Europa

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Prefacio: ¿Qué es Europa?

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Prefacio

¿Qué es Europa?

La historia se nos presenta algo así como un inmenso puente de comienzo y fundamento inciertos, que va construyéndose con las vidas de una miríada de personas y avanza en el vacío en dirección imposible de conocer. En otro plano, y aunque no conviene llevar demasiado lejos las analogías, existe cierta semejanza entre la historia y el clima. En los dos encontramos días apacibles y otros de temporales furiosos, imprevisibles salvo cuando están próximos, y a veces ni siquiera. Ello ocurre también con la vida de las personas. Además la vida humana, entrada en la esfera de la moral tras haber probado el fruto del árbol prohibido, recuerda a la alternancia irregular de días lluviosos y soleados, la transformación de unos en otros, como ocurre con el bien y el mal. Los primeros son molestos y tristones, con un efecto deprimente sobre el ánimo, mientras que el sol alegra y estimula; y sin embargo, tanto el tiempo despejado como el lluvioso son necesarios para la vida; y si uno u otro duran demasiado, la vida sufre y puede llegar a extinguirse. Por lo demás, la influencia del clima en la historia no ofrece dudas: como se ha observado muchas veces, las civilizaciones han nacido en latitudes de climas poco extremos, formando una especie de cinturón en Eurasia desde China a la Península Ibérica; o, en América, en las tierras altas de Méjico y Perú, libres de los calores excesivos del entorno. Otra cosa es que el desarrollo técnico asociado a la civilización haya permitido expandir esta por zonas menos propicias. En cuanto a Europa, especialmente la mediterránea, corresponde al llamado «paralelo de las civilizaciones», ni demasiado frío ni demasiado cálido y con lluvias suficientes. En fin, las civilizaciones han ido formándose en el actual período interglacial y no antes.

Físicamente Europa es una continuación de Asia, pero siempre se la ha tenido por continente aparte, haciendo de los Urales, el lago Caspio, el Cáucaso y el mar Negro barreras significativas, aun si nada insuperables para los humanos de cualquier época. Puede describirse como un continente con una costa más recortada que cualquier otro, con varias grandes penínsulas bastante montañosas (Escandinava, Ibérica, Itálica y Balcánica), algunas grandes islas, como las Británicas y otras del Mediterráneo, mientras por el centro se extiende una vasta llanura que continúa por Siberia una vez salvados los Urales. Los climas varían desde el suave del Mediterráneo al continental extremado del centro y norte de Rusia. La mayor parte es bastante lluviosa y por tanto verde, mientras en el sur abundan los secarrales, con trozos menores de auténtico desierto.

Con todo ello, los rasgos físicos no difieren especialmente de otros continentes. La verdadera diferenciación es más bien de orden cultural: siguiendo el esquema de Nueva historia de España, aquí hablamos de Europa como civilización particular cuya historia se ha originado hace algo más de dos milenios.

Debo aclarar en qué sentido empleo los conceptos de cultura y civilización, ya que han recibido significados diversos. Una diferenciación bastante seguida desde Spengler entiende por civilización la decadencia o esclerosis de la cultura. Aquí llamo cultura al conjunto de creencias y ritos, organización social, costumbres, técnica, arte, saberes, etc., que constituyen la sustancia de toda sociedad humana: cultura y sociedad son sinónimos. La cultura, nunca estática, cambia lenta o rápidamente, decae, se fortalece o se hunde por agentes externos o por disgregación interna. El individuo perecería si no viviese en sociedad, pero a su vez la vida social genera constantes conflictos, con frecuencia violentos, de intereses, sentimientos, deseos, etc., debido a la individuación humana, incomparablemente más acentuada que en los animales. Así la sociedad, siendo indispensable para la supervivencia de sus miembros, es a la vez un avispero de choques entre personas y grupos; es conflictiva por naturaleza, internamente y con otras culturas, pues la variedad cultural caracteriza también a la humanidad. La historia viene a ser el relato de tales avatares, entre los que hallamos creaciones, acumulaciones, estancamientos, transmisiones y aniquilaciones.

