Eva

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12. Ojo por ojo

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El corredor era largo y frío, con azulejos blancos, y el eco de los pasos de los tres hombres parecía propagarse hasta lugares recónditos, invisibles y siniestros.

—Es una desgracia —murmuró Rexach.

El policía y él se hicieron a un lado para dejar pasar a Falcó. La sala tenía seis mesas de mármol, y cuatro estaban ocupadas por cuerpos cubiertos con sábanas. Un hombrecillo vestido con una bata gris, que leía sentado en un pupitre al fondo, se levantó y vino a su encuentro. El policía señaló uno de los cuerpos.

—Aquel —dijo.

Era un suboficial de pelo crespo y cano, con insignias españolas en el uniforme. Un sargento veterano de la gendarmería internacional. Llevaba la gorra bajo un brazo y fumaba un cigarrillo con boquilla dorada. Se quedó atrás, apoyado en la puerta, mientras Rexach y Falcó seguían al hombrecillo gris.

—Usted es el único que puede identificarlo —se excusó Rexach en voz baja.

—¿Qué hay del policía? —preguntó Falcó en el mismo tono.

—Ningún problema… Lo conozco bien y lo engraso mejor. Sabrá ser discreto.

—Más nos vale.

—Ya le digo. Descuide.

El de la bata gris había retirado la sábana.

—Cielo santo —murmuró Rexach.

Falcó era un hombre poco dado a la interposición de sentimientos, pero no pudo evitar una punzada compasiva, casi conmovida. O sin casi. Villarrubia lo había pasado mal antes de morir. Y desde luego, no había ocurrido rápido. Se habían tomado tiempo con él. Nada de prisas.

—Fíjese en lo que le han hecho —dijo Rexach con voz trémula.

Falcó se estaba fijando. Había quemaduras de cigarro en los muslos, el pecho y los genitales, magulladuras y cortes en el pecho. La piel muy pálida y amarillenta se abría a la altura del corazón en tres brechas de color violáceo, muy juntas. Tres puñaladas habían puesto punto final a lo que para el joven operador de radio tenía que haber sido un largo infierno.

—¿Es él? —inquirió Rexach.

—Claro que es él.

Rexach hizo una seña al policía y este se acercó a ellos.

—El caballero no identifica el cadáver… Le es por completo desconocido.

Miró brevemente el otro, inexpresivo, el rostro de Falcó.

—¿Es eso cierto, señor? ¿No lo conoce?

—No lo he visto en mi vida.

El policía aún le sostuvo un momento la mirada, sin pestañear. Luego se llevó a los labios el cigarrillo, aspiró una bocanada de humo y lo dejó salir despacio.

—Entiendo.

—Sí —apostilló Rexach—. Es una lástima.

—Claro —el policía se volvió hacia el hombrecillo gris—. Apúntalo como varón de raza blanca, no identificado.

Asintió el otro, regresando a su pupitre. El policía había vuelto a mirar a Falcó.

—No hay más formalidades, en tal caso —dijo.

—Se lo agradezco.

—No hay de qué. Esperaré a que estén listos para irse.

Fue a situarse como antes, apoyado en la puerta. Era obvio que Rexach sabía comprar, al precio que fuera, colaboración y discreción. Vivo en Tánger, había dicho días atrás. Aquella era una buena prueba.

Falcó miró al agente franquista.

—¿Dónde lo encontraron?

El otro dirigió un rápido vistazo al policía y al hombrecillo gris, asegurándose de que no escuchaban.

—Junto a la tapia del cementerio judío —respondió en voz muy baja—, medio envuelto en un saco de arpillera. Por lo visto lo mataron de madrugada, tras torturarlo toda la noche… Ni siquiera se tomaron la molestia de vestirlo otra vez.

Se inclinó Falcó sobre el cadáver. Olía a sustancias químicas. Los ojos claros ligeramente entreabiertos, de pupilas opacas entre las rendijas de los párpados inmóviles, tenían una extraña expresión de paz. De indiferencia. También parecía más pequeño y más joven. Los seres humanos, pensó, siempre parecían más pequeños y frágiles cuando estaban muertos.

