Eva

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2. El oro de la República

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—Hace diez días —intervino este—, de noche, con todo el secreto posible, esas últimas cajas se estibaron a bordo de un barco mercante.

—¿Ruso? —se interesó Falcó.

—Español.

—¿Es relevante que yo pregunte qué clase de barco?

—Se llama

Mount Castle —el ojo derecho centelleó, burlón—. ¿Te suena el nombre?

Hizo memoria Falcó. La tinta invisible en el prospecto de la Norddeutscher Lloyd Bremen. Aquel hombre degollado en Lisboa, y el portugués al que habían tirado desde el mirador. El mundo, pensó, era un lugar pequeño.

—Originalmente fue inglés —apuntó Ferriol—. Yo mismo llegué a fletarlo en alguna ocasión, antes de la guerra.

Ahora el

Mount Castle navegaba para la República, detalló el Almirante. Estaba registrado en Panamá por una naviera asturiana y llevaba tiempo burlando el bloqueo de la Armada nacional. Una especie de buque fantasma. El SNIO le atribuía varios viajes hechos con armas y suministros entre Valencia, Barcelona, Odesa, Orán y Marsella. En todos los casos había logrado esquivar las unidades de superficie nacionales y los submarinos italianos que echaban una mano a los franquistas en el Mediterráneo.

—¿Tripulación española?

—Eso parece. Al menos, en su mayor parte.

—¿Armado?

—Ligeramente.

—¿Y es seguro que embarcó el oro que quedaba?

—Sí. Pero esta vez no llegó a la Unión Soviética. Las circunstancias lo obligaron a tomar el rumbo opuesto. Hacia el estrecho de Gibraltar.

El

Mount Castle, explicó el Almirante, había zarpado de Cartagena escoltado por el destructor republicano

Lepanto; pero como protección, la escuadra roja, mandada por cabos y fogoneros tras el asesinato de casi todos los jefes y oficiales, no valía un salmonete frito. Tras decir eso, el Almirante abrió una de las carpetas y extrajo de ella una copia reducida de una carta náutica.

—Navegó pegado a tierra hasta el cabo de Gata, y de allí puso rumbo a la costa argelina. Su intención, suponemos, era continuar al amparo de las aguas jurisdiccionales francesas hacia el este.

Falcó estudió la carta que le ofrecía su jefe: el estrecho de Gibraltar. Una delgada franja de menos de quince kilómetros en su parte más angosta. La carta estaba marcada con dos círculos de lápiz rojo sobre Gibraltar y Tánger.

—¿Y cómo acabó en la dirección opuesta?

—Se topó con un barco nuestro. Y ahí se le acabó la suerte.

—O parte de ella —matizó Ferriol.

El Almirante completó el relato. Anochecía cuando uno de los dos destructores con que contaban los nacionales, el

Martín Álvarez, avistó al mercante y su escolta al este de Alborán. Hubo un breve combate, el destructor republicano recibió un par de impactos y acabó batiéndose en prudente retirada. Pero eso dio tiempo al

Mount Castle a huir hacia el oeste. Al día siguiente quiso hacerse pasar por inglés, arboló esa bandera y retomó el rumbo, aunque el destructor nacional, que andaba peinando la zona, no se dejó engañar. El

Mount Castle intentó refugiarse en Gibraltar, pero el destructor se interpuso. Entonces, aprovechando la oscuridad, dio media vuelta y se escabulló a toda máquina.

—Estuvieron toda la noche jugando al gato y al ratón, cada vez más hacia el oeste, hasta que al amanecer, viéndose con el nuestro encima, el rojo se metió en Tánger.

—Ciudad con estatuto internacional —precisó Ferriol.

—Lo que es un factor decisivo —confirmó el Almirante—. Ni carne ni pescado.

Falcó pensaba con rapidez, haciéndose cargo de la situación. Asunto delicado. Tánger era un puerto neutral, donde nada podían hacer los nacionales hasta que el barco saliera de nuevo al mar abierto. Un refugio que era al mismo tiempo una trampa. Una ratonera.

—¿Y sigue allí, en Tánger?

