Eva

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Durante tres días, luché contra el violento deseo de telefonear a Eva.

Al cuarto día, cuando Carol salió para el estudio, cedí a la tentación. En esos días Russell estaba de franco, porque tenía un pariente peligrosamente enfermo. Terminé el café que había preparado para Carol y para mí; todavía se podía oír el distante sonido del motor del coche de Carol por el camino montañoso. Súbitamente, siguiendo un impulso, arrojé el diario que estaba leyendo y tomé el teléfono.

Eva contestó enseguida.

—Hola…

Era extraordinario que después de la forma en que me había tratado, el sonido de su voz acelerara mi sangre e hiciera latir tan rápido mi corazón.

—Eva —dije—. ¿Cómo estás?

—Hola, desconocido —contestó alegremente—. ¿Dónde te habías metido todo este tiempo?

Apenas pude creer que era Eva quien hablaba. Su voz era radiante y comprendí que había sucedido algo que la hacía feliz. De una manera rara, perversa, esto me enojó.

—¿No me confundes con otro, verdad? —pregunté con sarcasmo—. Soy Clive. El tipo a quien no quieres ver cuando llama a tu puerta.

Ella rió.

—Ya lo sé.

¿Así que le parecía divertido, eh? Apreté el teléfono hasta que los nudillos se me pusieron blancos.

—Creo que me hiciste una linda porquería. Estaba decidido a que almorzáramos juntos. Por lo menos podías haberme visto y haberme dado una excusa.

—También fue una porquería que me dejaras en medio de la noche —replicó—. Y no tenía ganas de almorzar contigo. Ningún hombre va a decirme lo que debo hacer. Espero que hayas aprendido la lección.

Rechiné los dientes.

—Siempre me estás dando lecciones…

Ella rió de nuevo.

—Y parece que no aprendes, ¿eh, Clive?

—Por lo menos insisto.

—Vaya si insistes… Nunca he tenido tanta dificultad para sacarme a alguien de encima.

—¿Así que te quieres librar de mí?

—¿Acabas de darte cuenta?

Su frivolidad me enfureció.

—Un día de éstos lo vas a conseguir, y entonces te arrepentirás —le dije, furioso.

—Eso es lo que crees —contestó, riendo.

Eva estaba en un estado de ánimo totalmente nuevo, y mi curiosidad derrotó mi furia.

—Pareces contenta esta mañana…

—¿Has recibido alguna herencia?

—No.

Esperé, pero no dio más explicaciones.

—Tengo que verte, Eva —dije.

—Hoy no puede ser.

—Vamos, Eva, no seas así. Quiero verte.

—No estaré en casa, de modo que no vengas. Si lo haces no me encontrarás.

—¿Dónde vas a ir?

—No es asunto tuyo.

Sentí que la sangre me subía a la cara.

—Bueno, ¿cuándo te puedo ver?

—No sé. Si quieres venir es mejor que me llames dentro de unos días. ¿De acuerdo?

Una idea me pasó por la cabeza.

—¿Es que va a volver Jack?

—Así es. ¿Estás contento ahora?

La antigua sensación de celos volvió a apoderarse de mí.

—Me alegro —mentí—. Supongo que volverás a tu otra casa, ¿no es así?

—Así es —su voz parecía un poco cortante.

—¿Por cuánto tiempo?

—No sé. Y te agradecería que no hicieras tantas preguntas. No sé cuánto tiempo se quedará aquí Jack.

—¿Lo esperas hoy?

—Hum… Anoche recibí un telegrama.

—No olvides que quiero conocerlo.

Hubo una pausa momentánea.

—No lo olvido.

—¿Me lo presentarás ahora?

—No… esta vez no.

—¿Cuándo entonces?

—Alguna vez. Ya veremos.

—¿Así que piensas olvidar a todos tus amigos? ¿Qué van a hacer sin ti? —No lo sé y no me importa. Volverán cuando yo esté libre.

Su indiferencia me torturaba.

—Bueno, que te diviertas. Te llamaré dentro de unos días.

—De acuerdo. Adiós —y cortó.

Golpeé con fuerza el teléfono y salí a la terraza. Cada vez que nos encontrábamos, siempre que la telefoneaba, era más evidente que yo no representaba nada para Eva. Pero no podía dejarla. Sabía que nunca contaría para ella, pero, de todos modos, tenía que perseguirla.

No era posible permanecer en la cabaña todo el día, con la idea de que Eva iba a encontrarse con su marido. Eso me enloquecía.

