Europa

Europa


Tercera parte: Edad de Estabilización » 14. Humanismo y Renacimiento en el siglo xv. La imprenta

Página 24 de 62

1

4

Humanismo y Renacimiento en el siglo XV

La imprenta

Las crisis, desastres naturales y cambios intelectuales y religiosos del siglo XIV no se tradujeron en un hundimiento cultural y tampoco en una ruptura con el pasado, sino que, por el contrario, darían lugar a una acumulación productora de cambios políticos, económicos y culturales. Entre estos últimos, el llamado

humanismo, iba a cundir en el siglo XV por Europa Occidental a partir de Italia, en un movimiento similar al carolingio, al románico y al gótico. El humanismo brotó en medio de una larga crisis de la Iglesia, por el contraste entre su conducta político-material y su predicación de modestia, humildad y desprendimiento, entre el ascetismo y el hedonismo, este bien visible en varios papas acusados de inmorales, aunque algunos dejaran una invalorable acumulación de arte. Ya en la Edad de Supervivencia quedó claro que la predicación exigía una red de iglesias, monasterios, obispados, etc., y las consiguientes demandas pecuniarias y políticas, a veces en discordancia con la ética invocada. La relajación moral de bastantes clérigos y papas, su ostentación, aun si contrarrestadas por reformas y órdenes religiosas, escandalizaban y sembraban dudas —en general pocas— sobre el propio mensaje cristiano. Señal de la contradicción fue el rigorismo de Savonarola en Florencia, donde hizo quemar por inmoralidad a numerosas personas, para sufrir la misma suerte en 1498, condenado al final por el nada rigorista papa Alejandro VI.

Al despliegue del humanismo se le ha llamado

Renacimiento. Ambas denominaciones, impuestas desde el siglo XIX, difícilmente podían ser más inadecuadas. No «renació» el interés por la cultura clásica, porque, si bien los

renacentistas dispusieron de muchas más obras griegas y mejores traducciones, ese interés había existido incluso en los tiempos de más precario acceso a ellas. A partir del siglo XIII la recuperación o traducción de obras clásicas se había acelerado, y aun lo haría más al perderse Constantinopla, de donde huyeron numerosos intelectuales y clérigos con libros griegos; aunque, con ellos, Bizancio no había producido nada semejante al humanismo o a la escolástica Menos aún se trató de un renacimiento en sentido amplio, como si las épocas anteriores hubieran sido algo parecido a una muerte de la cultura. Y tampoco el cambio de intereses intelectuales y políticos en el siglo XV, con ser profundos supuso una ruptura radical, pues recogía tendencias preexistentes y no podría haberse dado sin la intensa labor intelectual y religiosa de los siglos anteriores.

En cuanto al término «humanismo», empleado generalmente como antropocentrismo, en ruptura u oposición a las concepciones religiosas teocéntricas, tampoco tiene sentido para la época, pues los escritores y artistas humanistas se tenían a sí mismos por católicos, cualquiera fuese el grado de su fervor, y una parte esencial de sus obras versa sobre asuntos religiosos. Por otra parte, la preocupación por las cuestiones teológicas no deja de ser una manifestación profunda del espíritu humano, y el románico y el gótico no resultaban menos humanistas en su atención a la naturaleza y destino del ser humano. Simplemente cambiaban ciertos enfoques. Cabría llamar al nuevo movimiento clasicismo o filoclasicismo, dada su intensa veneración al sustrato grecolatino; afición, debe insistirse, nunca desaparecida en Europa.

Por motivos propagandísticos y de autoafirmación, muchos humanistas se inclinaron a desprestigiar los siglos anteriores, «oscuros» por contraste con la luminosidad atribuida, un tanto unilateralmente, a la herencia grecolatina. Se los llamó «góticos», con significado de «bárbaros», quizá porque el asalto de los godos a la Roma clásica había preludiado el derrumbe final de la «ciudad eterna». Pero tachar de bárbaro el arte gótico tiene en sí mismo un toque de barbarie. No acompañado, por fortuna, de actos destructivos, y así las espléndidas catedrales y otros edificios y manifestaciones de aquel estilo continúan en pie. Las épocas románica y gótica nada tenían de bárbaras intelectual o artísticamente, y los humanistas o clasicistas, enraizados en la misma cultura cristiana, les debían mucho más que a la cultura pagana. Desde luego, no renació el paganismo por más que algunos autores coquetearan con él.

