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Cuarta parte Edad de Expansión » 20. Iván IV el terrible y el origen divino del poder

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Iván IV el terrible y el origen divino del poder

Contemporáneo de Carlos I, Felipe II, Isabel de Inglaterra o las guerras francesas de religión fue en Rusia Iván IV, llamado el Terrible, que reinó entre 1547 y 1584 y usó oficialmente por primera vez el título de zar (césar). Iván IV, penúltimo de la dinastía Ruríkovich, fundada en Nóvgorod y Kíef en el siglo IX, fue en varios sentidos el fundador de la Rusia que permanecería hasta la Revolución Soviética. Impuso una autocracia radical, debilitando sangrientamente a la oligarquía de los boyardos y creando otra nueva afecta a él con nobles menores y grupos urbanos. Al respecto convocó un concilio de la Iglesia ortodoxa para garantizar su disciplina, y el primer Zemski Sobor, asamblea lejanamente parecida a las Cortes o parlamentos occidentales. Promulgó nuevas leyes y un código penal, llevó a Rusia la imprenta, apoyó las artes y fijó a los campesinos a la tierra en completa sumisión a los señores.

Hacia el exterior, combatió contra los tártaros de Crimea y los turcos, conquistó Kazán, donde masacró a los habitantes (en su conmemoración hizo construir la emblemática iglesia de San Basilio, en la Plaza Roja de Moscú) y Astrakán, y emprendió la conquista de Siberia en vasta escala, acabando definitivamente con la amenaza turco-mongola. Por el oeste, lanzó campañas, finalmente fallidas, contra la confederación polaco-lituana, Suecia y la Liga Hanseática, con vistas a abrirse una puerta al Báltico. Este mar, como el Mediterráneo, era el escenario, desde siglos atrás, de un comercio intenso y de frecuentes guerras comerciales entre Suecia, Dinamarca, la Hansa y la Orden Teutónica. Era también un mar protestante, excepto por la costa polaco-lituana. Durante el siglo XVI Suecia, que pronto se hizo luterana, fue emergiendo como la potencia dominante.

Para acometer sus empresas, Iván creó un cuerpo militar permanente y adicto a él, los streltsí, y después la opríchnina, especie de guardia pretoriana, que durante siete años, antes de ser disuelta en 1572, organizó un terror masivo contra nobles y gente común, desplazó a masas de campesinos y realizó acciones como el mes de saqueos y asesinatos indiscriminados en Nóvgorod; todo ello en una época de pestes, sequías y hambruna. La opríchnina creó aun clima general de sumisión temerosa, y ha sido vista como un precedente de la policía política comunista en el siglo XX.

Las acciones de Iván reflejan la discordia, común con variantes a toda Europa, entre los monarcas y las oligarquías potentadas. Obviamente, un monarca no podía prescindir de una oligarquía, ni esta de aquel, pero el reparto del poder originaba constantes fricciones y divisiones. La oligarquía no formaba un bloque, pues dentro de ella abundaban grupos e intereses particulares. También tenía importancia la conformidad de la población, por lo general más a gusto con el poder regio. La tendencia general en el oeste era a una creciente autoridad monárquica, impuesta con apoyo de alguna fracción oligárquica, e Iván seguía la línea general, si bien con métodos más drásticos y extremos. El centro de Europa, en cambio, experimentaba el proceso contrario. El Sacro Imperio, nunca bien cohesionado, lo fue menos aún con el protestantismo, y en la Confederación polaco-lituana la dispersión del poder entre los oligarcas y el debilitamiento del poder real llevaría a la anarquía y finalmente el desplome del Estado.

Iván era hombre instruido y preocupado por cuestiones más de fondo, como la fundamentación del poder en general. Sostuvo una rabiosa polémica con el príncipe Kurbski, que le acusaba de tirano y destructor de Rusia y se había pasado a los lituanos. Iván sostenía que el mal no venía de él, sino de los boyardos con su deslealtad e intereses particulares. En cartas a los reyes polacos y a Isabel I de Inglaterra teorizó sobre la cuestión: puesto que el poder venía de Dios, él no tenía por qué compartirlo. ¿Qué clase de soberanía era la que admitía asambleas o poderes intermedios? «Todos los súbditos son iguales ante el zar y están obligados por Dios a ser los sirvientes del zar». Obviamente, los Zemski Sobor u otras instituciones estaban para ratificar sus medidas. En compensación, el zar debía cumplir la voluntad divina, haciendo el bien, premiando a los buenos y castigando a los malos. Claro que él mismo, como portavoz de dicha voluntad divina, fijaba expeditivamente el bien y el mal: eran buenos quienes se plegaban a sus exigencias y malos quienes las resistían. Este concepto radicalmente autocrático solo fue frenado por la resistencia pasiva, rara vez activa, de la Iglesia. Aun así, el poder absoluto nunca podía serlo del todo, pues una sola persona no podía atender, a menudo ni siquiera conocer, todos los asuntos del reino, no siempre minucias, por lo que otras personas se ocupaban necesariamente de ellos.

