Eve

Eve


Capítulo 11

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París, jueves 7 de noviembre de 1946

Afortunadamente, Eve se encontraba en Nueva York. Afortunadamente no había tenido que darle explicaciones por su nuevo viaje y afortunadamente estaba muy ocupado otra vez, lo suficiente como para no pensar continuamente en ella, para no añorarla como un adolescente desesperado, como durante la guerra, al principio de su matrimonio, cuando le costaba respirar si no la tenía cerca. Se ajustó la chaqueta del esmoquin y se miró en el espejo de la recepción del hotel, iba de punta en blanco y llegaba puntual a su cita con los Windsor, así que encendió un pitillo y trató de relajarse.

Hacía cuarenta y ocho horas que Eduardo había convocado esa misteriosa velada en el Hotel Ritz de París y le habían avisado con muy poco margen para dejarse caer en la reunión, así que no sabía exactamente con lo que se encontraría. Miró de reojo hacia el bar de la entrada y divisó a Fred Livingstone acompañado por Pearl White, la guapa agente de Manchester, que era su tapadera de última hora. Ambos fingían ser amantes y se rio interiormente al imaginar la emoción que estaría pasando Fred al estar tan cerca de una chica tan guapa. Acabó el pitillo y subió al ascensor rumbo a la

suite principal donde sus amistades se encontraban bebiendo y charlando de lo más animadas.

Monsieur —le susurró un elegante mayordomo al abrirle la puerta y él pasó sonriendo de oreja a oreja. Sabía que caía bien a Wallis y a Eduardo, así que caminó con seguridad y desparpajo hacia sus anfitriones, que lo recibieron con enormes muestras de cariño. Alrededor de ellos estaba la camarilla de siempre y nadie más, ningún personaje relevante, aunque decidió esperar con tranquilidad a que se desarrollara la noche.

—Querido Dave, ¿dónde te habías metido, granuja? —bromeó Eduardo palmoteándole la espalda—. Las damas se morían de añoranza por ti.

—Tenía negocios en casa, alteza real… —remarcó el tratamiento con su cantarín acento galés, porque sabía que le encantaba, y miró a Wallis, que abrazaba en ese momento a una mujer muy guapa, dueña de un escote realmente impresionante—. Duquesa.

—Giovanna, te presento a nuestro galés favorito, David Stevenson, al fin puedes comprobar que no exagerábamos —Wallis se echó a reír y Robert sostuvo demasiado tiempo la mirada de esa joven tan guapa, hasta que ella se acercó y le tendió la mano—. Dave, esta es Giovanna Lopidato, hija de los marqueses de Piamonte, le hemos hablado mucho de ti, creo que haríais una pareja estupenda.

—Encantado, señorita Lopidato —la saludó besándole la mano y ella parpadeó muy coqueta. Tenía el pelo oscuro, como Eve, pero con la piel aceitunada y unos labios muchísimo más gruesos. Tragó saliva e inconscientemente se tocó la alianza de matrimonio, pero no la llevaba encima.

—¿De dónde es, señor Stevenson?

—Cardiff, en realidad de la cuenca minera.

—Me gustaría conocer Galés.

—Pues que Dave te lleve, querida —opinó la duquesa acercándolos y dejándolos a solas—. Sé que os llevaréis muy bien.

—Los duques creen que podríamos salir juntos en París, hay pocos hombres que me interesen por aquí.

—Claro, aunque me temo que paso poco tiempo en la ciudad, tengo negocios en los Estados Unidos y Canadá, y viajo mucho.

—¿Pero a lo mejor podría llevarme con usted? —le tocó la pechera con la mano abierta y él sintió que una corriente eléctrica le atrevesaba el cuerpo. Era una mujer preciosa y él era de carne y hueso. Retrocedió un paso y agarró unas copas de champán de una bandeja.

—¿Una copa?

Giovanna Lopidato se pasó el resto de la velada acosándolo sin piedad. Enseguida se dio cuenta de que la reunión carecía de interés, solo se trataba de ver la nueva colección de joyas que los duques habían conseguido a un precio irrisorio en la joyería de un judío extraditado, y decidió marcharse a medianoche, asqueado por lo que estaba presenciando y deseando escribir un informe inmediato y detallado del negocio, no solo a su gobierno, sino también al francés, que estaba intentando proteger los bienes arrebatados a la población judía durante la ocupación alemana. Era espantoso comulgar con aquello, pero disimuló bien y a una hora prudente se despidió y salió camino del ascensor con prisas, aunque en cuanto se metió en él, la señorita Lopidato saltó dentro y se aferró a su brazo con propiedad.

—¿Me llevas a mi hotel?