Entiendo aquí por civilizaciones formas complejas de cultura que empiezan hace solo unos 6.000 años en puntos aislados de Oriente Próximo (valle del Nilo y Mesopotamia). Todas las civilizaciones son culturas, pero la mayoría de las culturas no son civilizaciones. La civilización se alzó sobre culturas agrarias del Neolítico (agricultura, cerámica, artesanía, metales), mediante la especialización de la religión, del poder (formación del Estado) y la milicia, la urbanización (civilización tiene que ver con ciudad), comercio desarrollado, escritura… Esta última permitió acumular y transmitir la memoria, acelerando la evolución cultural. La civilización estimula la alta cultura (religión, técnica, ciencia, arte…) y la diferenciación social entre élites u oligarquías más cultas y poderosas, capas intermedias y masas más atrasadas, dedicadas en general a los trabajos manuales, en muchos casos en condiciones de esclavitud o privación de derechos. El Estado, garante del orden y estabilidad social, es tanto protector como opresivo, a menudo despótico y objeto de discordias entre las oligarquías o de revueltas o revoluciones capaces de dar al traste con la civilización misma.

La historia es la de las civilizaciones, porque de ellas ha quedado constancia escrita. A lo largo de milenios nacieron y murieron culturas, ocurrieron migraciones de gran alcance, guerras, invasiones, comercio, descubrimientos prácticos, arte, personajes notables como líderes y artistas, etc.; pero de todo ello tenemos solo conocimientos precarios proporcionados por la arqueología, la lingüística o la genética o, para los más recientes, los comentarios no siempre fiables de las civilizaciones coetáneas, tan a menudo sus enemigas. Las luchas entre culturas primarias y civilizaciones, que a veces han arrasado a estas últimas, pueden considerarse terminadas entre los siglos XIX y XX, cuando las civilizaciones, en particular la europea, se han impuesto por completo y erradicado o arrinconado en casi todo el mundo a las culturas primitivas. Y no han escaseado los choques bélicos, comerciales, etc., entre civilizaciones, o entre naciones y grupos diversos dentro de una misma civilización.

Muchas civilizaciones han nacido y colapsado, a veces por causas externas, a veces internas. Estudiosos como Danilevski, Spengler o Toynbee han dedicado atención al fenómeno, sin que sus distintas teorías logren explicarlo. De entre las civilizaciones conocidas, ninguna como la europea ha experimentado un dinamismo tan intenso en cuanto a pensamiento, arte, economía, capacidad técnica, expansión transoceánica y otros rasgos. Tan excepcional dinamismo caracteriza, de entrada, a esta civilización, la cual ha engendrado subcivilizaciones nacionales o supranacionales, como la hispánica, la anglosajona, la francesa, la alemana o la rusa. La civilización europea abarca el ámbito convencionalmente llamado Occidente, pero la propiamente europea se halla en decadencia desde 1945, y sus «hijas» de América del Norte y del Sur podrían originar nuevas civilizaciones. La china, y más confusamente la india, permanecen mejor o peor desde hace unos 4.000 años, adaptando la técnica y aspectos del pensamiento europeo; y la islámica muestra un llamativo ímpetu beligerante tras siglos de estancamiento.[1]

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Pese a lo dicho, cabría cuestionar la existencia real de una civilización europea: siendo hoy Europa, después de Oceanía, el continente de menor extensión y con menos población (unos 10 millones de km2 para 750 millones de habitantes, comparado con los 44 y 4.200 respectivamente de Asia, los 30 y 1.100 de África o los 42 y casi 1.000 de América), es también el más diversificado relativamente en naciones y estados (46) y en culturas nacionales. Encontramos estados tan mínimos como el Vaticano, con menos de medio kilómetro cuadrado (que ejerce sin embargo influencia mundial) y otros tan vastos como Rusia, que ocupa casi un 40 por ciento del continente. Y diferencias demográficas no menores, entre los 15-27 habitantes por km2 de los países escandinavos y Rusia hasta los más de 400 o 370 de Holanda y Bélgica.

