Eva

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7. Los dos capitanes

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7. Los dos capitanes

Había amanecido nuboso, con llovizna. Las gaviotas planeaban con desgana sobre la rada de Tánger convertida en semicírculo plomizo, con las siluetas de los barcos veladas por una bruma gris.

Cerca de Lorenzo Falcó, la resaca sonaba en la orilla. Estaba apoyado en uno de los bancos del paseo marítimo, más allá de las palmeras y a un centenar de pasos del hotel Majestic. Bajo el paseo asfaltado, a poca distancia, un perro escarbaba en la arena mojada de la orilla. Falcó lo vio retroceder ante el vaivén del agua y quedarse mirándolo con sus ojos grandes y tristes. Era un chucho feo, flaco, orejas gachas y pelo erizado por la humedad. Un vagabundo que aquella mañana había decidido buscar compañía.

—Lárgate —le dijo sin rudeza.

El perro seguía a Falcó desde que salió este del hotel, media hora antes. Había pasado una mala noche, sin conciliar bien el sueño, con un fuerte dolor de cabeza que dos cafiaspirinas no lograron disipar. Con la primera luz del alba se había vestido, puesto la trinchera y salido a la calle para dejar atrás el puerto y caminar despacio por la avenida que bordeaba la playa. Sin sombrero, pues el panamá no servía de nada con aquella lluvia. El paseo le iba bien para aliviar el dolor. Y para pensar. Quizá por eso había acabado, sin proponérselo, ante el Majestic. Con el perro detrás.

—Lárgate —insistió.

El animal hizo lo contrario. Subió hasta el paseo con un trotecillo corto, la lengua fuera, queriendo frotarse el flanco contra una pernera del pantalón de Falcó. Dudó este un momento, y después bajó una mano hasta apoyársela en la cabeza, entre las orejas, sintiendo el calor húmedo del animal, que levantó el hocico para darle un lametón agradecido.

—No te gustan las órdenes, ¿verdad?… Espero que no seas uno de esos malditos chuchos anarquistas.

El perro se limitó a mover el rabo, sin despejar la incógnita. Entonces Falcó se levantó un poco más el cuello de la gabardina y miró en dirección a la fachada de tres plantas del Majestic. Hacia las ventanas de las habitaciones.

No le agradaba sentirse así. Como en aquel momento. Quizá la palabra exacta no fuera turbación, pero se aproximaba. Eva Neretva, alias Eva Rengel, alias Luisa Gómez, alias Dios sabía qué. El recuerdo de una carne y unos susurros en la penumbra, y después ese mismo cuerpo de mujer desnudo y torturado, atado al somier de una cama. Eso conservaba de ella. Compasiones y extrañas lealtades, sexo revuelto con ternura y ausencia de mañana. Sentimientos, en fin.

Sin embargo, a Falcó le disgustaba que el frío mecanismo que solía gobernar sus actos y pensamientos, la seca —cínica, precisaba el Almirante— ecuanimidad con que encaraba los sucesos gratos y los sombríos, se contaminaran con emociones insolubles. Cuanto no podía meditarse en compañía de un cigarrillo, una copa o unos miligramos de ácido acetilsalicílico combinado con cafeína, resultaba incómodo; un lastre innecesario, incluso peligroso, en el paisaje incierto de su vida. Y en cuanto a esta, solo disponía de una. En determinada clase de batalla, solo los mártires iban al cielo; y él, aunque tal vez un día, trocados los papeles, acabase torturado como una bestia, aullando de dolor si no era rápido con el cianuro o cualquier otro atajo eficaz, nunca sería un mártir. Ni de lejos.

Lo suyo era el juego considerado como fin, no como medio. Sin premio al terminar. Cierta clase de paraísos reservados a los héroes estaban vetados para él.

—Vete, Bakunin.

Con las manos en los bolsillos, sintiendo gotearle la llovizna por el pelo y el rostro, se alejó en dirección a la ciudad europea a través de la explanada cubierta de matojos y escombros. El perro se quedó quieto un instante y después lo siguió, pegándosele a los talones.

—Que te vayas, te digo.

Esta vez el animal bajó las orejas y se mantuvo algo más alejado. A media explanada, Falcó se detuvo y el chucho lo imitó, sentado a tres o cuatro metros, con el rabo batiendo tristemente el suelo.

Agachándose, Falcó cogió una piedra y se incorporó despacio, mirando al animal. En ese momento le recordaba demasiado a sí mismo, solitario y mojado, con aquellos grandes ojos melancólicos y la lengua colgando entre los colmillos, agitada por la respiración.

