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Tercera parte: Edad de Estabilización » 9. La época del románico. «Revolución papal», Gregorio VII, catedrales y universidades

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La época del románico. «Revolución papal»,

Gregorio VII, catedrales y universidades

Desde principios del siglo XI, un nuevo y vigoroso arte en arquitectura, pintura y escultura, bautizado muy posteriormente como «románico», sustituyó pronto a estilos anteriores como el asturiano o el carolingio. Nacido en el norte de Italia, el románico se expandió casi simultáneamente por Francia, noreste de España y Alemania, marcando una nueva época, pues va ligado a un movimiento que abarcaba la liturgia, la teología, la moral y el pensamiento. Superaba en mucho al movimiento carolingio, este más limitado y lógicamente de menor impulso cultural, dada la estrechez de los tiempos en que surgió.

A esta época, sobre todo en el siglo XII, se le ha aplicado el título de «renacimiento», como se ha hecho con los tiempos carolingios y se haría con otros. La costumbre de calificar así, o de «revolución» ciertos movimientos de cambio en la historia europea parece algo excesiva, pues se trata más bien de evoluciones con cierto grado de ruptura pero muy apoyadas en logros anteriores. Propiamente la palabra revolución solo debería aplicarse a la francesa a partir de 1789, a la industrial, o si acaso a la

reforma protestante. Por lo que respecta al siglo XII, culminación del románico, experimentó grandes cambios, pero sobre la herencia anterior. La tensión entre poder feudal y monárquico se inclinó algo a favor del segundo, disminuyendo la anarquía nobiliaria; crecieron las ciudades, la economía dineraria y el trabajo asalariado, nacieron formas comerciales y bancarias más refinadas, y nuevos inventos mejoraron la navegación y la agricultura (como el molino de viento). Desde finales del XI, las Cruzadas invirtieron en alguna medida la dinámica de la época, cuando Europa sufría continuas invasiones; y abrieron o intensificaron el tráfico mediterráneo. Y surgieron las primeras universidades, un movimiento de transcendentales consecuencias.

La abadía benedictina de Cluny fue el gran centro irradiante del despliegue cultural del románico y de la reforma eclesiástica, que incluía denuncias y condenas enérgicas de las injusticias sociales y de los abusos sufridos por los pobres a manos de «los hombres poderosos», los nobles ladrones y a menudo asesinos. Durante más de dos siglos, Europa, desde Polonia a Irlanda o Galicia, desde Escandinavia a Sicilia, se llenaría de ermitas, monasterios, catedrales y palacios en el nuevo estilo, que rescataba aspectos de la construcción romana. Esa expansión denota unas sociedades no solo devotas, sino también prósperas. Pero quizá sea en las pequeñas ermitas dispersas por el continente donde mejor se aprecie la extraordinaria gracia y armonía del nuevo estilo.

Antes, los monasterios funcionaban con gran autonomía, pero Cluny los jerarquizó, haciéndolos más efectivos, llegando a depender de su central unos dos mil conventos, entre prioratos y abadías, extendidos por Francia, Alemania, España, Inglaterra e Italia. Gran parte de la riqueza de la casa principal provenía de donaciones de los reyes españoles Fernando I y Alfonso VI, extraídos a su vez de las parias o tributos impuestos a las taifas. Cluny impulsaba una reforma contra la degradación moral del clero y la barbarización feudal, pero su propio éxito la convirtió en un fortísimo poder político y económico. Su prosperidad se tradujo en un lujo y ostentación que provocó en el siglo XII una nueva reforma, llamada cisterciense —por el monasterio de Citeaux, Cistercium, también en Borgoña—, más rigorista, que aspiraba a recuperar el espíritu de pobreza y trabajo manual benedictino.