Lo que define al nuevo movimiento es más bien un cambio de enfoque sobre los problemas que habían ocupado el pensamiento en los siglos anteriores, y una reinterpretación de la herencia grecorromana, idealizada a menudo con fervor extremo. Pasaron a segundo plano o se plantearon de otro modo los problemas que habían desvelado a la filosofía escolástica en sus vertientes tomista y nominalista. Problemas que no parecían admitir soluciones precisas, habían terminado por cansar y se dieron por agotados o simplemente perdieron interés. La propia razón escolástica, con su denuedo lógico basado en silogismos aristotélicos, perdía peso en favor de la mera observación y la experimentación. La aplicación de la razón formal, por mucho que facilitara la ordenación de los conocimientos e incentivara la investigación, no permitía por sí misma nuevos descubrimientos ni evitaba errores, y a menudo llevaba a conclusiones irrelevantes o a tautologías. El supuesto de que el mundo tenía que ser racional y conforme a la ética fue dejado —parcialmente— de lado: la necesidad humana de acceder a la verdad había encontrado y debía incrementar nuevos métodos empíricos, sin miramientos a que sus conclusiones coincidieran o no con las exigencias de la moral o de la razón.

Los humanistas buscaron asuntos alternativos, que en el pasado habían despertado menos atención. La preocupación por la naturaleza del mundo, del hombre o de la divinidad, derivó, más pragmáticamente, a los modos de aprovechar los bienes del mundo y al cultivo y despliegue de las cualidades humanas, asumiendo —por fe— y dando por hecho que el hombre había sido creado a imagen de Dios. Una transición similar había ocurrido en Grecia desde las escuelas clásicas de Platón y Aristóteles a las helenísticas de tipo estoico, cínico, epicúreo, escéptico o ecléctico, también neoplatónico. El interés de las escuelas helenísticas se había centrado en la definición y búsqueda del placer, en la conducta moral que proporcionase al hombre la felicidad, y en las posibilidades y realidad del conocimiento. Esta transición denotaba cierto decaimiento de la tensión filosófica, y lo mismo ocurría en el Renacimiento, que no produjo ningún gran filósofo. Las corrientes neoplatónicas, estoicas y otras se injertaron en el estilo humanista, pero el tema principal de este no fue el placer, la felicidad o la aceptación del destino, sino más bien el esfuerzo por vencer las limitaciones humanas y desplegar las propias cualidades. Tareas en las que se admiró más la fortaleza que la prudencia, la justicia o la templanza; y la esperanza, más que la fe o la caridad.

Según las nuevas ideas, el ser humano puede labrar su destino, «fabricar su propia fortuna» —utilizando también la astrología para tratar de dominar la suerte, como en la antigua Roma—, y alcanzar una transcendencia parcial en este mundo mediante la fama. Conseguir fama por una u otra clase de hazañas llegó a volverse una obsesión, corrosiva para la ética tradicional: «Buena o mala, fama es». Leonardo da Vinci, destacado en todas las actividades humanas superiores —artes, ciencias y técnica— personificó al máximo nivel el ideal renacentista; pero también lo hacían artistas descollantes en una sola disciplina, o políticos o pequeños caudillos militares (

condottieri) aunque sacrificasen cualquier principio moral a la obtención del éxito y la celebridad correspondiente. La fama permitía superar la estrechez de la vida individual, dándole una especie de inmortalidad. Concepciones un tanto paganas, aunque rara vez chocaran abiertamente con el cristianismo. Y el tema religioso siguió siendo principal en la cultura renacentista, muy amparada por la propia Iglesia y el Papado.

Por otro lado, desplegar las dotes humanas exigía especulación y estudio, de ahí el renovado impulso a la enseñanza, que en parte se alejó de las universidades, acusadas de haberse acartonado, para aplicarse en academias con nuevos estilos y asuntos. La primera fue la Academia Platónica Florentina, fundada en 1459 por el banquero y político Cosme de Médici, iniciador de la dinastía familiar que dominaría largo tiempo la vida política y cultural de Florencia. La Academia, contraria a Aristóteles y Averroes, nació como cenáculo o tertulia para intercambiar ideas y saberes entre intelectuales como Marsilio Ficino, Pico della Mirandola, el arquitecto Leon Battista Alberti, Lorenzo, hijo de Cosme y gran mecenas a su vez, y otros. El sistema de intercambio informal se iría sistematizando y transformando en centros de enseñanza, siendo imitado con variantes en otras ciudades y países, e iba a desempeñar un gran papel en la vida cultural europea, unas veces al margen y otras en relación con las universidades. Ligadas a la universidad, también decayeron en el siglo XV las órdenes religiosas, en particular la franciscana y la dominica, protagonistas intelectuales de los siglos anteriores. Mas sería un decaimiento pasajero, que tampoco impidió el surgimiento de figuras como el franciscano Luca Paccioli, gran matemático, influyente en los artistas del Renacimiento y creador de la contabilidad moderna por partida doble.

