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Tercera parte: Edad de Estabilización » 12. Las grandes catástrofes y novedades del siglo xiv

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Las grandes catástrofes y novedades del siglo XIV

Hacia finales del siglo XIII parece haberse detenido el crecimiento económico y demográfico, entrando el continente en una época de depresión. En el aspecto religioso, el siglo XIV se abrió con una nueva y grave crisis del Papado, ocasionada por el rey francés Felipe IV el Hermoso, que, en una nueva tentativa de someter el poder eclesial al político, se valió del papa Clemente V, verdadero juguete en sus manos. En 1309, Clemente trasladó la Santa Sede de Roma a Aviñón, bajo control francés, nombró numerosos cardenales franceses afectos al rey y se acomodó en casi todas las cuestiones importantes a la voluntad del monarca. La autoridad papal, acusada también de corrupción, entró en un largo período de grave debilitamiento.

Felipe IV, llamado también «el Rey de Hierro

», aplicó una dura política de tendencia absolutista y centralizadora con el fin de convertir a Francia en la nación más poderosa de Europa; y lo consiguió, aun si gran parte de Borgoña (el condado) seguía en manos del imperio y regiones del oeste bajo dominio inglés. Sus planes requerían mucho dinero, y para obtenerlo empezó por sustituir la obligación de prestar servicios militares por impuestos con los que contratar mercenarios. A continuación acometió sucesivamente a la Iglesia, a los judíos, a los templarios y a los banqueros lombardos.

La primera preocupación del monarca fue recoger impuestos de las propiedades eclesiásticas, cosa que Roma solo aceptaba en casos excepcionales. El papa Bonifacio VIII amenazó a Felipe con la excomunión, pero tuvo que ceder, agobiado por otros problemas. En 1301 el conflicto se agravó al procesar el rey a un obispo por traición, cuando tradicionalmente un obispo solo podía ser juzgado por el Papa. La acusación era probablemente falsa, pero se trataba de establecer un precedente por el cual los eclesiásticos quedaban directamente sometidos al poder regio. Más aún, el rey asumía directamente la autoridad religiosa, afirmando que el obispo era hereje, algo que no podía decidir el poder político. Ante la resistencia de Bonifacio, Felipe, que se consideraba cabeza de la cristiandad, acusó al Papa de simonía y herejía, convocó una asamblea de nobles y burgueses, antecedente de las Cortes francesas, llamadas Estados Generales, y ordenó arrestar y encausar al Papa, para lo que envió a un grupo armado. Uno de sus sicarios dio al Papa tal bofetón con manopla de hierro, que lo derribó del solio. La vejación parece que hizo perder la razón a Bonifacio, que murió un mes más tarde en condiciones mentales penosas. El incidente, conocido como «atentado de Anagni», causó indignación, y también miedo, y el siguiente papa, Benedicto XI, se mostró mucho más complaciente con el Hermoso. Y mucho más todavía el antes mencionado Clemente V, papa desde 1305.

Siempre necesitado de dinero, Felipe hizo arrestar en 1306 a los judíos, los expulsó de Francia y confiscó sus bienes, que vendió a sus súbditos en condiciones onerosas, obligándoles además a pagarle a él las deudas contraídas con los expulsados. Como precedente, en Inglaterra había ocurrido algo similar dieciséis años antes.

El trato a los templarios, al año siguiente, resultó aún más feroz. Pese a la pérdida de Tierra Santa, la orden templaria seguía constituyendo una verdadera potencia económica en gran parte de Europa, por sus rentables posesiones agrarias y su habilidad financiera. Para apropiarse sus bienes, en 1307 Felipe ordenó apresar a los templarios mediante una operación policíaca secreta, realizada en menos de una jornada en toda Francia. Los monjes fueron torturados para que confesaran herejía, sodomía y sacrilegios, y quemados vivos, en 1310, su Gran Maestre, Jacques de Molay y cincuenta y cuatro más. Las imputaciones eran con toda probabilidad falsas, y la acción usurpaba las atribuciones del pontífice. Clemente, ya en Aviñón, protestó de manera formularia y a continuación refrendó lo hecho disolviendo la orden templaria.