Decidí ir al estudio para averiguar si Berstein tenía alguna noticia para mí.

Después de bañarme me vestí y saqué el Chrysler del garaje. Después marché lentamente por el camino montañoso desde San Bernardino hasta Hollywood. Estaba en un negro estado depresivo, detestaba la idea de la larga tarde que debía enfrentar, y de la velada que tenía al frente.

A mediodía llegué al estudio y, cuando me detuve, frente a las oficinas del edificio principal, Carol salió corriendo a mi encuentro.

—¡Hola, querido! —dijo saltando sobre el guardabarro y besándome—. Quería comunicarme contigo.

La miré agudamente.

—¿Qué pasa?

—Es pesadísimo, pero tenemos que tomar el avión para Death Valley y no volveré hasta mañana por la mañana. Jerry insiste en que busquemos una verdadera atmósfera de desierto, y él, Frank y yo, nos vamos enseguida.

—¿Quieres decir que esta noche no vendrás a casa? —pregunté seco.

—No puedo, querido… ¡Oh, y Russell no estará allí para cuidarte! ¿Qué podemos hacer?

Procuré ocultar mi desolación, pero apenas lo logré.

—Puedo cuidarme solo. No te preocupes. Además, tengo mucho trabajo que hacer.

—Detesto que te quedes solo —dijo ella, preocupada—. ¿Por qué no te quedas en la ciudad…? ¿Por qué no vienes con nosotros?

Pensé en Imgram y meneé la cabeza.

—Volveré a Three Point —dije—. No te preocupes, me las arreglaré muy bien.

—Ven con nosotros —suplicó ella—. Nos divertiremos.

—Vamos, no hagas líos —dije, un poco irritado—. Te he dicho que voy a pasarlo bien. Deseo que hagas un buen viaje. Nos veremos mañana por la noche.

—Desearía no tener que ir. Detesto pensar que vas a quedarte solo. ¿Seguro que no quieres quedarte en la ciudad?

—No soy un chico, Carol —dije, un poco cortante—. Puedo cuidarme. Y debo irme corriendo. Tengo que hablar con Berstein… —tuve la mala suerte de ver en ese momento e Highams e Imgram, que marchaban por la larga avenida que llevaba al edificio de la compañía; en modo alguno deseaba encontrarlos—. Que te diviertas —la besé—. Adiós, y que te vaya bien… —me apresuré a entrar en el edificio, dejándola con una expresión de preocupación en los ojos.

Marché por el largo corredor hacia la oficina de Sam Berstein; me sentía deprimido. ¡Si por lo menos Eva hubiera estado libre! Tal vez hubiera podido convencerla de que se tomara un día de descanso, y nos hubiéramos divertido. Hubiera podido pasar la noche con ella. Ahora, tenía que enfrentar veinticuatro horas vacías, menos que Berstein tuviera algo para mí.

—Adelante —dijo la secretaria en cuanto le di mi nombre—. El señor Berstein ha estado procurando comunicarse con usted.

Me alegré. Aquello parecía prometedor.

—Hola —dije, al entrar en la oficina. Berstein se puso de pie de un salto.

—Lo he estado llamando. Está bien. Rex Gold está de acuerdo. ¿Qué le parece? ¡Un contrato por cien mil dólares! Lo felicito.

Lo miré; me había quedado sin palabras.

—Pensé que eso iba a sorprenderlo —dijo, mostrando los dientes—, ¿no le dije que yo podía manejar a Gold? Lo conozco. Conozco todas sus tretas… —abrió un cajón y sacó el pliego de un contrato—. Está de acuerdo en todo. Conseguí todo lo que quise. Vea.

Con mano vacilante agarré el contrato y empecé a leer.

Después, de pronto, el corazón me dio un salto y quedé helado.

—Pero aquí dice que yo debo hacer el guión —dije, tartamudeando.

—Naturalmente —dijo Berstein, radiante—. Carol sugirió la idea y, cuando la mencioné a Rex Gold, él la puso como condición expresa en el contrato. Dijo que la película sería inútil sin los brillantes diálogos suyos. Aquí está… ¡escrito por el mismo Gold!

Me dejé caer, desmoronado. Entonces Gold sabía. ¡Por eso ofrecía cien mil dólares! Él sabía que yo no podía intentar siquiera hacer el diálogo.

—¿Pero no está usted contento? —preguntó Berstein mirándome con ojos intrigados—. ¿Hay algo que no le gusta? ¿No se siente bien?

—Estoy bien —dije pesadamente—. Esto… ha sido una sorpresa para mí.