Tanto Cluny como el Císter funcionaron como brazo del Papado, que por entonces experimentaba a su vez reformas llamadas, quizá algo inadecuadamente, «revolución papal». De modo similar a Gregorio Magno en el siglo VI, otro Gregorio, el VII, de origen modesto, reformaría a la Iglesia en el último tercio del XI. Su punto clave fue la concepción del poder espiritual de Roma por encima de cualquier poder político, y con ello la negativa radical a aceptar que este nombrara (invistiese) los cargos religiosos y al mismo Papa. Ello suponía de paso la preeminencia de la religión como base de una identidad cultural común, sobre la dispersión política europea. No obstante, el cesaropapismo o preeminencia del emperador del Sacro Imperio había tenido más de un efecto beneficioso frente a la degradación papal. Gregorio combinó la oposición a las injerencias políticas con la moralización del clero, insistiendo en el celibato, la condena de la simonía o compraventa de cargos eclesiásticos, y la lucha contra el amancebamiento de clérigos. Volcó su energía en crear una auténtica clerocracia sustentada en la superioridad del Papado sobre el poder político, y trató de imponer la completa autoridad del Papa sobre los obispos, las iglesias nacionales y los concilios.

Los designios de Gregorio VII chocaron con los cesaropapistas de Enrique IV, alemán, oficialmente Rey de los Romanos y en la práctica emperador. De ahí la «Querella de las Investiduras», durante casi medio siglo desde 1075. Gregorio excomulgó a Enrique, y este, con obispos alemanes fieles a él, desposeyó a Gregorio e impuso a otro papa por la fuerza de las armas. Siguieron mutuas desposesiones y saqueo de Roma por parte de musulmanes enviados por los normandos del sur de Italia en apoyo de Gregorio. Finalmente el Concordato de Worms, en 1122, arregló a medias la disputa, con otro papa y otro emperador: la Iglesia retenía la autoridad nombrando los obispos y cargos eclesiásticos, y los emperadores los investían más tarde, debiéndoles los obispos obediencia política. La querella entrañaba asimismo cierta rebeldía de los romanos y otros italianos frente a los alemanes, pero tenía un alcance mayor: se trataba de clarificar jurídicamente las competencias religiosas y las políticas, asunto complejo porque no existían límites precisos entre ellas. De ahí que prosiguieran algo más tarde las luchas, en Italia, entre partidarios del Papa o güelfos, y partidarios del emperador o gibelinos, un conflicto que con alternativas y treguas, duraría tres siglos.

Un efecto de la querella fue el brillante despliegue del derecho canónico y del derecho romano, emparentados pero no iguales. Ligadas al derecho nacieron las universidades (Estudios Generales), bajo patrocinio e impulso eclesiástico, aunque la primera de ellas, la de Bolonia, en 1089, tuvo origen laico y se dedicó precisamente al derecho romano. En ella se apoyaron los emperadores para fundamentar sus prerrogativas sobre el clero. Unos años después, hacia 1096, daba enseñanzas la universidad de Oxford, aunque solo tomaría impulso decenios más tarde, cuando el rey inglés prohibió a sus súbditos ir a estudiar a París —cuya universidad data de 1150 y se convertiría en sede de la actividad intelectual más intensa de Europa—. Siguió otra italiana en Módena, y a comienzos del siglo XIII las de Cambridge, Palencia, Salamanca, Padua, Nápoles, etc.

Las universidades constituyen una fase superior y más amplia del esfuerzo enseñante de los siglos anteriores en las escuelas conventuales y catedralicias, pero sobre todo fueron el medio principal por el que el oeste europeo cobrará un dinamismo intelectual y cultural sin precedentes históricos, salvo el de la Grecia clásica. Otras civilizaciones tuvieron instituciones similares a las universidades, con estudios reglados y títulos, pero ninguna un movimiento tan amplio y sostenido. Con altibajos y épocas de cierto oscurecimiento por otras formas de enseñanza, como las academias, las universidades se convertirían en la columna vertebral de la cultura europea.

Aunque aquellos siglos se nos presentan superficialmente como devotos sin fisuras, en ellos menudearon herejías y actitudes escépticas. Una de sus manifestaciones más pintorescas fue la de los goliardos, clérigos vagabundos, bebedores y lujuriosos, algunos de los cuales componían poemas y canciones satíricas contra la autoridad eclesiástica o elogiando la bebida, el amor carnal, etc. Un fenómeno que se extendió entre estudiantes de las universidades, sobre todo en Francia, con cierta repercusión literaria, y posible origen de las tunas en las universidades españolas.