Otro aspecto del reinado fue la contienda por los territorios ingleses de Francia, para lo cual Felipe se alió con los escoceses. En 1314, año de su muerte, un pequeño ejército escocés dirigido por Robert Bruce derrotó por completo a uno inglés tres veces mayor en Bannockburn, asegurando la independencia de Escocia. Nueve años antes otro defensor de Escocia, William

Braveheart Wallace, había sido ejecutado en Londres con refinada crueldad.

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Por entonces comenzó un período de apocalípticas catástrofes naturales. A lo largo del siglo XIII, y aun con el estancamiento de sus últimos años, la población de Europa Occidental había crecido muy notablemente. Francia pudo haber pasado de 12 a 18 millones, Alemania de 6 a 9, Italia de 5 a 9, España de 3 a 5. En realidad, se trata de cifras con gran dosis de arbitrariedad y muy variables según autores, pero en lo que hay acuerdo general es en el fuerte aumento demográfico; y ello a pesar de hambrunas recurrentes por todo el continente. Sin embargo, nada comparable a los tres años de 1315 a 1317, cuando el clima cambió desde la mitad de Francia al norte. Lluvias incesantes en primavera y verano, y temperaturas bajas, arruinaron las cosechas y los piensos, los precios de los alimentos subieron en vertical y cundió un hambre atroz. Se extendió el abandono de niños, el infanticidio, el canibalismo, el bandidaje y el crimen, y murieron millones de personas, que suelen calcularse en al menos un diez por ciento de la población de la mitad norte de Europa. Luego la situación mejoró, pero hasta ocho años después no volvió a la normalidad. La ruda experiencia parece haber endurecido las conductas sociales y las guerras, y trajo cierto descrédito a la Iglesia y a los poderes seculares por su ineficacia.

El desastre apenas afectó a la Europa mediterránea, aunque esta sufría hambres con cierta asiduidad. En España, la hambruna de 1333 mató a tantos que, según la

Crónica Conimbricense, no dejaba sitio en las iglesias para enterrarlos.

Junto con las hambres, las pestes o epidemias hacían también estragos de tiempo en tiempo. Inglaterra, por ejemplo, sufrió siete episodios en el siglo XIII, y los Países Bajos cuatro. Pero, nuevamente, nada remotamente comparable a la exterminadora peste bubónica llamada Gran Peste o Peste Negra, que azotó al continente, así como a Asia y África del norte, durante largos años a partir de 1346, con su mayor virulencia entre el 47 y el 52. Las epidemias solían visitar a la humanidad, pero rara vez causaban tal estrago, aun con precedentes como la «Peste Antonina» de 166, que debilitó al Imperio romano, o la «Plaga de Justiniano», de 542. La del siglo XIV nació probablemente en Mongolia y se extendió enseguida por Asia Central, norte de India, y hacia Europa por la Ruta de la Seda. En 1347 la trajeron a Sicilia buques genoveses. Algunos barcos perdían toda su tripulación antes de arribar a puerto. A partir de Italia se propagó por el resto de Europa, hasta Escandinavia y el norte de Rusia. Solo la zona interior de Polonia fue esquivada. Se calcula que acabó con más de 25 millones de europeos, entre un tercio y la mitad de la población. Regiones enteras quedaron semidespobladas y algunos estudiosos calculan para España, Italia y el sur de Francia la pérdida de hasta tres cuartas partes de los habitantes, lo que suena harto exagerado.