—Me temo que es su respuesta a lo de Trejo —comentó Rexach con el tono reprobatorio de un ya se lo advertí—. Ojo por ojo.

Era algo más que eso, pensaba Falcó. Era un mensaje personal. Cuando Eva Neretva había ido a verlo al hotel, su compañero ya había capturado a Villarrubia. Y ella lo sabía. Lo más probable era que Eva lo hubiese ordenado. Y mientras la mujer pasaba la noche con Falcó, Garrison se ocupaba a fondo del joven, seguramente ayudado por el esbirro con aspecto de boxeador. Aquellas tres puñaladas finales en el corazón eran asociables con el cuchillo que Falcó había utilizado, tras la pelea, para tajarle la cara al moro.

—Imagino que habrá hablado antes de morir —dijo Rexach.

Había sacado un pañuelo y se tocaba con él las cejas, como si le sudaran. Lo miró Falcó igual que miraría a un estúpido.

—Pues claro que ha hablado —con un ademán indicó las marcas del cuerpo—. Cualquiera lo habría hecho.

—¿Sabía cosas comprometedoras?

—Algunas.

—Vaya… ¿Muchas?

—Pocas.

Rexach dirigió una mirada al policía de la puerta y otra al empleado de la morgue. Después bajó la voz.

—¿También sobre la operación prevista para esta noche?

—No —Falcó lo pensó un instante, analizando posibles fallos suyos de seguridad, y al cabo movió la cabeza—. De eso no sabía nada.

—¿Está seguro?

—Completamente.

—Menos mal —Rexach emitió un suave silbido de alivio—. Todo se habría ido al cuerno, ¿verdad?

—Se limitaba a transmitir mensajes en cifra cuyo contenido ni siquiera conocía.

—Ah, bien. Muy bien. No sabe lo que me tranquiliza escuchar eso. Significa que no habrán podido sacarle gran cosa.

Falcó volvió a señalar los cortes y quemaduras.

—Supongo que ese fue su principal problema. Que no tenía mucho que contar, pero ellos creían que sí… Convencerse les llevó toda la noche.

—Pobre diablo.

Falcó miraba los párpados entreabiertos del joven. Su insólita expresión de paz.

—Era un buen chico —murmuró.

—Sí, claro —Rexach asentía, solemne—. Un buen chico.

Y ese fue todo el epitafio por el operador de radio.

La siguiente hora y media la empleó Falcó en una actividad constante, sin apenas un minuto de reposo. Había demasiados cabos por atar, y el tiempo apremiaba.

Privado del enlace por radio, desconfiando del teléfono y de las centralitas desde las que podía ser controlado, no tenía otro medio de comunicación que las oficinas de telégrafos. Descartada por razones obvias la española, y no fiándose de la francesa, decidió recurrir a la británica; así que se encaminó a ella y estuvo un buen rato en una mesa del fondo, mojando la pluma en el tintero y redactando telegramas dirigidos al Almirante. Lo hizo en una semiclave más hecha de sobreentendidos y alusiones que de cifra real.

Los borradores le llevaron cierto tiempo, y hasta que no estuvo satisfecho no se decidió a pasarlos a limpio. Básicamente, informaban de la muerte de Villarrubia y de la inminencia de la operación soborno al capitán Quirós. No esperaba respuesta, así que después de entregar los impresos en la ventanilla —lo atendió un empleado inglés seco y eficiente que ni siquiera le miró la cara— pagó su importe y salió a la calle.

No era probable que tras la escaramuza del bulevar Pasteur los rojos volvieran a intentarlo con él; o al menos, no de inmediato. Sin embargo, los caminos de los cementerios estaban empedrados de certezas. Así que anduvo tenso y alerta, aplicando todas las reglas de seguridad conocidas, utilizando la topografía urbana para cubrir sus pasos, vigilar su espalda, observar la complicada geometría de ángulos y líneas, de probables campos de tiro, lados buenos y malos, vías de escape ante cualquier amenaza, lugares críticos donde era vulnerable a un navajazo, a un disparo de lejos o a quemarropa.

