Eva

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Salí de un pesado sueño cuando Russell corría las cortinas. Me senté con un gruñido, consciente de que me dolía la cabeza y de tener la lengua como un pedazo de cuero.

—El señor Tennett desea verlo, señor —dijo Russell, arrastrándose pesadamente hasta el pie de la cama. Su gorda cara estaba llena de malos presagios.

Entonces recordé a Imgram.

—Al diablo —dije, dejándome caer otra vez sobre la almohada—. ¿Qué hora es?

—Más de las diez y media —seguía mirándome con ojos acusadores.

—Bájese del caballo, Russell —exclamé—. Supongo que ya está enterado de lo que pasó en el Club de Escritores.

—Sí, señor —contestó, apretando los labios—. Lamenté mucho cuando me lo contaron, señor.

—Seguro que lo ha lamentado —dije, deseando que la cabeza no me doliera con tanta violencia. Debía de haber estado muy borracho cuando volví al departamento. Ni siquiera recordaba haberme acostado—. Ese piojo se lo buscó…

Russell se aclaró la garganta.

—El señor Tennett espera, señor —me recordó. Gruñí.

—Muy bien. Dígale que espere. No sé qué tiene que hacer en esto. No creo que nadie pueda hacer nada.

Cuando se fue, me levanté, y trastabillé hasta el cuarto de baño. Una ducha fría me alivió la cabeza. Después de afeitarme me preparé un cognac con soda y, al vestirme, sentí que ya empezaba a ser yo mismo.

Encontré a Peter en la sala.

—Hola —dije, yendo hacia el armario y preparándome otro cognac con soda—. Estaba dormido. Lamento haberte hecho esperar.

—No tiene importancia —dijo él.

—¿Quieres un trago?

Él meneó la cabeza.

Me acerqué y ocupé el sillón cerca de él. Hubo una pausa muy incómoda. Ambos nos miramos y después apartamos la vista.

—Se trata de Imgram, naturalmente… —dije.

—Sí… se trata de Imgram. Supongo que estabas borracho.

—¿Acaso tengo que justificarme? —pregunté, procurando conservar la calma acerca del asunto, mientras sentía que la ira iba creciendo en mí.

—No creas que vengo a criticarte —dijo Peter rápidamente—. Aunque reconozco que me ha sorprendido que fueras capaz de hacer una cosa semejante. Vengo a decirte que Gold tiene intenciones de ponerte pleito.

Lo miré, atónito.

—¿Gold piensa ponerme pleito? —repetí. Era por cierto algo que no había esperado oír.

Peter asintió.

—Mucho me lo temo. Imgram está herido, ¿sabes? No podrá trabajar por algunos días. La demora va a costar dinero al estudio y Gold está furioso.

Sentí una brusca puñalada de satisfacción. ¡Por lo menos había lastimado a aquel piojo!

—Comprendo —dije.

—Creí que era mejor verte y hablar contigo —prosiguió Peter. Estaba incómodo, avergonzado y pude ver, por su expresión, que consideraba el asunto como muy desdichado—. Rex Gold dice que la cosa va a costarle unos cien mil dólares.

—Una trompada bastante cara —repliqué, sintiéndome de pronto helado y con miedo—. Supongo que no piensa ponerme pleito por esa suma, ¿verdad?

—Técnicamente hablando no tiene derecho a ponerte pleito. Eso tendría que hacerlo Imgram —explicó Peter. Miró sus zapatos perfectamente lustrados, y añadió—: Rex Gold se ha entrevistado con Imgram.

—… Se ha entrevistado con Imgram… —bebí la mitad del cognac con soda. Ya no me pareció que tuviera tan buen sabor—. ¿Imgram va a ponerme pleito por cien mil dólares? No creo que llegue a cobrar ese dinero.

Cuidadosamente Peter sacudió la ceniza del cigarrillo con el dedo meñique.

—Imgram no te hará juicio —dijo—. Le dijo a Gold que no pensaba hacerlo.

