Eve

Eve


Capítulo 1

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Ese intenso olor a quemado, a humo rancio, a encierro. La radio sonaba con los partes de la BBC, pero apenas podía oírlos porque a su lado una chica joven, muy entusiasta, cantaba para tranquilizar a sus hermanos pequeños. Su intención era buena, pero Eve estaba a punto de levantarse y hacerla callar, porque no se sentía capaz de soportar ni un segundo más tanto ruido, tantas voces; las risas, los llantos, los cuchicheos y ese olor, intenso y pegajoso, que le provocaba náuseas. Olor a quemado, a los incendios que en la superficie arrasaban la ciudad.

Bajó la cabeza y cerró los ojos, intentando distraerse, pensar en el mar o en París, sí, París en su décimotercer cumpleaños, con su hermana Honor y su tía Charlotte paseando por los Campos Elíseos, esa era una buena imagen, aunque el ulular de las sirenas de emergencia sobre sus cabezas se hizo más intenso, más continuo y no pudo evitar mirar hacia el techo de esa estación de metro atestada de gente, y rezar. A su lado la chica de la canción elevó el tono obligando a que los niños asustados la siguieran, los hizo aplaudir, gritar vivas y entonces pasó, una vez más, el silbido de las bombas y el impacto sobre Londres, muy cerca de ellos, porque el suelo se removió como si se tratara de un temblor de tierra y el andén se quedó completamente a ocuras.

—¡No! —gritó y se sentó en la cama sin poder respirar. Se estaba ahogando con el polvo, con ese olor. Parpadeó confusa, llorando, hasta que sintió el brazo de Rab sujetándola por los hombros.

—Eve, ha sido otra pesadilla, cariño, ¿me oyes?, una pesadilla, ¡Eve!

—Oh, Dios mío —saltó de la cama y corrió al cuarto de baño, se arrodilló en el inodoro y vomitó.

—Pequeña… —Robert la siguió y se apoyó en el dintel de la puerta suspirando. Nunca hablaban de la guerra, del Blitz[1], pero de vez en cuando ella tenía esas pesadillas tan reales y tan tremendas que la dejaban agotada y temblando, a él le pasaba lo mismo, pero los suyos eran sueños aéreos, en los que otra vez se veía a los mandos de su Spitfire[2] disparando contra los nazis y huyendo del ataque enemigo casi sin respirar, con la adrenalina circulando veloz por todo su cuerpo…— bebe un vaso de agua, ahora te lo traigo.

—Gracias —esperó a que él volviera con una copa de agua fresca y se apoyó en la encimera para lavarse la cara y mirarse en el espejo. Estaban en Londres, sí, pero en 1946, la guerra había terminado y ellos estaban en ese lujoso hotel disfrutando de una escapada romántica a la ciudad, nada más— gracias, mi amor. Y siento haberte asustado.

—No pasa nada —la abrazó por la espalda, con todo el cuerpo, y la miró a través del enorme espejo—. ¿Otra vez el Blitz?

—Sí, qué horror, fue tan real… y el caso es que en su momento no solía pasar tanto miedo, pero en los sueños, no sé, siento ese olor a humo tan intenso, el agobio… Madre mía, no sé que cómo podíamos soportarlo.

—Porque no había otra alternativa.

—Sí, pero… en fin… lo siento.

—Tal vez yo haya tenido la culpa esta vez.

—¿Ah, sí? ¿Y eso por qué? —le sonrió a través del espejo y él le besó la cabeza sin dejar de abrazarla.

—Me estaba fumando un pitillo.

—¡¿Qué?! —se giró hacia él muerta de la risa—. ¿Ese era el humo que me estaba ahogando? ¡Robert!

—No podía dormir, lo siento mucho.

—Vale, estás perdonado. ¿Volvemos a la cama? Es tardísimo.

—¿Y qué quieres hacer mañana?, es tu último día en casa, señora McGregor.

—Bueno —lo agarró de la mano y lo llevó de vuelta a esa enorme cama con dosel—, mañana visitaré la Royal Gallery, quiero ver los fondos que ya han vuelto a sus galerías.

—Oh…

—No tienes que acompañarme, de hecho prefiero ir sola, ¿te importa?

—En absoluto, yo aprovecharé para reunirme con Cornell.

—Me parece perfecto —se acurrucó sobre su pecho y Rab le acarició la espalda con la yema de los dedos—. Te quiero, ¿lo sabes?