—Sí. Amarrado en el puerto. Con el

Martín Álvarez en la bocana, esperándolo… Y desde luego, no lo dejará escapar. Conozco al comandante del destructor: capitán de fragata Antonio Navia. En la Armada lo llaman Tambo… Tambo Navia. Un marino seco y capaz, de la vieja escuela.

—¿Cuánto tiempo puede quedarse el barco rojo?

—Llevamos un par de días presionando fuerte —intervino Ferriol—, tanto ellos como nosotros. Tira y afloja. Ellos, para que les permitan salir con garantías o protección… Nosotros, para que el barco y su cargamento se nos entreguen como presa legítima, en el puerto mismo o forzándolo a salir para que sea capturado.

—Hay una alternativa —comentó el Almirante—. Que lo internen y nos lo pasen cuando ganemos la guerra… Pero eso puede tardar un poco.

Se había quitado la pipa de la boca y apuntaba al círculo de lápiz rojo que rodeaba Tánger en la carta náutica.

—Y ahí es donde entras tú.

Se conocían lo suficiente para que Falcó adivinara que el Almirante disfrutaba con todo aquello: el financiero, la situación, la suave insolencia que solía darse entre ellos, jefe y subordinado. El estilo informal del Grupo Lucero, difícil de seguir por quien no estuviera en el ajo. Los códigos no escritos. No puedo permitirme bobadas con este individuo, decía el ojo sano, pero tú sí tienes margen. Cierto breve margen.

—Sé poco de barcos y de derecho marítimo.

Sin decir palabra, el Almirante extrajo un sobre y un libro de la cartera y los empujó hacia él sobre la mesa. El sobre contenía trescientas libras en cheques de viaje. El libro se titulaba

El buque ante el derecho internacional. Falcó se guardó el sobre, miró el título del libro y alzó la vista hacia Ferriol, con mucho aplomo.

—Me expulsaron de la Academia Naval, ¿sabe?

El otro no se inmutó.

—Con deshonor, tengo entendido —dijo.

—Sí.

Inquisitivo, el financiero se volvió hacia el Almirante.

—Lo que no conozco es la causa exacta.

—Se zumbó a la mujer de un profesor.

—Oh.

—Con nocturnidad y alevosía.

—Vaya.

—Y luego se dio de bofetadas con el fulano en mitad de una clase.

—No me diga.

—Pues sí —envuelto en bocanadas de humo, el Almirante lo estaba pasando en grande con los apuntes biográficos—. Ahí donde lo ve, tan bien parecido y elegante, es capaz de vender la silla de ruedas de una madre inválida.

Ferriol estudiaba a Falcó aún con mayor interés.

—Es más ameno de lo que pensaba —comentó.

El Almirante se adornó con media verónica final.

—A veces, Dios escribe derecho con renglones torcidos.

—¿Tanto?

—No se hace usted idea.

—Ya veo. Pero le recuerdo que hay mucho en juego en este asunto. El cuartel general del Caudillo…

—No puede estar en mejores manos —lo interrumpió el Almirante, firme.

Sin esfuerzo, Falcó ataba cabos. Ferriol era íntimo del general Franco, y el hermano de este, Nicolás, tenía bajo su mando directo los servicios secretos nacionales, incluidos el Almirante y el SNIO. Estaba claro de dónde venía todo. Al Caudillo, siempre necesitado de financiación, le interesaba el oro de la República. Golpe de propaganda aparte, había muchos aviones, tanques y cañones alemanes e italianos por pagar.

—Mi hombre —el Almirante volvía a usar el caño de la pipa, ahora para señalar a Falcó— es preciso como un reloj suizo. Y cuando hace falta, letal como una guadaña.

El financiero emitió una risa corta y seca. Tan fría como su expresión.

—Lo creo.

Miraba con fijeza los ojos de Falcó. Escrutador. Apenas parpadeaba tras los gruesos cristales, observó este. Alguien acostumbrado de sobra a juzgar a los hombres. Y a comprarlos.

—Un sujeto peligroso —resumió el financiero, pensativo.

El Almirante respaldaba el diagnóstico.

—Incómodo en tiempos de paz —confirmó—. Pero adecuado para tiempos como estos.