Tenía el estómago vacío, pero descartó la idea de detenerse a comer algo. No era momento de convertirse en blanco fijo. Prefería seguir moviéndose despacio a fin de disponer de energía en caso necesario, con apariencia tranquila pero ojo avizor. Llevaba las manos metidas en los bolsillos y bajo el sombrero su mirada se movía con la viveza de un ave de presa, atenta a rostros, situaciones, actitudes, detalles; a cuanto podía establecer la diferencia entre seguir respirando o convertirse, también, en un trozo de carne pálida sobre el mármol de la morgue.

Una ciudad siempre era neutral, recordó. Tanto como la noche o una jungla. Lo había dicho Rudi Kreiser, uno de sus instructores de la Gestapo, durante el curso de técnicas modernas de seguridad que Falcó había hecho en Berlín. Hacia qué lado se incline la ciudad, sostenía Kreiser, depende de uno mismo. Falcó sabía que eso era verdad. Una urbe populosa como Tánger constituía siempre un escenario objetivo. Un territorio que podía ser aliado o enemigo, según el adiestramiento y las intenciones de quien se moviese por él.

Ya cerca del hotel, se detuvo un momento y volvió sobre sus pasos, atento. Nadie lo seguía. Pasó luego por una calle estrecha cubierta por un viejo arco morisco, y llegó a tocar la culata de la pistola cuando un moro vestido con albornoz y tarbús pasó muy cerca, por su lado. En ese momento le vino a la memoria un proverbio que había escuchado en los Balcanes: «En momentos de mucho peligro, conviene caminar con el diablo hasta que has cruzado el puente».

Sabía que la forma más segura de cruzar un puente era ser uno mismo el propio diablo.

Paquito Araña, puntual como siempre, curioseaba en el bazar marroquí del hotel Continental. Falcó lo encontró mirando unas babuchas. Lucía una pajarita amarilla y zapatos puntiagudos de dos colores, y en las manos sostenía un elegante panamá de ala ancha. Su olor a pomada y perfume superaba al de la tienda, latón viejo y cuero mal curado.

—Se han cargado a mi operador de radio —le dijo Falcó.

El pistolero enarcó las cejas depiladas.

—Qué me dices.

—Lo que te digo.

—Cuéntame detalles.

Se los contó mientras salían al exterior. Araña estuvo escuchando sin decir nada hasta que Falcó concluyó el relato.

—Son cosas que pasan —opinó, objetivo.

—Sí.

Habían llegado junto a los cañones del baluarte. Se detuvieron a mirar el puerto bajo el cielo de azules y nubes bajas y nacaradas. Desde allí se divisaban perfectamente, amarrados al muelle entre los tinglados y las grúas, el

Mount Castle y el destructor nacional.

—Esta noche se nos pasa el capitán Quirós —dijo Falcó—. Al menos eso espero.

—¿También entrega el barco?

—Claro.

—¿Lo de tu operador de radio no cambia nada?

—No gran cosa, en lo que se refiere a esta noche.

—¿Y cuál es mi parte en la función?

—Guardarme las espaldas. Hay que llevar mucho dinero.

—¿En metálico?

—Así es. Y una vez allí, asegurarnos de que no van a jugarnos una de Fu-Manchú.

—¿Y si nos la juegan?

—Salir por pies.

—¿Probabilidades?

Lo pensó Falcó un instante.

—Mitad y mitad, por lo menos.

—Como de costumbre, ¿no?… Cara o cruz.

—Esta vez pinta bien la cosa, diría yo.

—¿Y cómo piensas rematarlo, guapito?… Cuando los tripulantes sepan lo del capitán del

Mount Castle, no creo que todos se queden quietos.

—Una vez suba a bordo la gente del destructor, allí no se moverá nadie.

—¿Tú crees?

—Estoy casi seguro.

—¿Solo casi?

—Eso es. Solo casi.

—Cuéntame entonces cómo está el negocio, para verlo en conjunto. El operativo y sus antecedentes inmediatos.

Así que Falcó se lo contó todo, minucioso en el detalle. Excepto la visita nocturna de Eva Neretva, que se guardó para sí, relató a Araña cuanto sabía y tenía previsto. También la emboscada de que había sido objeto en el bulevar Pasteur.

—Ahí te devolvían lo de Trejo —apuntó el pistolero.

—No te quepa.