No menos relevancia cobró el mecenazgo de las artes y las letras por parte de los dirigentes políticos y los magnates, y la competencia entre mecenas estimuló una de las épocas artísticas más esplendorosas de todos los tiempos. Nombres como Masaccio, Mantegna, Brunelleschi, Botticelli y tantos otros transformaron las concepciones artísticas y hasta cierto punto morales, donde se percibe un cambio sutil. La arquitectura abandonó los modelos góticos para inspirarse en los romanos. La pintura adquirió perfección técnica con el dominio de la perspectiva, y el paisaje y el retrato cobraron un valor casi definitorio de la época. El espíritu del siglo alcanzó su cima en la representación pictórica o escultórica del cuerpo humano, vestido o desnudo, a imitación del arte grecolatino. El arte perpetuaba las efigies de personajes ilustres por su vida heroica o destacada, pero también mucha gente vulgar y anónima quedó representada, como intento de detener el tiempo y plasmar en el retrato el misterio del alma individual en su paso por el mundo.

* * *

Aquel ímpetu vital no excluía, en cierto modo exigía, la atención a la muerte, tanto más intensa cuanto más exaltada la vida; los cuentos de Boccaccio tienen de trasfondo la mortandad de la peste, y el XV fue una gran siglo del arte funerario. La muerte domina la vida, abraza en su danza enigmática y terrible a emperadores, papas, artistas, menestrales y siervos. Abundaron la representaciones teatrales y pictóricas de la danza macabra: «A la dança mortal venid los nascidos/ que en el mundo sodes de qualquier estado» dice una versión castellana; y una alemana: «Emperador, tu espada no te ayudará/ cetro y corona aquí no valen nada./ Te he tomado de la mano/ y has de venir a mi danza». Una derivación más siniestra fue la busca de chivos expiatorios, inducida por el pavor a las pestes y hambres recurrentes. Proliferaron las leyendas contra judíos y brujas, a las cuales se acusaba de practicar magia y atraer males. La caza de ellas, que tan cruenta y feroz habría de tornarse, empezó hacia 1487.

Manifestación particular del humanismo fue asimismo la

devotio moderna, propuesta de una religiosidad más íntima y menos ritual, alejada de las especulaciones filosófico-teológicas típicas de la escolástica. La

devotio buscaba seguir el ejemplo de Jesús y cultivar el amor personal a él mediante la renuncia a las vanidades, el examen de conciencia, la oración y la meditación: proponía una vida semejante a la de los monjes, pero en el mundo y sin sus votos ni ascesis excesivas, de modo que sus practicantes sirvieran de modelo que atrajese al resto de la sociedad a una conducta santa. Su formulación más conocida, la

Imitación de Cristo, del agustino alemán Tomás de Kempis, se convirtió en uno de los libros más divulgados en Europa después de la Biblia, y lo seguiría siendo durante siglos. El primer conjunto sistemático de ejercicios espirituales y meditaciones en lengua vulgar, el

Exercitatorio de la vida espiritual, lo escribió el benedictino García Jiménez de Cisneros, abad de Montserrat, al terminar el siglo o comenzar el siguiente.

La

devotio nació en las ricas ciudades de los Países Bajos y de Alemania, originando la asociación Hermanos de la Vida Común, que fundó escuelas para enseñar sus ideas y prácticas. En la Iglesia convivían, mejor o peor, doctrinas contradictorias, tanto en la concepción de la religión y la teología como en la actitud práctica, y la

devotio influiría sobre los franciscanos y otras órdenes. Cabe descubrir en ella raíces tanto del protestantismo como de los jesuitas; o, en el siglo XX, del Opus Dei.

* * *

Italia se convirtió en maestra intelectual de Europa como lo habían sido Francia-Borgoña en tiempos anteriores, y su influjo cundió desde Moscú (donde arquitectos italianos construyeron la catedral de la Asunción en el Kremlin) hasta Inglaterra, y desde Escandinavia a España. Las ideas, actitudes y arte del Renacimiento adoptarían en cada país un sello nacional característico, como en movimientos anteriores: en los países del centro y norte de Europa la admiración por los modelos clásicos grecolatinos no llegó a los extremos de Florencia y el resto de Italia, que sin duda los sentían más suyos, como señas de identidad nacional.

