Eva

Eva


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La luna estaba alta en el cielo. Podía ver el lago, el valle y las colinas. Pero, en aquel momento, no significaban nada para mí. Mi atención se concentraba en un hombre sentado en el banco de madera en el extremo del jardín. No pude ver sus facciones. Estaba demasiado lejos para eso, pero había algo extrañamente familiar en la manera de sentarse y en la postura, con los hombros agobiados y las manos juntas entre las rodillas.

Carol salió y se unió a mí.

—¿Verdad que es un paisaje precioso? —dijo, pasando su brazo sobre el mío.

—¿No ves…? —pregunté, señalando el hombre sentado en el asiento del jardín—. ¿Quién es ese hombre? ¿Qué está haciendo aquí?

Ella miró.

—¿Qué quieres decir, Clive? ¿De qué hombre hablas?

Una helada oleada de sangre me corrió por la espina dorsal.

—¿Acaso no hay un hombre en el asiento del jardín, allí, a la luz de la luna?

Ella se volvió rápida hacia mí.

—Allí no hay nadie, querido.

Miré de nuevo. Carol tenía razón: allí no había nadie.

—Es curioso —dije, estremecido de pronto—, debe de haber sido una sombra… parecía un hombre…

—Estás viendo visiones —dijo ella, con voz turbada—. Realmente, ahí no había nadie.

La estreché contra mí.

—Entremos —dije, volviendo a la sala—. Hace frío afuera.

Esa noche tardé mucho rato en quedarme dormido.

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