—Lo siento, camarada.

Le tiró la piedra y caminó una veintena de pasos. Cuando se volvió a mirar, el perro estaba lejos, observándolo.

Más allá, bajo el cielo oscuro, los mástiles de los veleros del club náutico se distinguían en la atmósfera brumosa, junto a los tinglados y grúas del puerto. Yates de lujo, pensó Falcó. Inofensivos y estériles, distintos de los grises buques de guerra o los sucios cargueros que desafiaban el mar y a los hombres en favor de una causa cualquiera, e iban al encuentro de su destino entre temporales o cañonazos. El Martín Álvarez y el Mount Castle, cazador y presa, eran barcos honrados, cumplían su deber. Nada tenían que ver con esos caprichos estilizados, blancos y pulidos, que solo se aventuraban en mar abierto bajo el cielo azul y con razonable seguridad. A Falcó le habría divertido verlos desaparecer en ese momento, engullidos por una ola gigante que astillase caoba y teca contra el hormigón del muelle. Algún día cercano, concluyó con sonrisa feroz, los hombres suplirían con sus manos la timidez de la naturaleza. Sí. En realidad llevaban cierto tiempo ocupados en ello.

Hoy podría matar sin reparos a un ser humano, pensó mientras se alejaba. Y lo haría solo por eso. Por desahogo. Por el alivio de matar.

Antón Rexach lo estaba esperando en su oficina, situada frente al hotel Minzah. De camino, Falcó se detuvo en una sombrerería de la rue du Statut a comprar un Stetson de fieltro impermeable, de color gris, en cuya badana, mientras caminaba dándole un poco de forma usada entre las manos, introdujo la hoja de afeitar Gillette que llevaba en un bolsillo. Después, tras mirar a un lado y otro de la calle reluciente de lluvia y esquivar un solitario automóvil que circulaba despacio, penetró en el edificio.

Fue el propio Rexach quien abrió la puerta. Estaba solo. El despacho, amueblado con una mesa vieja, un par de sillas y varios archivadores, olía a cerrado. A colillas rancias de cigarro. Falcó entró sacudiéndose el agua de la gabardina sobre el linóleo. En la pared había una foto aérea de Tánger, un calendario de la Trasmediterránea y un reloj suizo de cuco. Rexach le ofreció una silla y fue a situar sus ciento y pico kilos al otro lado de la mesa.

—Los rojos han conseguido dos días más —dijo.

—¿Ya es seguro? —se sorprendió Falcó.

—Acaba de decírmelo Fragela de Soto, nuestro cónsul. Los otros se han movido bien.

—¿El pretexto?

—Reparar la avería de una turbina de baja presión. De todas formas, el Comité de Control subraya que ese plazo es improrrogable. Es todo cuanto están dispuestos a conceder.

—Aún nos quedan cuatro días, entonces.

—Eso es. El sábado a las ocho de la mañana el Mount Castle deberá abandonar el puerto… De lo contrario será internado. Con su carga.

Falcó pensaba en ello.

—No nos viene mal. Deja mayor margen para actuar.

—Nuestro cónsul estuvo bien —opinó Rexach—. Apoyándose en la legislación marítima internacional, ha conseguido que aquí consideren el barco un buque de guerra.

—¿Aunque sea mercante?

El otro sonrió, zorruno.

—Va armado con un cañón. Y no solo eso: al navegar por cuenta de la República y llevar un cargamento oficial, se inscribe como beligerante. Así que se le aplica la legislación naval francesa, según la cual un buque de guerra no puede estar más de dos semanas en puerto neutral.

—Es una buena noticia, entonces.

—Claro que lo es —Rexach se había inclinado sobre la mesa para acercar un fósforo encendido al cigarrillo que Falcó acababa de ponerse en la boca—. Ahora todos sabemos a qué atenernos, incluido el capitán del Mount Castle —se le oscureció el rostro—. A menos que…

Falcó dejó salir el humo.

—¿Hay algún problema?

—Dicen que la escuadra roja hará un intento de acercarse a Tánger para proteger la salida del mercante. Por lo visto, un crucero y varios destructores han salido de Cartagena, con rumbo sur.

—Pero el Baleares está en Ceuta.

—Sí. Eso podría dar lugar a un combate naval; y aunque los rojos no sean lobos de mar, estas cosas son imprevisibles. En todo caso, razón de más para que usted actúe con rapidez… ¿Hay progresos?