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El origen divino del poder era aceptado en toda la cristiandad. En realidad casi todas las culturas lo admitían de un modo u otro, por lo que el monarca solía ser a la vez el jefe religioso, intermediario entre el pueblo y la divinidad. La religión daba así consistencia al poder más allá de la simple apropiación del mismo por una u otra persona gracias a la fuerza y la astucia. E imponía una exigencia de justicia a partir de leyes de origen divino (ley natural), que se suponían válidas para toda sociedad por encima de las simples convenciones o acuerdos de intereses entre sectores sociales u oligárquicos. Es difícil decir, a la vista de la experiencia de violencias y golpes políticos, si en la práctica esas concepciones habían evitado males mayores o habían sido simplemente inútiles, como supone de modo implícito El príncipe de Maquiavelo.

En todo caso, la idea del origen divino del poder admitía interpretaciones. En la cultura católica era clave la separación entre el poder «temporal» o político y el espiritual. El Papado había intentado dirigir a los reyes, y estos controlar a los papas, y la creciente autoridad monárquica aumentaba las fricciones con Roma. En Francia era recurrente la tentación de imponer una iglesia nacional al margen del Papado o dominando a este, con una orientación absolutista. En Inglaterra Enrique VIII resolvió la cuestión declarándose soberano tanto político como religioso, posición de principio más extremada que la de Iván. Por ello Enrique VIII e Isabel I ejercieron el terror contra los católicos; pero no podían hacerlo sin debilitarse frente a su propia oligarquía, que había adquirido un poder retador con el Parlamento. Además, la protección de Isabel a los protestantes franceses y holandeses redundaba en el crecimiento puritano, es decir, calvinista, que desafiaba la autoridad anglicana en la misma Inglaterra. Un terror indiscriminado y semidemente como el del zar quedaba fuera de cuestión.

A su vez, el protestantismo socavaba la idea de una ley natural y tendía a crear iglesias nacionales bajo el consabido principio cuius regio eius religio, que daba a los príncipes la potestad de imponer su religión a sus súbditos. Tal principio no concordaba mucho con la libre interpretación de la Biblia, pero ayudó a la expansión protestante. Por lo demás, cuando los conflictos de fe tomaban tan inmediato carácter político-militar, asegurar de un modo u otro la religión de los súbditos propiciaba la estabilidad social. España nunca cuestionó la supremacía religiosa del Papado; y aunque la expulsión de los judíos y la Inquisición se asemejan a la concepción de los príncipes protestantes, permaneció una minoría morisca, ficticiamente convertida. Y la soberanía regia, reforzada por los Reyes Católicos, se parecía poco a la de Iván IV, pues el origen divino del poder fue interpretado en España en forma distinta a la de Rusia o Inglaterra.

Un tema importante de la Escuela de Salamanca, insistiendo en la antigua tradición visigótica, fue el de la tiranía y el gobierno. Francisco de Vitoria atribuyó al Papa solo autoridad espiritual, sin derecho a interferir en la de los reyes o del emperador. Este, a su vez, carecía de potestad para dictar la acción eclesiástica, como solía pretender desde Carlomagno, y no representaba políticamente a la cristiandad, sino solo a la parte de ella bajo su control directo. Luis de Molina y otros insistieron en esas teorías: Dios no otorga el poder directamente al monarca, el cual solo administra una soberanía que corresponde a los individuos del pueblo, que nacen libres y con derechos naturales que el rey no debe oprimir. Molina destacaba la individualidad en un grado desconocido hasta entonces, si bien justificaba la esclavitud en casos excepcionales, como alternativa a la pena de muerte o, en caso de guerra, para resarcir al bando justo por los daños causados; pero condenaba como causa de perdición eterna el tráfico de esclavos organizado por portugueses, holandeses e ingleses, en el cual los españoles apenas entraban, sin dejar por ello de comprar tal mercancía humana para sus plantaciones. Por otra parte, sus intentos por reconciliar la predestinación, fruto de la omnisciencia divina, y el libre albedrío, ocasionaron una fuerte polémica de los dominicos, con intervención del papa y sin solución precisa.