Dejé el vaso.

—¿Qué quiere entonces?

—No sé —dijo Peter con sinceridad—. Yo te habría puesto pleito. Fue bastante feo lo que hiciste, ¿no te parece, Clive?

Hice un gesto con la mano para dejar pasar aquello.

—¿Quieres decir que va a poner la otra mejilla?

Peter asintió.

—Algo por el estilo.

Me puse de pie.

—¡Ah, bestia grasienta! —exclamé furioso—. ¿Cómo se atreve a tratarme de este modo? ¡Que me ponga pleito! ¿Crees que me importa? ¿Crees que puede importarme lo que él haga?

—Escucha, Clive, es mejor que te tranquilices. Ya has hecho demasiado daño y no conviene que hagas aún más. ¿Qué te pasa? ¿Te das cuenta de que has destrozado a Carol?

Me paré frente a él.

—Oye, Peter: no voy a tolerarte nada más. De eso puedes estar seguro. No te metas en esto. No te metas.

—Ojalá pudiera hacerlo —dijo Peter, levantando las manos en un gesto desesperanzado—. ¿Crees que esto me agrada? Parece que no te dieras cuenta de que se trata de algo muy serio. Te has puesto a Gold en contra. Y cualquier cosa que afecta a Gold afecta al estudio. Esa trompada ha provocado muchas dificultades. No sé por qué la diste. Tal vez tuvieras buenas razones para trompear a Imgram. Las ignoro y no quiero conocerlas. La cosa está hecha y ha trastornado nuestros planes de trabajo. Para colmo de males, Carol se ha vuelto loca. No puede concentrarse y creo que en el fondo de eso, estás tú.

Volví a sentarme.

—Parece que van a echarme la culpa de todo —dije amargamente—. ¿Qué diablos quieren que haga?

—Creo que te convendría dejar la ciudad por unos días —dijo Peter—. ¿Por qué no te vas a Three Point? No quiero que tropieces con Rex Gold… mientras él esté de tan mal humor… Imgram no hará nada y nosotros procuraremos convencer a Gold para que te deje en paz. En estos momentos Gold quiere comerte crudo…

Si lo ha tomado así, pensé, esto significa la tapa para mi guión cinematográfico.

—No puedo dejar ahora la ciudad —dije, tras pensarlo un momento—. Tengo demasiadas cosas entre manos. Procuraré no encontrarme con Gold.

Peter pareció preocupado.

—Probablemente la cosa se arreglará —dijo, poniéndose de pie—. Ahora debo volver al estudio. Estamos en un terrible lío en estos momentos y Rex Gold parece un oso golpeado en la cabeza. Pórtate bien y descansa por unos días.

—Lo haré —prometí—. A propósito, Peter… sabes que estoy trabajando en un argumento para Gold. ¿Crees que lo sucedido puede afectar este asunto?

Peter se encogió de hombros.

—Tal vez. Depende del tiempo que nos demoremos. Si la cosa pasa rápido y el argumento es bueno, entonces todo andará bien. Rex Gold es hombre de negocios. No va a perder un buen argumento. Aunque, naturalmente, tendrás que hacer algo notable.

—Sí —lo acompañé hasta la puerta; me sentía deprimido y preocupado. Empezaba a comprender que había sido un imbécil al trompear a Imgram. La cosa podía fácilmente influir en mi futura carrera.

—¿No puedes arreglar nada por Carol? —preguntó de pronto Peter.

—Creo que no.

Él me clavó la mirada y súbitamente me sentí avergonzado.

—Ella te quiere, Clive —dijo lentamente—. Es una gran muchacha y no merece que la trates así. En un tiempo pensé que lo que había entre ustedes era algo muy serio. Sé que no es asunto mío, pero no la puedo ver destrozada…

No dije nada.

Él permaneció un momento dudoso, después añadió, con un leve encogimiento de hombros:

—Bueno, lo siento. Tal vez Carol se reponga de esto. Adiós, Clive. Descansa un tiempo. Estoy seguro de que la cosa pasará si tienes cuidado.