Araña se frotó las uñas en la chaqueta y comprobó el efecto. Parecía divertido por el hecho de que Falcó hubiera estado a dos dedos de ocupar otra mesa en la morgue de Tánger.

—¿Era ese tal Garrison, como dices?… ¿El comunista yanqui?

—Estoy seguro.

—¿Y se te escapó vivo? ¿Solo le diste matarile a un moro? —Araña hizo un mohín con los labios y lo miró sardónico—. Creo que estás perdiendo facultades, chico.

—Puede ser.

—Eso es por la vida cómoda que llevas. Que te relaja.

—Me lo has quitado de la boca.

Reía ahora entre dientes el pistolero, esquinado y peligroso.

—Y ya que hablamos de relajos, ¿qué hay de la mujer?… ¿Qué me cuentas de tu amiguita bolchevique?

—No hay nada que contar. Como te he dicho, está al mando.

Araña lo miraba con curiosidad.

—Fue ella quien hizo matar al operador de radio, ¿no?

—Eso creo.

—Te ha pagado bien el favor de Salamanca, la muy puta… Esa puerca roja.

Falcó no dijo nada. Miraba el puerto y la bahía. Araña se quitó el sombrero, se pasó una mano para alisar el pelo teñido y volvió a ponérselo, coqueto.

—Hay veces en que te pasas de listo —comentó con un suspiro.

—Puede ser.

—Un día te van a madrugar, y Falconcitos al cielo.

Falcó encendía un cigarrillo amparando la llama en el hueco de las manos.

—Vete a mamar.

El otro miró su reloj de pulsera como si considerase en serio la idea.

—No son horas, cariño. Demasiado temprano… No son horas.

Desde hacía siglos, pensó una vez más, los hombres se preparaban para el combate. Cumplían el ritual previo puliendo el pedernal de un hacha, ciñéndose la armadura, afilando una espada. Alguna vez había leído, seguramente en una novela de quiosco de ferrocarril o revista ilustrada —o tal vez fue mucho antes, en el colegio—, que a punto de morir en las Termópilas, en el amanecer de su último día frente al ejército de los persas, trescientos hoplitas espartanos habían peinado sus cabellos y bruñido sus armaduras, vistiéndose con ellas lenta y meticulosamente para afrontar la batalla.

Aquella imagen se le había quedado en la cabeza y siempre retornaba cuando se veía en situación parecida, preparándose para entrar en acción. No había nada desmesurado ni dramático en eso, y Falcó estaba seguro de que tampoco aquellos trescientos guerreros hicieron sus preparativos con ideas trascendentes de por medio. No eran propias de cierta clase de hombres las poses heroicas y las frases para la posteridad. Por eso le gustaba imaginar a los espartanos, en su último amanecer incierto, como a tantos seres humanos a los que había visto, por deber o por oficio, rondar silenciosos la orilla oscura. Sabía cómo se habían sentido: tranquilos, resignados, eficaces. En el destino aún por descubrir, en la vida o la muerte de todos ellos —ese

ellos incluía al propio Falcó—, vivir o morir no eran más que trámites burocráticos. Simple consecuencia de las reglas del juego.

Esos eran sus pensamientos mientras se preparaba en la habitación 108.

Había tomado un baño caliente, afeitándose con mucho esmero antes de peinarse despacio ante el espejo, el cabello hacia atrás con fijador, la raya alta y muy recta en el lado izquierdo del pelo. En cuanto al rasguño del costado, le escocía un poco pero no mostraba signos de infección. Después de cubrirlo con gasa y esparadrapo, se puso una camisa de algodón azulgrís y cuello blando, pantalones de dril crudo, zapatos Keds ingleses de

sport con suela de goma, cinturón de cuero marrón con la funda de la pistola añadida, corbata a rayas rojas y azules, que en ese momento anudaba lenta y minuciosamente, calculando la distancia exacta que debía quedar entre el pico de esta y la hebilla del cinturón.

Miró el reloj. Hora de irse.

En la radio de galena Emerson sonaba una canción de Édith Piaf:

Mon légionnaire. Canturreando la letra, Falcó se puso la chaqueta y fue introduciendo en ella los objetos necesarios: tubo de cafiaspirinas, encendedor, pitillera con veinte cigarrillos, estilográfica, cuadernito de notas, billetera, un pañuelo limpio y el documento que debía firmar el capitán Quirós para la entrega oficial del barco.