La peste la propagaban las pulgas de las ratas. Al ignorar su origen y tratamiento, muchos la consideraron un castigo divino. Proliferaron rogativas y penitencias, los flagelantes recorrían ciudades y campos, todo en vano. Mucha gente se acumulaba en las iglesias, lo que proporcionaba alivio psicológico, pero ayudaba a expandir el mal. Otros se daban a toda clase de desenfrenos. El pueblo culpaba a leprosos, mendigos, extranjeros o judíos. Los leprosos fueron casi exterminados y los judíos, acusados de envenenar los pozos, padecieron numerosos pogromos: culminaba un período abierto por el IV Concilio de Letrán, de 1245, que había condenado la convivencia de judíos y cristianos, recomendando que los primeros vivieran en barrios separados y la ropa los identificara. Aun así, el papa Clemente VI los puso bajo la protección del clero durante la peste. Clérigos y médicos sufrían aún más la plaga, por cuidar a los enfermos. La peste se reproduciría en los siglos siguientes en diversos países, con efectos terribles pero sin alcanzar la mortalidad de aquellos años fatídicos. Como decía una crónica italiana, «parecía el fin del mundo», un preludio del Apocalipsis. Boccaccio describe cómo en Florencia se propagó «a pesar de que por consejo de los médicos nuestra ciudad fuese limpiada y purgada de toda suciedad o cosas perjudiciales para la salud (…) y de que se prohibiese entrar en la ciudad tanto a quienes estuvieran contagiados como a cualquiera que viniese de donde hubiera peste…».

Una calamidad tan aniquiladora hubo de tener efectos ideológicos y económicos profundos. Aún más que cuando la Gran Hambruna, creció la desconfianza hacia los poderes seculares y hacia el Papado, incapaz este de explicar la razón de tan terrible castigo. Se popularizaron las «danzas macabras» o de la muerte y cundieron movimientos heréticos, místicos y reformistas. Miles de propiedades abandonadas beneficiaron a algunos supervivientes. Se agilizó la promoción social y surgió una nueva capa nobiliaria. Las oligarquías, por compensar la reducción de sus ingresos, impusieron mayores cargas sobre los campesinos, ocasionando revueltas.

La caída de la mano de obra estimuló la innovación técnica: perfeccionamiento de la brújula o expansión del uso del papel, o utilización de la pólvora, inventos de origen chino; también la innovación bélica, con el empleo de armas de fuego. Algunos autores han supuesto que los marcos políticos y culturales saltaron, causando una profunda reestructuración social y cultural, preludio del humanismo y del Renacimiento, pero la ruptura no debe exagerarse. Las instituciones, desde la Iglesia a los estados y las relaciones señoriales, aun algo quebrantadas, permanecieron. Y la Europa del oeste permaneció católica.

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Las calamidades no impidieron las guerras, que se hicieron más amplias y violentas que antes. Así las de la Orden Teutónica contra pueblos eslavos y bálticos, empezando por Polonia. Dicha orden se había asentado en Prusia ya antes del fin de las Cruzadas a Oriente y, protegida por el Sacro Imperio y con subordinación teórica a Roma, iba creando un estado propio mediante cruzadas para cristianizar a Lituania y otros territorios. Al avanzar sobre el territorio de Nóvgorod, los rusos, mandados por Alexandr Nevski, le había infligido una gran derrota sobre el hielo del lago Peipus, en 1242, impidiéndole progresar más allá, pero sin imponerle un retroceso significativo. De paso fundaron nuevas ciudades, Königsberg la más importante. A lo largo del siglo XIV, la orden alcanzará su apogeo mediante campañas y guerra intermitente de gran dureza, derrotando a los lituanos y otras poblaciones, construyendo una potente flota comercial y bélica, que acabó con la piratería en la zona, e impulsando una economía urbana y un comercio intenso. Su suerte comenzó a empeorar a partir de 1386, cuando Lituania se convirtió al cristianismo y formó con Polonia un nuevo imperio. Entre las órdenes militares fundadas en Palestina, la teutónica fue la única que conquistó luego un estado propio en Europa.

El Báltico fue escenario de otra gran contienda comercial. Dinamarca y las ricas ciudades alemanas de la Hansa, convertidas formalmente en Liga Hanseática en 1356, se resentían mutuamente por la competencia. La hostilidad desembocó en choque bélico entre 1361 y 1370. Las principales ciudades danesas fueron saqueadas, la Hansa impuso un semimonopolio del tráfico entre los mares Báltico y Norte y formó una especie de imperio comercial, que trataba con otros estados, entre ellos el teutónico.