—Algunos.

Se inmovilizó el otro, suspicaz.

—Espero que me tendrá informado.

—Naturalmente.

Rexach lo contempló un momento, valorativo. Después despejó el gesto mientras se pasaba una mano por la barriga, dando palmaditas en ella. No había desayunado aún, dijo, aguardando a Falcó. Tenía el estómago tan vacío como el bolsillo.

—Ahí enfrente, el Minzah tiene los mejores desayunos de Tánger —añadió palpándose la chaqueta—. Y me fían… Lo invitaría con gusto, pero no sé si conviene que lo vean mucho conmigo en público. Aquí todos saben para quién trabajo.

Falcó hizo una mueca sarcástica.

—A estas alturas, también saben para quién trabajo yo —se puso en pie, cogiendo el sombrero y la gabardina—. Lo acompaño.

Cruzaron la calle bajo la llovizna, propulsando Rexach su desbordante anatomía con el característico aleteo de brazos. Tras empujar la puerta giratoria del hotel, bajaron por la escalera hasta el patio y el comedor, donde ocuparon una mesa alejada de las otras.

Había algunos clientes desayunando, todos europeos. Rexach encargó un pedido copioso, y Falcó unas tostadas con aceite y un vaso de leche. El otro lo observó con curiosidad.

—¿No le gusta el café?

—Tomo demasiadas aspirinas.

—Ah, claro. Por eso la leche… Creo que hacen polvo el estómago.

—Eso dicen.

Siguió un silencio. Rexach se mordía el labio inferior. Parecía darle vueltas a algo.

—Ayer estuve tomando una copa con Istúriz, mi homólogo del otro bando —comentó al fin—. Ya le conté que tenemos buena relación, ¿no?

—Sí. Razonable, dijo.

El otro dilató los mofletes en una sonrisa cauta.

—Tiene buena memoria.

—Me va mucho en ello. En tenerla.

—Istúriz y yo conservamos un cierto vive y deja vivir. Le conté un par de cosas y él me contó otras… Nada importante, pero a usted pueden interesarle.

—¿De qué hablaron?

—De los tres comunistas que llegaron en el Mount Castle. El comisario político rojo, el americano y la mujer… Por lo visto mi colega está molesto con ellos, porque lo ningunean de mala manera.

—¿Él le dijo eso?

—No lo dijo, pero se le entiende. Nos conocemos hace tiempo.

Llegaron los platos. Rexach atacó sus huevos con tocino con visible satisfacción y se bebió una taza de café. Entre sorbo y sorbo de leche, Falcó vertió aceite sobre el pan y mordisqueó sus tostadas.

—Por lo visto el comisario político, el tal Trejo, es una basura —informó Rexach.

Mientras llenaba de nuevo la taza con la cafetera, añadió detalles. Lo habían identificado bien. Segundo maquinista a bordo del acorazado Jaime I, hizo carrera como asesino de jefes y oficiales durante las matanzas de agosto. Pero lo de ahora, en opinión de Rexach, no era lo mismo que dar tiros en la nuca. El maquinista no tenía madera de héroe. Parecía aliviado de encontrarse en tierra, y no mostraba deseos de regresar a bordo. Además, le gustaba demasiado escurrir botellas.

—Es dudoso que embarque de nuevo si el Mount Castle debe salir con el destructor nacional esperándolo fuera —concluyó Rexach—. Si los nuestros le echan mano, seguro que lo fusilan.

—¿Qué pintaba Trejo a bordo?

—Era la excusa. La justificación formal… Teóricamente, el oro se manda a Rusia para que lo tengan en depósito mientras dure la guerra, y él debe supervisarlo de modo oficial para guardar las apariencias. Como si la República tuviera autoridad sobre el cargamento.

—Pero ya no la tiene.

—Claro que no. Todo es un paripé; porque ni el oro volverá, ni él manda un pimiento. El capitán Quirós no es de los que se dejan mangonear por un sujeto de esa calaña. Los que cuentan son los otros dos, Garrison y la mujer… La señora o señorita Luisa Gómez.

—¿Qué hay de ellos?

—Visitan cada día el consulado de la República, no sé si para recibir instrucciones o para darlas. Sospechamos que son ellos quienes asesoran al cónsul en las gestiones con el Comité de Control.

—¿Ha comprobado si mantienen comunicación por radio?

—Desde el Mount Castle seguro que no. Como nuestro destructor, el mercante tiene prohibido el uso de la radio, al estar en un puerto neutral.