Falcó miraba a uno y otro como si asistiera a un partido de tenis donde él fuera la pelota. Empezaba a aburrirse, así que alzó una mano.

—¿Puedo decir algo al respecto?

—No puedes —tras el paréntesis, el Almirante se había puesto de nuevo serio—. Tu opinión nos importa un carallo. Estamos en otra cosa.

Se irguió Falcó en la silla, formal.

—De todas formas, insisto en que la diplomacia naval me pilla lejos.

—Estoy al corriente de lo que te pilla lejos o cerca. Pero mientras sirvas conmigo eres teniente de navío.

—Solo nominalmente.

—Me da igual. Tienes una graduación de la Armada y unos galones, aunque sean postizos y no los uses. Suficiente para que te busques la vida como marino o como archipámpano de Ruritania. ¿Está claro?

—Sí.

—No te he oído bien.

—Está claro, señor.

—De todas formas —comentó Ferriol—, la misión en Tánger será menos naval que terrestre… Una combinación de la zanahoria y el palo. Mano izquierda y mano dura, según vayan las cosas —la boca pálida amagó una fea sonrisa—. Poca guadaña, al principio.

Se encogió Falcó de hombros. Miró otra vez el libro que tenía delante.

—¿Y qué se espera que haga?

—¿Lo prefieres resumido, o en detalle? —preguntó el Almirante.

—Podría empezar resumiéndolo, señor. Son ya demasiadas emociones.

—Que vayas a Tánger y te traigas esas treinta toneladas de oro.

Falcó se había quedado con la boca abierta.

—¿Así, por las buenas?

—Por las buenas, o por las malas.

En la puerta del cinematógrafo Salón Imperial, un cartel anunciaba

Tango Bar, con Carlos Gardel, y

Rumbo al Cairo, con Miguel Ligero. Cerca de La Campana, la calle Sierpes olía a café con leche. Civiles y militares desayunaban en las terrazas, y junto al puesto de periódicos unos muchachos voceaban diarios con noticias de la guerra: tras la toma de Málaga y la batalla del Jarama, el bando nacional consolida sus posiciones, etcétera.

Nuestra aviación domina el frente de Vizcaya era uno de los titulares.

La barbarie roja destruye iglesias y obras de arte era otro. La guerra seguía yendo para largo, pensó Falcó. Tras despedirse de Tomás Ferriol, él y el Almirante caminaban sin prisas entre la gente. Falcó llevaba el libro de derecho marítimo bajo el brazo.

—Para Ferriol es un asunto personal —decía el Almirante—. Como todo lo que tiene que ver con dinero y finanzas, sigue lo del

Mount Castle con mucha atención. Hace pocos días tuvimos una reunión de alto nivel… El Caudillo está en Sevilla para diversos asuntos, y formamos parte del séquito.

—¿Quiénes están al corriente de lo de Tánger?

—A la reunión asistimos Nicolás Franco, Ferriol, Lisardo Queralt y yo.

El último nombre suscitó malestar en Falcó. Coronel de la Guardia Civil y viejo conocido. Miró el asfalto ante sus pies e hizo una mueca de desagrado.

—¿También Queralt mete baza en esto?

—También —el Almirante lo miró de reojo—. ¿No has vuelto a cruzártelo desde aquel asunto tuyo de Salamanca?

—No.

Se habían detenido ante el escaparate de una tienda de filatelia. Con ademán experto, el Almirante se inclinó a mirar los sellos expuestos. Uno de ellos le llamó la atención.

—Anda, mira… El Diez Shillings de Malta.

—¿Ese no lo tiene usted?

—No.

—Permita que se lo regale. Un día es un día.

—No seas pelota, coño. ¿Has visto lo que vale?… No es momento.

Después de mirar el escaparate un poco más, el Almirante alzó la cabeza.

—Mejor para ti que no te cruces con Queralt —añadió retomando el hilo—. Es un mediocre, pero no hay que dejarse engañar por eso… Jamás te perdonará que le quitaras a aquella rusa de entre las patas. Ni que te cargaras a tres de sus esbirros.

—Eso no ocurrió nunca, señor.

Meneó el Almirante la cabeza, caminando de nuevo.

—No estoy de humor, chico.

