Eve

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Capítulo 20

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Edimburgo, jueves 28 de noviembre, 1946

Abrió los ojos de golpe y supo que ya era otro día, pero muy temprano, ni siquiera había sonado el despertador, por lo tanto aún no eran las siete de la mañana. Sin embargo, no comprobó la hora, ni se movió, solo intentó situarse. Jueves, 28 de noviembre, y tenía una leve resaca porque la noche anterior se habían quedado bebiendo hasta tarde. Eve había organizado una cena estupenda con sus hermanos y luego se había quedado hablando con Andrew delante de la chimenea hasta pasada la medianoche. No habían ido al

pub porque él no quería pisar la calle salvo para ir al trabajo, pero habían acabado con una botella entera de

whisky los dos solos.

Andy.

Andy no estaba bien, iba de mal en peor, el asunto de su divorcio era la comidilla de Edimburgo y todo el mundo lo miraba con lástima o con sorna y lo estaban destrozando. Estaba al borde del abismo y había que hacer algo y pronto. Tal vez fuera mejor mandarlo a Londres, a casa de los Weitz en Hampstead, una temporada, como sugería Eve, o a los Estados Unidos, o de vuelta a la RAF para que se reenganchara como piloto, que era un oficio que le apasionaba, o simplemente dejarlo en paz. Tal vez no fuera asunto suyo y debía dejarlo tranquilo, no lo sabía, no estaba claro porque siempre se había preocupado por Andrew, desde que tenía uso de razón, y esta vez no iba a ser diferente. Suspiró, necesitaba con urgencia un pitillo y una taza de café, pero hacía algo de frío y no le apetecía levantarse. Estiró la mano y la posó sobre el suave muslo de Eve, que, afortunadamente, estaba bien otra vez, superando con él lo del accidente. Deslizó la yema de los dedos por su piel de terciopelo y rozó la curva de su cadera perfecta, estaba desnuda aún, desnuda y tibia, deliciosa. Se excitó instantáneamente y se movió para despertarla, pero el sonido chillón del timbre del teléfono lo sobresaltó. Se giró velozmente sobre la cama para contestar antes de que ella se asustara.

—Hola.

—Soy Sergei Chelechenko, señor McGregor, siento llamarlo tan temprano, pero no he tenido más alternativa.

—¿Señor Chelechenko? —se espabiló de inmediato y vio que Eve se volvía para mirarlo a los ojos.

—Siento molestar, pero estoy en Edimburgo de paso, me voy esta tarde a Londres y quería hablar con usted sobre la herencia de mi esposa.

—¿Está en Edimburgo? —Eve se sentó en la cama tapándose con la manta y le dio la mano—. Muy bien, puedo atenderlo en el despacho, a las nueve. Tendré preparada toda la documentación.

—Me gustaría ver a su encantadora esposa. ¿Podríamos comer los tres en el Scotsman Hotel?

—¿A mi mujer? ¿Por qué?

—Le traigo un encargo de su hermana Honor y prometí entregárselo personalmente.

—Muy bien, no creo que Eve tenga inconveniente.

—Perfecto. ¿A la una?

—Me parece bien, hasta la una —colgó y se volvió hacia Eve—: Está aquí. Quiere comer con nosotros en el Scotsman Hotel.

—Muy bien, es perfecto, tal vez ahora podamos aclarar todo este asunto.

—Todo esto es muy extraño, cada vez me parece más irregular… —buscó la ropa y desapareció dentro del cuarto de baño.

Cuando llegaron al restaurante del Scotsman Hotel, Chelechenko ya los estaba esperando en una de sus mejores mesas. Robert había recogido a Eve en el periódico y tras darle un millón de instrucciones, entró con ella de la mano en el enorme salón, saludando con la cabeza a los conocidos que pupulaban por allí e impidiéndole que se separara de él hasta que la sentó a su lado, frente al ruso, y apoyó el brazo en el respaldo de su silla.

—Pero qué bonito —Eve desenvolvió el paquete que le entregó Chelechenko y descubrió un elegante álbum de fotos con tapas de piel que su hermana Honor había preparado de su estancia en Manhattan. Era un recuerdo precioso y se le llenaron los ojos de lágrimas al ver a sus padres con Victoria, a Claire vestida de novia o las imágenes de su última cena en la ciudad—. ¿Has visto, cariño? Es precioso.

—Sí, es estupendo.

—Muchas gracias, señor Chelechenko, no sabe la ilusión que me hace.

—Su hermana lo mandó por valija diplomática a mi embajada, me alegra mucho hacerla feliz y ahora le podré contar la cara que puso usted al verlo.

—Muchísimas gracias.

—¿Y cómo es que ha venido a Escocia, señor Chelechenko? —preguntó Rab acariciando la espalda de su mujer—. No me dijo que tuviera intenciones de venir por aquí.

—Directo al grano, eso lo honra.