El modo como se difundió el humanismo y las particularidades nacionales que adquirió puede verse en el caso español, donde, a imitación de Italia, brotaron círculos y ambientes intelectuales de ese tipo. Impulsores destacados fueron los miembros de la familia Mendoza, de origen vasco-castellano y una de las más poderosas del país. Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana (1398-1458) fue el escritor más destacado, entre personajes que combinaron la milicia, la literatura y la política. Su padre, Diego Hurtado de Mendoza, fue almirante de Castilla y buen poeta; a su tío Hernán Pérez de Guzmán, sobrino del canciller López de Ayala, suele considerársele el mejor prosista castellano del siglo; su sobrino Diego Gómez Manrique inventó la copla manriqueña o de pie quebrado, y fue tío de Jorge Manrique. De los descendientes del marqués, Garcilaso de la Vega (hacia 1498-1503) sería uno de los más renombrados poetas hispanos de cualquier tiempo. Y Pedro González de Mendoza, llamado el

Gran Cardenal y hasta «tercer rey de España» al lado de los Reyes Católicos, practicó un mecenazgo espléndido e ilustrado. Cada uno de ellos fue escritor, hombre de acción y mecenas, en el ideal ya renacentista de unir las armas y las letras, típico de la España de ese siglo y los siguientes, entroncado quizá con la propuesta de Raimundo Lulio del caballero cristiano. Todos ellos imitaban los modelos italianos, aunque su espíritu no coincidiese del todo. Otro personaje clásico fue el converso Alfonso de Cartagena, obispo de Burgos e impulsor del patriotismo español, que fundó en su ciudad una escuela superior, vivero de latinistas e intelectuales, tradujo a Cicerón y a Séneca, cuyo estoicismo se difundía y obró como pacificador en conflictos interhispanos y entre el rey de Polonia y el emperador del Sacro Imperio.

El grado de ruptura con la tradición anterior fue menor en España que en Italia. Buena muestra de su espíritu exhibe Jorge Manrique en su

Coplas por la muerte de su padre, una cumbre poética en castellano: «

No se os haga tan amarga / la batalla temerosa / que esperáis (se refiere a la muerte) /

pues otra vida más larga / de la fama gloriosa / acá dejáis / aunque esta vida de honor / tampoco no es eternal / ni verdadera / mas con todo esmuy mejor / que la otra temporal / perecedera». Si bien «

El vivir que es perdudable / no se gana con estados / mundanales / ni con vida deleitable / en que moran los pecados / infernales / mas los buenos religiosos / gánanlo con oraciones / y con lloros. / Los caballeros famosos / con trabajos y aflicciones / contra moros». El propio poeta moriría en guerra civil, con treinta y nueve años, luchando a favor de Isabel y Fernando.

Dentro del mismo movimiento, el siglo XV fue también la gran época de la literatura valenciana, con Ausias March, Jordi de Sant Jordi, amigos del Marqués de Santillana, o Joanot Martorell, autor de

Tirant lo Blanch, obra de gran valor literario y muy estimada por Cervantes. Se trata de una peculiar novela de caballerías con los correspondientes amores, tratados con descaro erótico y sarcástico. Martorell parece haber sido un personaje a tono con su libro: optimista, pendenciero, aficionado a viajes y aventuras.

* * *

Hacia 1450 un magno invento vino a incidir poderosamente en la difusión de la cultura: la imprenta, ideada por el herrero alemán Juan Gutenberg; invento novedoso, con precedentes chinos. Los efectos de la innovación fueron inmensos. Hasta entonces los libros eran objetos caros y escasos, su copia exigía un trabajo cuidadoso y prolongado, por lo que solo una pequeña minoría de estudiosos y aficionados cultos tenía acceso a ellos, pese a la ardua y entregada labor de generaciones de monjes u otros copistas. La imprenta hizo posible la reproducción de libros por millares y sin más esfuerzo especial que componer los tipos. El precio de los ejemplares bajó enormemente, mucha más gente tuvo acceso a ellos y más y más personas aprendieron a leer y escribir. Gutenberg murió en la miseria, estafado por un prestamista judío que intentó monopolizar su imprenta, pero la transmisión del invento fue prodigiosa: a finales de siglo la poseían unas 250 ciudades europeas. Ya en 1474 apareció en Valencia

Obres e troves en lahors de la Verge Maria, primera obra impresa en España. Al terminar con este siglo la Edad de Asentamiento, la civilización europea se dibujaba como la más inquieta de la historia en religión, pensamiento y avances técnicos.

Ir a la siguiente página

Report Page