Más impacto tuvieron movimientos como el valdense y el cátaro del sur de Francia y norte de Italia. Los valdenses exigían la pobreza y desprendimiento evangélicos frente a la avidez de riquezas nacida del comercio. La Iglesia, con su alto clero dado a la pompa y el lujo, los admitía, pero no su pretensión de que cualquier lector de las Escrituras se sintiera capacitado para ejercer de sacerdote al margen del aparato eclesiástico y la orientación papal, viendo en ello un riesgo de disgregación de la cristiandad. Los cátaros o albigenses predicaban una religión gnóstica aún más incompatible con la Iglesia, emparentada con la de los bogumiles o bogomilos, originada en Bulgaria siglos antes; y daría lugar a principios del siglo XIII a una cruzada célebre.

Pero la cuestión central e intelectualmente más fructífera era, como siempre, la tensión entre la razón y la fe. El empleo de la razón corría el peligro de socavar la fe, y con ella la estabilidad social; y armonizar ambas constituía un problema sin solución definida. De ahí surgió la filosofía característica de la época, la escolástica, opacada luego por otras pero permanente hasta hoy.

La preocupación filosófica recibió impulso con la traducción, a partir del árabe, de nuevos textos griegos, en especial de Aristóteles, así como de obras científicas y técnicas griegas y musulmanas. La reconquistada Toledo se convirtió en centro fundamental de las traducciones (la llamada «Escuela de Traductores»), gracias a la abundancia de libros procedentes de la biblioteca cordobesa de Alhaken, desmantelada por Almanzor. Otros centros importantes de traducciones eran Sicilia y el monasterio de Ripoll; y también de Bizancio se importaban libros griegos. Las traducciones solían ser flojas, pero ello no impidió que suscitaran enorme interés y controversia.

Hasta entonces dominaba la orientación de San Agustín, inspirada en Platón y Plotino, que entendía el mundo sensible como emanación degradada de la perfección divina. Aristóteles, en cambio, lo entendía como increado, valioso por sí y fundado en sí mismo; una concepción que, llevada al extremo, invalidaba la noción de un Dios creador. El italiano Anselmo de Canterbury (finales del siglo XI, principios del XII) trató de explicar a Dios por la razón, mediante el argumento ontológico: concebido Dios como «lo más grande», ha de existir no solo en el pensamiento, sino en la realidad, pues la realidad supera a nuestro pensamiento y, de no ser Dios real, podríamos imaginar el absurdo de algo mayor que lo más grande. Dios es la verdad y el bien absolutos, principio necesario de los bienes y verdades parciales, cuya plena comprensión exige la fe: desde la fe puede entenderse el mundo, y sin ella el mundo carece de sentido.

Estas cuestiones derivaron a la disputa, aún actual, de los universales: si las cualidades generales («universales») como el color, la dureza, la humanidad… de que participan las cosas e individuos, tienen existencia real (realismo) o son meros nombres con realidad solo mental (nominalismo). Este y otros temas sustanciaron acres disputas, como la célebre entre Bernardo de Claraval y Pedro Abelardo. El primero, el más descollante líder religioso de la primera mitad del siglo XII, impulsor de la orden cisterciense, de la II Cruzada y de las órdenes militares, defendía la doctrina agustiniana y realista, de raíz platónica. El segundo, teólogo famoso por sus irreverentes polémicas con los maestros de la época y por sus amores con Eloísa, que le costaron ser castrado por familiares de ella, seguía a Aristóteles: la fe debía justificarse con razones, y planteaba, antes de Descartes, la duda sistemática como vía hacia la verdad. Según Bernardo, la razón no podía explicar todo, y es irrazonable llevarla más allá de su alcance, como va contra la fe dudar de verdades superiores a la razón. La verdad en su grado más alto no depende del razonamiento ni de pruebas, solo es accesible por la caridad y la santidad.

Tales problemas transcendían de la religión a la ideología, la política y la actitud social. Suele decirse —con fundamento discutible— que el nominalismo abrió paso al pensamiento científico. Las polémicas y elaboraciones alcanzarían su culminación en el siglo siguiente, el XIII, con Tomás de Aquino y otros, ya en la época del gótico.

* * *

Paradójicamente la labor de la llamada Escuela de Traductores de Toledo y su invalorable efecto en la Europa transpirenaica contrastan con su escaso eco en la propia España. Ello indica el abismo ideológico entre españoles y andalusíes y el mínimo aprecio e interés mutuos: los influjos recíprocos, lógicos tras un contacto tan prolongado, no impedían que ante todo se mirasen como enemigos. Los asuntos teológico-filosóficos abordados en unos pocos lugares de Europa llegaban apagados a España, donde la lucha contra el Islam, muy violenta hasta mediados del siglo XIII, imponía otras preocupaciones y una fe compacta, al menos exteriormente, dejando poco espacio a la especulación.