—¿Vigilan eso las autoridades?

—Por radiogoniómetro. Y me confirman total silencio radio.

—¿Cómo enlazan, entonces?

—Quizá a través del consulado, y también por vía ordinaria. Sabemos que el capitán Quirós y los agentes rojos han enviado y recibido mensajes a través de las oficinas de telégrafos española y francesa… Por lo demás, Trejo y los otros pasan casi todo el tiempo en sus habitaciones del Majestic.

—Puede ser que tengan una emisora allí, o en otro lugar de la ciudad.

—Es posible. En cualquier caso, adoptan muchas precauciones. Ese Garrison y la mujer se comportan como profesionales.

Rexach había terminado el desayuno y encendía un habano tras morder el extremo. Durante un momento estuvo atento a la correcta combustión del cigarro. Luego dejó salir unas bocanadas de humo, satisfecho.

—De los tres, Trejo es el eslabón débil —expuso al fin—. ¿Lo vio usted el otro día en el puente del barco?

—El más flaco y bajo, ¿no?… Moreno, afeitado, con la nariz larga. Peinado hacia atrás.

—Ese. También es el que más sale. Cada noche se queda hasta tarde jugando en el Kursaal francés. Gasta mucho, como le dije. Debe de ir bien provisto de fondos. Los otros dos son más discretos, o precavidos.

—¿Ha identificado bien al tal Garrison?

—Se llama así de verdad y es norteamericano… William Garrison, comunista, agente encubierto hasta hace poco. Llegó a España como corresponsal de prensa. Un verdadero cabrón. Por lo visto fue chequista en Barcelona.

Tras contar eso, Rexach entornó un poco los ojos, atento a la reacción de Falcó. Pero este se mantuvo en silencio, con gesto indiferente. Estaba ocupado en su interior, uniendo piezas del rompecabezas. Adjudicando nombre y función a cada pieza.

—Ella es más difícil de situar —prosiguió el otro al cabo de un momento—. Nadie conoce de verdad a esa Luisa Gómez. Puede ser rusa, como le dije. Lo seguro es que se trata de un elemento fiable para los soviéticos, porque Trejo no tiene influencia sobre ella. Al contrario, parece que toma decisiones incluso por encima del americano.

Falcó permanecía impasible.

—¿Cree que embarcarán de nuevo si el Mount Castle se hace a la mar?

Lo pensó Rexach un instante.

—No creo que Quirós suelte amarras —concluyó—. Ni que convenza a sus tripulantes.

—Supongamos que lo hace, o lo intenta.

—Pues no sé —sonriente, Rexach compuso un aro de humo que se deshizo despacio—. Depende de las ganas que esos tres tengan de suicidarse… Ni lo sé yo, ni parece saberlo mi homólogo. O al menos eso me cuenta.

—¿Qué le ha dado a cambio?

Parpadeó el otro, cogido a contrapelo.

—No comprendo.

—Dice que se lleva bien con ese agente enemigo. Y estas cosas son de toma y daca… ¿Qué le ha contado usted?

Rexach se echó hacia atrás en la silla. La sonrisa se había esfumado y parecía incómodo.

—Oh, poca cosa. El estado de las gestiones diplomáticas por nuestra parte, detalles sobre el Martín Álvarez —se detuvo, titubeante—… ¿Se ha enterado de la bronca de anoche, donde la Hamruch?

—Sí. Pero le estoy preguntando qué le ha contado a su colega.

—Nada importante, se lo juro —lo miraba cauteloso, el cigarro humeante entre los dedos—. Nada que ponga en peligro su seguridad.

—Eso espero. ¿Le ha hablado de mí?

—Por Dios.

Mientes, pensó Falcó. Pero no ganaba nada con decirlo en voz alta. Se preguntó cuánta información sensible le habría pasado Rexach a ese agente republicano con el que decía mantener una relación razonable.

—¿Me tienen ya identificado?

Con un sobresalto, Rexach miró alrededor antes de bajar un poco más la voz.

—Es posible. Pero le aseguro que no porque yo haya…

—Me interesa mucho —lo interrumpió Falcó, seco— saber si Garrison y la mujer embarcarán, en caso de que el capitán Quirós decida intentarlo.

—No hemos interceptado ninguna comunicación sobre el particular. Pero ya sabe qué disciplinados son los comunistas. Si las órdenes son esas, lo harán… El problema es que no sabemos cuáles son las órdenes.