—Supongo que ni usted ni yo estamos para perder el tiempo.

—He venido a buscar a Tamara, le dije que estoy muy preocupado. Hace semanas que no sé nada de ella. Me llamaba con cierta regularidad, mandaba cables y se comunicaba de algún otro modo, pero ahora…

—Lo siento —susurró Robert.

—Mi esposa tuvo a Tamara con dieciséis años, fruto de un romance furtivo con un amigo de sus padres, un ruso de origen judío de treinta y cinco años, casado y padre de familia. Ella dio a luz a la niña en París y su madre, que estaba horrorizada con el escándalo, se la entregó a su legítimo padre que se la llevó a Leningrado donde la crio como a una hija más en medio de su enorme familia, y cuando salieron del país exiliados, regresaron a París y mi mujer, que se acababa de casar conmigo, en un arranque de valentía le confesó a la niña su verdadero origen. Tamara la despreció y la odió durante años, aunque conmigo siempre mantuvo una relación estrecha. Yo siempre intentaba verla, supervisar su vida. Incluso se casó con un camarada del cuerpo diplomático, ella ha sido como una hija para mí, y aunque su madre y ella no se dirijan la palabra, nosotros jamás hemos perdido el contacto, nunca, ni siquiera cuando Micha la tuvo que sacar de Alemania de forma clandestina. Desde entonces le he mandado dinero y he hecho lo que he podido por ella, todo lo que estaba en mi mano, salvo llevármela a los Estados Unidos, porque ella no quería abandonar a Micha en Europa… —tragó saliva y miró al techo con los ojos nublados—. Sé qué ha hecho Tamara para ayudar a su marido, sé los tratos que se trae con su gobierno, y no me asustan, ni me preocupan, solo quiero ayudarla, pero no puedo hacerlo si hace semanas que ha desparecido —se hizo un silencio demoledor. Eve no se atrevía ni a levantar los ojos del mantel—. Solo quiero saber si sigue viva o no, nada más, y a cambio, estoy dispuesto a pagar un alto precio, el que sea necesario, ya se lo demostré con la nota que le hice llegar en Manhattan.

—El pasado 6 de octubre tuvimos que desactivarla porque un miembro del cuerpo de seguridad de su embajada la siguió hasta el Hotel Ritz, en Londres, donde tenía un encuentro conmigo —de pronto Robert habló y Eve dio un respingo. Lo miró a los ojos, pero él no le hizo caso y siguió adelante como si estuviera hablando del tiempo—. Gracias a que Eve intervino fingiendo ser una esposa despechada, pudimos convencer al individuo de que éramos amantes, pero ella fue enviada a París por seguridad y hace unas semanas, concretamente el 7 de noviembre, volvió a aparecer poniendo en riesgo su vida y la nuestra. Me la encontré en el bar del Ritz de París y trató de desenmascararme en medio de un operativo muy delicado. Su estado de embriaguez nos costó muchos meses de duro trabajo, todo tirado al retrete, así que se la detuvo y se la envió a un piso franco en la isla de San Luis, del que se escapó enseguida. Cuando yo estaba en Manhattan alguien fue a buscarla y ya no la encontró, y desde entonces no tenemos noticias suyas. Está escondida. No creo que esté muerta, porque eso ya lo sabríamos. Es lo único que le puedo decir.

—¿Se les escapó?

—Lo que oye —otro silencio denso y pesado. Eve miró a su alrededor y observó a los clientes, que comían animadamente, ajenos a la tensión que se masticaba en su mesa, donde ninguno era capaz de probar ni un bocado de las delicias de salmón que les habían servido. Carraspeó y decidió exponer lo que llevaba pensando desde hacía una semana.

—¿Y si ha acudido a su madre?

—No se hablan desde hace años.

—Pero cuando una está desesperada, sola, sin dinero, ni recursos, asustada y sin esperanza, es capaz de recurrir a cualquier persona que pueda ofrecer algo de ayuda. ¿Cree que ella la ayudaría? Me refiero a su esposa, señor Chelechenko, ¿cree que le daría cobijo?

—Supongo que sí —Chelechenko le clavó los ojos claros y luego los desvió hacia ese alto y apuesto escocés que Tamara había calificado como muy eficiente—. Ella daría cualquier cosa por sanar de alguna forma la relación con su hija.

—Entonces creo que la señora Chelechenko la está ayudando. Robert y yo creemos que alguien la ayuda. Si no es casi imposible que…

—¿Y su esposa le ocultaría una información tan importante?, ¿escondería a su hija y no le diría nada a usted? —Rab interrumpió, encendiéndo un pitillo.

—Me temo que mi mujer y yo no nos hablamos desde hace diez años, ella es una mujer difícil y yo un hombre poco paciente.

—¿Pero le está arreglando los asuntos de su herencia?

