Eva

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8. Allí jamás será aquí

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8. Allí jamás será aquí

—¿Hiciste bien tu trabajo? —preguntó Moira Nikolaos.

—De maravilla.

—Pues ven aquí y hazme un rato de compañía. Habéis tardado mucho, tus amigos y tú… ¿Me he ganado bien mi dinero?

—Por completo.

—Pues ven, te digo. Bebe algo. Fuma algo.

En el gramófono automático sonaba la voz agradable de Jean Sablon: Mélancolie, un jour s’achève, mélancolie on n’y peut rien. Moira estaba tumbada en un diván turco, iluminada por un candelabro hebreo de siete velas que dejaba parte del cuarto en penumbra. Descalza, el pelo cobrizo recogido en una gruesa trenza, vestida con un kimono cuya manga derecha colgaba vacía desde el muñón del codo. A su lado había una mesita baja con una frasca de agua, una botella de absenta y algunos objetos más. Mientras se aproximaba, Falcó advirtió la bandejita de plata con una jeringuilla de vidrio y una ampolla vacía.

—Acércate, anda.

Obediente, fue a sentarse en el borde del diván. Moira lo miraba con ojos dilatados y turbios. Miraba él la jeringuilla.

—Esto es nuevo.

Ella sonreía despacio, casi ausente, como si el gesto llegara muy lento y desde muy lejos.

—Me hago mayor, muchacho. Cumplo años. Où sont les filles d’antan?… La cocaína ayuda a digerir ciertas cosas.

—¿Desde cuándo?

—Qué más da.

Falcó vertió absenta en el mismo vaso que había utilizado ella y añadió un poco de agua. El primer sorbo le hizo bien. Había una caja con cigarrillos de kif ya liados, y se puso uno en la boca. Lo encendió y aspiró el humo profundamente. Moira lo miraba hacer.

—Maldito seas —murmuró con su voz ronca—. Sigues siendo un guapo rufián.

Hizo Falcó un ademán de indiferencia propio de él, calculadamente inocente. Tenía la cabeza en el pasado. Recordaba a Moira como una mujer espléndida, quince años atrás: su cuerpo terso, moreno y cálido apenas afeado por la pérdida del antebrazo derecho. Aquella voz grave y los ojos grandes y negros mirándolo muy de cerca mientras intercambiaban gemidos y susurros, procacidades y palabras tiernas. Atenas y Beirut habían sido escenarios convenientes. Tiempos de juventud, para Falcó. De soberbia madurez para ella.

—Pásame eso —dijo Moira.

Falcó le puso el cigarrillo de kif en los labios y ella aspiró hondo mientras él le recorría los tatuajes de los pómulos con la yema de los dedos. Tatuajes bereberes, que se había hecho al instalarse en Tánger con su marido pintor. Ahora competían, en cuanto a marcas de vida, con las arrugas en torno a los párpados, que el kohl no disimulaba.

—Tú sí que sigues guapísima.

Dejando salir el humo tras retenerlo unos instantes, ella ronroneó como una gata a la que le hicieran una caricia. Tenía el kimono entreabierto, mostrando el arranque de los muslos. Todavía eran unas piernas atractivas, salpimentadas con las ajorcas de plata en los tobillos y los pies de uñas pintadas de rojo intenso. Pies de puta turca, solía decirle él en otro tiempo, en susurros, cuando estaban juntos y Moira le ceñía esos muslos en torno a las caderas, egoísta y violenta, disfrutando de su sudor y de su sexo.

—Embustero —dijo ella tras un momento—. Cochino embustero.

Le devolvió el cigarrillo, y él aspiró de nuevo. Nunca había sido propenso a mezclar mundos artificiales con la vida real. En su oscuro oficio, esa clase de aficiones, con los descuidos consecuentes, eran peligrosas. Camino rápido para los problemas y el cementerio.

—Aspíralo bien, muchacho… Lo traen para mí de los montes de Ketama.

—Es bueno.

—Sí. Claro que lo es.

Por lo general, las incursiones de Falcó en el mundo de las sustancias estupefacientes habían sido siempre a través de terceras personas, mujeres en todos los casos, con las que compartió momentos y hábitos durante breves períodos de tiempo. Unos diez años atrás había aspirado opio con la esposa de un agregado comercial francés en Estambul: una armenia llamada Clara Petrakian, que lo había llevado a un fumadero de Kara-Keuy, en la calle larga tras los muelles. Respecto a la cocaína líquida, Falcó se había inyectado solo una vez en el hotel Adlon de Berlín en compañía de Hilde Bunzel, una modelo y actriz conocida por la película M de Fritz Lang, con la que solía frecuentar los peores cabarets de aquella ciudad desvergonzada y fascinante que por entonces aún resistía —aunque por poco tiempo— al ruido de botas y a las camisas pardas de los nazis.

—Túmbate a mi lado… Viens —palmeaba Moira el diván con su única mano—. Aquí.

Se resistió él con una sonrisa.

—Estoy bien así. Déjame mirarte.

—¿Ya no te seducen mis encantos declinantes?