Meditaba Falcó sobre cuanto acababa de escuchar. Al cabo sonrió como lo haría un lobo en buena forma saliendo del bosque con apetito.

—Quizá —dijo— haya una manera de averiguarlo.

Los ojos pálidos lo miraban intrigados. Rexach no tenía nada de tonto, y temió Falcó que adivinara la idea que, todavía imprecisa, empezaba a fraguar en su cabeza. Pero en ese momento un camarero trajo la cuenta, y la atención del otro se concentró en ella. Tras estudiarla minuciosamente, enarcó las cejas, dio otra chupada al puro y miró a Falcó.

—Le dije que aquí me fían, y es cierto. Pero usted… En fin —le acercó el platillo con la nota—. ¿No le importaría?

—No —resignado, Falcó sacó la billetera—. No me importaría.

Por el ventanal de doble arco morisco, contiguo a la terraza de Moira Nikolaos, penetraba una declinante claridad grisácea.

Sentado un poco aparte en el salón, cruzadas las piernas, Falcó escuchaba sin despegar los labios más que para ocuparse del cigarrillo que tenía en la mano izquierda. A medida que la luz disminuía, las sombras eran más intensas en los rostros de los dos hombres que conversaban frente a él.

—Naturalmente —dijo el capitán Quirós.

Se dirigía inexpresivo a su interlocutor, según su costumbre, fija en el otro la mirada. Tras la mesita con cigarros y bebidas, el capitán de fragata Navia, comandante del destructor Martín Álvarez, asintió despacio, cual si alcanzara a comprender el sentido del escueto adverbio.

—Entonces tengo poco más que añadir sobre eso —dijo en tono grave.

Los dos vestían de paisano. Habían llegado a la parte alta de la ciudad con un intervalo de cinco minutos, puntuales a la cita. Primero Navia, alto y flaco, suspicaz, la mano derecha en el bolsillo de la americana donde abultaba algo que Falcó habría asegurado era un arma. Después apareció Quirós con su característico balanceo al caminar, la mirada azul casi ingenua, con sus zapatos marinos de lona blanca y aquella americana demasiado estrecha en la cintura.

No se dieron la mano antes de sentarse en las butacas de cuero. Moira Nikolaos se había quitado de en medio, retirándose con la criada mora a otro lugar de la casa. Fue Falcó quien se ocupó de todo, disponiendo sobre la mesita taraceada del salón una caja de habanos, una botella de Hennessy tres estrellas, un sifón y vasos. Pero ninguno de los dos capitanes probó nada. Se habían sentado estudiándose con más curiosidad que hostilidad.

—Desde luego —confirmó Quirós tras lo que parecía larga reflexión por su parte—. Poco hay que añadir.

Se quedaron mirándose como si cada uno esperase del otro algo que liquidara la conversación; y Falcó se dijo que era mejor intervenir antes de que se pusieran en pie, yéndose cada uno por su lado. Sin embargo, el instinto le aconsejó permanecer inmóvil y en silencio. En ese momento él era allí justo lo que debía ser. Cualquier detalle fuera de lugar podía desbaratarlo todo.

—Ha hecho un trabajo difícil en los últimos siete meses —dijo de pronto el comandante Navia.

Quirós lo pensó un instante.

—Tuvo sus momentos.

—Tengo entendido que lo hizo siempre de forma muy competente… No era fácil moverse por donde usted navegaba.

Asintió Quirós, objetivo.

—No lo era.

—El Mediterráneo es un mar pequeño —señaló Navia.

—Excesivamente.

—¿Demasiadas patrullas nacionales?

—No solo eso —arrugaba la frente el capitán del Mount Castle, como si tuviera que hacer memoria—. También italianos: submarinos y unidades de superficie.

—Comprendo. Supongo que no se lo hemos puesto fácil.

—En absoluto.

Durante unos segundos, Navia no dijo nada ni hizo gesto alguno. Al cabo señaló hacia el ventanal y el mar invisible tras la terraza.

—Estuve a punto de atraparlo el otro día, a poniente de Gibraltar; pero usted lo hizo muy bien. Me engañó por completo… Aquella noche sin luna le vino de perlas.

El otro se rascó la barba.

—Tuve suerte.

—Fue más que suerte. Estábamos en el puente, buscándolo como condenados, creyendo dar con usted de un momento a otro, cuando mi segundo movió profético la cabeza y dijo: «Ese zorro se nos ha escurrido otra vez entre los dedos»… Y así era.

