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Primera Parte: Edad de Formación » 3. El cristianismo

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El cristianismo

Que en tan corto plazo el cristianismo pasara de sufrir ensañadas persecuciones de un poder absolutista al triunfo total, convirtiendo a su causa a ese poder, revela por un lado la descomposición intelectual y moral del politeísmo imperial, y por otro la fuerza de convicción o sugestión del propio cristianismo. Como en las demás civilizaciones, en la romana la religión y el poder político estaban estrechamente ligados. El Estado admitía cualquier religión, siempre que tributase culto al emperador como garante práctico de la paz y el orden, pero el cristianismo entrañaba una amenaza por su incompatibilidad con las demás religiones y con la divinización del poder político. La nueva doctrina había llegado pronto a Roma, organizada en la Iglesia (

Asamblea) y solo tres décadas después de la muerte de su fundador sufría la primera persecución, a manos de Nerón.

Algo semejante ocurría con el judaísmo, origen del cristianismo y cuya rebeldía había terminado con la destrucción de su ciudad sagrada, Jerusalén, y la expulsión de los hebreos de Judea. Pero la nueva doctrina mostraba grandes diferencias con su raíz judía, empezando porque proclamaba un ideal universalista (católico), alejándose de la idea judaica de constituir un pueblo especial, elegido por Dios. El judaísmo, como el politeísmo latino, era una religión política, que esperaba un mesías o redentor también político, mientras que el cristianismo proclamaba un reino que «no es de este mundo», y la separación entre «lo que es de Dios y lo que es del césar». Eso lo hacía mucho más peligroso como factor de disgregación, por lo que sufrió periódicos intentos de erradicarlo, partiendo de los propios judíos las primeras persecuciones.

Aun así, los intelectuales veían en el cristianismo un pésimo relevo al politeísmo, una religión «de esclavos, niños, mujeres y mendigos holgazanes» (el tema lo recogería siglos después Nietzsche). Ya en el siglo II uno de sus detractores, Celso, tachaba a Jesús de impostor que utilizaba trucos de magia para deslumbrar a los crédulos e ignorantes, demostrando no tener nada de divino al no haber podido evitar un tormento y muerte humillantes, reservados a gente vil. Y su resurrección, «¿quién la vio? Una mujer histérica y algún otro de la misma cofradía de hechiceros, o bien la soñó o la imaginó con mente extraviada; cosa, por cierto que ha sucedido infinitas veces». Otro más tardío, Porfirio de Tiro, desechaba las prédicas de Jesús por «llenas de estupideces», y afirmaba que su misma persona había sido inventada por falsarios, como probarían las discrepancias entre los Evangelios. Muchos de esos ataques, a los que replicaban apologetas cristianos como Orígenes o Eusebio de Cesarea, serían retomados en Europa a partir del siglo XVIII. Aun después de legalizado el cristianismo, otro emperador, Juliano, que se proclamaba hijo del dios Sol y reencarnación de Alejandro Magno, trató de frenar el ascenso de los cristianos promoviendo apostasías y prohibiéndoles el acceso a la cultura grecolatina: «Si quieren aprender literatura, tienen a Lucas y a Marcos; que vuelvan a sus iglesias y los expliquen».

La aceptación estatal de la nueva doctrina y luego su elevación a religión oficial, con Teodosio, selló una revolución profunda. La concepción cristiana igualaba a los hombres en un sentido espiritual, fácil de extrapolar al terreno social e interpretable en términos políticamente subversivos, fuente de variados movimientos posteriores. Como el estoicismo, del que recibía influencias, implicaba un rechazo a la esclavitud, admitida no obstante en la práctica como efecto maligno del pecado original. Proponía igualdad esencial entre hombre y mujer —«compañera y no sierva»— que, unidos, forman «un solo ser» o «una sola carne», aun si con autoridad prevalente del varón; y matrimonio estrictamente monógamo y de fidelidad hasta la muerte, con evidentes repercusiones en cuanto a la estabilidad familiar, la educación de la prole y la transmisión cultural; condena de la homosexualidad, siguiendo la tradición judaica (en el imperio también había leyes, poco cumplidas, contra esas práctica). Todo ello chocaba con costumbres e ideas muy extendidas en la Antigüedad. En la práctica, el cristianismo suavizó las costumbres: abolió la crucifixión y otros tormentos, así como los bárbaros combates de gladiadores y de fieras —también los más civilizados Juegos Olímpicos—, dio mayor protección legal a la mujer, impuso el descanso semanal, dedicándole el domingo, mejoró la suerte de los presos y de los esclavos, favoreciendo su manumisión, etc.