La lengua, factor cultural de primer orden, tampoco ofrece la menor homogeneidad, salvo por una remota raíz indoeuropea. Las principales se hallan diversificadas en tres grandes familias: eslava, germánica y latina, que por sí solas suponen el 95 por ciento de la población total, con ramas menores como la céltica o la griega, y algunas no indoeuropeas y poco habladas, como el finés, el húngaro u otras aún más minoritarias y con escasa literatura, como el vascuence o el lapón. Dichas tres ramas son ininteligibles entre sí, y cada una de ellas se diversifica en lenguas y dialectos a su vez poco o nada comprensibles entre ellos sin estudio. Hay además tres alfabetos, griego, cirílico y latino, con predominio de este último. La lengua con más hablantes nativos es el ruso, más de 160 millones, seguida del alemán, con 90, el francés, inglés e italiano, con unos 65 cada uno, el español el polaco y el ucraniano con más de 40 cada cual. No obstante las lenguas europeas con mayor número de hablantes nativos son el español y el inglés, fuera de Europa la mayoría de ellos.

Esta gran variedad lingüística, hace que la gran mayoría de los habitantes de una nación no puedan entenderse con los de la vecina, aunque hoy tienda a emplearse un inglés elemental en muchos casos. Los ámbitos lingüísticos van más allá, marcando cada uno de ellos peculiaridades étnicas y de otro tipo. Las diferencias lingüísticas se extienden a la literatura, asimismo muy variada en estilos, tonos y temas según los países, o el arte en general, la arquitectura popular, la canción, la culinaria, etc. Inglaterra, España, en menor medida Francia, Portugal o Rusia, han creado vastos ámbitos culturales propios, especie de subcivilizaciones, fuera de Europa.

La desigualdad lingüística se acompaña de otra en el aspecto físico, que varía notablemente entre la población germánica, la latina y la eslava, aun con bastante mezcla entre ellas. Esta diversidad interna no impide que la población europea difiera físicamente más aún de la africana o la asiática, tomadas en conjunto.

Permanecen asimismo fuertes diferencias económicas, particularmente entre el este europeo, por lo común más pobre que el centro y el oeste, o entre las economías nórdicas y las mediterráneas. Hay países intensamente industrializados y otros mucho menos o más agrarios o con mayor peso de los servicios; y las variaciones en estructura económica, política fiscal o constituciones políticas son también muy significativas, así como el peso de tales o cuales partidos, aunque se han creado internacionales de una u otra tendencia, tampoco demasiado homogéneas…

La historia interna europea ha distado de ser armoniosa y tranquila. Las guerras entre sus países han menudeado siglo tras siglo, algunas tan devastadoras como la de los Treinta Años en el XVII, o las dos mundiales del XX. Estas dos últimas señalan la decadencia de Europa. Como efecto de las guerras, las fronteras han cambiado muy a menudo, hasta nuestros días. España es uno de los países con fronteras más estables en el tiempo, pero la mayoría han sufrido rectificaciones notables aún en pleno siglo XX. Así Francia, Alemania, Rusia, Reino Unido, Suecia, Polonia y las demás naciones del centro-este, Grecia… Los golpes, revoluciones y guerras civiles han menudeado, y de la disgregación de los imperios han brotado nuevos estados; uno, Yugoslavia, ha sufrido una sangrienta desintegración en tiempos muy recientes.

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¿En qué sentido cabe hablar, entonces, de civilización europea? Existe, por lo pronto, un evidente factor común de la mayor relevancia: todos sus países se han considerado a sí mismos cristianos, y durante siglos se los podría definir como «la cristiandad». Aun así, el cristianismo está dividido en tres ramas principales, la católica, la ortodoxa y la protestante. Curiosamente, cada una de ellas destaca en alguno de los tres grandes ámbitos étnico-lingüísticos: el catolicismo en la parte latina, la rama ortodoxa en la eslava y la protestante en la germana. Claro está que con numerosas excepciones: gran parte del ámbito germánico, Irlanda y países importantes eslavos como Polonia o Croacia permanecieron católicos; y la ortodoxia abarca a Grecia o a la latina Rumania. En cambio el protestantismo apenas ha salido de países germánicos.