—Fueron tenaces —Quirós volvió a rascarse la barba—. Y usted hizo bien sus cálculos. Aquí estamos, a fin de cuentas.

—Es milagroso que llegara a Tánger, considerando nuestra velocidad y la suya… Cuando sospeché la intención, ya se había colado dentro. Y eso, haciendo su barco como hace, supongo, no más de diez u once nudos.

Tres veces menos que el mío.

Se tocó una sien con un dedo, dándose leves golpecitos. Aquello era un gesto de incredulidad. Una aparente confesión de asombro.

—Desde luego, un milagro —repitió en tono más bajo.

—La República no cree en milagros.

Parecía sarcasmo; pero con Quirós, resolvió Falcó, era imposible determinarlo. El comandante Navia observaba ahora a su colega con renovado interés.

—¿No es usted creyente? —aventuró.

—Más o menos.

—Yo lo soy algo más que menos —el comandante del Martín Álvarez hablaba con absoluta seriedad—. Se hace duro no mirar hacia arriba cuando la mar sacude fuerte.

Asentía el otro, comprensivo y escéptico a la vez.

—Cada uno mira a donde puede.

—Sí, claro.

Se oscurecía la escasa luz en la terraza. Parte del salón estaba ya en penumbra.

—Ese incidente de nuestros tripulantes en tierra… —prosiguió Navia—. Con los ingleses, ya sabe. ¿No?… Recibí un buen chorreo de mis jefes y del cónsul británico.

Quirós hizo un gesto de asentimiento que le llevó sus buenos cinco segundos.

—Yo, de Valencia —apuntó—. Y también del cónsul británico.

—Tuve que entrevistarme con el comandante del Boreas para templar gaitas. La Pérfida Albión se lo ha tomado mal… «Creía que ustedes estaban en guerra», me soltó, muy enfadado.

Falcó los vio sonreír. Apenas se trató de un apunte de sonrisa, pero lo cierto fue que lo hicieron. Primero, Navia con sus últimas palabras. Después, tras un momento que pareció prolongarse mucho, le llegó el turno a Quirós. Por un instante sostuvieron aquella sonrisa mutua. Después, como por casualidad —pero Falcó supo que no era casual en absoluto—, las dos miradas convergieron en la botella de coñac que estaba sobre la mesa. Ninguno la tocó, sin embargo. Y fue el marino nacional quien habló primero.

—Creo que ha prohibido usted a sus hombres bajar a tierra, como yo a los míos.

—Así es.

—No es bueno que confraternicen. Y tras lo de anoche existía el riesgo. A fin de cuentas, somos enemigos. No debemos olvidar que hay una guerra.

Las sonrisas habían desaparecido. Quirós se pasó una mano por la calva morena y moteada, sin hacer comentarios. Navia seguía mirando tristemente la botella de coñac.

—Conviene tener claro lo que ocurrirá dentro de poco —dijo de improviso.

Quirós movía despacio la cabeza, sin decir nada.

—¿Qué opinan sus hombres? —insistió Navia—. Ustedes tienen comités de marineros y todo eso. Debaten las cosas.

—Entre mi gente no hay debates. Tienen un capitán.

—Un barco no es una democracia —sonrió el otro.

—Por supuesto que no.

—Me gusta oír eso.

—Me agrada que le guste.

Navia volvió a mirar hacia el ventanal.

—No puede usted escapar de Tánger —dijo—. Haga lo que haga, estaré esperándolo o le iré detrás. Esta vez no tiene ninguna posibilidad. En cuanto salga de la zona de las tres millas de aguas neutrales le voy a dar el alto.

—La República sostiene la neutralidad hasta las seis millas.

—Para este caso, nosotros aplicamos la doctrina británica: tres millas; y luego, aguas internacionales.

Se oía un Al-lah Akbar lejano y prolongado en la distancia. Del exterior, a través de los cristales del ventanal, llegaba el canto del muecín de una mezquita: la oración del crepúsculo.

—En cuanto su barco esté fuera de puntas le caeré encima —insistió Navia—. Le ordenaré parar máquinas. Y si no lo hace…

—Abrirá fuego.

Quirós lo había dicho sin énfasis, sereno. Parecía pensativo.

—Una vez perdí un barco —añadió como para sí mismo—. Un petrolero… Se llamaba Punta Atalaya.

El otro lo miró con interés y no dijo nada. Quirós se tocó la barba con gesto absorto.

—Fue un torpedo alemán, veintitrés millas al noroeste de Finisterre.