—Lo sabría mejor si me lo demostraras un poquito más.

—¿Qué? —se incorporó para mirarlo a los ojos y comprobó que estaba riéndose—. ¿En serio?

—Yo siempre hablo en serio. Ven aquí.

Londres, domingo 6 de octubre de 1946

—Solo será una entrevista —masculló bajando las escaleras hacia el

hall del hotel, recordando las últimas palabras de Rab antes de viajar a Londres y aceptar su nuevo puesto en el Servicio Secreto Británico, hacía tan solo siete meses. Una decisión que les había cambiado la vida, a pesar de que él se negara a reconocerlo… aunque para muestra, un botón.

Esperó a que el portero corriera hacia la calle buscando un taxi y se puso los guantes. Era increíble, estaban en Londres para disfrutar del fin de semana, celebrar su quinto aniversario de bodas y su veintiséis cumpleaños, y mira dónde habían acabado…

—¿Señora McGregor?

—Vale, gracias —saltó dentro del taxi siguiendo a ese jovencito imberbe al que Robert llamaba ayudante y se desplomó en el asiento al tiempo que sacaba la polvera del bolso. Maquillarse nunca había sido su fuerte y mucho menos con prisas, así que repasó los ojos y el pintalabios concentrada, percibiendo perfectamente la incomodidad de su acompañante, se dio un último vistazo y le clavó los ojos oscuros, él carraspeó sonrojándose hasta las orejas y desvió la mirada hacia el colorido y caótico tráfico de Londres.

—¿A qué hora sale su tren, señora McGregor?

—Dentro de tres horas y no quiero perderlo.

—Con algo de suerte, el asunto estará resuelto en una hora.

Eve no respondió, cerró el bolso y se dedicó a mirar por la ventana. Había viajado a la ciudad para disfrutar de un romántico fin de semana a solas con su marido y acababa con un desconocido, metida en un taxi camino de la incertidumbre total. No se lo podía creer. Era injusto y mataría a Rab por hacerle eso, lo cortaría en trocitos, aunque primero tuviera que intentar salvarle la vida.

Puso pie en tierra en cuanto un portero vestido con librea le abrió la puerta y se bajó del coche arreglándose el vestido, era lo más elegante que llevaba en la maleta y además le sentaba bien, lo sabía, y buena prueba de ello fue la cantidad de ojos que convergieron sobre su precioso modelito importado de París, mientras esperaba que Fred Livingstone pagara el taxi.

—¿Tiene reserva, señora? —le dijo el afectado empleado del Ritz regalándole una enorme sonrisa.

—Voy a la habitación 411, mi marido ya está registrado. Muchas gracias.

—De nada, señora, que disfrute de su estancia.

Eve le hizo una venia y lo miró a través de la rejilla del sombrero también sonriendo, luego subió las escaleras contoneándose sobre esos tacones demasiado altos, que provocaron que varios galantes caballeros se giraran para mirarla, y entró en el enorme y elegante

hall del hotel con seguridad, giró hacia los ascensores y pidió que la llevaran a la cuarta planta sin titubear. Parecía la mujer más serena del mundo, pensó mirándose de reojo en los espejos que forraban las paredes metálicas del ascensor, aunque por dentro su corazón parecía que estaba a punto de estallar.

—Señora McGregor —Fred Livingstone la intentó parar a la salida del aparato, pero ella se giró y le clavó los ojos oscuros con tanta seguridad, que él se quedó congelado, sin atreverse ni a rechistar.

—Espere aquí, Livingstone, por favor.

Detuvo al jovencito a unos metros de la

suite y este obedeció en el acto, ella se armó de valor, aspiró una bocanada de aire y se agarró al pomo de la puerta con fuerza, no sabía muy bien lo que debía hacer pero improvisaría, eso no se le daba mal y a Robert tampoco. Giró el picaporte y este cedió sin resistencia, entornó la puerta y se encontró con un pasillo corto, alfombrado en

beige, entró con precaución y entonces lo vio, un tipo fuerte, de mediana edad, con un revolver en la mano que apuntaba a alguien que en ese momento se escapaba de su campo visual, tragó saliva y avanzó.

—¡Entonces era verdad! —exclamó sobresaltando al hombre que la miró con los ojos muy abiertos, alcanzó el centro de la

suite y miró hacia la cama matrimonial donde Robert permanecía sentado con las manos atadas a la espalda, en mangas de camisa y con una rubia espectacular a su lado—. ¡Maldito bastardo hijo de puta!