Berstein se alegró de inmediato.

—Naturalmente, usted no esperaba tanto. Pero la obra es magnífica y haremos una gran película. ¿Quiere que tomemos una copa?

Me alegré al tragar de golpe el whisky puro que me ofreció.

Todo el tiempo que Berstein estuvo preparando las copas, yo procuré pensar en la manera de escapar de aquello. No había escape. Gold me había atrapado en el momento y forma en que había querido atraparme.

Las dos horas siguientes no significaron nada. Vagué sin meta con el coche, con la mente atontada por la treta que Gold me había preparado, preguntándome cómo iba a explicarle a Carol que no podía hacer la película.

Tenía que ganar dinero de alguna manera. Simplemente no podía seguir sin ganar dinero. Entonces recordé el Lucky Strike.

Recién llegado a Hollywood yo había sido jugador, y acostumbraba concurrir entonces a los barcos de juegos que hay anclados a lo largo de las playas de California. Había más de una docena de estos barcos que escapaban a las leyes permaneciendo fuera de las tres millas limítrofes, y yo había estado varias veces en el Lucky Strike. Era el barco de juego mejor equipado de todos; algunas veces, había ganado allí sumas considerables. Probaría de nuevo la suerte.

Ya fuera porque confiara en la suerte, o por tener al fin algo que hacer, me sentí alegre y me dirigí al Club de Escritores para cambiar un cheque de mil dólares.

Tomé unas copas, algunos sándwiches y pasé el resto de la tarde mirando los periódicos ilustrados y meditando acerca de Gold.

Comí ligeramente en el club y eran más de las nueve cuando bordeé la bahía de Santa Mónica. Estacioné en la escollera y, por algunos minutos, permanecí en el Chrysler, mirando hacia la bahía.

Podía ver el Lucky Strike, anclado fuera de las tres millas limítrofes. Era una masa de luces y ya algunos taxi-botes iban hacia el barco.

Había que andar unos buenos diez minutos para llegar al Lucky Strike. El taxi-bote se bamboleaba y se hundía un poco, pero eso no me molestó. Sólo había otros cinco pasajeros. Cuatro estaban bien vestidos, parecían ricos, hombres de negocios de mediana edad; la otra era una muchacha. Alta con una cabeza roja. Su piel era cremosa y suave al mirar. Su cuerpo, dentro del apretado vestido amarillo, también parecía suave. Era voluptuosa, sensual y tenía una risa chillona y ligeramente histérica.

Yo estaba sentado frente a ella. Tenía buenas piernas, aunque se engrosaban bruscamente en las rodillas. Estaba con un hombre de pelo gris y nariz ganchuda. Parecía incómodo cuando ella reía. La miré y ella me miró. Comprendí que la mujer había adivinado lo que yo estaba pensando, porque bruscamente dejó de reír y empezó a tironearse la pollera sobre las rodillas. La falda era demasiado corta y apretada; por eso, tuvo que poner las manos sobre las rodillas y ya no me miró.

El Lucky Strike tenía unos doscientos cincuenta pies de largo. Parecía grande desde el pequeño taxi-bote, y hubo alguna dificultad cuando bajó la pelirroja. Creo que estaba demasiado consciente de sí misma cuando trepó la planchada, sacudida por el viento. De todos modos, hizo mucho alboroto y el hombre de la nariz ganchuda se enfureció.

Había mucha gente a bordo y la perdí de vista. Lo lamenté. La pelirroja era como una vela en un cuarto sin luz.

Me mezclé con la multitud, pero no encontré ningún conocido. Necesitaba desesperadamente un trago, y me dirigí al bar. Estaba lleno de gente, pero conseguí que el mozo me mirara. Logré parte de un whisky doble, que el mozo me tendió sobre las cabezas de la multitud. Era inútil procurar conseguir otro y, por eso, me dirigí al gran salón donde estaban las mesas de juego.

Me abrí paso entre la multitud hasta llegar a la mesa central. Tuve que usar los codos, pero la muchedumbre parecía de buena voluntad, y me dejó pasar. Los dados verdes rodaban sobre la felpa verde, se juntaban y retrocedían de un salto. Uno se detuvo de pronto, mostrando cinco puntos blancos. El otro cayó hacia el centro de la mesa y quedó mostrando seis puntos.

Se oyó un suspiro cuando el ganador retiró el dinero. Observé cinco minutos el juego; después, los dados vinieron hacia mí.