El cambio se interpretó como una aceleración milagrosa del designio universalista de la Iglesia: el cristianismo había crecido con lentitud a lo largo de cuatro siglos hasta convertir quizá a un diez por ciento de la población del imperio, pero desde entonces su velocidad de expansión se multiplicó, aun si hasta el final del imperio los cristianos no llegaban probablemente a mayoría. El poder dejaba de ser objeto de culto, y a su vez la Iglesia, hasta entonces alejada de un Estado hostil, se involucraba inevitablemente en la política, mientras el paganismo pasaba a ser perseguido como enemigo del nuevo Estado. Antes, la Iglesia predicaba un pacifismo esencial y ahora debía respaldar a los líderes favorables a su causa en las guerras civiles y agresiones externas.

Y a la inversa, el poder tendía a inmiscuirse en la vida de la Iglesia. Desde entonces la cultura europea se vería marcada profundamente por la tensión entre la Iglesia y el Estado, llamados poder espiritual y temporal. Tensión que daría lugar a mil conflictos incluso bélicos, y que estaría en la base de una inquietud espiritual y política constante y en conjunto fructífera a lo largo de la civilización europea.

* * *

El cristianismo nació en tiempos de Tiberio, en una Judea muy inquieta y dividida bajo el yugo romano. Las sectas y predicadores corrientes en el imperio alcanzaban en Judea especial intensidad, con los fariseos y los saduceos como grupos más potentes. Desde la predicación de Jesús, «fariseo» equivale a hipócrita, pero significaba algo así como «autosegregado», el que rehuía el contacto con los infieles para mantener la pureza religiosa. Los fariseos trataban de seguir estrictamente los ritos y normas bíblicos y creían en la inmortalidad del alma, el castigo eterno a los malvados y la resurrección de los muertos; ideas no compartidas por los saduceos, más contagiados del racionalismo helenista y mucho más dúctiles a la dominación extranjera, primero griega y después romana, con la que colaboraban y de la que obtenían ganancias económicas y políticas. Las luchas entre fariseos y saduceos habían dado lugar en el pasado a persecuciones, asesinatos y crucifixiones, pero bajo el poder romano convivían odiándose. Otra secta, muy violenta, era la de los zelotes, y una pacifista y de comunidad de bienes, la de los esenios, los más afines a las prédicas de Jesús.

La agitación política se acentuaba por la esperanza de un próximo Mesías o

ungido, un enviado de Dios para liberar a Israel de opresores internos y externos. Jesús se presentó como ese Mesías, o Cristo en traducción griega, pero no como el liberador político ansiado por la mayoría, sino en un sentido más espiritual y universal. Más aún, se atribuyó carácter directamente divino y poder para perdonar los pecados, irritando a los fariseos, a quienes Jesús denostaba acusándoles de practicar una religiosidad formalista y hueca.

Jesús despertó así tal aversión, que fariseos y saduceos se unieron para perderle. El relato de lo ocurrido, profundamente emotivo y cargado de implicaciones filosóficas y legales, es bien conocido. Valiéndose de la traición de Judas, prendieron a Jesús en Jerusalén y lo acusaron de blasfemia para ejecutarlo. Pero solo el poder romano podía condenar a muerte, y la acusación no bastaba para ello, por lo que usaron el subterfugio de presentarlo al gobernador romano, Pilato, como un rebelde que trataba de hacerse rey de los judíos, interpretando así su afirmación de ser el mesías. Pilato no lo vio culpable, pero impresionado por la cólera de los sacerdotes y del gentío agitado por ellos, les dio a elegir entre liberar a Jesús o a un bandido o rebelde llamado Barrabás. La turba pidió la libertad de Barrabás, gritando que cayera la sangre de Jesús sobre ella y sus hijos. Pilato aceptó, lavándose las manos en señal de inocencia por su muerte.

Jesús fue condenado a crucifixión, una ejecución cruel, lenta y afrentosa, al parecer de origen persa y adoptada por los latinos de los cartagineses. Soldados romanos lo azotaron y, entre burlas, lo cubrieron con un manto rojo, lo coronaron de espinas y le pusieron en la mano una caña a modo de cetro. Después debió llevar la cruz a cuestas, pese a su debilidad y pérdida de sangre, hasta un montículo llamado Gólgota (de la Calavera, por su forma). Allí fue crucificado entre dos ladrones y bajo un cartel que lo proclamaba «Rey de los judíos» (

INRI), fuera por mofa o por exponer la causa legal de la ejecución. Según la tradición, Jesús tenía entonces treinta y tres años.