De mayor trascendencia para Europa fueron las campañas otomanas en los Balcanes, reduciendo el territorio bizantino. En 1354, los turcos cruzaron a Galípoli, en la parte europea del estrecho de los Dardanelos, que une por el oeste al Mediterráneo con el pequeño mar de Mármara, en cuya parte oriental se asienta Constantinopla. Siete años más tarde tomaban Adrianópolis, donde mil años antes los visigodos habían aplastado a un ejército romano. Así, los turcos iban cercando la propia Constantinopla, que debió pagarles tributo e incluso suministrarles tropas. Bajo el mando de Murad I, tomaron Tracia, gran parte de la actual Bulgaria, Macedonia y Serbia, de modo que en 1389 el orgulloso Imperio Romano de Oriente, se reducía a una especie de enclave, vasallo de los otomanos, en el cuerno de Tracia que se adentra entre el mar de Mármara y el mar Negro, más pequeñas posesiones dispersas en Grecia. Murad I fue el primer otomano que se proclamó sultán, máxima autoridad política y religiosa. Venció también a los serbios en la batalla de Kosovo, en 1389. Allí mismo fue apuñalado Murad por un serbio que logró llegar hasta él, y uno de sus hijos, Bayaceto I, se proclamó su sucesor después de hacer asesinar a su hermano Yacub. La batalla de Kosovo dejó a merced de los turcos todos los Balcanes al sur del Danubio, amenazando al reino de Hungría y las posesiones venecianas del Adriático.

Esta sucesión de desastres cristianos motivó al papa Bonifacio X a proclamar una cruzada, en la que participaron tropas húngaras, alemanas, francesas y otras, incluyendo algunos hispanos, polacos e ingleses. El choque con los turcos se produjo en 1396 alrededor de Nicópolis, al noroeste de la Grecia actual, y los turcos aniquilaron a los cristianos. La ciudad había sido fundada por Augusto para conmemorar su victoria naval de Accio, ocurrida en las inmediaciones, sobre Marco Antonio. Su nombre significa «ciudad de la victoria». Que no correspondió a los herederos de Roma.

Bayaceto moriría siete años después, tras ser vencido y preso por los mongoles de Tamerlán en la batalla Ánkara. Esta derrota salvó providencialmente a Constantinopla, a la que Bayaceto ya había sitiado durante varios años.

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Por el Occidente europeo, la contienda más dura y larga fue la llamada de los Cien Años entre Francia e Inglaterra, empezada en 1337, diez años antes de la Peste Negra. Su origen próximo se remonta al autocrático Felipe IV El Hermoso, y duró más de un siglo, casi la mitad en treguas y con muchas alternativas, complicada también con guerras civiles, revueltas campesinas, campañas inglesas en Escocia y Gales, y epidemias. Terminaría con victoria francesa ya bien entrado el siglo XV. La lucha robusteció el espíritu nacional en los dos bandos: Eduardo III oficializó el inglés por primera vez en tres siglos, pues hasta entonces las lenguas de los juicios, los parlamentos, la corte y casi toda la vida cultural eran el francés o el latín. La población estaba soliviantada por rumores de que la oligarquía normanda pretendía eliminar la lengua inglesa. A su vez, la medida de Eduardo causó anglofobia en la Francia ocupada por Inglaterra. La peste y los combates fueron sustituyendo la oligarquía normanda por otra más propiamente anglosajona; y por lo mismo cambió notablemente la oligarquía francesa.

Eduardo III emprendió una nueva guerra contra Escocia, aliada de Francia, y reclamó el trono francés, que le fue negado. Entonces lanzó cabalgadas devastadoras por Francia, hasta lograr en Crécy (1346) y diez años después en Poitiers victorias aplastantes gracias al «arco largo», de origen galés, un arma temible que permitía realizar verdaderas carnicerías a buena distancia. En 1360, Eduardo renunció al trono francés, pero reteniendo más de un tercio del país. Los franceses, imitando las cabalgadas inglesas, acosaron a sus enemigos. Hasta 1369 los ingleses llevaron las de ganar. Después se volvieron las tornas, debido en parte a la implicación de Castilla.

