Eva

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7. Los dos capitanes

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Las sonrisas habían desaparecido. Quirós se pasó una mano por la calva morena y moteada, sin hacer comentarios. Navia seguía mirando tristemente la botella de coñac.

—Conviene tener claro lo que ocurrirá dentro de poco —dijo de improviso.

Quirós movía despacio la cabeza, sin decir nada.

—¿Qué opinan sus hombres? —insistió Navia—. Ustedes tienen comités de marineros y todo eso. Debaten las cosas.

—Entre mi gente no hay debates. Tienen un capitán.

—Un barco no es una democracia —sonrió el otro.

—Por supuesto que no.

—Me gusta oír eso.

—Me agrada que le guste.

Navia volvió a mirar hacia el ventanal.

—No puede usted escapar de Tánger —dijo—. Haga lo que haga, estaré esperándolo o le iré detrás. Esta vez no tiene ninguna posibilidad. En cuanto salga de la zona de las tres millas de aguas neutrales le voy a dar el alto.

—La República sostiene la neutralidad hasta las seis millas.

—Para este caso, nosotros aplicamos la doctrina británica: tres millas; y luego, aguas internacionales.

Se oía un

Al-lah Akbar lejano y prolongado en la distancia. Del exterior, a través de los cristales del ventanal, llegaba el canto del muecín de una mezquita: la oración del crepúsculo.

—En cuanto su barco esté fuera de puntas le caeré encima —insistió Navia—. Le ordenaré parar máquinas. Y si no lo hace…

—Abrirá fuego.

Quirós lo había dicho sin énfasis, sereno. Parecía pensativo.

—Una vez perdí un barco —añadió como para sí mismo—. Un petrolero… Se llamaba

Punta Atalaya.

El otro lo miró con interés y no dijo nada. Quirós se tocó la barba con gesto absorto.

—Fue un torpedo alemán, veintitrés millas al noroeste de Finisterre.

Parecía que iba a decir algo más, pero no lo hizo. Eso fue todo. Un recuerdo objetivo. Neutro. El otro capitán hizo un gesto de afirmación y ladeó la cabeza con aparente desagrado.

—Hace un mes yo también vi arder un petrolero, a lo lejos… Un hongo rojo ascendiendo hacia el cielo negro. Como una caja de cerillas a la que hubieran arrimado un fósforo encendido.

El capitán del

Mount Castle le dedicó una ojeada de vago interés.

—¿Lo hizo usted?

—No. Fue el crucero

Cervera.

—Lo mío fue algo parecido. Me refiero al hongo de fuego. De veintidós hombres, perdí a diecisiete.

—Comprendo.

—Sí… Supongo que sí.

En el exterior, el canto del muecín había terminado. Navia se volvió hacia Falcó. He agotado mis argumentos, parecía insinuar. Más vale que usted también meta baza.

—Todo eso puede evitarse —dijo Falcó, inclinándose un poco hacia delante en la butaca—. Esta vez no hay necesidad de que muera nadie.

Navia hizo un gesto afirmativo y se volvió hacia Quirós.

—La propuesta que le hace este señor es razonable.

—¿Usted cree?

—No confíe en que la flota republicana venga en su auxilio. Sabe cómo esa gente se comporta en la mar… Bastarán los cañonazos de uno de nuestros cruceros para que se vuelvan a casa.

El otro tocó ligeramente la caja de puros que estaba sobre la mesa, pero no la abrió. Al cabo de un momento metió una mano en un bolsillo y sacó una petaca de cuero, de la que extrajo un cigarrillo de picadura liada. Se lo puso en la boca, y Falcó se acercó a darle fuego.

—¿Recuerda el comportamiento del

Lepanto —insistió Navia— cuando lo escoltaba a usted y se enfrentó a nosotros cerca de Alborán?

Quirós se recostaba en la butaca, el cigarrillo oscilándole en la boca al hablar.

—Claro que lo recuerdo.

—Apenas comenzado el zafarrancho, lo dejó solo y se largó a toda máquina, tendiendo una cortina de humo para protegerse.

El marino mercante escuchaba inmóvil. En silencio. La brasa del cigarrillo se destacaba en su rostro, pues las sombras de la habitación eran más intensas ahora y se adueñaban de todo.

—Sigue estando usted solo, capitán —añadió Navia.

El punto rojizo de la brasa se agitó un poco.

—Probablemente.

Ahora las suyas eran voces que sonaban entre dos sombras. La oscuridad era casi total, pero Falcó no se decidió a encender el quinqué que estaba sobre una cómoda cercana. Temía alterar el tono y el curso de la conversación.

—Dígame una cosa —apuntó Navia—. ¿Entregaría usted su barco?

No hubo respuesta.

—¿Lo entregaría?

La pequeña señal rojiza se apartó de la boca de Quirós. Ahora tenía el cigarrillo en una mano.

—Si usted —le dijo al fin a Navia— estuviera en puerto neutral y vinieran agentes republicanos a ofrecerle dinero y seguridad, ¿aceptaría la oferta?

—Es diferente. Yo soy un marino de guerra. Combato en una cruzada que considero necesaria. Es una lucha antimarxista, contra la gentuza que desangra España… Y disculpe. Sabe que no me refiero a usted.

—Ya.

—Creo en lo que hago.

La habitación estaba a oscuras. Solo el punto luminoso del cigarrillo del capitán Quirós, avivado de vez en cuando, brillaba en la negrura. Falcó se puso en pie y, casi a tientas, fue en busca del quinqué.