Le cogió él la mano, besando los dedos cubiertos de anillos de plata.

—No seas tonta.

Se preguntó cómo serían los hombres con los que ella se acostaba desde la muerte de Clive Napier. Antiguos amigos que iban a visitarla, algún pintor o escritor de paso por Tánger, vigorosos adolescentes moros a los que pagaría bien. Ya no era joven, y a los cincuenta y cuatro años su belleza se había replegado a una condición física diferente, más densa que llamativa, más cálida que lozana. Sin embargo, a su modo era todavía una mujer atractiva. Y desde luego, con aquella pátina de vidas múltiples que su existencia le había impreso, una hembra singular.

Oui, je revois les beaux matins d’avril.

Jean Sablon cantaba ahora Vous qui passez sans me voir, y el kif empezaba a hacer efecto. Falcó se refrescó la boca con un sorbo de absenta y se reclinó un poco más. Antes de hacerlo había retirado la pistola de su cintura, poniéndola bajo el diván. Nunca un arma cerca, con alcohol o drogas de por medio. Eran sus reglas.

La mano de Moira se le posó en un brazo.

—Me dejaste hermosos recuerdos, muchacho —murmuró con voz adormecida.

—Tú a mí también.

Se quedaron un rato en silencio, escuchando la canción. Pasándose el kif.

—¿No te cansas de vivir así? —preguntó ella.

—¿Cómo es así?

—Ya sabes. Esa vida incierta. Peligrosa.

Movió la cabeza Falcó.

—¿Existe otra clase de vida?… Hay quien suele creerlo, pero no es cierto. Tú sabes que solo hay una.

—La diferencia está en que unos lo sabemos y otros no lo saben.

—Exacto.

Moira alzó el muñón bajo la manga vacía del kimono.

—Yo lo supe el año veintidós, en Esmirna.

Sonrió Falcó, vuelto al pasado.

—La ciudad ardía al fondo de la bahía —rememoró—. Subiste a bordo vestida de negro, con tu brazo herido en cabestrillo, mirando alrededor con gesto desafiante. Enferma, consumida de fiebre. Tan pálida y tan hermosa.

—Era otra Moira —la mano de ella le apretaba la muñeca—. Das Dort ist niemals hier… ¿Leíste alguna vez a Schiller?

—No.

—Allí jamás será aquí, decía.

—Lo he entendido. Y para deducir eso no hace falta ser Philo Vance.

—Cómo te gusta hacerte el cafre.

—Te aseguro que no sé quién diablos es ese Schiller… ¿Un músico?

—Idiota.

El cigarrillo se había consumido. Falcó lo apuró en una última chupada y lo dejó en el cenicero. Luego puso más absenta y agua en el vaso.

—Me gustó cómo me mirabas —Moira hablaba despacio, casi somnolienta, separando mucho las palabras—. La forma de acercarte luego, sonriendo como un jovencito, a ponerte a mi disposición. Más tarde supe que habías dado dinero a los marineros para que me cuidaran… Y luego fuiste a visitarme al hospital, en Atenas.

—Quería acostarme contigo.

—Pues vaya si ocurrió. No te importaba mi brazo, o hacías como que no… Nos estrechábamos desnudos y yo pensaba que te desagradaría el contacto con mi cuerpo mutilado.

—Tu brazo no cambiaba nada. Eras absolutamente hermosa.

—Aullaba como una perra, ¿recuerdas?… Te derramabas en mi boca, en mi culo, en todas partes… Me ponías la palma de la mano entre los dientes, como una mordaza, para que no escandalizara a los vecinos; y yo mordía hasta hacerte sangrar.

—También llorabas de noche. A oscuras. Cuando me creías dormido.

—Eso no tenía que ver contigo.

—Lo sé. Por eso jamás intervine. Nunca te dije nada.

—Recordaba Esmirna… Todos aquellos muertos… Mi marido y mi hijo.

—Claro.

El gramófono había enmudecido, pero Moira no dijo nada al respecto. Tampoco a Falcó le apetecía levantarse. Notaba un sopor suave y grato, y cada movimiento propio le parecía de una extraordinaria lentitud. Con esa sensación, alargó una mano hasta los cigarrillos de kif y cogió otro.

—También, a pesar de tu juventud —estaba diciendo Moira—, tenías tus propias Esmirnas en llamas en la retina… Te sentía levantarte de noche y caminar por la habitación, fumando un cigarrillo, buscando una aspirina cuando te dolía mucho la cabeza —lo miró con vago interés—… ¿Sigues con eso?

—Sí.

—Ahora que lo pienso, no sé si fumar kif te sentará bien.

—Me sienta de maravilla.

La llama de su encendedor le iluminó las facciones duras. La máscara cotidiana. Inhaló una bocanada profunda, llenándose los pulmones de distancia respecto al mundo y a sí mismo.

—Eras un tipo desvergonzado y extraño —dijo Moira tras un instante—. Ni siquiera tus propias infamias te convertían en infame… Con esa sonrisa insolente y esa mirada peligrosa.

