Evelina

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Parte Segunda » Carta I

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De Evelina al reverendo señor Villars

Howard Grove Rent, 10 de mayo

Nuestra casa se ha visto animada por la llegada de una visita de Londres, y el hecho de haberme visto obligada a disimular mis preocupaciones, me hace pensar que van atenuándose; o, al menos, que mis pensamientos no se centran en un único tema como era habitual últimamente.

Esta mañana paseaba con la señorita Mirvan por un sendero situado a una milla de la alameda, cuando de repente oímos el galope de unos caballos, y, temiendo la angostura del camino, nos volvíamos precipitadamente, pero nos detuvimos al escuchar una voz que decía:

—¡Por favor, señoras, no teman, guiaré mi caballo!

Volvimos la cabeza y vimos a

sir Clement Willoughby, que desmontó y una vez que nos hubimos recobrado, se acercó con las riendas en la mano, diciendo:

—¡Dios mío, si es la señorita Anville —dijo con la premura acostumbrada—, y también usted, señorita Mirvan!

Inmediatamente le ordenó a su criado que se hiciera cargo del caballo, y luego, avanzando hacia nosotras, tomó la mano de cada una, se las llevó a los labios, y nos dedicó mil delicadezas referidas a su buena ventura por encontrarnos, a nuestro mejorado aspecto y los encantos del campo cuando habitan en él tales deidades:

—La ciudad, señoras, languidece desde su ausencia, o al menos, yo así lo pienso, no encontrando en ella el más mínimo atractivo que ofrecerme. Sin embargo, disfruto ahora de una brisa estimulante, me hace revivir y despierta el vigor de nuevo en mí, la vida y el espíritu. Nunca antes vi el campo en tal grado de perfección.

—¿Queda mucha gente en la ciudad?

—Oh, señora, me da vergüenza contestarle, pero ciertamente está tan llena como siempre, y continuará igual hasta el día del aniversario[38]. No obstante, ustedes fueron tan poco vistas, que pocos saben lo que se han perdido. Por mi parte, no podía soportar ese ambiente por más tiempo.

—¿Hay entre los que quedan algún conocido nuestro?

—¡Oh, sí, señora!

Y nombró a dos o tres personas que habíamos visto con él, pero no mencionó a

lord Orville, y yo no quise preguntarle no fuera a tacharme de curiosa. Quizá si se queda por un tiempo, hable de él por casualidad.

Cuando llegamos a la casa y nos encontramos con el capitán,

sir Clement siguió con ese estilo suyo tan halagador, y cuando el capitán se apercibió de quién era, se apresuró hasta él, le dio un efusivo apretón de manos y una cordial palmadita en la espalda, y algunas otras señales igualmente efusivas de satisfacción, asegurándole que estaba tan complacido con su visita como si se tratara de un mensajero que le trajera noticias del hundimiento de un barco francés.

Sir Clement, por su parte, se expresó con igual calor, afirmando que estaba tan ansioso por ofrecer sus respetos al capitán Mirvan que había dejado Londres en todo su apogeo, con mil y un compromisos por cumplir, por darse ese placer.

Será muy divertido —dijo el capitán—, porque… ¿sabe usted que la vieja dama francesa está aquí? ¡Por Júpiter!, que apenas me he ocupado de ella todavía porque no tenía a nadie con quien disfrutar mis bromas; no obstante, será un trabajo duro pero tendremos diversión segura.

Sir Clement aprobó con entusiasmo la propuesta, y por fin entramos en la casa, donde tuvo un recibimiento muy frío por parte de la señora Mirvan, que no estaba en absoluto satisfecha con su visita, y el manifiesto descontento de

madame Duval, que me dijo en voz baja:

—Preferiría antes al mismísimo diablo que a este hombre, porque es lo más impertinente del mundo y nunca se pone de mi parte.

El capitán está ahora muy ocupado tramando alguna treta, que, dice, le

va a jugar a la vieja viuda, y está tan ansioso y regocijado con la idea que apenas puede refrenar su entusiasmo lo suficiente para mantenerlo en secreto. No obstante, y visto que no me atrevo a poner en guardia a

madame Duval, ojalá tenga él la delicadeza de no ponerme al corriente de sus intenciones.

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