—¿Y qué saben ustedes de lo que yo creo o dejo de creer? —dijo Quirós.

Falcó sacó el encendedor, retiró la pantalla de vidrio y aplicó la llama a la mecha, regulando su altura con la ruedecilla.

—Sabemos de la lealtad a su armador, que puso sus barcos al servicio de la República —dijo, regresando a la mesa con el quinqué—. En cuanto a las ideas políticas…

—Mis ideas políticas son cosa mía. Estoy aquí como marino. Y como tal, mis ideas consisten en cumplir con mi deber.

Falcó puso el quinqué en la mesa. La luz aceitosa imprimía ángulos de sombra en los pómulos y los ojos de los dos hombres sentados. Sacó un papel del bolsillo y se lo pasó a Quirós.

—Sobre su deber, capitán, quizá convenga que lea esto… Llegó ayer por conducto seguro. Está contrastado.

Quirós volvió a ponerse el cigarrillo en la boca y sacó del bolsillo superior de la chaqueta unas gafas. Luego acercó el papel a la luz y leyó en voz alta:

Embajada República en Londres y consulado nacional en Biarritz confirman.

Stop. Armador Noreña refugiado en Gran Bretaña.

Stop. Serias discrepancias con gobierno PNV vasco y gobierno de Valencia.

—Eso lo libera a usted, me parece, de algún compromiso moral —sugirió Falcó.

Sombra y luz bailaban en el rostro inmóvil del marino. Volvió a leer el cablegrama.

—Ese compromiso moral no existía —dijo—. Desde la sublevación fascista, la flota de Noreña fue confiscada por la República. Ya solo era el armador nominal.

—Pues ahora es menos nominal todavía.

El otro se guardó las gafas y puso el cablegrama sobre la mesa.

—Evidentemente.

—¿Dónde están hoy sus lealtades, capitán?

Por primera vez, el marino pareció dudar. Miró a Navia como si esperase de un colega cierta comprensión, o una respuesta. Pero el otro no dijo nada. Eran cartas de Falcó, desde luego. Policía bueno y policía malo. Sin rebasar los límites.

—Hago mi deber —repitió Quirós.

Hizo Falcó una mueca inconforme.

—También se debe a sus hombres, y eso es incompatible con llevarlos a una muerte segura. O, si debe arriar bandera allá fuera, al cautiverio —hizo la pausa adecuada antes de añadir lo importante—. Quizás al paredón, una vez en tierra… No es la primera vez que se fusila a marinos republicanos capturados.

Había procurado que no sonara como una amenaza, aunque lo era.

—Casi siempre lo hacen —murmuró Quirós.

Había aplastado su cigarrillo en el cenicero con cierta brusquedad, que a Falcó no le pasó inadvertida. Pétreo, pero no tanto. Nadie podía serlo del todo, en su caso. Demasiadas vidas en juego, incluida la propia. Y aquella mujer y dos hijas que esperaban en Luarca.

—En Tánger su tripulación tiene una oportunidad. También usted.

Quirós volvió a mirar al oficial nacional, que se mantenía ahora en segundo plano.

—Como saben, llevo a bordo un cargamento que me ha sido encomendado por la República. Soy responsable.

—Oro español —lo corrigió Falcó—. Que se embolsarán los rusos y nunca volverá a España. Usted conoce cómo actúa Stalin.

Silencio. Quirós había inclinado un poco la cabeza. Sus ojos azules estaban ahora fijos en la llama del quinqué.

—Hay gente que no es de mi tripulación —dijo al fin—. Que no está bajo mis órdenes.

—Lo sabemos. Tres comunistas… Uno es español, Juan Trejo. Comisario de flota.

—Ese no es un individuo cómodo —murmuró Quirós, como si pensara en voz alta.

—Podemos ocuparnos de él.

Falcó lo había dicho con toda naturalidad. El otro lo miró un poco desconcertado, cual si no acabase de encajar el término.

—¿Ocuparse?

—De él y de los otros.

Quirós hizo un ademán extraño, de retroceso. Como si de pronto estuviera yendo demasiado lejos.

—Indudablemente —dijo, pensativo.

Falcó decidió acabar la faena. Ya estaba dicho todo. Navia y él se miraron brevemente, en silencioso acuerdo.

—Mi oferta sigue en pie. Y por parte del comandante Navia las cosas quedan claras, me parece. Lo mismo dan tres o seis millas. La suerte de su barco está echada.

Con un breve vistazo dio paso al otro marino. Aquel se inclinó un poco hacia Quirós.

—No quiero hacerlo, capitán —dijo—. No de esta manera… Y mucho menos después de lo de nuestra gente, anoche.

Sonaba endiabladamente sincero, pensó Falcó. Honesto, incluso. Y sin duda lo era. Allí, comprendió, él era el extraño. Dos marinos hablando entre ellos. Profesionales comprendiéndose por encima de la bandera que arbolase cada cual.

—¿Toda clase de garantías? —preguntó Quirós.

—Todas —dijo Falcó—. Tiene mi palabra.

—No se ofenda, pero su palabra no significa nada para mí —el otro se volvió hacia Navia—. ¿Tengo la suya?

—La tiene.

El capitán del

Mount Castle se puso en pie. Miraba el exterior del ventanal oscuro, hacia la noche.

—Denme veinticuatro horas para pensarlo.

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