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Cuarta parte Edad de Expansión » 24. Nuevo orden europeo y despotismo ilustrado

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Nuevo orden europeo y despotismo ilustrado

La Paz de Westfalia supuso un cambio trascendental en el panorama europeo. Se proclamó «cristiana», pero el papa, Inocencio X, entendió lo contrario y la declaró nula, inicua y sin efecto. La causa primaria de su condena era fácil de entender: Westfalia significaba una derrota profunda del Papado, que quedaba excluido de cualquier influencia directa sobre la política europea. En adelante, las relaciones internacionales se basarían en la soberanía de los estados, sin injerencias religiosas.

Pero por debajo del interés primario de los papas latía una cuestión de principio: dentro de la originaria tensión entre razón y fe se imponía la razón, dejando muy poco espacio a la fe. A lo largo de los siglos, el Papado había sostenido la primacía de su poder espiritual y universalista, por lo que la soberanía de los príncipes no era completa, sino compartida con Roma, sede del poder religioso y heredera en cierto sentido de la legitimidad del Imperio romano. Los reyes y emperadores se declaraban cristianos pero no aceptaban someterse a directrices o interdicciones papales. Los papas tenían el arma de la excomunión, que incitaba a los pueblos a desobedecer a príncipes excomulgados, un arma que unas veces había funcionado, al menos como presión o amenaza, y otras no. A su vez, los monarcas trataban de sujetar a la Iglesia a su control. La tensión había degenerado a veces en conflicto armado entre papas y jefes políticos.

En la propia Iglesia pugnaban dos posturas: la más acorde con el Papado, y la que exigía una diferenciación más radical entre razón y fe, entre política y religión, negando a la Iglesia incluso autoridad para perseguir herejías. Las posturas encontradas de Bernardo y Abelardo, de Tomás de Aquino y Occam, de realistas y nominalistas, habían fundamentado por un lado las orientaciones «papistas» y por otro las contrarias, hasta desembocar en el protestantismo. La imposibilidad de católicos y protestantes de prevalecer en Alemania había llevado al compromiso de Augsburgo en 1555, bajo la norma, inaceptable para los católicos, de que el rey o el príncipe no solo se emancipaba del poder religioso, sino que tenía derecho a imponer su propia versión del cristianismo a sus súbditos. Augsburgo no había arreglado nada ante la acción de los opuestos intereses de los estados, hasta que el choque mayor, la Guerra de los Treinta Años, había conducido a la Paz de Westfalia, que desplazaba al Pontificado de los asuntos internacionales, y entrañaba un triunfo de la razón sobre la fe, paradójicamente promovido por los protestantes enemigos de la razón y por una Francia católica que tanto había ayudado al protestantismo por razones de Estado.

El Nuevo Orden europeo aseguraría un futuro de paz, prosperidad y cooperación, alzándose sobre tres pilares presuntamente racionales: la mencionada soberanía de los estados, el equilibrio de poderes y el comercio. La soberanía significaba el rechazo a cualquier poder por encima del de los estados, en cuyos asuntos internos no debían entrometerse otros ni, desde luego, Roma. La «razón de Estado», proclamada con más o menos precisión por los católicos Bodin o Descartes, el hebreo Spinoza, el calvinista Grocio y otros, constituía la base de la política. Su ventaja derivaba precisamente del concepto «razón»: nada favorecería más la paz que la razón, achacando implícitamente a la religión los sangrientos conflictos anteriores. Pero cabía dudar de si no se habría tratado de pugnas políticas con pretexto o cobertura religiosa: «La guerra es la continuación de la política por otros medios», definirá más tarde el teórico Clausewitz. Como fuere, la razón de Estado evitaría en lo sucesivo las guerras, y lo haría por dos medios decisivos: el equilibrio de poderes y el comercio.

Estableciendo un equilibrio entre los estados, ninguno tendría fuerza bastante para imponerse a los demás; los cuales podían en otro caso coligarse contra el agresor y condenarle a una derrota segura. El factor comercial es un argumento más elaborado:

le douce commerce conviene a todos porque beneficia a todas las partes y se guía por intereses prácticos opuestos a las pasiones —religiosas u otras—, culpables de los males de la humanidad. Más aún, el comercio era la expresión misma de la sociabilidad y la concreción más lograda de la razón. Comercio y guerra se presentaban como antitéticos, y sobre tal axioma razonarían abundantemente los pensadores del siglo siguiente, llamado la

Ilustración, por haber llevado el cultivo de la razón a niveles sin precedentes. La razón de Estado se precisaba en la razón del comercio, en la economía.