—Claro —dije—. Y gracias por haber venido.

Cuando Peter se fue yo regresé a la sala y me serví otra copa. Deseaba ver a Carol, pero, de alguna manera, no me atrevía a enfrentarla. Yo la había herido y estaba seguro de que si iba a verla ahora, mi tarea iba a ser mucho más dura que si le daba tiempo para recobrarse. Además, tenía demasiadas cosas en la cabeza. Imgram no me preocupaba, pero Gold sí. Gold podía ser peligroso si deseaba serlo. Permanecí sentado, pensando en el asunto. Tal vez me convenía verlo y procurar explicarle; finalmente decidí seguir el consejo de Peter. Tenía que mantenerme oculto hasta que las cosas se calmaran.

Miré mi reloj. Eran las once y cuarenta y cinco. Entonces pensé en Eva. Probablemente estaría acostada… dormida quizá. Supe lo que iba a hacer. Iba a telefonearle para pedirle que almorzara conmigo. En cuanto decidí esto sentí una oleada de alivio. Eva iba a ser la solución para mi soledad. Mientras la tuviera a ella no me importaba lo que pudiera pasar.

Llegué a Laurel Canyon Drive unos pocos minutos después de mediodía. Me detuve frente a la casa de Eva, dejé el coche y caminé rápidamente por el sendero. Llamé y esperé.

La puerta se abrió inmediatamente y apareció Eva, parpadeando en la fuerte luz. Me miró con los ojos muy abiertos.

—Clive —dijo con una risita—. Creí que era el lechero… —era evidente que acababa de dejar la cama. Su pelo estaba revuelto y no tenía maquillaje—. ¿Qué diablos haces aquí a esta hora?

Le sonreí.

—¿Qué tal, Eva? —dije—. He querido darte una sorpresa. ¿Puedo pasar?

Ella se envolvió en el salto de cama y bostezó.

—Iba a darme un baño. Oh, Clive, eres el colmo… Podrías haber telefoneado al menos…

La seguí hasta el dormitorio. El cuarto olía débilmente a perfume y traspiración seca. Ella se adelantó y abrió de golpe las ventanas.

—Ph… Aquí apesta, ¿verdad? —dijo, sentándose en la cama y rascándose la cabeza—. Uf… estoy tan cansada.

Me senté en la cama junto a ella.

—Parece que has tenido una noche agitada —dije—. ¿En qué has andado?

—¿Estoy muy fea? —preguntó, echándose sobre la almohada y desperezándose—. No me importa. Esta mañana no me importa nada de nada.

—A mí me pasa lo mismo. Por eso he venido a verte —dije, mirando su carita blanca, contraída. Tenía hinchada las ojeras y las dos arrugas a los lados de la nariz parecían acentuadas—. Aburrámonos juntos. Ven a almorzar conmigo.

Ella se frotó la cara.

—No —dijo—, no tengo ganas de molestarme.

—Vamos, no seas terca —contesté—. Almorzaremos temprano y luego, si tienes ganas, puedes volver aquí. Vamos, no seas mala.

Ella me miró y vi la duda en sus ojos.

—Oh, no sé —dijo, mientras una expresión enfurruñada oscurecía su cara—. ¡Me aburre tanto vestirme! No, Clive, creo que no voy a aceptar.

Me incliné, le agarré las manos y la atraje hacia mí, de modo que nuestros cuerpos se juntaron.

—Vas a venir —dije con firmeza—. Quiero verte vestida para cambiar un poco. Vamos, ¿qué vas a ponerte?

Ella se apartó de mí y fue pesadamente hasta el ropero.

—No sé —dijo, y volvió a bostezar—. Oh, estoy cansada, no tengo ganas de salir…

Abrí el ropero. Colgados de la viga central había varios trajes sastre de diversas telas.