—¡Eh, eh, eh! ¿Quién demonios es usted? —el tipo levantó una mano sin soltar la pistola, intentando detener su entrada triunfal, pero Eve fingió no verla y se acercó para golpear a Robert en la cabeza con el bolso—. ¡Señora!

—¿Usted es el marido? Porque yo sí soy la desgraciada mujer de este sinvergüenza.

—Oiga, mire… —el acento extranjero era evidente, pero lo ignoró y siguió con su teatrillo rogando para que Rab la siguiera con naturalidad.

—Eve, nena, no es lo que te piensas —masculló él mirando a su preciosa mujercita con cara de compungido—, solo es una amiga…

—¡Una amiga! ¡Maldito seas, maldito seas! —volvió a pegarle en la cabeza mientras el hombre de la pistola no sabía que hacer—. Siempre con las mismas mentiras. ¡Levanta de ahí, nos vamos a casa!, ¿sabe cuántas veces me ha hecho esto? ¿Lo sabe? Miles de veces y lo sigo perdonando por los cuatro niños que tenemos, Oh, Dios bendito, Peter Murray, ¿cómo puedes tratarme tan mal? —soltó un sollozo y Robert se levantó a duras penas para intentar consolarla—. ¡No me toques!

—¿Conoce usted a este hombre? —el tipo completamente confundido, miró de arriba abajo a esa mujer tan elegante que tenía pinta de todo menos de ser una madre de cuatro hijos y titubeó, porque ella parecía realmente afectada y empezó a contemplar la idea de que Tamara no estuviera mintiendo del todo y que en realidad ese guaperas escocés no fuera más que su amante—. ¿Señora…?

—Murray, Eve Murray, este hombre por desgracia es mi marido desde hace ocho años y esta supongo que es su última conquista. ¡Que vergüenza, Peter!, ¿qué le diremos a mis padres?, están en el

hall esperándonos, no han querido que me trajera el chófer, es una vergüenza, por Dios bendito.

—No es lo que te imaginas —Rab guiñó un ojo al de la pistola y sonrió. Sabes que te amo con toda el alma, amor mío, que nadie puede ocupar tu lugar…

—¿Que no? —Tamara Petrova se puso de pie y lo enfrentó gritando, Eve la miró de reojo y comprobó por primera vez que tenía marcas de una bofetada en la cara. A Rab también lo habían golpeado, pero ella no hizo amago de darse por enterada—. Si me dijiste que te divorciarías, que te casarías conmigo.

—Mentira, Tamara, yo jamás…

—Hijo de perra —la rusa lo escupió en la cara con toda el alma y el tipo de la pistola al fin reaccionó.

—¡Todos quietos! —sin dejar de apuntarlos, se dirigió a la mujer—.

Vaz’mi svai veschi, Tamara, naidi Borisa i astavaisya s nim. Pagavarim pozzhe[3] —añadió en ruso.

Tamara Petrova agarró entonces su abrigo y el bolso y salió a la carrera sin mirar atrás. Robert permaneció en silencio sin atreverse ni a pestañear. Estaban teniendo mucha suerte a pesar de todo y esperaba que Eve, además, lo perdonara después de involucrarla en semejante embrollo. Buscó sus ojos oscuros, pero ella le dio la espalda muy ofendida, así que bajó la cabeza y tragó saliva.

—Como vuelva a verte cerca de mi mujer te rompo las piernas y después te haré trocitos —masculló el individuo— no vuelvas a dirigirle la palabra, ¿me oyes? Porque no tienes ni idea de donde te estás metiendo.

—Bien.

—¡Malditos británicos hijos de puta! —acabó maldiciendo el ruso—. Yo que usted, señora, le cortaría las pelotas y después se las metería en la boca.

—Buen consejo, muchas gracias —cuadró los hombros y esperó a que se fuera cerrando la puerta de un golpe seco, sin moverse, aunque le temblaban las rodillas. Esperaron un minuto y soltó un bufido de alivio—. Bendito sea Dios.

—Mi vida… —Rab caminó hacia ella con alivio, aunque no pudo tocarla porque seguía atado, y porque ella se alejó de su contacto como si le quemara, quiso hablar, pero Fred Livingstone entró desesperado, interrumpiéndo cruelmente sus buenas intenciones.