Et me laissant à mon destin,

il est parti dans le matin…

Cantaba la Piaf. Cuando lo tuvo todo en los bolsillos, Falcó cogió la Browning que estaba sobre la cómoda. La sopesó un momento para comprobar que no había rastro de aceite —la había estado limpiando un rato antes—, quitó el seguro con el dedo pulgar, fue hasta la cama y accionó siete veces la corredera para hacer saltar los seis cartuchos del cargador sobre la colcha. Extrajo después el cargador, volvió a introducir en él los cartuchos y lo devolvió a su sitio con un chasquido metálico, accionó de nuevo la corredera para meter una bala en la recámara, sacó otra vez el cargador y le introdujo una bala extra. La pistola, con capacidad original para seis balas, disponía ahora de siete.

Mais je n’ai rien osé lui dire.

J’avais peur de le voir sourire…

Puso el seguro y metió el arma en la funda del cinturón. Después abrió el armario y sacó de él un maletín de piel negra, semejante a los de los médicos, que contenía ocho mil libras esterlinas en billetes de Su Majestad Británica y un pasaporte para el capitán Quirós. Se quitó el reloj de la muñeca izquierda, pasándolo a la derecha, y fijó el maletín a la otra con unos grilletes de policía. Tras el doble clic se aseguró de meterse la llavecita de los grilletes en el bolsillo, cogió el sombrero, comprobó que la hoja de afeitar seguía oculta en la badana y dirigió un último vistazo alrededor.

Era Falcó un hombre de natural ordenado, pero cuando se dirigía a una misión procuraba serlo todavía más, dejándolo todo en perfecto estado de revista: la cama hecha, la ropa doblada y dispuesta en cajones y armario, las prendas sucias en su bolsa de lavandería, los útiles de aseo en el neceser de cuero italiano, el supresor de sonido de la pistola, el dinero extra y los documentos ocultos tras la cómoda, y los papeles innecesarios quemados en el cuarto de baño. Pocas pistas detrás y facilitar la tarea de quien, si las cosas se torcían, iba a acabar llevándose todo aquello. Esa era la idea.

Le gustaba lo impersonal de los hoteles, tanto los más lujosos como los modestos o miserables. Todo empezaba y terminaba con su presencia. Existía durante unos días y luego desaparecía sin dejar rastro, olvidado por la llegada inmediata de otras vidas que borraban la suya.

No me atreví a decirle nada.

Tenía miedo de verlo sonreír…

Siguió canturreando eso en voz baja al cerrar la puerta y avanzar por el pasillo. Y de aquel modo, sereno respecto a lo que dejaba atrás, ligero de todo lo superfluo, llevando encima cuanto necesitaba para la incertidumbre y el combate, Lorenzo Falcó salió del hotel y caminó a través de la ciudad en sombras.

Vigilaba la noche con sus ojos duros y tranquilos, hechos para mirar bajo el borde de un casco de bronce o de acero.

Vio a Paquito Araña en la rue de la Marine, junto a la mezquita. Estaba ante la tienda de un platero, haciendo como que contemplaba los objetos expuestos.

Falcó pasó por su lado, y no tuvo necesidad de volverse a mirar para saber que el pistolero le seguía los pasos a distancia, cubriéndolo desde atrás. Ambos eran diestros en esa clase de precauciones. Se preguntó si Araña iría equipado solo con la navaja que solía manejar con mortal destreza, o si para la ocasión se habría artillado con algo más contundente. Quizá también llevaba encima una Astra del 9 largo, arma a la que era muy aficionado desde sus tiempos de lucha antisindical en Barcelona. Una herramienta capaz de tumbar a un buey.

Ya había oscurecido y las tiendas estaban iluminadas con luz de velas, candiles de aceite o faroles de petróleo. El alumbrado público no estaba encendido, y las calles eran una sucesión de sombras, penumbras y débiles puntos de luz que marcaban sus contornos hasta la parte más ancha e iluminada por las terrazas de los cafés Central y Fuentes, poco concurridas en ese momento. Falcó llegó al Zoco Chico, torció a la izquierda y anduvo hasta la calle estrecha, próxima a la oficina francesa de correos, cuya cuesta llevaba a la tienda de alfombras donde tenía la cita.