Y si en España era parca la afición teológico-filosófica —no así la artística y literaria—, Al Ándalus llegaba, pese a su impotencia y dispersión política, a su cúspide intelectual: baste mencionar al musulmán Averroes, al hebreo Maimónides o al poeta desvergonzado Ibn Quzman. Averroes, médico, comentarista de Aristóteles y el mayor filósofo del Islam al lado del persa Avicena, fue tan afín a la escolástica que se integra en ella más que en su propia cultura: orientó en parte el pensamiento europeo, mientras que sus obras fueron condenadas y destruidas en el mundo islámico, pese a profesar él la rigorista doctrina malikí. Solo quedó parte de su obra traducida al latín o al hebreo. Averroes creía compatibles la razón y la fe, y que por ambas vías podía alcanzarse la verdad. No obstante, deja la impresión de que serían dos verdades distintas, aun si no contrarias, dando a la fe el valor instrumental: conveniente para la vida civilizada, pues guía a la gente común, incapaz de regirse por la razón (resuenan ahí interpretaciones como las de Polibio con respecto a la Roma de las guerras púnicas). Postulaba la eternidad del mundo y una concepción de él peculiar y en cierto modo moderna: la astronomía no ofrece la verdad del universo, sino solo concordancia con los cálculos.

Más o menos coetáneo de Averroes fue su discípulo Maimónides. Ante la presión almohade, que daba a elegir entre conversión, muerte o exilio, fingió islamizarse en 1148. Debió marchar a Egipto, donde vivió largo tiempo como médico de Saladino, vencedor de los cruzados, y su hijo. Su desdén por la mística judía de la Cábala, y su inspiración aristotélica (si bien prefería la fe judaica cuando hallaba contradicción entre ambas) le valieron acerbas críticas de muslimes y judíos, y estos últimos se dividieron en pro y contra Maimónides. Los cristianos apreciaron su

Guía para perplejos, donde cree superar la oposición de la razón y las Escrituras mediante la interpretación alegórica de estas. Distinguió entre creencias verdaderas y necesarias: las primeras atañen a Dios, y las segundas convienen al orden social. El conocimiento de Dios procura la más alta felicidad, inmortalidad al alma e inmunidad a los reveses de la fortuna. La libertad impulsa al hombre al bien.

De Persia era también Omar Jayam, que supo sintetizar genialmente en sus

rubayat (cuartetos) una fundamental inquietud humana en el trasfondo de la religión y la filosofía. Como en este:

He sido traído al mundo sin consultarme.

Luego la vida no cesó de aumentar mi asombro.

Me iré sin desearlo; y sin saber el porqué ni el para qué

de mi llegada, mi estancia y mi partida.

La disputa entre la razón y la fe, implícita en la propia concepción religiosa cristiana, también afectó al Islam por influencia de Aristóteles, y a partir de allí intensificó la preocupación cristiana. Pero en el Islam fue más bien un episodio pasajero, mientras que nucleó el pensamiento europeo hasta hoy mismo. Otra probable influencia del Islam, a través de España, fue la poesía trovadoresca del sur de Francia de los siglos XII y XIII, compuesta en lengua occitana y de donde se extendería por Italia y el norte de España hasta Galicia, con formas semejantes en otros países. Un estilo poético musulmán cultivaba temas cargados de un erotismo muy sublimado y algo rebuscado, modelos acaso del «amor cortés» o «amor refinado» de los trovadores. Estos abordaban también relatos caballerescos. Los trovadores, de clase alta, practicaban su arte poético y musical en las cortes feudales; otros artistas, los juglares, lo hacían entre el pueblo, popularizando a los trovadores o con composiciones propias. Probablemente a unos y otros se debe un fenómeno cultural de la época, la difusión y escritura de las canciones de gesta, rescatando sucesos y leyendas del pasado remoto o cercano, como la

Chanson de Roland,

Los nibelungos o el

Mío Cid.