—Ha sido un milagro —exclamó el jovenzuelo cortando con una navaja las ataduras de su jefe—. Es usted insuperable, señora McGregor.

—Cómo se te ocurre, Robert, ¿eh? ¿Cómo demonios se te ocurre meterme en algo semejante? Y lo más importante, ¿cómo se te ocurre meterte en este lío? ¿No sabes hacer tu maldito trabajo?

—Eve, escucha, cielo…

—Casi me muero de miedo, ¿sabes? Desde que Livingstone llegó a buscarme al hotel… esto es increíble, estábamos de vacaciones, me dijiste que era un fin de semana romántico y solo ha sido para cumplir con una maldita misión, ¿no? Claro que sí, no soy estúpida… —agarró el bolso y se fue hacia la salida con Robert y Fred pisándole los talones—. Increíble, no era esto lo que acordamos cuando decidiste volver al servicio secreto, no señor, no lo era.

—Tú eras mi segunda opción en caso de peligro, pequeña, ya lo hemos hecho otras veces, tú…

—¿Yo? —se giró y lo señaló con el dedo—. No soy tu ayudante, ni una agente de tu puñetero departamento y no puedes contar conmigo sin consultarme.

—Sabía que no me dejarías en la estacada —las puertas del ascensor se abrieron y los tres entraron en silencio. Robert se pegó a su mujer y la agarró por la cintura, aunque ella lo esquivó sin miramientos—. Pequeña…

—No me toques —salió al

hall y se encaminó hacia la calle pidiendo un taxi, el portero corrió para atenderla y los tres se subieron al vehículo en completo silencio, Robert frente a ella, intentando que lo mirara a los ojos para conseguir algún punto de contacto, aunque esta vez Eve estaba realmente indignada.

—Lo siento. Eve, mírame.

—Déjame en paz, Rab, en serio, no me apetece hablar contigo.

El trayecto hacia su destino, el Hotel Claridge’s Mayfair, se hizo eterno, pero al fin llegaron y subieron a su planta en silencio. Fred se escurrió hacia su habitación al final del pasillo y los McGregor entraron a su

suite, donde Robert comprobó que ella tenía las maletas preparadas, aunque esperaba poder convencerla para quedarse un día más en la ciudad. La siguió hasta el saloncito con vistas a la calle buscando las palabras adecuadas para conseguir su perdón, para conseguir hacer parecer lógica una situación tan descabellada como haberla metido de lleno en una misión de alto secreto, y suspiró impotente, porque sabía que esta vez sería muy complicado que ella comprendiera que no le había quedado otro remedio, y lo perdonara.

Llevaba siete meses de vuelta en la Inteligencia Británica, concretamente en el MI6, la sección para el extranjero de la oficina del Servicio Secreto Británico, reestructurado durante la guerra por la Inteligencia Militar, y estaba realizando muchísimos servicios de alto secreto que lo habían metido de lleno, otra vez, en ese mundo paralelo, absolutamente fascinante y arriesgado, que no dejaba de seducirlo a pesar de tener mujer e hija y de contar con una cómoda y feliz vida doméstica en Edimburgo. Pero lo cierto es que la vida en tiempos de paz se hacía muy dura tras cinco años sirviendo en la RAF, los últimos combinados con el SAS[4], se aburría soberanamente y después de oír algunas propuestas interesantes del gobierno, un par de reuniones y de meditarlo con la almohada, había vuelto al servicio para cumplir con misiones de espionaje sobre los «nuevos aliados» del Reino Unido, los soviéticos, que seguían siendo, a pesar de los acuerdos y las firmas de innumerables tratados de paz que compartían, unos verdaderos desconocidos.

Eve había apoyado su regreso a la acción, a veces incluso le daba cobertura consiguiendo información e investigando para él. Hasta eso compartían, y contraviniendo todas las normas, ella conocía perfectamente el procedimiento del MI6. Estaba al día de casi todas las actividades que tenía bajo su mando, sabía de sus contactos y sus enlaces… En definitiva, y como venía siendo desde hacía cinco años, se había convertido en su cómplice también en eso, aunque pusiera sus límites, se quejara a menudo de sus constantes ausencias y le pidiera encarecidamente que no la expusiera más allá de lo estrictamente necesario, no por miedo, sino por Victoria, porque, como venía repitiendo desde hacía semanas: «alguno de los dos tendrá que cuidar de nuestra hija como es debido».