—Es que no sé de qué me habla —Falcó se tocó el ala del sombrero con aire despreocupado—. En serio.

El otro volvía a mirarlo, ácido.

—Espero que sostengas esa versión si algún día la gente de Queralt te echa el guante y te lo preguntan sin prisas en un sótano.

—No le quepa.

—Ya. De hecho, no me cabe. O me cabe poco. Te conozco demasiado… Más de lo que debería.

Se había parado otra vez, ahora ante el escaparate de una librería, y miraba los títulos con aire distraído. Falcó les dirigió una ojeada indiferente. No era aficionado a la lectura seria. Sus favoritos, cuando leía algo, eran los relatos de detectives y los seriales de las revistas ilustradas, con aventureras internacionales llamadas Margot y Edith, héroes ingleses con un mechón rebelde en la frente y chinos malvados en plan Fu-Manchú. Y alguna vez, más en plan formal, un libro de Blasco Ibáñez o Somerset Maugham durante los viajes largos, para matar el rato. Como mucho.

—En realidad —dijo el Almirante sin dejar de mirar el escaparate—, Queralt deseaba quedarse con la operación, pero Nicolás Franco tenía sus dudas. Y al final pude hacerme con ella. Tuve que garantizarle a Ferriol que iba a encargarse de todo mi mejor hombre… O sea, tú.

—Mi mamá me mima.

El otro alineó el ojo de cristal con el ojo sano, en una nueva mirada crítica.

—Era un farol. Ya sabes que soy proclive.

—Es usted mi padre, Almirante.

—Vete a pastar.

En La Campana, frente al bar Tropical, una banda militar tocaba

Mi jaca con acordes marciales. La gente hacía corro. Un tranvía pasó con un enorme anuncio de matamoscas Flit en el costado.

Para limpiar España de plagas nocivas, afirmaba el cartel, patriótico.

—¿Y cómo se lo tomó Queralt?

El Almirante se rascó el bigote.

—Como suele. Con muy mala sangre… Hemos de tener cuidado, porque ese animal con tricornio es capaz de reventarlo todo para fastidiarnos. Por eso Ferriol pidió verte la cara esta mañana.

—Para hacerme una foto, supongo.

—Claro. Quiere saber a quién crucificar si se tuerce el negocio.

—Y algunos clavos, supongo, los guardará para usted.

—Sin duda. Con Queralt poniendo gustoso el martillo —el Almirante emitió un resoplido de mal humor—. Aquí todo cristo conspira, calumnia y delata para situarse bien… ¿Crees que así hay forma de ganar una guerra?

—Peor lo tienen los otros, señor. Socialistas, comunistas, anarquistas…

—Lo mejor de cada casa, sí. Y los rusos dando por saco. Una república con cada uno de su padre y de su madre… Y es que solo se puede ser liberal en Inglaterra y republicano en Suiza. Si lo nuestro es un drama, lo de los rojos es un sainete. De Arniches.

—Es que esos fusilan sin método, Almirante. Al buen tuntún. No como nosotros, que ponemos sacerdotes para salvar las almas.

—No te pases —una mirada feroz—. Cierra el pico.

—A la orden.

—Estoy de tus chistecitos tontos hasta los huevos.

—Lo siento.

—Tú qué vas a sentir —el otro había sacado el reloj de un bolsillo del chaleco—. Invítame al aperitivo, anda. Que es la hora.

—Siempre invito yo, señor —protestó Falcó.

—Te pago bien, así que es lo menos. Invitarme a una manzanilla.

—Dicho con todo respeto, Almirante, gasta usted menos que los rusos en catecismos.

—No veo el respeto por ninguna parte.

—Iba en metáfora.

—Métete las metáforas por el ojete.

—A la orden.

—Yo ahorro para la jubilación, y tú eres joven —una risa entre dientes—. Además, es probable que no te jubiles nunca. Te matarán antes.

—Negativo, señor. No pienso dejarme.

—Nadie se deja. Y ya ves.

Dicho eso, el Almirante canturreó en falsete cuatro estrofas de una copla:

La vida del bandolero,

saltar tapias y bardales,

dormir en camas ajenas,

morir en los hospitales.