Falcó quiso pasarle el cigarrillo, sin responder, pero ella lo rechazó con un movimiento de cabeza. Sus pupilas dilatadas seguían fijas en él.

—¿No tienes suficiente?… ¿No tienes miedo de que te maten?

Sonrió él, sin palabras, aspirando el humo de nuevo.

—No, no lo tienes —concluyó Moira—… Siempre fuiste de esos que creen saber cuándo llegará el momento de dejar de beber, dejar a una mujer o dejar la vida… Y a veces se equivocan.

—Bonita frase.

—La leí no sé dónde. O lo mismo no la leí. Igual es de Clive, mi difunto. O mía… O tuya.

Sus palabras le llegaban a Falcó desde la distancia. Amortiguadas y lentas. Quizá las pronuncia así, pensó. O quizá soy yo quien las oye de esa manera.

—Nunca te pregunté si has matado —dijo ella de pronto, con insólita viveza.

Se había movido un poco, pegándose a él. Sentía la calidez de su cuerpo a través de la seda del kimono. Al moverse descubrió involuntariamente el sexo. Depilado, advirtió Falcó.

—Una vez me dijiste algo —recordó él—. «Me gusta que hagas lo que otros se resignan a soñar».

Moira lo miraba de nuevo como aturdida, los ojos turbios.

—Me acuerdo de eso, sí —ahora parecía costarle más hilar las palabras—. Lo pensé muchas veces… Por eso te amé durante un tiempo, si es que llegué a hacerlo… Bueno… Al menos, creo que se trataba de amor.

Movió él una mano y, delicadamente, le cubrió el sexo con un pliegue del kimono.

—Qué más da lo que fuera.

Moira se quedó callada un momento. Luego pareció reír en tono muy bajo.

—Un día envejecerás, amigo mío.

—Puede ser.

—O quizá tengas suerte y mueras antes… Porque no consigo imaginarte anciano, viendo caer gotas de lluvia en el cristal de una ventana.

—Recordándote a ti, en todo caso. Eres única.

Sintió un golpe en el costado. Ella acababa de pegarle.

—Embaucador… Siempre fuiste un rufián embaucador.

Se echó a reír Falcó, y el humo que tenía dentro lo hizo toser. La brasa del cigarrillo le quemaba las uñas. Lo puso en el cenicero.

—El afán íntimo de una mujer única es sobrevivir a sí misma —ella se tocaba el rostro casi con precaución—. Y ya ves… Acabas montando guardia en un castillo que nada tiene ya que defender.

Se había movido de nuevo, apartándose un poco para dejarle sitio. La cabeza se le iba despacio a Falcó, llevándolo a una región donde los sonidos llegaban lejanos y los movimientos parecían interminables. Se tumbó de través en el diván, con la cabeza apoyada en el vientre de ella.

—Yo tampoco me imagino en esa ventana —dijo—, pero la vida gasta bromas.

—Deberíamos poder morir como hemos vivido —Moira le acariciaba el cabello—. ¿No crees?

—Sí. Pero eso rara vez ocurre.

—Resúmelo, anda. Para mí… À l’ombre de nos amours… A la sombra de nuestra vieja, bella, dulce y hoy melancólica amistad.

—Nunca fui bueno en eso.

—Hazlo. Venga. Por una vez.

Se estaba bien, pensó Falcó, con la cabeza apoyada en el vientre de la mujer. Era confortable y casi maternal. Encauzaba el sopor y dejaba fluir las ideas. Las palabras.

—Saber que la vida —dijo muy despacio— es una broma de mal gusto, llena de azares, enemigos y payasos que saltan con su resorte al abrir la caja, es lo único que proporciona temple suficiente para burlarse de todo —volvió el rostro hacia ella—… ¿Qué tal?

—¿Con una sonrisa linda y devastadora como la tuya?

—Por ejemplo.

—Aplaudiría si tuviera dos manos, querido.

Seguía acariciándole el pelo. Revolviéndolo entre sus dedos.

—Solo los idiotas y los débiles ocultan el hedor de la vida con perfumes —añadió.

Cerró Falcó los ojos, abandonándose en la laguna gris donde flotaba.

—Cuando era pequeño soñaba con irme. Una pluma de gallina me convertía en indio de las praderas; un bastón de mi padre, en mosquetero; la mirada de una niña, en un enamorado.

—Sí… Estoy segura de que eras todo sueños… Y presentimientos. Nostalgia prematura de lo que aún no conocías.

—Puede.

—Y un día te fuiste a confirmarlo. A la isla de los piratas.

Las cuatro últimas palabras despertaron algo en Falcó. Demasiado tiempo, pensó con súbita lucidez. Demasiado expuesto. Él no podía permitirse eso. Dentro de un rato estaría en la calle, y era de noche. Quince minutos caminando solo hasta el hotel. Blanco fijo o blanco móvil.

El pensamiento cruzó su mente con la certeza cruda de un latigazo. Me pueden matar fácilmente, pensó. Un estremecimiento de alarma, de miedo repentino, le recorrió las ingles.