—¿Por qué no te pones un vestido enterizo? —pregunté—. ¿Por qué te vistes siempre con tanta severidad? Me gustaría verte con algo vaporoso y femenino para cambiar un poco.

—Clive, te ruego que, al menos, me dejes decidir sobre lo que me queda bien —dijo ella, sacando de la percha un traje sastre gris de lanilla levemente jaspeada—. Llevaré éste. ¿Te gusta?

—Claro. Pero ahora apúrate a tomar tu baño —dije, sentándome en la cama—; fumaré un cigarrillo mientras te espero.

—No tardaré —dijo ella, cerrando el armario.

Mientras ella estaba arriba, en el cuarto de baño, yo vagué por el cuartito. Abrí unos cajones, miré lo que contenían, los cerré. Moví los animalitos de vidrio y, al hacerlo, pensé en el marido de Eva. En el cuarto había una oscura atmósfera secreta, y no pude menos que pensar en los muchos hombres que pasaban por allí. Hombres secretos, furtivos, que se avergonzarían si sus amistades se enteraban de dónde habían estado.

Estos pensamientos me preocuparon y empecé a sentirme enojado y frustrado. Detestaba pensar que compartía a Eva con tantos hombres. Toda la atmósfera del cuarto se volvió de pronto tan intolerable que salí al corredor y grité a Eva que se apurara.

—¡Ya voy! —contestó ella—. ¡No seas impaciente!

En ese momento oí que se abría la puerta principal y entró Marty. Me lanzó una rápida mirada de sorpresa y después sonrió.

—Buenos días, señor —dijo—. Es una preciosa mañana, ¿verdad?

—Sí —contesté, sin mirarla.

Detestaba verla. Detestaba su expresión servil, conocedora. Me pregunté si Eva le habría dicho algo acerca de mí. Me pregunté si las dos mujeres discutían los hombres que concurrían a la casita y si se burlaban de ellos. No podía permanecer en el mismo cuarto con esta mujer si sospechaba que, algunas veces, se había reído de mí.

—Dígale a la señorita Marlow que la espero en el coche —dije cortante, y salí de la casa.

Eva se me unió en menos de media hora. Estaba elegante y bien compuesta, pero, bajo la dura luz del sol, me pareció un poco más vieja y algo cansada.

Abrí la puerta del coche y ella se deslizó dentro. Nos miramos.

—¿Estoy bien?

Le sonreí.

—Maravillosa.

—No mientas. ¿De verdad estoy bien?

—Puedes ir a cualquier parte, Eva, y con quien sea.

—¿Lo dices en serio?

—Claro. Lo malo contigo es que te avergüenzas de lo que haces —dije, apretando el arranque—. Es uno de los motivos de tu complejo de inferioridad. Quieres hacer las dos cosas, ¿verdad? Bueno, hasta ahora, todo anda bien. No tienes por qué preocuparte.

Ella me miró inquisitivamente, decidió que le decía la verdad y volvió a recostarse en los almohadones.

—Gracias —dijo, con un leve asentimiento—. ¿Dónde vamos?

—Al Nikabob —dije tomando por Sunset Boulevard en dirección a Franklin—. ¿De acuerdo?

—Hum… supongo que sí.

—Te llamé ayer a eso de las dos, pero Marty dijo que estabas ocupada.

Ella hizo una mueca y no contestó.

—Parece que trabajas todo el día y toda la noche —dije, torturándome secretamente.

—No hablemos de eso —dijo ella, cortante—. ¡Quisiera saber por qué los hombres siempre hablan tanto de eso!

—Perdón… olvidaba que para ti era como un negocio… —manejé en silencio un par de cuadras y después dije—: Me intrigas, Eva. Realmente no eres tan dura, ¿verdad?

Ella torció la boca.

—¿Por qué dices eso?

—Porque creo que sería fácil lastimarte.

—Pero nunca te enterarías —replicó rápida.