—Me encanta su delicadeza, señor —dijo Falcó—. Repito que es usted mi padre.

Soltó el otro una carcajada guasona.

—Que me invites, te digo. Es una orden. Lo que se han de comer los gusanos, que lo disfruten los cristianos. O sea, yo. Para eso me trajino a Domínguez con tus notas de gastos.

—Bonito refrán, el de los gusanos. ¿Es gallego, de su pueblo?… ¿De Betanzos?

—Yo qué coño sé. Me lo acabo de inventar.

Habían llegado a la terraza del Café de París. Desde el 18 de julio, al hilo de la actitud política de Francia y la solidaridad del Duce con la causa nacional, los dueños habían cambiado su nombre por Café Roma. Tomaron asiento en los sillones de mimbre, bajo el toldo de la marquesina. El Almirante puso la cartera en el suelo e hizo un signo negativo al limpiabotas que se acercaba.

—Tiene que salir bien lo de Tánger. ¿Me oyes?… Nicolás Franco sigue queriendo unificar todos los servicios secretos, y si le da el mando a Queralt estaremos bien jodidos. Él y sus puercos métodos.

—Tampoco nosotros somos monjas, señor.

—No seas bestia, hombre. No compares. Frente al carnicero de Oviedo, nosotros somos unos caballeros —miró a Falcó, dubitativo—. Bueno. Tú, menos… Yo sí soy un caballero. O lo era.

Se acercó un camarero de chaquetilla blanca y el Almirante pidió dos manzanillas de Sanlúcar. Frescas. Falcó seguía con la vista a una mujer bonita, enlutada, que acababa de salir de la droguería contigua. Taconeo firme y caderas gloriosas, pensó distraído. En las que nunca se ponía el sol. Como la España imperial y todo eso.

—En realidad no hay caballeros en este oficio nuestro —comentó el Almirante.

Se había puesto la pipa vacía en la boca y la chupaba pensativo. Falcó lo observó de reojo. Su interlocutor había estado a punto de hacerlo matar sin complejos años atrás, cuando Falcó aún traficaba con armas y sus actividades en el Mediterráneo Oriental lo pusieron en el punto de mira de los servicios de inteligencia. Cierta mañana, en Estambul, Falcó se había dado cuenta de que lo seguían por la Grande Rue, entre los cambiadores de piastras y los harapientos refugiados rusos que vendían flores de papel, pisapapeles y dulces en bandejas colgadas del cuello; y eso lo libró de recibir la puñalada que un sicario turco, algo torpe en su oficio, intentó darle en el hígado cuando iba a entrar en el vestíbulo rojo y elegante del hotel Pera Palace. Desde entonces, Falcó procuró cuidarse más, poniendo difíciles las ocasiones. Por su parte, el Almirante era un sujeto práctico, admirador ecuánime de la eficacia profesional. Así que después de aquello, tras una primera entrevista algo tensa en la terraza del Jardín Taksim de Estambul —caviar, pez espada y cerveza— y una segunda, más relajada, en el puerto rumano de Constanza, Falcó había acabado trabajando para la joven República española. Del mismo modo que ahora trabajaba para quienes la combatían.

—Tienes una avioneta Puss Moth —añadió el Almirante tras un momento—, con piloto inglés, esperándote a las cinco de la tarde en el aeródromo de Tablada. Si nada interfiere, estarás en Sania Ramel, el de Tetuán, esta noche. Y en Tánger por la mañana… ¿Lo has memorizado bien todo?

—Eso creo.

—No me fío de lo que tú creas. Cuéntame lo que sabes con certeza.

Falcó sacó la pitillera y cogió un cigarrillo.

—Llego a Tánger sin llamar la atención… Soy un simple y convencional hombre de negocios. Contacto con nuestro agente allí —se puso el pitillo en la boca—. ¿Qué tal es, por cierto?

—¿Nuestro hombre?… Pues no sé. Normal, supongo. Un catalán llamado Rexach. Bien situado.

—¿De fiar?

—Lo común en nuestro oficio… Sigue con tu programa. ¿Qué más harás cuando llegues allí abajo?