—Quizás.

Había cogido la pistola de debajo del diván antes de ponerse en pie tambaleante, sacudiendo la cabeza para intentar despejarse. Procurando controlar los movimientos, devolvió el arma a su funda.

Moira lo miraba desde muy lejos.

—Y veo que allí sigues, muchacho. Con tus piratas… Hay lugares de los que nunca se vuelve.

Las copas de las palmeras eran sombras inmóviles vencidas por la llovizna, y las luces del puerto brillaban brumosas entre el hotel Continental y la extensión negra de la bahía.

Mientras ascendía por la escalera exterior hacia la terraza, Falcó sintió verdadero alivio. Solo entonces empezó a relajarse un poco. Hasta ese momento, la humedad ambiente, la oscuridad de la noche, su propio aturdimiento, lo habían hecho caminar a través de una atmósfera inhóspita. Amenazadora.

Desde la casa de Moira Nikolaos había bajado hasta Dar Baroud a través de una medina resbaladiza y en tinieblas, sospechando de cada sombra, de cada bulto oscuro con el que se cruzaba, mientras sentía el duro tacto de la Browning en su costado; llegando a empuñarla incluso, semioculta en un bolsillo de la gabardina, después de que en un recodo, a la luz de un farolito encendido en un pequeño cafetín, viese a dos europeos conversando; y luego, durante un trecho, le pareciera escuchar pasos a su espalda.

Había sacado la pistola de la funda, quitándole el seguro, y con ella en la mano derecha aguardó inmóvil, disimulado en la oscuridad bajo el arco de una callejuela estrecha, atento a los sonidos entre el rumor del pulso que le batía los tímpanos, hasta que tuvo la certeza de que nadie le iba detrás.

El paseo, la llovizna, habían contribuido a despejarle la cabeza. Estaba furioso consigo mismo. Nunca seas tan estúpido en el campo de operaciones, pensaba. No como esta noche, o no de este modo. Porque los descuidos matan y los descuidados mueren.

Al entrar en el hotel, Yussuf, el conserje, le dio la llave con un papelito doblado. Un mensaje. Falcó iba a subir la escalera que conducía a las habitaciones cuando se detuvo a leerlo.

Traigo café y saludos del Jabalí. Estoy en el Rif, calle abajo.

Se quedó un momento inmóvil, mirando el papel. Después volvió sobre sus pasos, bajó a la calle, pasó junto al baluarte de los antiguos cañones y anduvo un corto trecho.

El Rif era una pequeña casa de comidas, con la cocina a la vista. Dentro olía a parrilla moruna y a especias. El local tenía las paredes enjalbegadas, una mano de Fátima pintada en el dintel y solo media docena de mesas, todas vacías menos una. En ella, con la espalda hacia la pared, estaba Paquito Araña.

Al sentarse frente a él, Falcó advirtió el conocido olor a pomada para el pelo y perfume de agua de rosas.

—Buenas noches, guapetón —dijo Araña.

Sus ojos saltones, de batracio peligroso, lo observaban atentos. Tenía delante una cazuelita de barro con tayín de pollo, del que parecía haberse ocupado con apetito.

—¿Quieres cenar algo?

—No.

El sicario estaba peinado con esmero, la raya baja, el pelo aplastado sobre la frente para disimular la incipiente calvicie. En la silla contigua tenía un sobretodo impermeable Loden de color verde musgo y un sombrero de gabardina. Vestía un traje ligero de tres piezas, una camisa a rayas de cuello blando y un nudo pajarita rojo con topos azules. Se había puesto una servilleta en el chaleco, para no mancharlo.

—Di que te alegras de verme, amor —dijo tras un instante.

Sonrió Falcó. Miró un momento hacia la puerta y volvió a sonreír.

—Me alegra verte.

Araña siguió la dirección de su mirada. Luego hizo un mohín, frunciendo los labios.

—¿Problemas inmediatos?

—No esta noche.

—Pues faltaría más, oye. Que no te alegrases. Estoy aquí porque has pedido que venga.

—Te lo agradezco.

—Ya puedes, galán. Menudo viaje… En avión, dando tumbos en el aire sentado entre sacas de correo, y luego en coche desde Tetuán, tragando polvo.

Miró los restos del tayín, pinchó un trocito de pan en el tenedor y lo mojó en la salsa.

—Tánger me sonaba bien, ya entiendes —añadió—. Estos chicos de piel morena, con sus ojazos negros y todo lo demás. Tan estimulantes, ¿verdad?… No me desagradó el encargo.

—No vas a tener tiempo de hacer vida social.

El otro se metió el pan en la boca y masticó despacio. Pensativo.

—Nunca se sabe —concluyó.

—¿Dónde te alojas?

—En una pensión discreta, ahí cerca —hizo un ademán vago con el tenedor, indicando la calle—. Perfil modesto, como casi siempre. Puerca miseria. Los hoteles buenos quedan para las estrellitas como tú. Los niños guapos del Almirante.

—¿Qué te dijo el Jabalí?

—¿Literalmente?