El conocimiento de la vida de Jesús procede de cuatro relatos (Evangelios, «buena nueva») admitidos por la Iglesia. En pro de su posible falsedad se han argüido discrepancias entre ellos y su tardía composición (no muy tardía: entre treinta y cinco y sesenta años después de la crucifixión, quizá menos), y la casi inexistente referencia a Jesús en testimonios no cristianos. Sin embargo las discrepancias tienen relevancia menor y cabe achacarlas al previo carácter oral de la tradición; la considerable distancia entre el Evangelio de Juan y los demás no implica discrepancias de fondo. La escasez de otras referencias contemporáneas es normal: dentro del imperio se trataba de sucesos menores y periféricos, sin contar la pérdida de documentación de aquellos siglos: las referencias a hechos y personajes latinos, de los que tenemos pocas dudas, provienen en su mayoría de documentos transcritos en el llamado Medievo. Los Evangelios ofrecen —exceptuando actos sobrenaturales— una descripción vívida de la época y el país, muy reconocible por cuanto sabemos de ellos, lo que aboga en pro de su historicidad. Suena improbable que una asociación de estafadores se confabulase para inventar una leyenda así, de la que no iban a sacar ningún provecho material, más bien al contrario.

La predicación de Jesús terminó en fiasco degradante, sus pocos discípulos, asustados y desconcertados, empezaron a dispersarse y allí pudo haber concluido todo. Pero, dice el relato evangélico, Jesús habría resucitado al tercer día, presentándose a algunas seguidoras suyas, y luego a los discípulos. Entonces comenzó la expansión de la doctrina, sistematizada por un apóstol algo posterior, San Pablo, antes un fariseo perseguidor de los cristianos, que no había conocido a Jesús. Tras su célebre revelación camino de Damasco, trató a los apóstoles originarios e impulsó el cristianismo más allá del pueblo judío. Él reafirmó la doctrina de la divinidad de Cristo: al hombre le salva la fe, no el cumplimiento de la ley, idea ya expuesta en la predicación de Jesús. Pablo, aunque judío, era ciudadano romano por haber nacido en Tarso, ciudad que gozaba de ese privilegio; y tenía buen conocimiento de la cultura helenística y latina.

El nuevo apóstol predicó resueltamente a los

gentiles, los no judíos, abandonando el concepto de «pueblo elegido». Asunto espinoso al principio, el Concilio de Jerusalén, hacia el año 50, lo resolvió al acordar que los adherentes

gentiles no tenían por qué circuncidarse ni practicar la ley mosaica, bastándoles con creer en Jesús y bautizarse. El Evangelio abarcaría así a toda la humanidad, en principio. No obstante, la predicación siguió siendo arriesgada y varios apóstoles terminaron ejecutados, entre ellos Pedro, a quien Jesús había nombrado cabeza de su Iglesia y crucificado cabeza abajo en Roma; o Pablo, que como ciudadano romano fue decapitado en lugar de crucificado.

Los relatos evangélicos, cargados de dramatismo (la inocencia aplastada por la iniquidad del mundo), de contenido moral y simbólico, se convertirían en un eje de la cultura occidental. Muchos de sus elementos, reales o no, pasarían al imaginario colectivo con fuerza inspiradora, así el nacimiento en el pesebre, la matanza de los inocentes, milagros como el de los panes y los peces o la resurrección de Lázaro, bienaventuranzas, parábolas como la del hijo pródigo, a veces duras de interpretar, episodios como el de Marta y María, frases como «no solo de pan vive el hombre» o «quien esté libre de culpa tire la primera piedra»; y especialmente el final: la entrada triunfal en Jerusalén, la última cena, el Huerto de los Olivos, el beso de Judas, el lavado de manos de Pilato, la pasión, la resurrección, etc.; o la cruz, transformada de útil de suplicio infamante en símbolo del triunfo sobre el mal y la muerte. Los ritos y las frases del Evangelio serán predicados de modo permanente para ilustrar a los fieles; el año será regulado por la Navidad y la Pasión. Los poderes políticos surgidos en Europa y más tarde en América, fundarán su legitimidad en las creencias cristianas, mientras que la Iglesia, aunque en parte vinculada a ellos, guardará mejor o peor su independencia, de modo que aún hoy el Vaticano constituye un poder espiritual y en buena medida material, a pesar de carecer de divisiones militares, industrias y casi de territorio propio.

