Europa

Europa


III » Schultz

Página 39 de 62

SCHULTZ

La madre hace punto frente al televisor. Mueve las agujas a velocidad vertiginosa, sin mirarlas. Sus ojos están fijos en las imágenes que se mueven distorsionadas a través de la pantalla en blanco y negro. Locutoras rubias bien vestidas. Actores representando una escena de amor. Cargas policiales en las principales fábricas de la ciudad. Se oye muy mal. El aparato es antiguo, está viejo y mal sintonizado, el señor Schultz mandó a alguien a arreglarlo, pero el ruido no cesó. Sin embargo, a la madre le da igual. No necesita oír. No ha aprendido el idioma, no quiere, dice que no lo necesita. Nunca sale. Manda a Heda al economato a comprar comida y leche, betún para lustrar zapatos, pinzas para la ropa, jabón. Tampoco va a la iglesia, reza en su habitación, sola, cuando nadie la ve. Heda se pregunta si es feliz.

A las seis, se oye rumor de pasos en la puerta. Son papá y Pamuk que regresan de trabajar. El señor Schultz viene con ellos. La madre deja el punto y se levanta desabrochándose el delantal. Heda se levanta también. El señor Schultz pasa hasta el centro del comedor. Es tan alto que tropieza con la lámpara.

—Espero no importunarlas —dice saludando con una inclinación de cabeza.

—El señor Schultz viene a tomar café con nosotros —dice papá.

Pamuk atraviesa sin saludar el comedor y se encierra en su cuarto. Papá se quita el abrigo y besa a la madre y después a Heda. Invita a sentarse al señor Schultz. Ha traído el periódico para Heda. Está cansado, tiene un profundo surco morado debajo de cada ojo. Tiene el pelo completamente gris.

El señor Schultz se sienta en el sillón. Tiene el porte de un dignatario. De un dictador. Mira a su alrededor con despreciativo interés, dictando sentencia. La casa debe de parecerle pequeña. Húmeda. Insuficiente y poco confortable para él. Y ellos, mezquinos y extraños. ¿Por qué está allí?, se pregunta Heda. La madre retira la labor de la mesa y se marcha a preparar el café. Papá camina por la habitación. Durante unos instantes nadie dice nada. En la tele, la imagen se detiene frente a un conocido monumento de su país. Es el Héroe Unificador. Un vestigio del pasado. Luego, la cámara enfoca el Parlamento, el edificio de la Real Academia, la Ópera, y una conocida plaza ahora desierta. Papá deja de pasear y la observa. A continuación se habla de huelgas. Se muestran las imágenes de policías corriendo entre la multitud. Hay dos cuerpos en el suelo. Tal vez muertos. Una oleada de miedo invade a Heda. Y de rencor. Se acerca aún más al borde del sofá. El señor Schultz, frente a ella, se retrepa.

Dice:

—¿Le ha contado a su familia que muy pronto va a sustituir a Rachel?

Heda aparta la vista del televisor.

—No. Nunca he dicho que vaya a sustituir a Rachel.

Papá le lanza una mirada de reproche a Heda. Sonríe.

—Claro que sí —dice—. Está contenta.

—No —dice Schultz—. Y tiene razón. No es trabajo para alguien como ella.

Está acostumbrado a mandar, piensa Heda. Mira a los ojos con arrogancia, como lo haría un oficial del ejército. Los desprecia. Y ella lo desprecia a él. Le gustaría escupirle su trabajo a la cara.

—Estoy bien como estoy —contesta Heda.

—No lo está, no mienta. No tiene por qué ser tan altanera conmigo. Recuerdo que a los pocos días de su llegada aquí me desafió.

—Estaba obrando mal. Pegar a otro hombre sólo porque es más débil que usted es una iniquidad.

—¿Qué sabe usted de mí? Yo me crié sólo con lo básico —dice Schultz—. Mi padre murió cuando yo era un niño. Se suicidó. Mi madre tuvo que sacarnos adelante ella sola a mi hermana y a mí. Tuve trabajos mucho peores que el suyo. No tuve tiempo de estudiar.

—Bueno, eso no es nada malo —interviene papá. Está nervioso. No le gusta incomodar al señor Schultz.

—Por supuesto que no —replica Schultz—. Hoy estoy orgulloso de poder ofrecer a mi madre la seguridad y el desahogo que nunca tuvo. Lo mismo que a mi hermana. Ellas dos son todo lo que tengo.

Heda permanece callada. No lo mira. No sabe qué decir.

Es Schultz quien dice:

—Es usted demasiado orgullosa para ser tan…

—Tan qué… —lo interrumpe Heda.

Papá le ofrece un cigarrillo al señor Schultz.

—Joven, iba a decir.

Lo dice sin ningún matiz. Como si dictase una carta.

Heda se arma de valor y se atreve a preguntar:

—¿Piensa impedir la huelga?

Su padre intenta decir algo, pero Schultz lo ignora.

—¿Cómo dice?

Está confuso. No se esperaba una pregunta así. Directa. No sabe qué decir. Heda saborea el instante.

Schultz contesta:

—Eso no es de su incumbencia.

—Sí lo es —replica Heda—. ¿Por qué trata tan mal a sus empleados? ¿No sabe que una huelga es lo último a lo que se ha de llegar?

Schultz se pone de pie.

—Desde mañana no trabajará para Rachel sino para mí —dice con indiferencia—. Será mi secretaria y no su ayudante.

—No me importa seguir trabajando para Rachel —replica Heda.

Papá interviene:

—Hija, el señor Schultz te está ofreciendo un puesto mejor.

La madre llega con el café. Pero el señor Schultz se marcha. Tiene cosas importantes que hacer, dice. Ni siquiera ha tocado el café, que queda en la bandeja junto al plato lleno de galletas. Se despide con un apretón de manos de papá e inclina la cabeza en dirección a la madre. Heda vuelve a sentarse en el sofá.

Cuando el señor Schultz se marcha, papá le dice:

—No has debido hablarle así. Lo has ofendido.

La tele sigue mostrando borrosas imágenes de su país. Una playa. Una muralla. El campus de una universidad. Heda las contempla. Su mandíbula se contrae. Le gustaría decirle a papá lo que piensa del señor Schultz. Le gustaría decírselo al señor Schultz. Pero se limita a recordar los apartados prados que rodeaban el campus de la universidad. Hace mucho que no ha pensado en ellos. En el muchacho risueño que la perseguía, manejando horriblemente los pedales de la bicicleta del preboste. En la felicidad clandestina que hacía latir el corazón.

—Es un buen hombre —dice papá mientras se pone las zapatillas que le ha traído la madre—. Quiere que también le dé clases de latín.

—¿Va a pagarte? —pregunta la madre.

—Sí —dice él.

Pamuk sale del cuarto de baño.

—¿Dónde estabas? —le pregunta—. El señor Schultz se ha ido ya.

Pamuk hace un gesto de desprecio y se cuadra delante de papá.

—¿Cómo esperas que esté bajo el mismo techo que ese hombre, papá?

—Vamos a cenar —dice papá.

Ir a la siguiente página

Report Page