—Sí.

—«Ese chuloputas no puede vivir sin ti». Eso fue lo que dijo.

—Me refiero a la misión.

Araña se miró las uñas, que estaban muy limpias y sonrosadas, recortadas y pulidas. Tenía manos pálidas, delicadas, que cuidaba a diario con Neige des Cévennes y otras marcas de belleza muy exquisitas y caras. Con aquellas manos casi femeninas y con su apenas metro sesenta de estatura, Paquito Araña había empezado once años atrás su carrera de asesino ejerciendo como pistolero de la Patronal en Barcelona. El primero de la CNT al que había matado —después hubo otros, antes de que el Almirante lo reclutara para el Grupo Lucero por recomendación de un empresario catalán— había sido el Chiquet del Raval, guardaespaldas del líder anarquista Ángel Pestaña: tres tiros del 9 largo en la cabeza y uno en la espalda, al salir de un baile. Todos a quemarropa y mortales de necesidad, según tituló La Vanguardia sobre foto del difunto, tumbado boca abajo en la acera, con la gente mirando.

—Sobre la misión no me contó el jefe nada especial. Todo muy por encima; el barco con oro del Banco de España y lo demás. Vas allí y haces lo que Falcó te diga, resumió. Y aquí estoy… Haciendo otra vez, para ti, de chacha sumisa.

Terminó el tayín y se recostó en el respaldo de la silla, limpiándose con la servilleta la boca sonrosada y cruel.

—Así que —añadió— manda y te obedezco, mi amo.

Falcó miró hacia la cocina. Había una mora con un pañuelo anudado en la nuca y un camarero joven. Hizo una seña negativa a este, que se acercaba obsequioso.

—Después te doy detalles. Ahora solo lo importante. Lo más urgente.

—Soy todo orejas con zarcillos, como en la copla.

—Paga, anda. Hablamos fuera.

Se puso en pie. Acababa de completar una idea. Un plan inmediato, que quizás era bueno. Algo improvisado, desde luego, aunque tal vez por eso podía salir bien. Miró el reloj. Los efectos del kif y la absenta se habían desvanecido por completo; o a lo mejor debía a ellos la repentina claridad que de aquel modo disparaba su imaginación. Todo podía ser.

—Huy, chico —se lamentaba Araña—. Qué prisas… Iba a pedir un té.

—No hay tiempo.

—Malaje.

Miró otra vez Falcó la hora, para asegurarse. Solo eran las diez menos cuarto, así que hizo cálculos. La noche era joven y estaba llena de posibilidades, si se movía con rapidez. Audaces fortuna no recordaba qué, había oído decir alguna vez al Almirante. La suerte favorecía a los audaces.

—Voy al hotel a telefonear y vuelvo en diez minutos.

Araña se pasó un dedo por las cejas depiladas en dos finas líneas, torció la boca y llamó resignado al camarero.

—Tráeme la cuenta, encanto.

Después de llamar a Antón Rexach, que por suerte respondió al teléfono, y darle instrucciones precisas, regresó Falcó en busca de Paquito Araña. El sicario aguardaba en la calle, con el sobretodo puesto y el sombrero caído sobre los ojos.

—Me tienes en ascuas, cielo —dijo.

Falcó señaló hacia el baluarte cercano.

—Ahora no llueve. Demos un paseo.

Caminaron hasta allí. Mojados, los viejos cañones parecían relucientes cetáceos en la penumbra.

—Luego te contaré despacio los pormenores del asunto —dijo Falcó—. Lo que importa es algo que se me ha ocurrido, ahora que estás aquí. Y no tenemos mucho tiempo para prepararlo.

Señaló a lo largo de la muralla, más allá de la Tannerie.

—Mira aquel edificio pequeño sobre la rampa; el que está iluminado por farolas eléctricas… ¿Lo ves?

—Lo veo.

—Es un casino, el Kursaal francés… Y dentro de quince minutos vamos a ir allí.

—¿Qué pasa? —reía Paquito Araña, atravesado y chirriante—. ¿Te apetece jugar a la ruleta?

—Me apetece jugársela a los rojos. Un lindo golpe de mano.

Breve silencio especulativo. Araña asimilaba todas aquellas novedades.

—¿De qué clase? —preguntó al fin.

—Eso depende de cómo salga.

Resopló el otro, incrédulo, palpándose la barriga.

—¿Habrá que matar, a estas horas y mojados?

Falcó se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo, ecuánime—. Eso lo iremos viendo sobre la marcha. Ya digo que se me acaba de ocurrir.

—Canguelo me dan tus ocurrencias, chico —el antiguo pistolero se hurgaba los dientes con una uña—. Al final siempre acabo resolviéndolas yo. Como aquella vez en la estación de Narbonne… ¿Recuerdas?

—No recuerdo nada.

—La mujer.

—Tengo una memoria fatal.

—Venga, hombre. Esa catalana con documentos de la Generalidad…

Falcó miraba hacia el Kursaal, indiferente a todo cuanto no fuera lo que tenía en mente. Lo inmediato.