Jesús no elaboró una doctrina algo sistemática. Su moral no era nueva y se basaba en la Biblia, o más propiamente en pasajes de ella, pues el libro contiene las más delicadas consideraciones éticas junto a justificaciones hasta para el genocidio. El enfoque de Jesús rechazaba los formalismos de la tradición: «El sábado está hecho para el hombre, no el hombre para el sábado». «Lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe». «Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo: en estos dos mandamientos se fundan toda la Ley y los Profetas». «Si quieres entrar en la vida eterna, cumple los mandamientos: no matar, no cometer adulterio, no hurtar, no levantar falso testimonio, honrar padre y madre y amar al prójimo como a uno mismo». Exigía devoción a estas obligaciones «con todo el corazón, toda el alma y toda la mente». Respondió a un joven rico sobre si era posible un compromiso aún mayor: «Si quieres ser perfecto, vende tus bienes y da el producto a los pobres, así tendrás riqueza en el cielo; luego vuelve y sígueme». Ese amor-fe sin formalismos o hipocresías debía dar al individuo una inmensa fuerza moral frente al mundo. En el Sermón de la Montaña prometió el reino de los cielos a los pobres de espíritu, los mansos, los ansiosos de justicia y perseguidos por su causa, los misericordiosos, los pacíficos, los perseguidos por seguirle. La falta de una doctrina articulada topó con las exigencias de la razón griega y obligó a los dirigentes cristianos, a partir de San Pablo, a elaborar una teorización de creciente complejidad.

Gran parte de sus prédicas morales podían ser asumidas por otras religiones o filosofías, también su predilección por los desdichados. En la griega, los vagabundos «son de Zeus», que puede transfigurarse en mendigo para comprobar la bondad de unos o castigar a los insolentes; concepto claro, por ejemplo, en las escenas entre Odiseo mendigo y los pretendientes de Penélope; y una diosa, Aidos, simbolizaba la vergüenza del afortunado ante el desgraciado, por saber que fortuna y desdicha nunca son del todo merecidas. El taoísmo recalcaba las «tres joyas» de la buena conducta: compasión, moderación y humildad, y la relación entre el hombre y la naturaleza por encima de las normas y leyes políticas. El confucismo, más político, viene a ser un conjunto de normas éticas acordes con los Mandatos del Cielo y concebidas para superar los desórdenes recurrentes en la sociedad china: la paz y la justicia procederían de la bondad, el amor al prójimo, la lealtad y el respeto a las jerarquías y los antepasados, resumidos en un principio básico: «No impongas a los demás lo que no quieras para ti». El estoicismo proponía algo semejante, e influiría considerablemente en la moral cristiana. El budismo iba más allá: buscaba la iluminación en la renuncia a los deseos, causa de todos los males, y el propio Buda, un príncipe, pasó a vivir como un mendigo.

En la práctica las reflexiones y consejos morales se parecen, también en su referencia a una fuerza superior, divina, como fuente de la conducta buena del hombre, ya que ese referente no podría consistir en convenciones o acuerdos entre más o menos personas: de otro modo, la bondad no se asentaría en una verdad por encima de los hombres, sino en conveniencias entre ellos, por naturaleza variables y discordantes, que arruinarían cualquier estabilidad o certeza. Pero la noción de la divinidad es mucho más precisa y fuerte en el cristianismo, y más difusa en el budismo o el confucismo o en éticas racionalistas como la estoica. Y resalta en Jesús una mayor afección por los desdichados y desdén por las riquezas, lo que causaría en la cristiandad dilemas morales y políticos.

También en la personalidad y biografía de Jesús, tan dramáticas y provocadoras de reacciones extremas que le llevaron a la muerte, hallamos diferencias significativas con los fundadores de otras religiones. Sidarta o Sidharta, anterior a Jesús en más de cinco siglos y también con una historia pródiga en milagros, se declaró o fue declarado solamente Buda, es decir «Despierto» o «Sabio». Dejó sus riquezas, esposa e hijo, para alcanzar la iluminación viviendo ascéticamente, predicó con relativo éxito y sin mayores problemas, murió a los ochenta años, de alguna indigestión o intoxicación, y su doctrina cobraría su mayor impulso desde que Asoka la convirtió en religión prácticamente oficial. Confucio, contemporáneo de Buda en China, fue un funcionario sin pretensión de otra cosa y tuvo altibajos en sus tentativas de que algún príncipe adoptara sus enseñanzas; pero gozó siempre de respeto como hombre sabio y justo, y falleció apaciblemente a los setenta y dos años. Le decepcionaron sus contemporáneos, pero sus prédicas gozarían de amplia aceptación una vez las autoridades las entendieron como un instrumento excelente de orden y buen gobierno. La historia de Lao Tse, «Viejo Maestro», entra en la leyenda y tampoco tiene paralelismo con la de Jesús: algo amargado por el débil eco de sus prédicas, saldría de China internándose en algún país bárbaro. Solo tras su desaparición arraigarían sus doctrinas. La vida de Mahoma tampoco ofrece la menor relación con la de Jesús, empezando por su carácter abiertamente belicoso y sensual.