Al morir de peste en 1350 Alfonso XI de Castilla, se desató una pugna entre el heredero legal Pedro I

el Cruel y su hermanastro Enrique de Trastámara. Pedro repudió a su esposa francesa, la encarceló y quizá la envenenó provocando la ruptura con Francia, en 1361. La situación se complicó con una contienda entre Castilla y Aragón. Enrique venció a Pedro con apoyo aragonés y francés, y se proclamó rey como Enrique II. Pero Pedro, aliado con los ingleses, ganó una segunda batalla, gracias a los famosos arqueros. Enrique reunió un nuevo ejército en Francia, mandado por el francés Bertrand du Guesclin, el cual llevó con engaños a Pedro ante Enrique: los dos reyes intentaron matarse uno al otro, venciendo Enrique con ayuda del francés. Enrique entró en guerra contra Inglaterra. Los ingleses habían destruido el poder naval francés, pero los castellanos destrozaron en 1371 a una escuadra portuguesa, aliada de Inglaterra, y al año siguiente a la propia flota inglesa en La Rochela, liberando el tránsito marítimo por el Golfo de Vizcaya. Entre 1374 y 1380, la marina castellana hostigó, saqueó y cobró tributo a numerosas poblaciones del sur de Inglaterra, adentrándose por el Támesis hasta cerca de Londres. Luego bloqueó a Lisboa, cortando el dinero y suministros a los ingleses allí desplegados, los cuales saquearon a sus amigos portugueses.

La interminable contienda tenía vastas implicaciones económicas, por el control del Golfo de Vizcaya y el Canal de la Mancha, y de Flandes, probablemente la región más rica de Europa. Ciudades opulentas como Brujas, Gante o Yprés eran también centros de cultura y arte solo inferiores a los del norte italiano. Al intentar Francia dominar Flandes, Inglaterra cortó sus envíos de lana, provocando una crisis y un alzamiento antifrancés de los flamencos. El comercio lanero se desvió hacia España, con sus excelentes merinas, que organizaba desde 1300 grandes ferias en Medina del Campo.

Otra consecuencia, ligada al estrago económico y las exacciones que provocó, fueron las revueltas campesinas y del pueblo llano, tanto en Flandes como, en 1358, en el norte de Francia. Esta, llamada la

Jacquerie, fue ahogada en sangre por los nobles. La rebelión inglesa de 1378-82, fue también característica: diversos clérigos predicaban contra una servidumbre particularmente dura, argumentando que eran tratados como animales, que al comienzo de la humanidad no había siervos y que nadie podía convertir a nadie en siervo, pues los campesinos eran hombres semejantes a sus señores, todos hijos de Adán y Eva. Fue igualmente aplastada, pero dejaría rastro en la legislación posterior. Las revueltas campesinas, unidas a ideales político-religiosos, se harían parte del panorama histórico europeo en este siglo y el siguiente.

Los efectos en España fueron también decisivos, aparte del auge del tráfico lanero y del despertar de la potencia naval castellana, de tan sobresaliente futuro. En Castilla se impuso, con Enrique II, la casa de Trastámara («tras el Tambre», río gallego), que en el siglo siguiente daría también reyes a Aragón y Navarra, facilitando la culminación de la Reconquista. El apoyo de Portugal a Inglaterra, en cambio, derivaría a la batalla de Aljubarrota, en 1385. Castellanos y franceses fueron derrotados por portugueses e ingleses, siendo decisivos, una vez más, los arcos de estos últimos. La alianza anglolusa pemanece hoy como la más antigua de Europa. El conflicto se complicó por las pretensiones del duque de Lancaster de hacerse con el trono castellano, por haberse casado con Constanza, hija mayor de Pedro el Cruel. El duque invadió el país por La Coruña, pero fracasó, por lo que renunció, negociando el matrimonio de su hija Catalina con el heredero de Castilla, futuro Enrique III

el Doliente. De ahí salió robustecida la casa de Trastámara, también por la reconciliación implícita, ya que Catalina descendía por línea materna del asesinado Pedro el Cruel.