Dentro de esas concepciones, Holanda, y a imitación suya Inglaterra, construían imperios muy diferentes del español, gobernados por grandes sociedades mercantiles basadas en un absorbente interés económico. Dichas compañías operaban como verdaderos estados, hacían guerras, utilizaban el corso y comerciaban o saqueaban según procediera. En nombre del dulce comercio traficaban con esclavos, tratados en sus plantaciones con más dureza que en las colonias españolas del Caribe.

Ciertamente una observación elemental indicaba que el dinero, el deseo de ganancias, llegaba a suscitar pasiones tan violentas y absorbentes como cualquier otra afición humana. Y que numerosas guerras habían tenido una motivación crudamente comercial, la cual tampoco faltaba en las demás, aunque fuera secundariamente. Por no remontarse más, las ciudades comerciales italianas habían estado constantemente en liza entre ellas por conseguir mercados o desplazar de ellos a los competidores; las guerras entre Holanda e Inglaterra, las del Báltico entre la Hansa y los escandinavos u otros, los ataques de Holanda a Portugal, etc., no tenían otro objetivo. Las loas al comercio como panacea para la paz no dejan de provocar alguna incredulidad, pero aparecían como la esencia misma de la razón aplicada a la vida internacional e interna de los estados.

Debe señalarse, por otra parte, que la exclusión del Vaticano y de la directa influencia religiosa en la política no significó una caída del catolicismo. Por el contrario, el catolicismo volvió a crecer en Inglaterra o en zonas protestantes de Alemania.

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La Paz de Westfalia sería muy elogiada en tiempos recientes por el tratadista político Henry Kissinger y otros, como modelo de lo que podrían o deberían ser las relaciones internacionales. Sin embargo los frutos de «la razón» aplicada a las relaciones internacionales distaron mucho de lo entonces esperado o deseado.

Podemos distinguir en el siglo XVIII dos grandes períodos: hasta 1775, comienzos de la Guerra de Independencia de Usa, y desde esa fecha hasta 1815, final de las guerras napoleónicas. En el primer período, lejos de la ideal paz perpetua, una serie de pugnas bélicas trastornarían el mapa político de Europa, América e India. Inglaterra frustró la expansión colonial francesa y se impuso como primera potencia mundial, mientras Francia, siempre rica y fuerte, caminaba hacia la revolución.

De Westfalia salieron cuatro potencias vencedoras en Europa Occidental: Francia, Holanda, Inglaterra y Suecia. Pero lejos de la paz, tomó cuerpo, entre otros conflictos, una intensa rivalidad entre Francia e Inglaterra, semillero de contiendas que algunos han bautizado como segunda Guerra de los Cien Años, porque se extendería por todo el siglo XVIII y principios del XIX, en un rosario de choques bélicos y treguas.

Y de Westfalia salieron grandes perdedores los tradicionales aliados España y Sacro Imperio. El eje Madrid-Viena, valedor del catolicismo frente al protestantismo y de la propia Europa frente al Islam otomano, representaba una política más respetuosa con el Papado y con mucho más poso religioso. El imperio fue reducido a la impotencia, y el declive de España se concretó en su descenso desde su anterior protagonismo europeo a convertirse en objeto de las apetencias de los vencedores de Westfalia, que planeaban repartirse las posesiones españolas a espaldas de Madrid. La decadencia hispana encontró su personificación en el último rey de la dinastía Habsburgo, Carlos II, débil de mente y cuerpo (incapaz de procrear).

Muerto Carlos II sin sucesor, menudearon los manejos en las cortes europeas por nombrar alguno que satisficiera tales o cuales intereses. Tras un acuerdo sobre un príncipe de Baviera, muerto enseguida, la alternativa, se produjo entre un nieto de Luis XIV, futuro Felipe V de España, y el archiduque Carlos de Austria. En virtud del equilibrio de poderes, Holanda e Inglaterra rechazaban una España directamente subordinada a Francia, y Francia la unión de España con el Sacro Imperio al modo de los tiempos de Carlos V. Como compensación a una eventual renuncia a imponer su candidato, Francia exigía la provincia española de Guipúzcoa y las posesiones hispanas en Nápoles-Sicilia, por las que tan en vano había luchado durante siglos; y el archiduque Carlos de Habsburgo sería aceptado si renunciaba a la corona imperial. Pero Luis XIV, confiado en su fuerza, se proclamó «protector» de España e insistió en su nieto Felipe (Borbón, aunque de sangre en parte Habsburgo), sin renuncia del mismo al trono de Francia, algo inaceptable para las demás potencias. En la rivalidad pesaba mucho el sustancioso comercio con la América española, que franceses, ingleses y holandeses aspiraban a hegemonizar.