Ningún otro fundador religioso parece haberse declarado de naturaleza directamente divina. En la mitología griega, algunos héroes tienen un padre o madre mítico-divino, como señal de alguna cualidad destacada en ellos, un «don de los dioses»; algunos emperadores romanos se declararon dioses en vida y otros fueron divinizados tras su muerte. Pero ello tiene poco que ver con Jesús, un dios encarnado que ofrece su persona para redimir a una humanidad caída. En la religión judía, también en la grecolatina, la maldad humana es castigada con un diluvio purificador del que se salva solo una familia o una pareja. En el cristianismo, Dios mismo se hace hombre. La crucifixión de Jesús sería tan solo uno de las miles de ejecuciones o asesinatos realizados oscuramente por todo el mundo, si no fuera por el carácter divino de la víctima. Por la misma razón debía triunfar sobre el mal y la muerte mediante la resurrección. Por eso dice San Pablo que sin la resurrección «es vacía nuestra predicación y es vana nuestra fe».

Aunque predicaba la humildad, la compasión y el amor al prójimo, la de Jesús no era una ética sentimental, pues admitía que sus palabras desatarían la violencia, en aparente paradoja: «No he venido a traer la paz, sino la espada, porque yo he venido a separar al hombre de su padre, y a la hija de su madre, y la nuera de su suegra…». Por la espada cabría entender su doctrina, difícil de aceptar y a menudo violentamente repelida; sin la menor relación, por lo demás, con la

yijad islámica. La parte más misteriosa consiste en la redención, como si el pecado de Adán y Eva, constitutivo de la condición humana, quedase borrado por la sangre de Jesucristo. Pero los efectos del pecado original persisten evidentemente, pues los humanos han seguido comportándose de forma parecida, con su carga de maldad y pecado. Quizá Jesús mostraba solo un camino para eludirlos. Estas creencias entran en el campo de la fe, desde luego, pero las consecuencias sociales y culturales de todo orden pertenecen a la historia investigable.

* * *

Enseguida surgieron interpretaciones discrepantes y hostiles entre sí. La vida monacal de renuncia ascética a los bienes materiales cundía por Siria y Egipto, degenerando a veces en persecuciones fanáticas contra paganos o cristianos tenidos por desviados. Una de las versiones, el arrianismo, ocasionó una crisis grave en la Iglesia. El debate versaba sobre la naturaleza del Hijo en el esquema trinitario de la divinidad. Para muchos, entre ellos Arrio, un sacerdote destacado, el Hijo, es decir, el Logos o Verbo, es decir, Jesús, había sido engendrado por el Padre, y por lo tanto no era eterno y le estaba subordinado. La idea escandalizaba, por suponer una especie de politeísmo o de negación implícita de la divinidad de Jesús. Según el Evangelio de Juan, el Logos, la Palabra que daba sentido al mundo, era Dios mismo y estaba en el principio de todo.

El obispo de Alejandría, Atanasio, se oponía radicalmente a Arrio, pese a lo cual el arrianismo cundía en la parte oriental del imperio, no así en la occidental o latina. El emperador Constantino, preocupado, ordenó solventar el problema en un concilio, en Nicea, en 325. Asistieron a él trescientos obispos, prueba de la pujanza eclesial. Lo presidió Osio, obispo cordobés y consejero del emperador. Osio ya había destacado en el concilio hispano de Elvira, primero, al parecer, que estableció el celibato clerical, medida de gran transcendencia, pues debía permitir a los religiosos dedicarse por entero a su labor y obligaría al clero a nutrirse de todas las capas sociales, evitando dinastías internas y fortunas particulares. El arrianismo fue condenado por aplastante mayoría, gracias en mucho al prestigio de Osio, que también compuso el Credo de Nicea, resumen de los dogmas cristianos y, por ello, uno de los documentos más relevantes de la historia.