—Lo siento,

madame, pero mi madre me espera en casa.

—¿Tu madre?

—Exacto, en esta ocasión viaja conmigo.

—¿En serio? —le clavó los ojos marrones y Robert la miró desde su altura con bastante solemnidad—. Han hecho apuestas allá arriba, ¿sabes?

—¿Qué clase de apuestas?

—De que consigo llevarte a la cama esta noche y, la verdad, espero conseguirlo porque eres el tipo más guapo que he visto en toda mi vida —se pegó a él y le acarició la entrepierna, Rab la sujetó por los codos y miró al ascensorista sin saber qué hacer.

—Oye, yo…

—¿Te gustan los tíos? Wallis dice que sí porque no le has tirado los tejos ni una sola vez, y porque nunca te han visto con una mujer.

—No me gustan los tíos, pero no tengo tiempo para esto.

—¿En serio? —se puso de puntillas y le lamió la boca—. No pienso dejarte escapar, los galeses tienen fama de bien dotados, igual que los escoceses, eso dice Wallis.

—Wallis dice muchas cosas… —carraspeó y se apartó de ella cada vez más incómodo. Jamás había sido infiel a su mujer. Aunque antes de conocerla se había acostado con media Escocia y parte de Inglaterra, a ella le era fiel. No quería decir eso que no le gustaran las mujeres, que le gustaban, mucho, y no estaba seguro de poder resistirse esa noche a los encantos de una hembra tan sensual—. Debo marcharme. ¿Te pido un taxi?

—Escucha —se quedó quieta en medio del

hall moviendo el bolso y poniendo cara de inocente—, invítame a una copa, la última en el bar, aquí mismo y te dejo en paz. Y si me besas, tal vez cuente a nuestros amigos que conseguí follar contigo toda la noche, ¿quieres?

—Madre mía…

—Venga, no me humilles en público rechazándome de esta forma, por favor.

—Bien, una copa y nos largamos, tengo mil cosas que hacer.

No quiso sentarse en una mesa y la acomodó en la barra. Fred y su compañera seguían simulando quererse mucho en un rincón oscuro y lo miraban de reojo sin intervenir aunque él les hizo varias señas para que lo salvaran, pero ellos no se dieron por enterados y acabó tomándose un

whisky junto a esa preciosidad que lo tocaba sin reparos regalándole los oídos con frases de lo más picaronas. Era una muchacha muy atractiva y cuando se le agarró del cuello y le plantó un beso muy apasionado, no pudo evitar estirar la mano, sujetarla por la cintura y devolver los besos con el mismo apasionamiento. En seis años era la primera vez que besaba a otra mujer que no fuera Eve y el deseo se disparó dentro de sus pantalones. Le acarició el trasero y dejó que ella lo manoseara con bastante pericia, empezando a calibrar la idea de que si acostarse con ella, simulando ser otro y en comisión de servicio, en realidad no se trataba de una infidelidad, sino de una obligación ligada al trabajo.

—¡¿Cómo puedes ser tan cabrón, Robert McGregor?! —la voz de una mujer lo arrancó de golpe del fogoso encuentro con Giovanna y le devolvió la cordura de forma instantánea. Se apartó de la italiana y se arregló la chaqueta—. ¿Dónde está tu mujer? ¿Y tu hija?

—Perdone, pero creo que me confunde con otro —miró a Tamara Petrova simulando no reconocerla y cuadró los hombros.

—¿Ah, no me conoces? Capullo desalmado. ¡¿Dónde está mi marido?! ¿Dónde está Micha, eh? ¿Por qué me habéis abandonado de esta forma?

—Señora, perdone, pero…

—No disimules conmigo, hijo de puta… y ahora te encuentro aquí, tan elegante, morreándote con esta pelandrusca mientras tu esposa te espera en casa, embarazada, esperando otro hijo tuyo. Eres un sinvergüenza, no sé cómo pude confiar en ti…

Madame —el encargado del bar se acercó para intentar calmarla y sacarla de allí. Tamara vestía muy elegante, pero estaba borracha. Robert miró hacia Fred y este se puso enseguida de pie.

—¿Sabes lo que tengo que hacer para sobrevivir? Acostarme con esos viejos asquerosos que sueñan con tirarse a una rusa de buena familia, eso debo hacer mientras tú me das las espalda, mientras tu puto gobierno me traiciona.

—Lo siento, yo… no sé quién es —miró a su acompañante y comprobó con cierta preocupación que los observaba con la boca abierta, demasiado interesada en las palabras de la rusa—. Está bebida.

—¿Qué gobierno? ¿Qué esposa? ¿Estás casado?