Parecía que iba a decir algo más, pero no lo hizo. Eso fue todo. Un recuerdo objetivo. Neutro. El otro capitán hizo un gesto de afirmación y ladeó la cabeza con aparente desagrado.

—Hace un mes yo también vi arder un petrolero, a lo lejos… Un hongo rojo ascendiendo hacia el cielo negro. Como una caja de cerillas a la que hubieran arrimado un fósforo encendido.

El capitán del Mount Castle le dedicó una ojeada de vago interés.

—¿Lo hizo usted?

—No. Fue el crucero Cervera.

—Lo mío fue algo parecido. Me refiero al hongo de fuego. De veintidós hombres, perdí a diecisiete.

—Comprendo.

—Sí… Supongo que sí.

En el exterior, el canto del muecín había terminado. Navia se volvió hacia Falcó. He agotado mis argumentos, parecía insinuar. Más vale que usted también meta baza.

—Todo eso puede evitarse —dijo Falcó, inclinándose un poco hacia delante en la butaca—. Esta vez no hay necesidad de que muera nadie.

Navia hizo un gesto afirmativo y se volvió hacia Quirós.

—La propuesta que le hace este señor es razonable.

—¿Usted cree?

—No confíe en que la flota republicana venga en su auxilio. Sabe cómo esa gente se comporta en la mar… Bastarán los cañonazos de uno de nuestros cruceros para que se vuelvan a casa.

El otro tocó ligeramente la caja de puros que estaba sobre la mesa, pero no la abrió. Al cabo de un momento metió una mano en un bolsillo y sacó una petaca de cuero, de la que extrajo un cigarrillo de picadura liada. Se lo puso en la boca, y Falcó se acercó a darle fuego.

—¿Recuerda el comportamiento del Lepanto —insistió Navia— cuando lo escoltaba a usted y se enfrentó a nosotros cerca de Alborán?

Quirós se recostaba en la butaca, el cigarrillo oscilándole en la boca al hablar.

—Claro que lo recuerdo.

—Apenas comenzado el zafarrancho, lo dejó solo y se largó a toda máquina, tendiendo una cortina de humo para protegerse.

El marino mercante escuchaba inmóvil. En silencio. La brasa del cigarrillo se destacaba en su rostro, pues las sombras de la habitación eran más intensas ahora y se adueñaban de todo.

—Sigue estando usted solo, capitán —añadió Navia.

El punto rojizo de la brasa se agitó un poco.

—Probablemente.

Ahora las suyas eran voces que sonaban entre dos sombras. La oscuridad era casi total, pero Falcó no se decidió a encender el quinqué que estaba sobre una cómoda cercana. Temía alterar el tono y el curso de la conversación.

—Dígame una cosa —apuntó Navia—. ¿Entregaría usted su barco?

No hubo respuesta.

—¿Lo entregaría?

La pequeña señal rojiza se apartó de la boca de Quirós. Ahora tenía el cigarrillo en una mano.

—Si usted —le dijo al fin a Navia— estuviera en puerto neutral y vinieran agentes republicanos a ofrecerle dinero y seguridad, ¿aceptaría la oferta?

—Es diferente. Yo soy un marino de guerra. Combato en una cruzada que considero necesaria. Es una lucha antimarxista, contra la gentuza que desangra España… Y disculpe. Sabe que no me refiero a usted.

—Ya.

—Creo en lo que hago.

La habitación estaba a oscuras. Solo el punto luminoso del cigarrillo del capitán Quirós, avivado de vez en cuando, brillaba en la negrura. Falcó se puso en pie y, casi a tientas, fue en busca del quinqué.

—¿Y qué saben ustedes de lo que yo creo o dejo de creer? —dijo Quirós.

Falcó sacó el encendedor, retiró la pantalla de vidrio y aplicó la llama a la mecha, regulando su altura con la ruedecilla.

—Sabemos de la lealtad a su armador, que puso sus barcos al servicio de la República —dijo, regresando a la mesa con el quinqué—. En cuanto a las ideas políticas…

—Mis ideas políticas son cosa mía. Estoy aquí como marino. Y como tal, mis ideas consisten en cumplir con mi deber.

Falcó puso el quinqué en la mesa. La luz aceitosa imprimía ángulos de sombra en los pómulos y los ojos de los dos hombres sentados. Sacó un papel del bolsillo y se lo pasó a Quirós.

—Sobre su deber, capitán, quizá convenga que lea esto… Llegó ayer por conducto seguro. Está contrastado.