—Eres rarísima. Siempre estás en guardia contra alguna palabra descomedida. Crees que todo el mundo es enemigo tuyo. Me gustaría que te relajaras un poco y que me aceptaras como amigo.

—No quiero tener amigos —contestó con impaciencia—. De todos modos, no confío en los hombres. Los conozco demasiado.

—Dices eso porque sólo conoces la parte podrida de los hombres. ¿Por qué no dejas que sea tu amigo?

Ella me miró con indiferencia.

—No te dejaré y deja de decir tonterías. Nunca significarás nada para mí. Te lo repito una y otra vez, ¿por qué insistes?

La cosa parecía bastante desesperanzada para mí. Nuevamente sentí contra ella el oscuro aguijoneo de una ira frustrada. Si por lo menos hubiera algo que pudiera conmoverla, algo que penetrara detrás de la fría, total indiferencia que la cobijaba…

—Bueno, eres bastante brutal —dije—. Por lo menos sé donde estoy.

—Me gustaría saber qué estás buscando —dijo ella, lanzándome una mirada inquisitiva—. Hay algo detrás de toda esta amabilidad. ¿Qué deseas, Clive?

—Te deseo a ti —dije simplemente—. Me gustas. Me intrigas. Quiero sentir fue ocupo un lugar en tu vida. Eso es todo.

—Oh, estás loco —dijo ella impaciente—. Debes de conocer centenares de mujeres. ¿Por qué te preocupas por mí?

Sí… ¿por qué me preocupaba por ella? ¿Por qué perdía el tiempo con Eva, teniendo a Carol? ¿Por qué perdía el tiempo golpeando contra una pared de piedra ya que, cada vez que la veía, resultaba más claro que Eva nunca iba a aceptarme? Yo no lo sabía. Pero tenía que seguir adelante, aunque sabía que, a menos que sucediera algo inesperado, siempre íbamos a estar desesperadamente en el mismo pie.

—No importan las otras mujeres —dije, parando frente al Nikabob—… no existen. Eres tú la única que cuenta.

Ella hizo un gesto de impaciencia con las manos.

—Debes de estar loco —dijo—. Te he dicho que no significas nada para mí. No puedo seguir repitiéndolo, ¿no te parece? Para mí no significas nada, y nunca significarás nada.

Descendí del coche y, muy tieso, di la vuelta para abrirle la portezuela.

—De acuerdo —dije—. Entonces, ¿para qué preocuparse? Además, si estás tan segura de eso, ¿por qué sales conmigo?

Ella me lanzó una mirada rápida, dura. Por un instante creí haber ido demasiado lejos y temí que me dejara allí plantado. Después, bruscamente, se puso a reír.

—Tengo que vivir, ¿no te parece?

Sentí que la sangre dejaba mi rostro, pero no me detuve para mirarla. Entramos al Nikabob y ocupamos una mesa lejos de la entrada.

Todo lo que yo había sospechado y no quería reconocer estaba en aquella maldita frase: «Tengo que vivir, ¿no te parece?».

Después de ordenar la comida pedí al mozo que trajera una botella de whisky. Necesitaba desesperadamente un trago. No hablamos hasta que trajeron el whisky.

—Eres una tipa de mucha sangre fría, ¿eh? —dije, llenando ampliamente los vasos.

—¿Te parece? —tenía aire de aburrida.

Todo andaba mal. Tenía que hacer un esfuerzo para que el almuerzo no fuera un fracaso total. Era inútil dejar la conversación en manos de Eva.

—¿Has tenido noticias de Jack? —pregunté de pronto, cambiando de tema.

—Tengo noticias todas las semanas.

—¿Está bien?

—Hum… muy bien…

—¿Vuelve pronto?

—Hum…

—¿Cuánto tiempo va a quedarse?

—Oh… una semana… diez días… no sé.

—Entonces… ¿No te veré?

Ella sacudió la cabeza. Hubo una vacía mirada distante en sus ojos y sentí que apenas atendía a lo que yo estaba diciendo.