—No sé de qué me hablas, así que cíñete a lo de ahora.

Sonó de nuevo la risa queda del sicario.

—¿Sabes una cosa, figurín mío?

—No.

—Con esa carita de cuchillo que tanto gusta a las nenas y a sus mamás, menudo cabrón estás hecho.

—Le dijo la sartén al cazo.

—Por eso te lo digo, amor.

Falcó apoyó las manos en el metal mojado y frío de un cañón.

—Hay un comunista, Juan Trejo, comisario de la flota roja… Le gusta beber, le gusta trasnochar y le gusta el tapete verde. Va allí cada noche.

—¿Está ahora en el casino?

—Es probable. Por eso fui a telefonear. Lo sabremos dentro de un rato.

—¿Es lo que se te ha ocurrido así, de golpe? ¿A estas horas?

—Más o menos.

—Virgen santa.

Le dio Falcó al otro un golpecito en el hombro y se alejaron del baluarte. Araña caminaba con las manos en los bolsillos del sobretodo y la cabeza baja. Parecía pensativo.

—¿Y cómo es el fulano? —se interesó tras unos pasos—. ¿Fuerte, entrenado? ¿Profesional? ¿Heterosexual?… ¿Padre de familia?

—Creo que no tiene media bofetada.

—¿Lleva guardaespaldas?

—Negativo.

—¿Va armado?

—Ni idea.

—¿Y qué vamos a hacer con esa joya?

Pasaron de nuevo frente al Rif. El camarero estaba cerrando la puerta y los saludó al pasar. Siguieron caminando Dar Baroud abajo, hacia la rue de la Marine. Había poca luz y algunos tramos de la calle estaban casi a oscuras. Apenas se cruzaron con nadie.

—Hay dos aspectos que nos interesan —continuó explicando Falcó—. Uno, que el fulano resulta incómodo para lo del barco. Puede ser un obstáculo, así que por ese lado nos convendría darlo de baja.

—Pues esa es la parte fácil… ¿Y el otro lado?

—Sabe cosas que nos conviene saber.

Los ojos de Araña relucieron bajo el ala de gabardina arrugada, tan afables como los de una hiena con buen olfato.

—Entonces debería seguir vivo, ¿no?… De momento.

—Por lo menos un rato largo.

—¿Dispones de un lugar tranquilo donde darle tratamiento y conversación?

—Me lo están buscando.

Araña se detuvo un instante, y Falcó lo oyó resoplar con fastidio.

—Por el amor de Dios, chulito mío. Acabo de llegar, caes en mitad de la cena y me invitas a bailar —se frotó la barriga, molesto—. Ni siquiera me das tiempo de hacer la digestión.

Antón Rexach los estaba esperando en la puerta de la Tannerie, bajo el túnel. Al aproximarse Falcó y Araña, la mancha voluminosa de su impermeable claro se destacó en la oscuridad.

—Cuando telefoneó, estaba a punto de acostarme —dijo.

Parecía impaciente. O nervioso. Falcó rio en voz baja, sarcástico.

—La patria exige duros sacrificios —dijo.

Cuando el otro comprobó que no venía solo, se mostró aún más incómodo.

—¿A quién trae? —inquirió al comprobar que Falcó no presentaba a su acompañante.

—A un amigo. Le gusta trasnochar.

—Ah… Ya veo.

Caminaron los tres en la penumbra, a lo largo de la muralla, hasta el arranque de la rampa que ascendía a la ciudad europea.

—Está dentro —informó Rexach—. Lo he comprobado personalmente. Un rato en el bar, otro en la ruleta. Hace un momento estaba apostando al chemin de fer.

—¿Va solo?

—Eso parece. Su hotel está cerca, a doscientos pasos. Suele bajar por la rampa y caminar hasta allí.

Se habían detenido en el arranque de la cuesta. Había cerca una galera con una mula enganchada. Falcó miró hacia el Majestic, iluminado por dos farolas próximas. Sobre la rampa, el Kursaal también estaba iluminado. Pero toda la cuesta, con su recodo a la mitad, quedaba a oscuras. Terreno propicio.

—Es buen sitio —convino—. ¿Consiguió el coche?

Rexach señaló la galera y Falcó sacudió la cabeza.

—No me fastidie… ¿No había nada mejor?

—A estas horas, desde luego que no. Y dé gracias a que lo he conseguido.

—Tiene un automóvil.

—No puedo usarlo para esto. Me arriesgo a que lo identifiquen. Usted se irá en pocos días, pero yo vivo en Tánger.

Se volvió Falcó hacia Paquito Araña, pero este no despegó los labios. Junto a la desbordante humanidad de Rexach, el sicario parecía diminuto.

—Habrá alguien que lleve el carro, por lo menos.

—Claro.

Emitió Rexach un suave silbido, y de la galera salió un hombre vestido con chilaba. No había mucha luz, pero su apariencia era joven. Complexión vigorosa.

—¿Qué hay del lugar? —inquirió Falcó.

—El moro sabe dónde. Se llama Kassem.