A media subida se detuvo el tiempo necesario para mirar y escuchar. Para asegurarse de que no había amenaza próxima y podía seguir adelante. Todo parecía normal, así que se soltó el botón que llevaba abrochado de la chaqueta, tocó con el codo la culata de la pistola y recorrió sin apresurarse el último tramo.

Había un farol de queroseno encendido en el zaguán de la tienda. Se detuvo allí y miró hacia el interior. La silueta del dueño se destacó en el contraluz, acercándose a Falcó.

Salam Aleikum —dijo este.

Masaljir.

El moro se hizo a un lado y Falcó entró. Al final del pasillo entre pilas de alfombras, al otro lado de la cortina del cuartucho, junto a la ventana emplomada y a la luz de un candelabro con tres velas encendidas, había dos hombres sentados en cojines de cuero, que se levantaron al verlo entrar.

Uno de ellos era el capitán Quirós. Esta vez no vestía por completo de paisano, sino que llevaba una chaqueta azul de marino con los cinco galones en las bocamangas. En su acompañante, que era alto y de aspecto atlético, en su piel tostada y el pelo crespo, Falcó reconoció al contramaestre al que los otros tripulantes del

Mount Castle llamaban Negus.

—En realidad no lo esperaba acompañado —se sorprendió Falcó.

—Es de mi confianza —respondió Quirós, sereno—. Se llama Fornos y está conmigo en esto. Es mi contramaestre.

Falcó miró el rostro del otro. El tal Fornos, alias Negus. Facciones duras y ojos que lo observaban con escasa simpatía. Un toque de dureza. Un brillo hostil.

—¿Hasta qué punto, esa confianza?

—Completamente.

—¿Y qué hay de su segundo de a bordo?… Supongo que tiene uno.

—No se preocupe por él. Es asunto mío.

Los tres se estudiaban con cautela, todavía de pie. Ojos azules y ojos claros acerados por la desconfianza, se dijo Falcó. En ese momento entró el moro con tres vasos de té humeante sobre una bandeja, los puso en una mesita y desapareció tras la cortina.

Falcó dirigió un vistazo a los cojines de cuero, pero no se sentó. Eso lo habría situado en desventaja respecto a aquellos dos, para quienes sería fácil echársele encima. Quirós pareció adivinar sus pensamientos, pues cambió una mirada con el acompañante y ambos se sentaron primero. Entonces lo hizo Falcó, procurando dejar libre el faldón de la chaqueta en el lado donde llevaba la pistola.

Los ojos de los dos marinos estaban ahora fijos en el maletín y en los grilletes que lo unían a su muñeca izquierda.

—¿Dónde está el comandante del

Martín Álvarez? —preguntó Quirós.

Se rascaba la barba entrecana. Por un momento a Falcó le pareció advertir un movimiento de inquietud, pero no hubo nada más. El capitán mercante mantenía la apariencia impasible.

Falcó tomó su vaso de té, mojó los labios en la infusión ardiente y volvió a dejarlo sobre la mesita.

—El capitán Navia llegará en seguida.

Por el rabillo del ojo seguía pendiente del contramaestre. Este vestía pantalón de faena, alpargatas y un chaquetón negro abierto sobre una camiseta no demasiado limpia. Falcó pensó que el chaquetón podía ocultar un arma, así que dedicó un momento a observar si algún bolsillo abultaba más de lo normal.

—¿Ha traído el documento? —preguntó Quirós.

Lo dijo casi con brusquedad. Con extraña y súbita impaciencia. Miraba hacia la cortina, y pese a su calma era obvio que el retraso del oficial nacional lo inquietaba. Aquella era la tercera vez que Quirós y Falcó se encontraban, y este nunca lo había visto inmutarse. Su pétrea imperturbabilidad parecía esa noche menos firme.

Sin decir nada, Falcó sacó el folio mecanografiado del bolsillo interior de la chaqueta, lo desdobló y se lo pasó al marino. Se puso este unas gafas de leer y lo estudió detenidamente:

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