Quirós volvió a ponerse el cigarrillo en la boca y sacó del bolsillo superior de la chaqueta unas gafas. Luego acercó el papel a la luz y leyó en voz alta:

Embajada República en Londres y consulado nacional en Biarritz confirman. Stop. Armador Noreña refugiado en Gran Bretaña. Stop. Serias discrepancias con gobierno PNV vasco y gobierno de Valencia.

—Eso lo libera a usted, me parece, de algún compromiso moral —sugirió Falcó.

Sombra y luz bailaban en el rostro inmóvil del marino. Volvió a leer el cablegrama.

—Ese compromiso moral no existía —dijo—. Desde la sublevación fascista, la flota de Noreña fue confiscada por la República. Ya solo era el armador nominal.

—Pues ahora es menos nominal todavía.

El otro se guardó las gafas y puso el cablegrama sobre la mesa.

—Evidentemente.

—¿Dónde están hoy sus lealtades, capitán?

Por primera vez, el marino pareció dudar. Miró a Navia como si esperase de un colega cierta comprensión, o una respuesta. Pero el otro no dijo nada. Eran cartas de Falcó, desde luego. Policía bueno y policía malo. Sin rebasar los límites.

—Hago mi deber —repitió Quirós.

Hizo Falcó una mueca inconforme.

—También se debe a sus hombres, y eso es incompatible con llevarlos a una muerte segura. O, si debe arriar bandera allá fuera, al cautiverio —hizo la pausa adecuada antes de añadir lo importante—. Quizás al paredón, una vez en tierra… No es la primera vez que se fusila a marinos republicanos capturados.

Había procurado que no sonara como una amenaza, aunque lo era.

—Casi siempre lo hacen —murmuró Quirós.

Había aplastado su cigarrillo en el cenicero con cierta brusquedad, que a Falcó no le pasó inadvertida. Pétreo, pero no tanto. Nadie podía serlo del todo, en su caso. Demasiadas vidas en juego, incluida la propia. Y aquella mujer y dos hijas que esperaban en Luarca.

—En Tánger su tripulación tiene una oportunidad. También usted.

Quirós volvió a mirar al oficial nacional, que se mantenía ahora en segundo plano.

—Como saben, llevo a bordo un cargamento que me ha sido encomendado por la República. Soy responsable.

—Oro español —lo corrigió Falcó—. Que se embolsarán los rusos y nunca volverá a España. Usted conoce cómo actúa Stalin.

Silencio. Quirós había inclinado un poco la cabeza. Sus ojos azules estaban ahora fijos en la llama del quinqué.

—Hay gente que no es de mi tripulación —dijo al fin—. Que no está bajo mis órdenes.

—Lo sabemos. Tres comunistas… Uno es español, Juan Trejo. Comisario de flota.

—Ese no es un individuo cómodo —murmuró Quirós, como si pensara en voz alta.

—Podemos ocuparnos de él.

Falcó lo había dicho con toda naturalidad. El otro lo miró un poco desconcertado, cual si no acabase de encajar el término.

—¿Ocuparse?

—De él y de los otros.

Quirós hizo un ademán extraño, de retroceso. Como si de pronto estuviera yendo demasiado lejos.

—Indudablemente —dijo, pensativo.

Falcó decidió acabar la faena. Ya estaba dicho todo. Navia y él se miraron brevemente, en silencioso acuerdo.

—Mi oferta sigue en pie. Y por parte del comandante Navia las cosas quedan claras, me parece. Lo mismo dan tres o seis millas. La suerte de su barco está echada.

Con un breve vistazo dio paso al otro marino. Aquel se inclinó un poco hacia Quirós.

—No quiero hacerlo, capitán —dijo—. No de esta manera… Y mucho menos después de lo de nuestra gente, anoche.

Sonaba endiabladamente sincero, pensó Falcó. Honesto, incluso. Y sin duda lo era. Allí, comprendió, él era el extraño. Dos marinos hablando entre ellos. Profesionales comprendiéndose por encima de la bandera que arbolase cada cual.

—¿Toda clase de garantías? —preguntó Quirós.

—Todas —dijo Falcó—. Tiene mi palabra.

—No se ofenda, pero su palabra no significa nada para mí —el otro se volvió hacia Navia—. ¿Tengo la suya?

—La tiene.

El capitán del Mount Castle se puso en pie. Miraba el exterior del ventanal oscuro, hacia la noche.

—Denme veinticuatro horas para pensarlo.

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