Aposté dos billetes de veinte y saqué dos dobles, puse otros veinte y saqué un cinco. Tras cuatro tiros la cosa estaba hecha, la dejé correr. Después salió un once, y empecé a andar mejor.

Hice cinco pases directos, después perdí el dado. Empecé a apostar sobre el tablero.

La pelirroja estuvo de pronto a mi lado. Frotaba su cadera contra la mía. Me apoyé contra ella, pero no la miré.

El dado volvió hacia mí. Puse dos de cincuenta y gané.

Hice dos pases más. Después perdí.

—Está perdiendo mucho —dijo la pelirroja.

Me sequé la frente con el pañuelo y miré alrededor, buscando al hombre de nariz ganchuda. Estaba pegado a la mesa opuesta. No podía oír lo que ella decía.

—¿Le gusta ese tipo? —pregunté. Estaba apostando diez dólares por vuelta y acababa de ganar.

Ella se me vino encima.

—¿Eso importa algo?

Volví a tomar los dados y sacudí el cubilete.

—Puede ser —dije, e hice tres pases directos.

—Le traigo suerte —dijo ella—, es mi pelo colorado.

En el tiro siguiente conseguí un siete. Esperé a que me pagaran y pasé los dados.

—Vamos a alguna parte —dije, con los bolsillos repletos de dinero—, ¿es la primera vez que vienes aquí?

El hombre con la nariz ganchuda tenía ahora los dados. Sacó dos seis. Retiraron su dinero.

—Conozco todos los sitios —dijo ella, deslizándose fuera de la multitud—. Noté que a muchos hombres les gustaba esto. Por cierto que los comprendí.

Lancé una rápida mirada al hombre de la nariz ganchuda, pero estaba ocupado. Entonces me abrí también paso entre la gente y me reuní a ella.

La pelirroja me guió por la cubierta, entre la gente, hasta una escalerilla de hierro. No podía verla, pero olía su perfume. La seguí con la nariz.

Súbitamente desapareció la gente y nos encontramos solos. Sentí la baranda contra la espalda; ella se apretaba contra mí.

—En cuanto te vi… —dijo.

—Así es… —dije, y la abracé. Era grande y suave. Mis dedos se hundieron en su espalda.

—Bésame —dijo ella, metiendo las manos bajo mi saco. Por un momento permanecimos así.

Después se apartó de golpe.

—Uf, vamos a tomar aire… —dijo.

De pronto la detesté más de lo que nadie nunca haya detestado a nadie.

Volví a agarrarla, pero ella me rechazó. Era terriblemente fuerte. No se me había ocurrido que pudiera ser tan fuerte.

—No me apures —dijo, riendo—, vamos despacio… Tuve ganas de romperle la cara, pero me aparté y no dije nada.

Vi que jugaba con su pelo. Se volvió y miró hacia la luna, que salía rápidamente.

—Es mejor que vuelva —dijo.

—Como quieras.

No se movió.

—Él debe de estar preocupado pensando dónde estoy …

—Supongo que sí…

Fue como empujarla.

Se llevó las manos a los labios.

—Creo que me has hecho una marca.

A mí no me importaba nada.

—A ti no —dije.

Ella rió.

—La luna está linda ahora —dijo, volviéndose hacia mí.

—¿Estabas esperando que saliera la luna?

—Hum… —tendió las manos y la atraje contra mí.

—No voy con el primero que encuentro —dijo ella, como disculpándose.

—No me importa lo que no hayas hecho, si lo haces ahora —dije, detestándola pero como aplastado por ella.

Ella me mordió la boca.

Alguien rió en la cubierta de abajo. Yo conocía esa risa. Sólo Eva podía reír de esa manera. Aparté a la pelirroja.

—¿Qué pasa? —su voz era ahora un murmullo. Presté atención.

Eva rió de nuevo. Miré sobre la baranda, pero había demasiada gente. No pude verla.

—Eh… —la pelirroja pareció enojada.

—Vete a la mierda —dije.

Me tiró un golpe, pero alcancé a agarrarla de la muñeca. Pareció blanda y suave al apretarla. Lanzó una especie de gemido.

Le dije una palabrota y me alejé.

Abajo, en la cubierta, busqué a Eva. Finalmente la vi, frente a la entrada iluminada que llevaba a la sala de ruleta. A su lado había un hombre alto, de cara dura, con un esmoquin bien cortado.

Comprendí quién era.

Cuando me acerqué a ellos, ambos se dirigieron hacia la sala de ruleta. Él la llevaba del brazo y Eva parecía feliz.

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