Nicea no acabó con el arrianismo, el cual dio lugar todavía a algunos cruentos choques y se difundió por los pueblos germánicos gracias al obispo Ulfilas, que contribuyó a cristianizarlos en esa doctrina, y hubo nuevos concilios contra ella. Otro emperador, Constancio, la adoptó, atacando a niceanos, paganos y hebreos.

Otras herejías tomaron forma, a menudo con un fondo gnóstico, basado en las sectas mistéricas paganas y en algunos rasgos de la predicación de Jesús por medio de parábolas, a veces difíciles de desentrañar. Gnosis significa conocimiento, el saber que permitía la salvación, accesible solo a una minoría de elegidos, previa iniciación. Los gnósticos solían identificar el mal con la materia y el bien con el espíritu, por lo que la persona física, material, de Jesús solo podía haber sido una apariencia. La iniciación, con una jerarquía de grados, buscaba liberar el lado espiritual o divino del individuo, de modo que llegara a convertirse cada uno en una especie de mesías.

El gnosticismo fue pronto condenado por la Iglesia, pues las enseñanzas de Jesucristo no serían mistéricas ni la salvación requeriría iniciaciones ni secretos específicos, sino que alcanzaría a cuantos aceptasen el Evangelio y tratasen de vivir conforme a él. Pero ni el ser humano puede divinizarse ni adquirir plenitud espiritual en este mundo, pues siempre será pecador en mayor o menor grado; puede reformarse y atenuar sus males, pero no romper con su condición, sometida al bien y al mal desde el pecado de Adán y Eva: nunca alcanzará una vida sin mal, un paraíso en la tierra. Pese a su rechazo oficial, las corrientes gnósticas permanecerían tomando formas muy diversas, y según indicó el reciente papa Juan Pablo II en

Cruzando el umbral de la esperanza, la gnosis «nunca se ha retirado del terreno del cristianismo (…) en oposición decidida, aunque no declarada, a lo que es esencialmente cristiano». Una gnosis transformada en materialismo podría percibirse también hoy en movimientos modernos como la masonería o utopismos aspirantes a un mundo sin mal, similar a las sociedades regidas por el instinto.

Desde otro punto de vista, cabría interpretar el mito del pecado original como el paso de la inocencia animal, guiada por el instinto, al estado propiamente humano de la moral, tan penosa en muchos aspectos y nunca del todo accesible a la razón. Una concepción semejante encontramos en el mito del descenso humano desde la Edad de Oro a la dura Edad de Hierro, tan plagada de vicios y maldades.

La elaboración y sutilidad del pensamiento y, en general, la cultura griega, atraía a los cristianos, como testimonia el intento del emperador Juliano de vedarles su acceso, aunque en otros aspectos los repelía por su racionalismo. El intento de armonizar la fe cristiana con la razón iba a ser una constante en el pensamiento cristiano a lo largo de los siglos, causa de una permanente inquietud intelectual.

En Plotino, filósofo neoplatónico, se apoyaban pensadores anticristianos como Porfirio o Jámblico, pero también San Agustín. Abordaban el viejo problema de si el mundo, con su inmensa variedad de formas, movimientos, generación y destrucción, tiene o no un fundamento externo a él. La segunda opción conduce al ateísmo o al panteísmo, la primera a la noción de un Dios creador, transcendente a su creación. Plotino va más bien en la primera dirección: por encima de la existencia y del ser, del mundo, del espíritu (

nous) y del alma, está necesariamente el

Uno, del cual derivaría el mundo, no por creación, sino por emanación, como del sol emana la luz. Un mundo no ilusorio, pero con grados menores de verdad y belleza según su lejanía del

Uno. Las facultades humanas superiores no logran aprehender ese

Uno, accesible solo por un esfuerzo místico, hasta la identificación con él, estadio máximo de la felicidad.

San Agustín, que rechazaba el gnosticismo, como Plotino, supuso a este asimilable al cristianismo. Cabría identificar al

Uno, en cierto modo, con Dios, o al

nous con el Cristo mortal. Pero no se limitó a trasplantar el plotinismo. Agustín encontraba la fe y la razón complementarias, rasgo típico en el catolicismo. El mundo, considerado racionalmente, no se sostiene en sí mismo, tiene que haber sido creado. La propia razón se autorreconoce como parte de la creación, a la cual no puede entender por completo; pero incita al hombre a unirse a Dios por las vías del ser, el amor y la verdad.

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