—Veré a nuestro banquero, un tal Seruya, que pondrá fondos de Ferriol a mi disposición. Con eso intentaré sobornar al capitán del

Mount Castle. Si no lo consigo, haré la prueba con sus subalternos —miró al Almirante como un alumno aplicado a su profesor—… ¿Voy bien, señor?

—Ojo ahí —el Almirante alzaba la pipa, admonitorio—. A bordo va un comisario político llamado Trejo. Tipo peligroso. Comunista, claro. Un cabrón con balcones a la calle. Lo mismo hay que darlo de baja, llegado el caso.

Sonrió Falcó mientras, inclinada la cabeza, aplicaba la llama de su encendedor al cigarrillo. La suya era una mueca de indiferencia cruel. Se había quitado el sombrero, dejándolo en la silla contigua, y la luz del sol hacía relucir su cabello negro y endurecía el acero de sus iris grises. En jerga del Grupo Lucero, y del SNIO en general,

dar de baja era un eufemismo equivalente a matar, del mismo modo que

tratamiento equivalía a tortura. Y ninguno de esos dos conceptos le era ajeno.

—Bien —exhaló complacido el humo, recostándose en la silla—. Doy de baja a ese Trejo, si hace falta… ¿Puedo recibir refuerzos, en caso necesario?

—Puedes. ¿En quién estás pensando?

—En Paquito Araña. Siempre que no esté ocupado asesinando a alguien.

—No hay problema. Desde el momento en que lo pidas, estará allí en veinticuatro horas. Te lo facturo por vía aérea.

—¿Y qué hay de las comunicaciones?… No hemos hablado aún.

—No quería darle muchos detalles a Ferriol. En Tánger hay oficinas de teléfonos y telégrafos española, inglesa y francesa. Pero no te fíes. Te voy a mandar a un operador de radio desde Tetuán. Todo lo importante lo transmitirás a través de él —indicó el libro que Falcó había dejado sobre la mesa—. Usaremos esa edición como libro de claves.

Hizo el Almirante otra pausa pensativa. Habían llegado las manzanillas y un platito con dos croquetas de cocido a modo de tapa. Introdujo la pipa en un bolsillo, se llevó una croqueta a la boca y la retiró de inmediato, antes de morder. Quemaba.

—Carallo.

Se alivió con un rápido sorbo de manzanilla. Falcó reía entre dientes.

—No tiene gracia —dijo el Almirante.

Bebió otro sorbo y miró la calle. Dos moros de regulares, en alpargatas y tocados con turbantes, discutían con un vendedor ambulante de quincalla. Había un ramo de flores secas y una cruz de madera con un rosario colgado en el lugar donde, meses atrás, había caído un falangista durante la sublevación contra la República.

—Lo de dar de baja —añadió el Almirante tras un momento, como si lo hubiera estado pensando— puede incluir también al capitán del

Mount Castle, si no hay manera de que se pase a nuestro bando.

Había atenuado un poco la voz. Falcó lo miró por encima del borde de su copa.

—¿Habla usted en serio?

—Claro… Tienes libertad completa para eso, aunque tampoco me llenes Tánger de fiambres.

—Recibido —bebió un sorbo—. Procuraré contenerme.

—Más te vale, chico —soplando, precavido, el Almirante volvía a intentarlo con la croqueta—. Recuerda que la ciudad tiene estatuto internacional, y que en el Comité de Control, además de España y otros, están Francia, Gran Bretaña y un representante del sultán marroquí… No queremos conflictos diplomáticos. Al Caudillo le dan ardor de estómago.

—Lo tendré en cuenta.

—Más te vale —repitió el Almirante—. Porque tú haces trampas hasta haciendo solitarios.

Lo miraba serio, de forma inusual. Le preguntó Falcó qué ocurría, y el otro hizo un gesto ambiguo. Ahora sonreía de modo extraño.

—No conozco a nadie, en el duro mundo en que vivimos, capaz de manejar lo cruel y lo oscuro con la naturalidad con la que lo haces tú. Eres un actor perfecto, un truhán redomado y un criminal peligroso… Hasta la sangre parece resbalarte por encima sin dejarte rastro, como sobre una tela encerada.

Se quedó un largo momento callado, cual si meditara sobre lo que acababa de decir.

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