* * *

Si bien España (como casi toda Europa) apenas participó de la inquietud y el debate intelectual de París y otros centros, aportó una novedad política de enjundia: el

Fuero de León, de 1017, código de normas, unas aplicables a Galicia, Castilla o Asturias, y otras a León y su alfoz, para facilitar la repoblación. El fuero incluía la seguridad de las personas, su propiedad privada y bienes particulares, el derecho de heredar, tanto de hombres como de mujeres, la inviolabilidad del hogar, garantías judiciales, etc. El documento es apreciado por diversos tratadistas como primera declaración de derechos ciudadanos en Europa. Posiblemente el Fuero influiría en los

Usatges o Usanzas de Barcelona, algo posteriores, que combinaban leyes visigodas y derecho romano.

Y en el siglo XII, en 1188, también sería León la sede de las Cortes, primer parlamento europeo. Las Cortes incluían al clero, la nobleza y representantes de las ciudades, y tenían por misión controlar el poder monárquico. Los gastos del rey debían ser concedidos por las Cortes, sin consultar con las cuales no debía hacerse la guerra y la paz. La legislación ampliaba los derechos del viejo Fuero leonés, defendiendo a los ciudadanos y sus propiedades contra eventuales abusos de los nobles y de la misma corona, y arbitrando medios para conducir los conflictos por vías judiciales. El

Althing islandés, anterior, tuvo rasgos parlamentarios, aunque reducidos a los potentados y sin trascendencia sobre Europa. En cambio las Cortes leonesas serían más o menos imitadas en Aragón y en otros países, como Inglaterra, probablemente por influencias a través de las peregrinaciones a Santiago, en las que muchos ultrapirenaicos debieron de conocer los modos políticos de Castilla y León. Las

veche o

vieche eslavas, como la de Nóvgorod, también podían considerarse principios de parlamento.

Tradicionalmente la peregrinación a Santiago discurría por la difícil ruta cantábrica, fragosa y expuesta al bandidaje, mientras que más al sur lo hacían peligroso las recurrentes aceifas y correrías de los moros. Cuando en el siglo XI Sancho III de Pamplona, cuyo reino se extendió por Castilla y León, trasladó el camino al sur, ya estos riesgos habían desaparecido o casi, y los peregrinos podían andar por zonas llanas y de control más fácil. Entonces el Camino se convirtió en institución europea, a la que prestaron el mayor impulso el Papado y Cluny y donde se halla una de las mayores concentraciones de arte románico de Europa. La posibilidad de obtener ganancias, el clima de mayor libertad y el prestigio de Santiago atrajeron a miles de franceses, ingleses, normandos y otros, que se asentaron y asimilaron a las poblaciones locales. Las rutas componían una red desde Praga y más al este, desde el norte de Italia, Dinamarca y sur de Inglaterra, confluyendo en cuatro puntos en Francia: París, Vézelay, Le Puy y Arles. De allí entraban en España por Roncesvalles o por Jaca en el llamado Camino Francés, por la afluencia de «francos», como se llamaba indistintamente a los extranjeros, y atravesaban las ciudades del norte de la meseta hasta Galicia. Otras rutas partían de Barcelona y Tarragona, donde desembarcaban extranjeros mediterráneos; o seguían la costa portuguesa desde Lisboa o, más al interior, la Vía de la Plata.

El Camino constituyó un centro de difusión artística y comercial dentro de España y con el resto de Europa, y un motivo de orgullo hispánico y fundamental signo de identidad, expresado en el grito de combate «¡Santiago y cierra España!», con que se acometía a los andalusíes («cierra» en el sentido de «carga» o «ataca»).

La época del románico, y especialmente el siglo XII, marca, por todo lo dicho, un gran despliegue de la cultura europea. Y la implosión de Córdoba señala otro hecho: Al Ándalus, y también Bagdad, en particular Persia, disfrutaban de superioridad sobre Europa en diversos aspectos científicos, técnicos y artísticos. Córdoba era admirada por los europeos por su urbanismo, con detalles como el alcantarillado y alumbrado nocturno, sus bibliotecas, baños y edificios públicos, sus poetas y artistas. La monja y escritora alemana del siglo X Roswitha de Gandersheim la había definido como «ornato del mundo», por la fama, ya que probablemente no la había visitado. Todo ello empezó a cambiar desde el siglo XII, cuando la civilización europea tomó impulso en todos los terrenos, mientras la islámica iba estancándose y volviéndose improductiva.

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