—Me gustaría conocer a tu marido —dije con deliberación.

Ella me miró agudamente.

—¿De veras?

—¿Por qué no?

—Vas a simpatizar con él —sus ojos se animaron—. Todos simpatizan con él… pero yo soy la única que realmente lo conoce. Todos creen que Jack es una persona encantadora… —procuró poner ironía, pero la cosa no salió—. A veces me enfurece ver la forma en que lo rodea la gente… ¡Si supieran cómo me trata…! —me di cuenta de que no le importaba la forma en que la trataba. Hiciera lo que él hiciera, ella siempre iba a encontrarlo bien. Pude ver esto en cada línea de su cara y en la expresión de sus ojos.

—¿Nos presentarás?

—De acuerdo. Tengo que hablar con él.

El mozo trajo sopa de langosta. Estaba muy buena, pero Eva apenas la probó.

—¿Por qué no comes?

Ella levantó los hombros.

—No tengo hambre. Después de todo apenas acabo de levantarme. Impaciente, hice mi plato a un lado.

—¿Lamentas haber salido?

—No… no habría salido si no hubiese querido…

—Nunca has aprendido a decir nada halagador, ¿verdad?

—No es necesario. Puedes tomarme como soy o dejarme.

—¿Siempre tratas así a los hombres?

—¿Por qué no voy a tratarlos así?

—No me parece muy acertado…

—Siempre vuelven. ¿Para qué me voy a preocupar?

No necesitaba preocuparse. Comprendí que decía la verdad. Si los otros hombres eran como yo, siempre iban a volver. La miré. La expresión arrogante de sus ojos me dio ganas de castigarla.

—Naturalmente, tú conoces mejor la cosa —dije sin perder el control—, pero, de todos modos, cada día eres menos joven. Llegará un momento en que los hombres no volverán.

Ella torció la boca y se encogió de hombros.

—Ya es demasiado tarde para aprender nuevas tretas —dijo—. Mira, Clive, nunca he corrido detrás de nadie, y no pienso empezar ahora.

—Sabes, Eva —proseguí—, creo que no eres feliz. Llevas una vida siniestra, ¿no es así? ¿Por qué no la abandonas?

—Todos son iguales —dijo ella—. Todos dicen lo mismo, pero nadie hace nada. Además, ¿qué quieres que haga? ¿Convertirme en una marmota dentro de la cueva? Eso no es para mí.

—Y Jack… ¿piensa seguir viajando? ¿No hay posibilidad de que pueda darte un hogar?

Ella miró a lo lejos, hacia el otro lado del salón. Sus ojos se dulcificaron cuando meditó.

—Teníamos planeado abrir una posada… —se encogió de hombros, más bien desesperanzada—. Oh, no sé…

El mozo trajo el segundo plato y, cuando se fue, ella dijo súbitamente:

—No vas a creerlo, pero anoche estuve llorando… —me lanzó una rápida mirada para ver si me reía—. No me creías capaz de hacerlo, ¿verdad?

—¿Por qué lloraste?

—Me sentía sola… tuve un día atroz… —su cara se apretó—. ¡No sabes lo asquerosos que pueden ser algunos hombres! No sabes qué solitaria es esta vida. Una no puede confiar en nadie. Todos están detrás de la misma cosa.

—Claro que es una vida atroz —dije—. Nada bueno puede salir de esto. ¿No puedes ganar dinero en alguna otra forma?

Su cara se puso helada y como de madera.

—No —replicó—. ¿Cómo podría hacerlo? Soy una imbécil en quejarme, pero hoy estoy deprimida… —lanzó un profundo suspiro—. ¡Cómo detesto a los hombres!

—Algo te ha perturbado. ¿Qué es?

—Nada… no importa. No voy a hablar de eso, Clive…

—Alguien te trató mal anoche…

—Sí, un tipo quiso robarme… —chasqueó los dedos irritada—. No quiero hablar de eso.

