto.

—Entonces señora, ya que habla usted con tanta libertad —exclamó él—, haga el favor de decirme con qué derecho ha invitado a uno de sus admiradores a mi carruaje sin mi permiso. Responda.

—Y entonces, señor —rebatió ella—, haga el favor de decirme usted la razón por la cual se ha tomado la libertad de tratar a ese caballero de un modo tan desconsiderado aferrándolo y arrastrándolo fuera sin contemplaciones. Estoy convencida de que no ha hecho nada que le haya podido ofender ni a usted ni a nadie; y no sé qué daño podría haber ocasionado sentándose en su carruaje; le aseguro que no se lo habría comido.

—¿Acaso piensa que mis caballos no tienen otra cosa que hacer que pasear a sus franceses llorones? En ese caso, señora, se equivoca porque antes prefiero verlos ahorcados.

—¡Entonces peor para usted! Porque nunca han llevado a una persona que valga si quiera la mitad que él.

—Escuche esto, señora. Si pretende provocarme le diré claramente lo que pienso: debe usted saber que soy muy capaz de reconocer un secreto como nadie, así que si tenía pensado endosarme a uno de sus remilgados cachorros franceses como yerno, lo lleva usted claro… Eso es todo.

—Señor, es usted un… No, no diré lo que es usted. Pero le aseguro que jamás he tenido esa intención y mucho menos

monsieur DuBois.

—Querido mío —dijo la señora Mirvan—, se está haciendo tarde.

—Bueno, bueno —respondió él—. Pónganse en marcha entonces. Vayan lo más velozmente posible, van con el tiempo justo. En cuanto a Molly, en buena conciencia, es ya toda una señora; no quiero que ninguno de sus franceses la eche a perder.

Y diciendo esto montó su caballo y nosotras partimos, sin poder evitar pensar con gran pesar en los sentimientos que nos provocaba nuestra marcha de Londres; ¡tan distintos de aquellos que nos habían acompañado a nuestra llegada!

Durante el trayecto

madame Duval se mostraba tan violenta contra el capitán que la señora Mirvan se vio obligada a pedirle amablemente que, en su presencia, eligiera otro tema de conversación.

¡Fuimos recibidas con gran cariño por

lady Howard!, cuya bondad y hospitalidad nunca faltan para hacer felices a todos aquellos que estén dispuestos a serlo.

Adieu, mi queridísimo señor. Espero, aunque hasta ahora no lo haya mencionado, que haya presentado mis respetos a todos aquellos que hayan preguntado por mí.

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