Pero aun con tales divisiones persiste el cristianismo como raíz cultural común, salvo regiones menores de tradición islámica e inmigrantes de esa religión u otras, hoy en auge. Es más, si algún factor ha moldeado en profundidad la historia y cultura europeas ha sido el cristianismo, de donde se ha expandido a América, Oceanía y parte de África, en menor medida a Asia. No obstante, desde el siglo XVIII han cobrado empuje ideologías críticas o anticristianas: liberales y revolucionarias, marxismo, laicismo o cientifismo radicales… Tales ideologías tienen rasgos propios de religión, como una concepción del mundo y de la vida y una moralidad derivada, por lo que cabría entenderlas como religiones sustitutivas: de hecho han desplazado parcialmente al cristianismo, y hoy un alto porcentaje de europeos, variable según países, se declara agnóstico, ateo o indiferente.

Ha sido muy fuerte en la historiografía la tendencia a omitir la religión como un elemento no ya crucial sino simplemente importante en el devenir humano. La mayoría de los estudios deja clara o sobrentendida la idea marxista, y no solo marxista, de que es la economía la que da contenido y sentido a la historia, constituyendo la religión una superestructura fantástica, innecesaria y de algún modo parasitaria, que solo merece examinarse, a su vez, desde una perspectiva económica o política. A esa concepción cabe oponer la presencia universal de la religión en las culturas y el valor que estas le han dado siempre, un hecho que no puede ser trivial o despreciable y que los enfoques economicistas u otros llamados materialistas dejan sin explicar.

El hombre se caracteriza por la consciencia del mundo y de sí mismo. A su consciencia se le plantean dos grandes tipos de problemas que aborda la filosofía: los llamados metafísicos, referidos a la razón de ser y sentido del mundo y de su propia vida, y los digamos pragmáticos, es decir, políticos, técnicos, científicos… que le presenta la necesidad de vivir en el mundo y adoptar una actitud fructífera o satisfactoria ante él. La gran mayoría percibe estos problemas de modo difuso y confuso, porque sus energías están absorbidas por los mil problemas y afanes cotidianos; pero aun así los percibe, sobre todo en ocasiones típicas, como algún grave fracaso o enfermedad, o la contemplación del cielo estrellado… Y los perciben con más claridad y agudeza algunas minorías, generalmente más liberadas de esos afanes, y que han dado forma a las religiones, filosofías e ideologías. Por otra parte, en la historia observamos una alternancia entre períodos más metafísicos y más pragmáticos, por emplear esos términos. Alternancia visible entre la Grecia clásica y el helenismo, o entre la escolástica y el llamado Renacimiento, por ejemplo.

Dicho de otro modo: el hombre percibe que todos sus afanes acaban derrotados por la muerte; que su vida está condicionada por azares ajenos a su consciencia y voluntad; que no logra orientarse del todo en el laberinto de sus propios deseos —a menudo contradictorios— y del conflicto con los deseos de otros; que ni siquiera está en el mundo por su designio o intención; que tan perecedera y ajena a su voluntad como su existencia particular es la existencia de la especie y del mundo que le cobija y le hostiga a un tiempo. De ahí una profunda angustia capaz de bloquear la psique. No es ilógica la intuición de unas fuerzas o voluntades misteriosas (espíritus, divinidades) por encima de su vida y del propio mundo. Esa intuición, profunda y oscura, provoca en la psique un doble e intenso sentimiento de adoración y de terror, origen de mitos, ritos para hacer propicios a los dioses, arte, razonamiento… en fin, la cultura propiamente dicha.