Salam, Kassem —dijo Falcó.

Salam aleikum —respondió el moro.

—¿De confianza?

Falcó se había dirigido a Rexach.

—Toda —asintió este.

—¿Hablas español, Kassem?

Misián… Soy de Xauen.

—Tiene a dos hermanos —aclaró Rexach—, a tres primos y a un tío en un tabor de regulares, en la Península. He dicho que le pagarán bien. Puede llevarlos hasta el lugar adecuado, playa abajo.

Falcó lo observó con curiosidad.

—¿Usted no viene?

—No conviene que me mezcle en este asunto.

Había malhumor en su voz. También vacilación. Estaba claro que no aprobaba aquello. Sonrió Falcó con una mueca desdeñosa, de cazador.

—Ya está mezclado, y mucho. Hasta las trancas.

—Me refiero a esta parte del asunto.

Miró Falcó el reloj, pero con tan escasa luz no alcanzaba a ver la hora. No había tiempo para discutir los escrúpulos de Rexach.

—Hagamos una última comprobación… Yo no he visto a ese individuo sino de lejos en el puerto, con prismáticos. No quiero equivocarme. Y quizá él sí me haya visto a mí.

—Es posible —opinó Rexach.

Señaló Falcó a Paquito Araña, que seguía sin decir esta boca es mía.

—Aquí nadie conoce a mi amigo. Así que van a entrar los dos en el casino, y usted le marca discretamente al sujeto, para que no haya errores… ¿De acuerdo?

Asintió Araña, flemático, mientras Rexach parecía vacilar.

—¿Lo han pensado bien? —El tono seguía siendo de preocupación—. Tal vez todo esto precipite las cosas.

—Tal vez —admitió Falcó, divertido.

—Yo no puedo intervenir directamente, compréndalo… Y tampoco sé con exactitud lo que usted se propone.

—No se preocupe. Lo tendré informado.

—Esa es la cuestión —Rexach miraba con desconfianza al silencioso Araña—. Que no sé si quiero estar informado.

Menos de diez minutos después, Falcó dejó caer al suelo mojado el cigarrillo que tenía entre los dedos. Paquito Araña y Antón Rexach bajaban precipitadamente por la cuesta, arriesgándose a resbalar y romperse la crisma.

—Ahí viene —dijo Rexach, sofocado por la carrera—. Estaba saliendo, y casi nos topamos con él en la puerta.

Miró Falcó hacia arriba. Una silueta masculina se movía hacia la parte alta de la rampa, recortada en el contraluz de la farola más cercana a la puerta del Kursaal.

—¿Seguro que es él?

Rexach intentaba recobrar el aliento.

—Sin duda.

—Lleva un paraguas cerrado y va sin sombrero —señaló Araña.

Se volvió Falcó hacia Kassem, que fumaba uno de sus Players.

Ialah Bismiláh —le dijo al moro.

La sonrisa del otro destacó en la penumbra. Parecía gustarle que Falcó diese la orden en nombre de Dios. Apuró su cigarrillo y fue sin apresurarse hacia la galera.

—Yo me voy —dijo Rexach, inquieto—. Como dije, no creo necesario…

Lo dejó ahí. Se veía muy apurado, y Falcó no puso objeciones. Tampoco era momento ni lugar para ponerlas. Araña y él se quedaron mirando la mancha clara del impermeable desaparecer con prisa entre las sombras.

—Vaya tipo, el gordo —comentó Araña.

—Cada cual atiende su negocio. Ocupémonos del nuestro.

—Ya es hora… Ahí viene el fulano.

Un hombre bajaba por el lado izquierdo de la rampa. En ese momento doblaba el recodo. Podían oír sus pasos y el sonido metálico de la contera del paraguas.

—Uno por cada lado —dijo Falcó—. Tú arriba y yo abajo… Déjalo llegar aquí.

Caminó Araña cuesta arriba por el lado derecho, con andar inocente, mientras Falcó permanecía quieto, pegado a la pared. El hombre, solo un bulto oscuro con aquella luz, seguía adelante sin sospechar nada. Ya estaba a una docena de pasos. Falcó se soltó los botones de la gabardina y los de la chaqueta, para tener libres los movimientos. Palpó la Browning en su cintura, aunque aquel no era trabajo de pistolas. Aun así, tal vez hiciera falta recurrir a ella de cualquier manera. Un culatazo en el cráneo era tan buen recurso como cualquier otro. No demasiado fuerte, no demasiado flojo. Lo justo para evitar problemas. Cloc. Felices sueños, camarada comisario.

A cinco pasos de Falcó, el hombre que bajaba se detuvo de pronto. Había reparado en él, y tal vez sospechaba de esa figura inmóvil pegada a la pared. Con un vistazo rápido, Falcó comprobó que, más arriba, pues Araña ya había rebasado al objetivo, el sicario se había dado cuenta y cruzaba la rampa con rapidez, acercándose al otro por la espalda.

Al diablo las precauciones, pensó. Era el momento.