Así que comprendía su enfado, lo entendía perfectamente y, peor aún, sabía que aquello le costaría días de penitencias y súplicas de perdón, y no la culpaba, no podía hacerlo, porque la había puesto en el filo de la navaja sin siquiera consultárselo.

—¿Por qué me mientes, Rab? —giró hacia él y se cruzó de brazos.

—Surgió la posibilidad de ver a Petrova en el Ritz, no estaba previsto.

—¿Y no dudaste en engañarme?

—Tú querías ver la National Gallery a solas y yo esperaba hacer el trabajo sin que te enteraras, lamentablemente a ella la siguieron y… el resto ya lo sabes.

—¿Y a Livingstone no se le ocurre nada mejor que involucrarme?

—Era el plan, yo se lo había ordenado en caso de extremo peligro. ¿Qué querías que hiciera? Es mejor parecer un marido infiel que un agente de la inteligencia británica, Eve, sé que lo entiendes.

—No sé que me duele más, el que me engañaras para venir a Londres con una excusa… o que me sigas mintiendo.

—No te estoy mintiendo, el contacto surgió por sorpresa, y sabes que Petrova tenía un material muy valioso para nosotros, te lo conté, no podía ignorarlo, pero lo siento, siento mucho haberte puesto en peligro, mi vida…

—¿Qué pasaría con nuestra hija si ese tipo nos hubiera matado a los dos?

—Eve —se restregó la cara con la dos manos y miró al techo—, está bien, lo siento, tienes razón, será la última vez.

—No entiendo siquiera cómo puedes seguir haciendo este tipo de misiones… con nosotras esperándote… —tragó saliva y se le llenaron los ojos de lágrimas—. En fin, no puedo entenderte, pero es tu vida, haz lo que quieras.

—Cariño, te amo y eres mi heroína, mientes mejor que una profesional, lo haces maravillosamente… —caminó hacia ella coqueto, sonriendo de oreja a oreja, pero se paró en seco cuando vio sus ojos húmedos—. ¿Qué te pasa?

—Estoy embarazada, pensaba decírtelo de otra forma, pero con todo esto… —buscó un pañuelo para enjugarse las lágrimas—. Maldita sea, Rab.

—¿Embarazada? ¿En serio? Pero eso es maravilloso, pequeña, maravilloso, ven aquí… —la abrazó contra su pecho y le besó la cabeza—. Ya decía yo que estabas más guapa que nunca. ¿Embarazada? Oh, Dios bendito.

—No podemos seguir jugando a los espías, no es normal, Victoria nos necesita, a los dos, y un bebé…

—¿Embarazada? —repitió acariciándole el vientre, se pegó a su oreja y le besó el cuello con la boca abierta. Eve sintió un escalofrío por todo el cuerpo y asintió cerrando los ojos—. Lo hemos hecho otra vez, ¿eh?

—¡Coronel! —Fred Livingstone entró sin llamar a la

suite y Rab lo miró ceñudo—. Lo siento, siento interrumpirles coronel, pero es urgente, el señor Fitzberger al teléfono, del Almirantazgo.

—No interrumpes nada, Fred, pásame a Fitzberger —se apartó de Eve y se acercó al teléfono de la mesilla. Ella se quedó perpleja unos segundos y luego se miró sintiéndose idiota, ahí de pie ilusionada con un embarazo mientras el mundo entero, y el servicio secreto en particular, tenían otras cosas muchísimo más importantes en las que pensar. Se tragó las lágrimas y caminó hacia las maletas, agarró la suya y dejó la habitación sin despedirse.

—¡Maldita sea con el almirantazgo! —bramó Robert asomándose a la ventana—. Se ha cortado otra vez.

—Son las líneas de seguridad, señor, son una verdadera calamidad —susurró Fred a su espalda.

—Eso es, una calamidad —apartó la cortina para observar la calle y se quedó prendado de unas piernas insuperables que caminaban seguidas por el mozo de las maletas hacia un taxi. Una mujer espectacular, pensó recorriendo con los ojos ese cuerpo de infarto vestido de lila, era una verdadera muñeca, muy guapa, casi tanto como su propia mujer, se pegó al cristal y abrió la ventana—. ¡Eve! ¡Maldita sea, Fred! ¿Dónde tienes la cabeza? —se giró hacia el asistente después de comprobar que ella se había subido al maldito taxi—. ¿No has visto como se marchaba mi mujer?