Al poco de terminar el siglo XVI, el debate sobre el poder se intensificó cuando Jacobo I de Inglaterra, sucesor de Isabel, amplió las ideas anglicanas, afirmando al monarca como «anterior a cualquier estado, parlamento o ley» y propietario inicial de toda la tierra, de modo que «los reyes fueron los autores de las leyes, y no las leyes de los reyes». Ideas parecidas a las de Iván, aunque en la práctica el inglés siguiera una política más moderada. Pero en 1613 obligó a sus súbditos a prestarle juramento de fidelidad como rey y máximo jefe religioso.

En réplica, el jesuita Francisco Suárez escribió Defensio fidei catholicae adversus anglicanae sectae errores, en cuya tercera parte, referente a la soberanía política, sostiene lo opuesto al ruso y al inglés: Dios no concede el poder directamente al monarca, sino al pueblo, que lo transmite libremente al rey mediante un pacto modificable, es decir, admite diversas formas de organizar el gobierno. Por ello, el poder «es de derecho humano», no directamente divino, y más o menos amplio según establezca el pacto. El rey no media entre la voluntad de Dios y el pueblo, sino al revés, el mediador es el pueblo. Suárez también rechazó a Maquiavelo, sosteniendo que el poder no puede ser independiente de la moral, sino que está sometido a ella, con obligación de servir al bien del pueblo que lo ha otorgado. Por tanto, el poder político es limitado y, por ello y por su origen popular, democrático. Suárez no creía que la democracia —en su equívoca acepción desde Aristóteles— fuera un buen sistema, pero la sustentaba teóricamente, admitiendo su legitimidad de principio. El libro de Suárez fue quemado públicamente en Inglaterra y Francia, y prohibida su lectura.

Suárez venía a ratificar el dicho muy antiguo de que la voz del pueblo es la voz de Dios. Idea negada, por ejemplo, por Alcuino de York, para quien, como para Polibio, Tito Livio y tantos otros, la multitud es ignorante, inconstante y desenfrenada. Maquiavelo, de forma algo incoherente con su obra más conocida, afirma sin embargo en su Discurso sobre Tito Livio que la multitud es «más sabia y constante que el príncipe». En esta contradictoria apreciación se encuentra la clave o una de las claves, del pensamiento político occidental y sus dificultades.

Hay una diferencia entre la concepción de Molina y la de Suárez, pues este último considera al pueblo como un todo, sin admitir la soberanía de partes de él, y disminuye el papel de los individuos, importante en Molina, lo que lleva a dificultades, ya que el pueblo nunca se manifiesta como un bloque, sino más bien como un remolino de opiniones e intereses variados. Y lo mismo ocurre, por lo demás, con las oligarquías, y con los mismos individuos, tan a menudo divididos íntimamente. La concepción homogénea del pueblo abre una vía clara a posiciones totalitarias, como sería el caso de las grandes ideologías de los siglos XIX y XX.

Las consideraciones de la Escuela de Salamanca conducían a los más tarde llamados derechos humanos: puesto que los hombres comparten una misma naturaleza, sea cual fuere su grado de civilización, han de tener los mismos derechos básicos, y las leyes debían ajustarse a la ley natural, si habían de ser justas y no tiránicas. La justicia, una vez más, debía tener un origen superior a la propia sociedad, pues de no ser así, siempre predominarían los intereses de alguna parte o partido social.

Este pensamiento alumbraba nuevos problemas en torno a la organización y práctica del gobierno, la concepción del pueblo y del individuo y la acción frente a la propensión tiránica del poder, algunos de los cuales habían originado mucha especulación desde tiempos remotos. El jesuita Juan de Mariana resaltó con toda fuerza la necesaria sumisión del monarca a la ley moral y a la del Estado, como cualquier súbdito. Llegó a justificar el tiranicidio, por lo que sus libros fueron quemados en Francia. En España solo fue prohibido uno suyo relacionado con la moneda y la obligación de moderar los impuestos. Las ideas políticas de la Escuela de Salamanca contrariaban la corriente hegemónica en Europa, que justificaba el directo derecho divino de los reyes, defendido también por Lutero, y conduciría en los siglos siguientes a las monarquías absolutas, partiendo de las autoritarias del XVI.