En ese sentimiento profundo debe radicar el fondo común a la religiosidad en todas las culturas, por muy variadas que sean sus manifestaciones. Las divinidades dan orden y sentido a la vida por encima de la insuficiencia de nuestra mente para comprenderlo, y la religión cumple así un doble papel: calma —nunca del todo— la angustia esencial y paralizante propia de la condición humana, ofreciéndole consuelo por sus carencias, sufrimientos, errores y muerte forzosa, liberando así las energías psíquicas necesarias para afrontar las exigencias de la vida y la conservación individual y como especie.

Sostengo, pues, que la religión no procede del simple miedo o de ilusiones vanas, sino de la intuición, más o menos clara, de la fuerza o voluntad (así conceptuada por analogía con las capacidades humanas), misteriosa pero necesaria, subyacente a las caóticas, variadísimas y perecederas apariencias de la vida y del mundo. Y que de esa intuición derivan a su vez las manifestaciones históricas y culturales de la vida humana.

Por otra parte, las leyes y costumbres reguladoras de los conflictos sociales que condicionan y frustran a los individuos, no podrían mantenerse sin inspirarse en unos valores generales cuyo fondo último es religioso, por encima de convenciones, intereses o deseos particulares. En Europa ha solido oponerse la razón a la religión; pero no solo el poder de la razón es limitado, sino que, como los demás rasgos humanos, aparece como un «don», como algo «otorgado», que no procede de la voluntad o decisión de ningún ser humano o conjunto de ellos y remite por tanto a algún designio no humano.

Así, la religión debería entenderse, no como un factor secundario en la historia humana, sino central y generador. En la cultura griega, por poner un caso, salta a la vista la proyección de sus mitos en su literatura y demás artes. En cambio la ciencia, la técnica, la economía o el pensamiento parecen haber crecido al margen o contra la religión. ¿Es verdad? La ciencia exige personas liberadas en buena medida de los trabajos y afanes de la supervivencia, y que tengan, además, interés en la observación de los astros y las propiedades de las cosas. Ese interés parte claramente de creencias religiosas. Desde la antigüedad, los templos fueron a menudo observatorios, centros médicos, bibliotecas… Es muy probable que en ellos nacieran la escritura, técnicas agrícolas, calendarios, etc. También eran centros económicos y comerciales, que exigían contabilidad y otras pericias; y condicionaban el pensamiento político, en estrecha relación con él. Claro que la ciencia y el pensamiento europeos, a partir de la Ilustración, atacaron al cristianismo en amplia aunque no total medida; pero las grandes cuestiones siguen pesando en la mente humana, y probablemente el abandono de una fe exige otra sustitutoria. Se afirma, así, que el marxismo es o funciona como una religión, y lo mismo cabe decir, presumiblemente, de las demás ideologías del presente, asunto que abordaremos más adelante. Como este enfoque es hoy poco corriente, me permitiré cierta reiteración al respecto.

La vida social se compone de tensiones, entendiendo por ellas relaciones a un tiempo hostiles y complementarias. La propia vida individual puede interpretarse como una continua tensión entre deseos contradictorios y entre estos y la realidad exterior. Las tensiones pueden llegar a la lucha abierta, pero en condiciones normales generan equilibrios, nunca plenamente estables ni satisfactorios, pero a menudo productivos. En el catolicismo es fácil detectar la tensión entre razón y fe, derivada de su doble componente, el religioso heredado del judaísmo y el filosófico grecolatino. Tensión emparentada con la que ha venido oponiendo/complementando al poder religioso y al político, a Dios y al César. El poder religioso estuvo y está centralizado en Roma, frente a las soberanías políticas dispersas en estados nacionales o imperiales. En otras culturas, esa separación, causante de conflictos a veces bélicos, está ausente o es más débil, y ha generado en la europea un concepto de la libertad más agudo. Donde triunfó el protestantismo, el poder espiritual se disgregó en muchas tendencias particulares, sin sede común, mientras que el cristianismo oriental siempre estuvo mucho más próximo y mediatizado por el poder político que el catolicismo. Percibimos en la historia otras tensiones creativas o destructivas, como la que se da entre civilización y barbarie, entre concentración y disgregación del poder, entre grupos o clases sociales…