—¿Su esposa? —Livingstone se volvió hacia el cuarto notando por primera vez la ausencia de la señora McGregor—. No, señor, yo, no…

—¡Maldita sea! Coge un puto taxi y retenla en King’s Cross, ¡vamos! Seguro que la pillas antes de que se suba al tren, yo voy enseguida, en cuanto informe a mi jefe del maldito encuentro. ¡Corre!

—Lo siento, coronel, pero ella, la señora McGregor, nunca me hace caso.

—No hace caso a nadie, baja y no permitas que se suba a ese tren sin mí, ¡vamos! —el teléfono sonó y agarró el aparato mirando a Livingstone con el ceño fruncido, era increíble que un militar bien entrenado tuviera tanto miedo a su mujer, aunque claro, conociendo el carácter de Eve, tampoco era de extrañar—. Fitzberger. Tome nota, por favor.

—¡Rab! —Eve irrumpió a la carrera en la

suite y los hizo saltar a los dos, estaba jadeando y se apoyó en la puerta para hablar—. Están en la esquina, vienen hacia el hotel, tenemos que salir de aquí. ¡Ya!

—¿Qué? —Robert soltó el teléfono y miró a Livingstone, le hizo un gesto para que cogiera la maleta, se guardó unos papeles en el bolsillo interior de la chaqueta, la agarró de la mano y volaron por el pasillo hacia las escaleras de servicio—. ¿Qué has visto?

—A Tamara encañonada por dos hombres, en un coche, a la vuelta de la esquina, uno era ese tipo de tu oficina.

—¿Quién? —llegaron a la segunda planta y pudieron oír perfectamente a dos hombres hablando en ruso por encima de sus cabezas, seguro que acababan de salir del ascensor en la cuarta planta e iban derechitos hacia su

suite.

—Rochester o Richter.

—¿Gordon Rochester?

—Sí, él estaba con ellos.

—¡Maldita sea! —llegaron al

hall y se encaminaron hacia el restaurante con paso lento pero seguro, atravesaron el salón, las cocinas y abandonaron el hotel por una de sus entradas traseras simulando absoluta normalidad, aunque a los tres les temblaban las piernas, sobre todo a Eve que estaba empezando a sentir náuseas y mareos por culpa de los nervios. Llegaron a la calle Bond y Robert paró un taxi de un silbido, los metió dentro, se desplomó en su asiento frente a ella y la miró a los ojos—. Me has salvado la vida, dos veces hoy.

—Por dos que me salvaste tú, estamos en paz —sonrió y él relajó los hombros deleitándose en los hoyuelos de sus mejillas, adoraba a esa mujer, cada día más y no soportaba, le provocaba un dolor casi físico, cuando se enfadada con él, así que se inclinó hacia delante, le acarició las piernas, la abrazó por las caderas y suspiró—. ¿Un bebé?

—Sí.

—Es maravilloso.

—Lo es.

—¿Y ya no estás enfadada conmigo?

—Claro que sí, pero eso puede esperar, ahora dime adónde vamos.

—A la Central, nos quedaremos allí hasta que podamos viajar a Edimburgo con garantías.

—¿Quedarnos allí? Yo no quiero quedarme en ninguna parte, quiero ver a mi hija, me quiero ir a casa.

—Solo serán un par de horas.

—¿Seguro?

—Muy seguro, solo hay que averiguar adónde se llevan a Tamara…

—El tipo del hotel le dijo que buscara a Boris y se quedara con él.

—Eve, mi vida, ¿qué he hecho yo para merecerte?

—Da las gracias a mi abuela Rebeca, creo que ese tipo también era de San Petesburgo, por el acento… —lo miró a los ojos y él se inclinó para intentar plantarle un beso delante de Livingstone, que estaba rojo hasta las orejas—. ¿No me das un beso?

—No.

—Está bien —Rab se apoyó en el respaldo del asiento y la miró mientras encendía un pitillo—. Hacemos un equipo de primera, señora McGregor, no me extraña que mis jefes quieran ficharte para el departamento.

—Solo soy una reportera con olfato.

—Con mucho olfato —susurró Fred a su lado—, permítame que se lo diga, señora.

—Vale, menos halagos y decidme una cosa, ¿qué pinta ese Rochester en todo esto? Y no me digáis que es secreto de estado porque os acabo de salvar el pellejo.

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