Carlos II falleció en 1700, tras haberse inclinado por el candidato francés para sucederle, pensando que garantizaba las posesiones hispanas. Dos años después, tras un período de intrigas, Inglaterra, Holanda y el Sacro Imperio formaron una Gran Alianza y declararon la guerra a Francia. Esta guerra, llamada de Sucesión Española, duraría casi doce años y cambiaría el Occidente europeo modelado dos siglos antes.

Hacia 1708, los franceses sufrían derrotas en los Países Bajos e Italia, pero en el propio escenario español llevaban las de ganar. En 1704, una flota angloholandesa bombardeó Barcelona, y después se apoderó de Gibraltar en un acto de piratería, pues los ingleses retuvieron el Peñón, pese a haberlo tomado a favor del pretendiente al trono español, el archiduque Carlos. Y cuatro años más tarde invadieron Menorca. Con ello se aseguraban una posición de privilegio en el comercio mediterráneo-atlántico, por lo que se dieron por satisfechos, así que en 1810, presionados también por los gastos bélicos crecientes, abandonaron a sus aliados presentándose como intermediarios con Francia. Hasta que en 1713 se negoció el Tratado de Utrecht.

La gran vencedora, Inglaterra, arrebataba Gibraltar y Menorca a España, y a Francia parte de sus dominios en Canadá y una isla de las Pequeñas Antillas; no menos esencial: obtenía el monopolio de la trata de negros para América y salía convertida en primera potencia naval. Francia, aun con sus pérdidas y desgaste, imponía en España a su candidato, Felipe V, que renunciaba a la corona francesa. Con ello Luis XIV, muerto dos años después, satelizaba a España, sobre la que ejercería máxima influencia diplomática y cultural, involucrándola en guerras francesas por los llamados «pactos de familia» (la familia Borbón). El Sacro Imperio era compensado a costa de España, al recibir casi todas las posesiones de esta en Europa: Milanesado, Nápoles, Cerdeña y el Flandes católico (Bélgica). Durante dos siglos España había trabajado junto con el Sacro Imperio contra Francia, y ahora pasaba a aliarse con Francia contra el Sacro Imperio, quedando casi excluida del resto de Europa, salvo a través de París, aunque mantuviese su vasto imperio en América y el Pacífico. Utrecht remataba la decadencia española, final melancólico para una época en tantos aspectos brillante; si bien al mismo tiempo liberaba al país de las inacabables lizas en muchos frentes. Y no impediría una considerable recuperación del país a lo largo del XVIII.

También perdió Holanda, reducida a potencia naval secundaria, con el declive comercial consiguiente, incluyendo la pérdida de su hegemonía en el tráfico de esclavos. Como se chanceó el embajador francés en Utrecht, «tratamos de vosotros, en vuestra casa y sin vosotros» (

De vous, chez vous, sans vous)

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Otra consecuencia de Utrecht, de vasto alcance histórico, fue el reconocimiento, en calidad de reinos independientes, de Saboya y de Prusia —que se separaba del Sacro Imperio—: comenzaba un largo proceso que culminaría un siglo y medio después con la formación de Alemania y de Italia como naciones, es decir, comunidades culturales con estado propio, por primera vez en su inquieta historia desde las invasiones bárbaras.

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Simultáneamente con la Guerra de Sucesión Española, la Gran Guerra del Norte, de 1700 a 1721, anuló los resultados de Westfalia y trastornó el panorama político del norte y este de Europa. Salida de Westfalia como poder dominante en el Báltico, Suecia chocó con una gran coalición movida por Dinamarca y compuesta por Sajonia, la confederación polaco-lituana y Rusia, y finalmente Prusia, llegando a participar brevemente los turcos a favor de Suecia. Durante los primeros nueve años, el genio militar del sueco Carlos XII logró vencer a todos sus enemigos, haciendo cambiar de bando a los polacos y retirarse a los daneses. Pensó entonces tomar Moscú, pero fuerzas muy superiores del zar Pedro el Grande aplastaron sus tropas en la batalla de Poltava, en Ucrania; donde, irónicamente, los antecesores de Carlos XII habían fundado la

Rus de Kíef más de ochocientos años antes. El fracaso de Carlos en tomar Moscú fue el primero de otros dos que marcarían la historia, los de Napoleón y Hitler.