Los primeros decenios del siglo XIV vieron también el apogeo de Aragón, sobre todo de Barcelona, que competía con las ciudades comerciales italianas. Gracias a la flota catalana, Aragón dominaba las islas del Mediterráneo occidental y parte de Grecia, y desde 1300 disponía de una universidad en Lérida. Pero en 1333, la región sufrió una mortífera hambruna y el bloqueo de la flota genovesa, y en la década siguiente el azote de la Peste Negra que redujo su población a la mitad. Jaime I había establecido tres reinos, Aragón, Valencia y Mallorca, más el condado de Barcelona, hegemónico sobre los demás de Cataluña. Mallorca, en pleno auge económico y cultural, rompió el vasallaje a Aragón y se separó hasta que en 1343 Pedro IV

el Ceremonioso volvió a invadir la isla. Hubo otro intento separatista y solo en 1375 volvió Mallorca definitivamente a la corona aragonesa. El Ceremonioso también tuvo que desbaratar revueltas de aragoneses y valencianos.

Pedro IV guerreó contra Génova, sofocó dos revueltas en Cerdeña y en 1356 atacó al Pedro castellano, a favor de Enrique. La guerra se mantendría intermitentemente durante veinte años, terminando en 1375 al casarse la hija del aragonés, Leonor, con el heredero de Castilla, Juan. No hubo vencedores ni vencidos, pero los dos reinos quedaron exhaustos. El Ceremonioso chocó también con el rígido inquisidor Nicolau Aymerich, propenso a la tortura, que prohibió las obras de Raimundo Lulio, fomentó una revuelta contra el rey y redactó normas inquisitoriales que influirían en Castilla un siglo más tarde, al extenderse a ella la Inquisición.

A pesar de sus esfuerzos políticos, militares y culturales, con Pedro IV terminó la época gloriosa de Barcelona, tanto por las pestes y dispendios bélicos como por el éxito de sus rivales genoveses, y porque, una vez despejado de la presión musulmana el Estrecho de Gibraltar, las rutas comerciales se alejaron de su puerto. La ciudad reaccionó con acciones bélicas y piratería, que a la larga le perjudicaron.

De la misma época fue el ideólogo franciscano Francesc Eiximenis, promotor de un pactismo que frenaba el poder regio a favor del de nobles y grandes comerciantes. Eiximenis elogiaba hasta las nubes a los comerciantes y tachaba a los campesinos de gente «bestial, rústica, desprovista de razón, maliciosa», apenas humana, a la que debía tratarse con «golpes, hambre y castigos duros y terribles». Estas conductas contribuirían a la ruina de la región, que empezaba a llamarse Principado de Cataluña, provocando cruentas revueltas y bandidaje.

Como hecho característico de la época, un cuerpo de guerreros llamados almogávares, la «Gran Compañía Catalana

», fue en 1303 a socorrer a Constantinopla contra los turcos. Al llegar, la compañía fue atacada por la colonia genovesa, que no quería competencia de Barcelona, y los genoveses resultaron masacrados. A continuación los almogávares vencieron a los turcos, pero los bizantinos, temiendo que quisieran hacerse con un reino propio, o bien por ahorrarse la paga, invitaron a los jefes de la compañía a un banquete, en Adrianópolis, y los hicieron asesinar por mercenarios alanos. Sin desanimarse, los almogávares arrasaron Tracia en una salvaje «venganza catalana», masacrando asimismo a los alanos y parapetándose en Galípoli. Los francos, dueños de Atenas, pidieron ayuda a la compañía contra los bizantinos, pero rehusaron luego pagarle, por lo que los almogávares los aplastaron, siendo excomulgados por el Papa. Un ejército francés llegado en socorro fue también desbaratado, y la compañía amplió sus posesiones a Tesalia y Neopatria, poniéndolos bajo soberanía de Aragón. La sorprendente aventura duró hasta 1390, cuando Venecia logró imponerse en la zona, mientras los turcos acosaban a Constantinopla.

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