Junto con el cristianismo, y a través de él, la cultura europea ha adoptado gran parte del legado grecolatino y, menos generalizadamente, el derecho romano. Y muy especialmente el pensamiento: Europa puede definirse también como la cultura de la filosofía, no porque otras civilizaciones carezcan de ella, sino porque en ninguna, salvo la griega, ha alcanzado influjo, desarrollo y diversificación comparables. Cabe encontrar la causa de este hecho en la fuerte tensión entre razón y fe, al parecer exclusiva del cristianismo, por su triple origen en Jerusalén, Atenas y Roma.

Como fruto de esa herencia, Europa ha destacado, en conjunto, por su productividad cultural en el pensamiento, la ciencia, la técnica y las artes —con más intensidad en unos países que en otros—, superando en todo ello a cualquier otra civilización, aun recordando los altos niveles logrados por algunas como la china, la india o en su mejor época la islámica. Desde la pintura o la música a la filosofía, desde las matemáticas a la literatura, la ciencia y la técnica o el pensamiento político, en ningún otro continente se ha producido una eclosión tan sostenida de alta cultura, a través de sucesivos movimientos que han abarcado, si no a todos sus países, a algunos que han marcado con su impronta al conjunto: así el románico, el gótico, el Renacimiento, el barroco, la Ilustración, el romanticismo, el liberalismo, el capitalismo, el marxismo, los fascismos, etc. La democracia liberal, en cambio, ha llegado a Europa desde fuera, desde Usa, si bien esta fue engendrada a su vez por el pensamiento político europeo.

Cabe hablar, por tanto, de una civilización europea, quizá la más diversificada internamente hasta hoy en naciones, sistemas políticos y culturas o subcivilizaciones; en esa diversidad radica una causa de su riqueza y dinamismo.

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Al entrar en la historia europea conviene reconsiderar la clásica división en Antigua, Media, Moderna y Contemporánea, debida, hasta la Moderna, al historiador alemán Cellarius. Aparte de su absurdo, esa nomenclatura implica dos abusos: su aplicación frecuente a civilizaciones y países no europeos, con reducción de importantísimas civilizaciones, cada una con su particular desarrollo, a la categoría de «Antigüedad»; y la pretensión de explicar la historia como etapas o escalones previos hasta alcanzar su plenitud en el siglo XVII-XVIII. El calificativo de «Media» al milenio entre el siglo V y el XV resulta ofensivo, ya que lo priva de carácter propio, reduciéndolo a un mero período preparatorio para la «modernidad»; aun así, fue preciso dividir el milenio en dos partes: Alta y Baja edad Media. Luego, la supuesta plenitud moderna de los tiempos originó situaciones inesperadas y violentas, y debió establecerse una edad posterior, la «Contemporánea», como si todas las anteriores no lo fueran de quienes las vivieron. Y todas son «medias», pues se encuentran entre una anterior y otra posterior.

Frente a estas distorsiones, propuse en Nueva historia de España otra nomenclatura, admitiendo grosso modo las fechas de cambio de una edad a otra: edades de Formación, Supervivencia, Estabilización, Expansión, Apogeo y Decadencia. La Edad Antigua sería la de Formación, que abarca el Imperio romano, porque través de él se consolidó el cristianismo y se transmitió el pensamiento griego y latino. Esa herencia estuvo al borde de la destrucción por dos oleadas de invasiones: la primera, germánica, arrasó el Imperio romano occidental y la segunda estuvo próxima a aniquilar la civilización propiamente europea que sobre la ruinas de Roma fue edificando el cristianismo. Esta última oleada unió las devastaciones vikingas desde el norte con los asaltos islámicos desde el sur y el este, y los magiares por el centro. Esta edad, correspondiente más o menos a la Alta Edad Media, podría llamársele de Supervivencia, como también «de las invasiones» o «de los monasterios», ya que estos desempeñaron un papel decisivo en el sostenimiento del legado cristiano-clásico.