La contienda siguió con alternativas por Polonia, provincias bálticas, Finlandia y Noruega. Finalmente una Suecia agotada buscó la paz, que resultó en la pérdida de todas sus posesiones exteriores —salvo la mayor parte de Finlandia— y la conversión de Rusia y de Prusia en las nuevas potencias del norte y el este. Rusia, en particular aseguraba un objetivo perseguido desde dos siglos antes, abriéndose una amplia ventana al mar Báltico por el golfo de Finlandia y Estonia. Dinamarca no ganaba casi nada y la confederación polaco-lituana acentuaba su decadencia con un Parlamento (

Sejm) cada vez más incapaz, por exigencia de unanimidad en los acuerdos. Suecia libraría aún dos infructuosas contiendas con Rusia, hacia mediados y finales del siglo.

Setenta años después de Westfalia, Francia había perdido su primacía entre los poderes europeos en beneficio de Inglaterra, aunque seguía compitiendo; España, convertida en escenario de disputas externas y mutilada en su territorio metropolitano, caía en la esfera de influencia francesa; Suecia y Holanda pasaban a un rango secundario mientras que Rusia y Prusia emergían como grandes potencias. El Sacro Imperio, la confederación polaco-lituana y el imperio seguían una línea descendente de la que ya no se recobrarían. Eran cambios también transcendentales desde la Europa formada en el Renacimiento

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Hubo otras dos guerras de sucesión, la de Polonia (1733-38) y la de Austria (1740-48), motivadas por la misma razón que la española: la injerencia de otros países en sus asuntos internos. Contra expectativas de apariencia racional, el equilibrio de poderes tendía a generalizar las guerras particulares. En la liza polaca entraron Rusia, Austria, Prusia y Sajonia a favor de Augusto III, mientras que Francia, buscando una mayor división del Sacro Imperio, apoyó a Estanislao I y arrastró a España y varios estados menores. Finalmente ganó Augusto, pero Polonia cayó en un semiprotectorado de Rusia. Hizo un esfuerzo por modernizar su sistema político, desarrollar la enseñanza (primera especie de ministerio de educación en Europa), etc.; pero, al revés que España, no lograría enderezarse. En 1772 sufriría una primera repartición entre Rusia, Prusia y Austria, y luego las definitivas de 1793 y 1795, que acabarían con la confederación polaco-lituana y borrarían a Polonia del mapa político europeo. España obtuvo un beneficio indirecto, pues expulsó a Austria de Nápoles y Sicilia, que quedaron bajo una rama menor de los borbones españoles, con el futuro Carlos III de España.

Al conflicto polaco le siguió solo dos años después otro similar por la sucesión del Sacro Imperio. Lucharon, de un lado, Inglaterra, Holanda, Rusia y Austria a favor de la candidata María Teresa; y contra ella Francia, Prusia, Suecia y España. Prusia buscaba ampliar su hegemonía sobre el espacio alemán conquistando Silesia; Francia insistía en su estrategia de dividir y debilitar al imperio; sus enemigos, impedir el fortalecimiento de ambos. Después de ocho años de campañas, ninguna de las partes había logrado imponerse, y por el tratado de paz consiguiente, en 1748, se devolvieron mutuamente sus conquistas. Nadie había ganado algo sustancial, excepto Prusia, que retenía Silesia. María Teresa permaneció como emperatriz.