Corrió rampa arriba, hacia el hombre que seguía quieto y desconcertado. Dispuesto a llegar a él antes de que pudiera reaccionar. Tuvo tiempo de echar un vistazo a la espalda del objetivo, comprobando que Araña se le abalanzaba ya por detrás.

Entonces, Falcó resbaló en el suelo mojado.

Chaaaaas, hicieron las suelas de sus zapatos. Y luego, tump. Eso lo hizo el cuerpo al caer de espaldas. Contra el suelo.

Fue un patinazo en toda regla. Cayó cuan largo era, como un perfecto imbécil, justo a los pies de la presunta víctima. Dándose una costalada que le retumbó en los huesos.

Me he roto algo, pensó. Rediós. Me he roto algo.

Desde abajo, aturdido por el golpe, vio un par de cosas. Una fue que el objetivo reaccionaba como una liebre, dándole un paraguazo, saltando por encima de él y echando a correr como alma que llevase el diablo. La otra fue que Araña, que estaba en pleno impulso, fallaba el salto, seguía adelante por la inercia y tropezaba con el cuerpo caído de Falcó, cayendo a su vez.

—¡Socorro! —gritó el hombre—. ¡Socorro!

Lo hizo sin dejar de correr. Estaba al final de la rampa cuando Falcó se puso en pie —la muñeca izquierda le punzaba un horror— y corrió detrás.

—¡Socorro! ¡Auxilio! —aullaba el otro.

Apretó Falcó la carrera. A su espalda también sentía correr a Paquito Araña.

—¡Socorro!

Por un instante, Falcó pensó en abandonar. Menudo ridículo, pensaba. Si se nos escapa la hemos fastidiado, pero bien. Aunque si lo agarramos ahora y acude alguien, va a ser peor. Un policía, por ejemplo. En flagrante delito, y todo al carajo. Así estaba, intentando tomar una decisión mientras corría —los pulmones le quemaban del esfuerzo y el golpetazo—, cuando vio que, al pasar el fugitivo junto a la galera, de esta se destacaba veloz una sombra que le cortó el paso.

—¡Soco…!

Al llegar Falcó allí, el hombre estaba en el suelo, pataleando, con Kassem encima. El moro parecía tenerlo bien trincado, con un brazo alrededor del cuello. Con la mano libre le tapaba la boca.

Se detuvo Falcó sin aliento, apoyadas las manos en los muslos, oyendo a su lado resollar a Paquito Araña en parecidas condiciones. Al cabo de unos segundos, algo más repuesto, sacó la pistola de la funda, se agachó sobre los caídos, tanteó bien para no equivocarse —no era cosa de atizarle al moro—, y le pegó un culatazo al fugitivo en la cabeza. Este resopló más fuerte entre los dedos de Kassem y dejó de moverse.

—Espero que de verdad sea el comisario rojo —dijo Falcó, guardándose la pistola.

—Lo es —confirmó Araña entre dos profundas inspiraciones.

El moro se levantaba, y Falcó le palmeó la espalda.

—Buen trabajo, amigo.

Volvió a resplandecer la sonrisa del otro.

Al hamdu li-lah.

Dirigió Falcó un vistazo alrededor. Milagrosamente, no había nadie a la vista. Tampoco arriba, en la rampa. Nada de testigos incómodos. Araña se sacudía el agua de la ropa, dándose manotazos.

—Hemos hecho el numerito de la cabra —comentó el sicario.

—Ni me lo recuerdes.

—Parecíamos Pipo y Pipa.

Falcó se frotaba los riñones y la muñeca, mirando el cuerpo inmóvil a sus pies.

—De qué manera corría, este cabrón —dijo con rencor mientras se agachaba a cachearlo.

—Como para no correr, cielo.

—La plancha ha sido de pronóstico reservado.

—Sí.

Falcó se incorporó con una billetera en la mano. El rojo estaba limpio. Solo una navaja pequeña. Se guardó la billetera y tiró la navajita.

—Menos mal que no iba armado, rediós… Lo mismo nos hubiera pegado un tiro.

Reía Araña entre dientes, mordaz. Encantado con el episodio.

—Cuando lo cuente en Salamanca se van a descojonar… El pollito pera del Almirante, el espía intrépido, tirado por los suelos. Zaca. Y este hijoputa saltándote por encima y largándose tras darte un paraguazo… Sublime, oye. Ha sido sublime. Ya tengo Tánger amortizado para el resto de mi vida.

—Cierra el pico.

Entre los tres cogieron al caído y lo metieron en la galera. Aún dolorido, Falcó se acomodó junto a Kassem, que destrabó la mula e hizo sonar las riendas.

—¿Adónde vamos? —le preguntó Falcó.

—Tú tranquilo —dijo el moro—. Yo sé cerca.

—Buen chico —le ofreció otro cigarrillo—. De no ser por ti, se nos escapa.

Le dio fuego, y a la luz del encendedor vio que Kassem sonreía de nuevo.

—Tú tranquilo, yo sé… Por mi cara, estos comunistas nada buenos. Franco sabe, todos hammur. Estar rojos. No creen en Dios.

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