Paralelamente a los pensadores hispanos, el francés Jean Bodin teorizó en un sentido contrario. Respetando formalmente la idea de Dios, centraba la soberanía en un pacto entre élites para nombrar a un soberano que decidía qué era justo o injusto en función de lo que consideraba el bien común, y debía ser obedecido forzosamente («la ley no es otra cosa que un mandato del poder soberano»). Por eso el soberano no requería el consentimiento de los súbditos, pues estos tienen intereses variados que no deben prevalecer sobre el interés común. Bodin estaba influido por los desórdenes y guerras de religión que asolaban Francia, a las que sería necesario poner coto, en una situación que recordaba la del paso de la república al imperio en la antigua Roma. Con ello sentaba las bases de la monarquía absoluta que se impondría en Francia a lo largo del siglo XVII.

Para los pensadores españoles, el hombre era social por naturaleza y de forma evidente, lo cual se corresponde con la evidencia histórica. Pero, buscando otra fundamentación al poder, Thomas Hobbes, en Inglaterra, negó que el poder viniera de Dios, sino de un contrato social. En su obra Leviatán imaginó un «estado de naturaleza» anterior a la sociedad, en la cual el hombre, en plena libertad y gobernado por sus deseos particulares, era «un lobo para el hombre». En ese estado solo es posible una guerra de todos contra todos y una existencia miserable. Para salir de una libertad tan inconveniente y pasar a vivir en sociedad, los seres humanos habrían establecido un contrato renunciando a su libertad originaria a cambio de una existencia más pacífica y llevadera. La vida social solo podría ser garantizada concentrando todo el poder en un soberano, que se ocuparía del bien del pueblo; de hecho se trata de un Estado totalitario. La idea, en su contenido, no difiere de la de Iván el Terrible salvo en que este trataba de apoyarse en la divinidad, mientras que Hobbes lo hacía en el estado de naturaleza y el pacto social, dos mitos construidos ex profeso, sin realidad histórica.

El libro Leviatán fue quemado públicamente en varias ocasiones en Inglaterra, pero se le considera, al igual que El príncipe, un avance hacia el estudio racional o científico de la sociedad, en dirección a lo que se ha dado en llamar «modernidad», por dejar de lado la idea de lo divino. En ella también el derecho o ley natural queda sustituido por un contrato social por lo demás imaginario.

Una orientación distinta se dio en Holanda, en guerra contra España, de la mano de Althusius, calvinista que justificó la guerra contra España y defendió la idea de federación —ya que lo que solemos llamar Holanda era el norte de los Países Bajos, formados por diversas regiones autónomas entre sí—, proponiendo una hegemonía de hecho de los grandes propietarios. Hugo Grocio partía de las concepciones de la Escuela de Salamanca, en particular de Vitoria y Suárez, afirmando al hombre como ser social por naturaleza, con el derecho natural inscrito en su alma; y seguía a Vitoria en la proposición de una regulación de las relaciones internacionales, o «derecho de gentes», que debía culminar en una sociedad de estados que aplicasen la ley natural para evitar en lo posible la guerra. Entre los derechos básicos incluía una irrestricta libertad de comercio, en relación con la cual desarrolló la idea de Vitoria de los mares libres. Es importante en Grocio la diferenciación entre libertad personal y libertad política, pudiendo existir la primera al margen de la segunda. Él propugnaba una soberanía absoluta e indivisible del monarca, con consentimiento de la población. Durante las disputas entre sectores protestantes en Holanda, fue encarcelado, logrando escapar a Francia, donde le protegió el absolutista Luis XIII y su maquiavélico ministro el cardenal Richelieu.

Encontramos en la Europa de los siglos XVI-XVII, dos doctrinas principales sobre el poder, una apoyada de preferencia en la religión y otra relegándola a un segundo plano o prescindiendo de ella. En la primera hay una tendencia al poder absoluto político-religioso en Rusia e Inglaterra, y otra que contraría ese poder invocando la ley natural y los derechos personales, en España. Este último modo de ver las cosas podría entrar en la corriente llamada más tarde liberal. Entre los ajenos a la religión encontramos una tendencia asimismo al absolutismo, incluso al totalitarismo. Otra diferencia básica se encuentra entre quienes consideran al hombre social por naturaleza y se apoyan en la ley natural y los derechos derivados, y los que parten de un estado de naturaleza o similar, y plantean la sociedad como producto de un contrato o pacto social. Avanzado el siglo XVII, Locke iba a modificar las ideas de Hobbes en un sentido diferente, dando origen a otra versión del liberalismo.

Debe tenerse en cuenta que la orientación predominante en Europa hacia el absolutismo, que intenta evitar la dispersión del poder, deriva en gran medida de la experiencia de las guerras civiles, fruto de dicha dispersión. Al mismo tiempo se creaban condiciones teóricas para una democracia.

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