—Espero que no se haya salido con la suya —dije, con curiosidad por saber lo que había pasado.

Sus ojos mostraron una profunda rabia y desdén.

—No lo consiguió y nunca volverá a entrar en mi casa —bruscamente apartó el plato—. Es mejor que volvamos —apenas había probado la comida.

Hice señas al mozo.

—Oye, Eva —dije—, te propongo que almorcemos o comamos juntos de vez en cuando. Te hará bien. Quiero que me trates como a un amigo. Tal vez no creas necesitar un amigo, pero eso te dará ocasión de desahogarte un poco. Quiero tratarte como a un ser humano. Ninguno de tus otros hombres te trata así, ¿verdad?

Por un momento pareció algo atónita, después dijo:

—No… supongo que no.

—Bueno… ¿aceptas? ¿No te das cuenta de que salir un poco de este barro puede hacerte bien?

Ella torció la boca.

—Está bien —dijo, animándose un poco—. Gracias, Clive. La idea me agrada.

Sentí que había ganado una gran batalla.

—Perfecto —dije—, te llamaré la semana próxima y nos reuniremos.

Pagué la cuenta y volvimos al coche.

Cuando llegamos a Laurel Canyon Drive, ella dijo:

—Me he divertido bastante. ¿Sabes que eres un tipo raro, Clive?

Reí.

—¿De veras? Soy raro en comparación con los otros hombres que conoces. Todavía crees que quiero algo de ti. No es así. Me intrigas. Me gusta estar cerca de ti.

Nos detuvimos frente a su casa. Bajé y permanecimos parados junto al coche.

—¿No entras? —preguntó ella, sonriendo.

Sacudí la cabeza.

—No… hoy no. Lo he pasado muy bien, Eva. Quiero que salgamos otra vez.

Ella siguió mirándome. La sonrisa seguía en sus labios, pero había desaparecido de sus ojos.

—¿No quieres entrar?

—Quiero ser tu amigo —dije—. Te sacaré la semana próxima; no quiero tratarte como te tratan los otros hombres.

Sus ojos eran helados ahora, pero persistía la sonrisa.

—Ya veo —dijo—. Está bien. Gracias por el almuerzo, Clive.

Para mí aquél fue un momento crucial. Comprendí que estaba desilusionada y enojada porque yo no iba a pagarle por su compañía. Claramente lo leí en sus ojos. Pero si quería continuar en la línea que me había trazado, tarde o temprano tenía que llegar a ese punto. Pese a lo que Eva había dicho cuando entramos en el restaurante, yo estaba decidido a seguir adelante. Yo no iba a ser como Harvey Barrow, que había pagado por la compañía de Eva. Yo era capaz de divertirla; estaba dispuesto a oírla hablar de Jack y de sus dificultades, pero no pensaba darle más dinero.

—Entonces… ¿me telefonearás? —dijo ella.

—Así es. Adiós, Eva, y no llores más.

Ella me volvió la espalda y rápidamente entró en la casa. Volví al coche, encendí un cigarrillo y puse el motor en marcha. Después manejé lentamente recorriendo la calle; al doblar la esquina, vi un hombre que se acercaba. En el primer momento no lo reconocí, después vi los largos brazos, que casi le llegaban hasta la rodilla. Le lancé una rápida mirada al pasar. Era Harvey Barrow.

Me acerqué a la acera y frené. ¿Qué hacía Harvey Barrow en este barrio? Yo lo sabía, claro está, pero me negaba a admitir que iba a visitar a Eva.

Salí del coche y corrí. Al doblar pude ver que se dirigía directamente por Laurel Canyon Drive. Disminuyó la marcha frente a la casa de Eva y pareció vacilar en la puerta.

Tuve ganas de gritarle. Tuve ganas de correr, alcanzarlo y darle una trompada en su cara fea y brutal. En lugar de eso seguí allí, mirando. Él abrió la tranquerita y avanzó rápido por el corto sendero que llevaba a la casa.

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