Desde el siglo XI, la civilización europea no solo toma una forma definida, sino que se asienta y es capaz de alguna contraofensiva como las Cruzadas, de transcendencia histórica pese a su fracaso.

Fue esta la Edad de Asentamiento o de Estabilización, cuyas instituciones más visibles son las catedrales, las universidades y el pensamiento escolástico, con amplios movimientos de cultura como el románico, el gótico y un primer Renacimiento. Las sociedades europeas se afianzan lo bastante para superar catástrofes casi apocalípticas como la Peste Negra, una peligrosísima invasión mongola o la invasión turca de la Europa suroriental culminada en la caída de Constantinopla, capital del Imperio Romano de Oriente o bizantino, que había subsistido un millar de años después del derrumbe del Imperio Romano de Occidente.

El descubrimiento de América señalaría el paso a una Edad de Expansión (equivalente a la Moderna), a partir de España y Portugal sobre todo, en que la cultura europea y la religión católica se extenderían a otros continentes. El hecho tiene transcendencia difícil de exagerar, pues por primera vez en la historia los continentes habitados y sus civilizaciones y culturas, hasta entonces con escasas o nulas relaciones entre sí, son puestos en comunicación. A partir de ahí las interinfluencias crecerían, señalando una nueva época en la historia humana, no solo la europea; pero el elemento activo y decisivo serán las expediciones navales y conquistas europeas, que crean imperios transoceánicos, también por primera vez. La Edad de Expansión presencia asimismo renovados impulsos invasores islámicos por parte del Imperio otomano, a través del Mediterráneo y hacia el centro de Europa; y simultáneamente la escisión protestante, un efecto de la cual serían largos períodos de guerras civiles en la cristiandad. El desarrollo del espíritu científico, el Renacimiento y el barroco caracterizarán asimismo la época.

La etapa concluiría en un período indefinido que abarcaría la Revolución Industrial a partir de Inglaterra, la independencia de Usa y la Revolución Francesa. Esta nueva edad señala el apogeo de Europa (de sus países más avanzados), cuyo poderío científico y técnico descuella de tal modo sobre el resto del mundo que se vuelve incontrastable para cualquier otra potencia o civilización. La nueva época lleva a su cenit las tendencias originadas en la anterior: casi toda América termina de ser colonizada, y lo mismo ocurrirá con África y grandes regiones de Asia. Puede decirse que entonces Europa (algunas de sus potencias) domina al mundo, bien directamente mediante colonias, bien de forma indirecta, por el comercio y la presión política. Esta edad podría definirse como de Apogeo. Y no solo la ciencia o la técnica, también el pensamiento y las artes experimentan un fuerte impulso en la Ilustración, el Romanticismo y las ideologías que aspiran a sustituir a la religión y en parte lo consiguen. Se corresponde con la llamada Edad Contemporánea, con el liberalismo, la democracia y las ideologías totalitarias.

Finalmente, la terminación de la II Guerra Mundial señala un evidente declive de Europa en el plano político y militar, cuando queda dividida en dos zonas de influencia, useña y soviética, pierde casi todas sus colonias y sufre un decaimiento profundo no solo política, militar y económicamente (aunque su economía llegaría a recobrarse), sino en todos los planos creativos del pensamiento, las artes y los movimientos sociales. Europa entra en su Edad de Decadencia, que no sabemos si proseguirá, acentuándose, o dará paso a un nuevo renacimiento, que hoy por hoy no se vislumbra.

Creo que esta división por edades podría resultar más útil y descriptiva que la tradicional, ambigua y demasiado arbitraria.

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Este libro está compuesto en gran medida sobre otro anterior, Nueva historia de España, al que desarrolla en su parte referida a lo extrahispano. Debe entenderse como su título indica: una introducción y una síntesis, en la que inevitablemente ha sido preciso sacrificar un material inmenso, buscando siempre el hilo principal. Para hacerlo más inteligible he procurado dar prioridad a la explicación de los hechos y tendencias sobre los nombres propios, reduciendo estos a muchos que he creído más representativos.

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