Evelina

Evelina


Parte Tercera » Carta XI

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—Nada, señora —dije yo, doblando la nota precipitadamente y metiéndola en el bolsillo.

—¿Y por nada —dijo— enrojece de ese modo?

No contesté; un hondo suspiro de

lord Orville alcanzó en ese instante mis oídos y me provocó sentimientos… ¡que no me atrevo a mencionar!

Lord Merton condujo a

lady Louisa y a la señora Beaumont al carruaje de esta última. Y

sir Clement nos condujo al suyo a la señora Selwyn y a mí. Durante el trayecto no hablé, pero en cuanto llegamos a la sala de baile,

sir Clement se ocupó de obligarme a hablar. Me sacó a bailar inmediatamente y yo le rogué que me excusara y que se buscara otra pareja; pero me dijo que no le importaba, y que estaba muy feliz de quedarse conversando, pues tenía un sinfín de cosas que contarme.

Después ha comenzado a decirme cuantísimo había sufrido en mi ausencia, lo mucho que se alarmó cuando se enteró de que había dejado Londres; las grandes dificultades para encontrarme y, finalmente, haber tenido que sacrificarse viviendo una semana con el capitán Mirvan. Y continuó:

—Howard Grove, que en mi primera visita me pareció el lugar más encantador de la tierra, ahora se apareció ante mí triste y deprimente; el campo, distinto; los paseos, que antes encontraba tan agradables, ahora me parecieron aburridos; a

lady Howard, que me parecía una señora de edad muy respetable, la encontré ahora como una vieja vulgar, al estilo de John Trot[69]; la señora Mirvan, a quien calificaba como un amable ejemplar de naturaleza muerta, me parecía tan insípida que apenas pude mantenerme despierto en su compañía. Su hija, a la que encontraba buena y bonita, me pareció demasiado insignificante; y en cuanto al capitán, ¡siempre le creí un imbécil, pero ahora me pareció un salvaje!

—Ciertamente,

sir Clement —dije yo presa de cólera—, no estoy dispuesta a oírle hablar así de mis mejores amigos.

—Perdóneme —dijo él—, pero el contraste entre mis dos visitas fue demasiado notable como para no mencionarlo.

Luego me preguntó lo que opinaba sobre los versos.

—Pues que están escritos irónicamente o por algún loco.

Seguidamente comenzó tal profusión de cumplidos que me vi obligada a proponer un baile en mi defensa. Cuando nos levantamos me dijo:

—He intentado descubrir al autor por sus miradas, pero siendo su persona el centro de atención y admiración general, cambio de sujeto sospechoso a cada instante. Seguramente usted pueda adivinar quién es…

Le dije que no, pero debo confesar que no he tenido dudas de que su autor fuera el señor Macartney: nadie más hablaría de mí de un modo tan parcial; y, ciertamente, su tono poético, por lo que a mí se refiere, eleva la historia fuera de toda discusión.

Me hizo mil preguntas sobre

lord Orville; que cuánto tiempo llevaba él en Bristol…, cuánto en Clifton…, a dónde iba por las mañanas…, si alguna vez viajé en su faetón…, y muchas otras preguntas, todas tendentes a descubrir si había sido honrada con las atenciones de su señoría; preguntas todas ellas hechas con la impetuosidad y la libertad de costumbre. Afortunadamente, y coincidiendo con mis deseos de retirarme temprano,

lady Louisa resolvió ser la primera en abandonar la sala y, por consiguiente, llegamos a casa a una hora muy razonable.

Lord Orville nos recibió fría y ceremoniosamente. Lejos de distinguirme, como de costumbre, con especiales muestras de cortesía, la propia

lady Louisa no me habría recibido con más gélida indiferencia, ni habría evitado con más escrúpulo dedicarme la más mínima atención. Pero lo más hiriente fue que, habiéndose quedado

sir Clement para la cena, le soportase sentado entre ambos sin esfuerzo alguno por impedirlo, cuando, hasta entonces, siempre buscaba sentarse a mi lado.

Esta circunstancia me afectó más de lo que puedo expresar; debería estar regocijada con este hecho, visto que su indiferencia y su falta de atenciones es lo que debe darme la felicidad… Pero, ¡Dios mío!, ¡perderlas tan repentinamente, tan brutalmente!, ¡perder su amistad! ¡Oh, señor, estos pensamientos me parten el alma! Apenas pude permanecer sentada, pero todos mis esfuerzos no pudieron evitar que las lágrimas recorriesen mis mejillas; sin embargo,

lord Orville no las vio, pues la cabeza de

sir Clement se lo impedía. Traté de aunar esfuerzos y pude lograr conservar mi decencia con éxito hasta que

sir Clement se ausentó y, más tarde, no atreviéndome a confiar en mis ojos en su encuentro con los de

lord Orville, me retiré.

He estado escribiendo desde entonces, pues segura de que no podría dormir no quise acostarme. Dígame, mi queridísimo señor, si fuera posible, que aprueba mi cambio de conducta; dígame si la alteración de mi proceder con

lord Orville es correcta; que huir de su trato y evitar sus atenciones son acciones que usted habría dictado. ¡Dígame que esto, y los sacrificios que he hecho, me reconfortarán en medio de la pena, pues nunca dejaré de lamentar haber perdido la amistad de

lord Orville! La he rechazado, la he menospreciado, la he arrojado… No importa, fue un honor que no merecí conservar; y ahora veo que, de todos modos, mi mente era incapaz de salvaguardarla sin peligro.

Y es tan fuerte el deseo que me ha inculcado de obrar con integridad y decoro, por más que la debilidad de mi corazón pueda afligirme y angustiarme, que no fallaré voluntariamente; en eso confío, humildemente. El deseo de hacer el bien supera a todos los demás, en lo que respecta a mi conducta. Pues, ¿no soy acaso hija suya? ¡La criatura que usted ha moldeado! ¡Y aún, oh, señor…, amigo y padre de mi corazón, mis sentimientos van en contra de mis deberes!, y ¡mientras ansío complacerle…, mi paz, mi felicidad, mis esperanzas…, se desvanecen!

Sólo usted puede calmar una mente tan cruelmente agitada. Usted, bien lo sabe, sabrá tener compasión por esta debilidad a la cual es extraño y, aunque culpe la aflicción, sabrá apaciguar y reconfortar al afligido.

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