—No, por el amor de Dios.

—Está casado y trabaja para el puto gobierno británico, no te fíes de él, solo es una cara bonita traicionera y… ¡Escoceses! —escupió al suelo y Fred se interpuso delante de ella.

—Yo la acompaño a la calle, la conocemos —dijo muy seguro seguido de Pearl White—. Es vecina nuestra. Señora, por favor…

—¡¿Y tú?! —gritó Tamara al reconocer al joven—. ¿Le haces de alcagüeta o estáis en una misión?

—¡Vamos! —con Fred de un brazo y Pearl del otro, Tamara Pretrova abandonó el bar del hotel Ritz en volandas. Robert se disculpó con Giovanna y los camareros con él, y finalmente consiguió sacar a la chica a la Place Vendôme quejándose de que en París ya no se podía estar tranquilo en ningún sitio.

—Te pido un taxi, siento cómo ha acabado la noche, pero mi madre me espera.

—Claro, yo también quiero irme, aunque besas muy bien, Dave. Me gustas mucho. ¿Me llamarás? Estoy en el Savoy.

—Muy bien, te llamaré cuando pueda. Adiós —Giovanna Lopidato le dio un último beso antes de meterse en un taxi y él esperó con las manos en los bolsillos a que desapareciera, quince minutos sin moverse, hasta que calculó que ya podía caminar hacia el piso franco que tenían alquilado a dos calles de allí.

Llegó furioso al ático donde sus camaradas lo esperaban fumando y con una botella de vino descorchada encima de la mesa de la cocina. Se sacó la corbata y la chaqueta y los enfrentó con los brazos en jarras. No le gustaba nada lo que había pasado y mucho menos los ojos curiosos de Giovanna Lopidato en medio del escándalo. Su instinto le decía que acababa de hacer trizas su tapadera y que debían actuar muy rápido. Sacó un pitillo, lo encendió y miró a Jack Cornell, su jefe directo, que lo observaba en silencio.

—¿Dónde está Tamara?

—En el piso de San Luis.

—¿Y cómo es que nadie la interceptó antes de que montara semejante escándalo?

—Debió salir de dentro del hotel, de alguna de las habitaciones, porque nadie la vio llegar.

—Vaya mierda de cobertura, una puta mierda… ahora hay que darle cierta ayuda o nos perjudicará en serio.

—Mandaré un informe urgente a Londres.

—También me gustaría saber cómo es que esa mujer sabía que Eve estaba embarazada, me habló de su embarazo y, sinceramente, no entiendo cómo pudo tener noticias de ello…

—¿Qué insinúas, Rab?

—¿Tengo que explicártelo? Quiero averiguar quién demonios sigue manteniendo contacto con ella y hay que investigar a Giovanna Lopidato, me la han presentado como hija de los marqueses de Piamonte, aunque algo me dice que ese título ni siquiera existe.

—¿Es la morenaza que casi te tiras en el bar?

—Me pareció demasiado insistente, demasiado experta —siguió hablando e ignoró la broma—, y estoy seguro de que se quedó con tres cosas claras esta noche: que puedo apellidarme McGregor, que puedo ser escocés y que puedo trabajar para el gobierno británico.

—Hay más McGregor en Escocia que peces en el mar.

—Pero se supone que me apellido Stevenson y que soy de Cardiff —bramó indignado—. Y me juego algo a que ya estará contando el incidente a sus amigos, mañana a la hora del desayuno los duques sabrán lo que ha pasado, se empezarán a hacer preguntas y cinco meses de arduo trabajo tirados a la puta alcantarilla.

—Hay que levantar el operativo. Tampoco hay mucho más que hacer aquí, estoy harto de seguir a unos putos esnobs irrelevantes —Cornell le palmoteó la espalda—. Estaba buena la italiana, ¿no? Menudas tetas.

—Cállate, Jack.

—No te sientas culpable, con tu percha podrías tirarte a quien quisieras y no lo haces, así que tu mujer debería estar muy orgullosa de ti.

—No metas a mi mujer en esto —lo señaló con el dedo y Cornell levantó las manos en son de paz—. Se acaba de ir el trabajo a la mierda y no estoy de humor… ¡Joder! Se acaba el puto operativo, mañana iré a despedirme de los Windsor y después de eso me desactivo, voy a dejar París enseguida, así que prepáralo, Jack.

—¿Y adónde piensas ir? Mejor Londres que Edimburgo, al menos durante un par de días.

—No, mejor Nueva York que Londres.

—¿Nueva York?

—Voy a buscar a mi mujer y a mi hija, se acabó esto por una temporada y las quiero recuperar ya.

—Muy bien, tú mandas.

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