—Sí, señora McGregor, porque los asuntos económicos los llevo yo. Mi mujer sufre de graves trastornos emocionales, pero no sé nada más sobre ella, y mi relación con Tamara siempre la llevé de espadas de Juliette, para quien cualquier tema relacionado con su hija es tabú.

—Bien, llámela, pregúntele y asunto resuelto —Robert llamó al camarero con la mano—. Traiga la cuenta, por favor.

—Si me ayuda a llevarme a mi hijastra a Nueva York le daré información valiosísima de mi gobierno, de mi amigo y camarada Iósif Stalin, y de su mirlo blanco, del que en realidad no saben nada.

—Y a mí me encantaría ayudarlo, pero ella sigue sin aparecer. ¿Por qué no prueba con su mujer? A lo mejor esconde a su hija en París.

—Lo haré, pero necesitaré un pasaporte británico para ella y el compromiso de recuperar a Micha, que por lo que sé sigue vivo e incluso en manos soviéticas, en la Alemania dividida. Creo que puedo decirle dónde buscar, pero a cambio de un compromiso serio, entre caballeros, de que lo va a rescatar y mandar sano y salvo a Nueva York.

—Usted pide demasiado.

—Sé demasiado y estoy deseando contarle todo lo que sé —cuando el camarero apareció con la cuenta, Chelechenko se apresuró a pagarla y luego esperó a estar solos otra vez para seguir hablando—. Y estoy seguro de que usted es un hombre inteligente, coronel, y no querrá dejar escapar una oportunidad como esta.

—No quisiera.

—Vale, pues, confío en que encuentre a mi hijastra y que lleguemos a un acuerdo. ¿Ha localizado al amigo de su mirlo blanco? —Robert se calló y le clavó los ojos azules—. Está bien, sé que es dificil, cambia continuamente de nombre y residencia, así que aquí tiene una muestra más de mi confianza. Tome… —le pasó una tarjeta con unas señas—. Espero que podamos sacar a Tamara de Europa antes de fin de año.

—Yo también —se guardó la tarjeta y suspiró—. Pruebe con su mujer y yo le conseguiré ese pasaporte.

—¿Y el compromiso sobre Micha?

—Supongo que no habrá problema, pero debo hablar con mis superiores y necesito algo más para negociar.

—Lo que quiera.

—¿Quién es su topo dentro del MI6?

—Gordon Rochester —soltó sin petañear y Rab sonrió—. ¿No me cree?

—No, es que no me dice nada nuevo.

—Pues no tengo nada más que decir.

—Hace meses que nos abandonó.

—Lo sé, pero sigue cantando como un pajarito…

—Queda claro. Hablaré con mi gente.

—Perfecto, su palabra me vale, coronel.

¿Coronel? Robert jamás usaba su rango en el ámbito civil, no desde el final de la guerra, y que aquel hombre lo manejara con tanta ligereza le pareció una provocación. Se pegó al respaldo de la silla, dejó la servilleta encima de la mesa y giró la cabeza para mirar a su mujer, que permanecía silenciosa, con los codos apoyados al borde del mantel y decidió que ya era hora de dar por finalizado el encuentro.

—Vamos, Eve, ya es suficiente.

—No, por favor, un segundo —ella le sujetó la mano y miró a Chelechenko a los ojos—. Quiero saber si su amistad con mi familia, con mi hermana Honor, es casual o responde a un plan superior que se nos escapa a todos.

—Lo cierto,

madame, es que yo conocí a su hermana antes de saber que era cuñada de un destacado miembro del MI6, no se preocupe.

—Me cuesta creerlo.

—Pues créaselo. Yo conocí a la señora Silver gracias a su amor por el arte, pero es cierto que un comentario suyo de lo más inocente en una fiesta, cuando comentó como una anécdota que el marido de su hermana pequeña había trabajado para el SAS durante la guerra, hizo que saltaran las alarmas. Es rutina, ya sabe, tuve que indagar un poco y comprobé que el coronel McGregor, abogado de profesión, estaba vinculado aún con el servicio. Luego Tamara me pidió ayuda desde Inglaterra, acorralada por los servicios de seguridad de nuestro país, y yo decidí darle su nombre, que además de ser un oficial muy respetado, era el yerno de mi maravilloso cardiólogo judío, por lo tanto la mejor persona a contactar en el MI6, y por esa razón ella no hablaba con nadie que no fuera su esposo. Así de sencillo.

—Ninguno de ellos sabe que Robert trabaja para el gobierno.

—Lo sé y no lo sabrán, no por mí, no se preocupe, le doy mi palabra de honor.

—Vale, eso espero —Rab se puso de pie y animó a Eve a seguirlo—. Nosotros nos marchamos, seguiremos en contacto. Llámeme dentro de siete días y tendré respuestas concretas para usted.

—Perfecto. Señora McGregor, como siempre ha sido un placer verla. Adiós.

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