Para España, la guerra se combinó con otra recién empezada con Inglaterra. Uno de los grandes objetivos de Londres consistía en dominar, o al menos controlar política y comercialmente la América española, y a ese efecto diseñó una estrategia bien planeada para tomar su centro neurálgico, Cartagena de Indias, donde confluían las principales rutas comerciales. A ese fin, en 1740 Londres preparó la escuadra más fuerte que habían visto los mares, al mando del almirante Vernon, que debía operar en tenaza con otra menor que atacaría desde el Pacífico al mando de Anson. Esta última falló tras sufrir deserciones, naufragios y escorbuto, aunque el único barco restante tuvo la suerte de capturar al Galeón de Manila y hacer rico a Anson. En Cartagena esperaba a Vernon el mejor marino español de la época, Blas de Lezo, llamado

Medio Hombre, por faltarle un brazo, una pierna y un ojo. Lezo ya había capturado o destruido numerosos barcos ingleses y burlado sus bloqueos durante la Guerra de Sucesión. Pese a hallarse en absoluta inferioridad de fuerzas en Cartagena, infligió a la

Navy quizá el mayor desastre de su historia, semejante al de la contraarmada inglesa en 1589. Su hazaña salvó al Imperio español para los siguientes ochenta años. No fue ese el único éxito naval hispano contra los ingleses, revelador de una nueva pujanza marítima, aun si Inglaterra permanecía como principal fuerza en los océanos. España prosiguió ampliando su imperio, explorando hasta Alaska, donde se encontró con los avances rusos.

La paz de 1748, insatisfactoria para casi todos, abocaría ocho años más tarde a la Guerra de los Siete Años, originada por el intento de María Teresa de recuperar Silesia. El conflicto se mezcló con una reforzada rivalidad anglofrancesa y afectó a América, India y otras tierras y mares. Se la ha juzgado primera guerra mundial, calculándosele la desusada cifra de un millón de muertos, la mitad civiles. El prusiano Federico II demostró talento militar, pero, acosado por Austria, Rusia, Francia y Suecia, perdió Berlín a manos de los rusos en 1759, y en 1762 bordeaba una total catástrofe. Le salvó in extremis el fallecimiento de la zarina Isabel I, cuyo sucesor, Pedro III, concertó la paz, y también lo hizo Suecia. Cambió la marea bélica y los extenuados antagonistas acordaron una paz que dejaba en Europa las cosas como estaban, salvo que Prusia, un año antes al borde del colapso, salía reforzada y dueña de Silesia. Ganadora mayor fue de nuevo Inglaterra, que ayudó a Prusia, expulsó a Francia de casi todas sus colonias en Canadá e India y recobró Menorca, que le habían quitado los franceses.

Madrid había intentado arbitrar entre París y Londres pero la agresividad inglesa le impulsó a un tercer pacto de familia en 1761. La flota inglesa había sufrido una enérgica depuración y correcciones después de sus mediocres rendimientos en décadas anteriores, y en 1762 ocupó La Habana y Manila. Las devolvió por la Paz de París, pero retuvo Florida, parte de Honduras y el derecho a navegar por el Misisipí. En compensación, España recibió de Francia la enorme y mal dominada Luisiana, con capital en Nueva Orleans, para evitar su caída en manos inglesas.

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Las grandes potencias y otras menores surgidas por entonces tenían en común el espíritu del «despotismo ilustrado», resumido en el lema «todo para el pueblo, pero sin el pueblo»; ya que el pueblo se distingue más bien por su ignorancia y aspiraciones contradictorias. Los reyes y sus oligarquías eran ilustrados, adictos a la razón, el comercio, la prosperidad y felicidad de los súbditos, e impulsores de las ciencias y las artes. Ello no excluía diferencias notables de espíritu entre, por ejemplo, Rusia, Prusia, Francia o Inglaterra.

En Rusia, la autocracia de los Románof queda bien encarnada en el zar Pedro I el Grande y su magno designio de occidentalizar a Rusia para convertirla en una gran potencia continental. El emblema de su plan y su estilo fue la fundación, a partir de 1703, de una ciudad monumental, fastuosa, ventana a Europa asomándose al Báltico, y exhibición de voluntad de poder. Le puso su nombre alemanizado, Sankt Peterburg, y sustituyó a Moscú, la vieja capital,

Tercera Roma, alejada de Europa y símbolo de unas tradiciones contrarias a sus intenciones. Allí fundó también la Academia de Ciencias, a la que atrajo a numerosos científicos, sobre todo alemanes, iniciando la gran tradición científica rusa. El coste humano de la construcción de San Petersburgo en una zona pantanosa e insana fue altísimo: morirían, se dice, unos 150.000 siervos, forzados a trabajar allí en condiciones primitivas.

En cuanto a la servidumbre campesina, Rusia seguía la orientación contraria a la del resto de Europa. En España se había ido debilitando hasta desaparecer prácticamente varios siglos antes. En Inglaterra se había abolido formalmente a mediados del siglo XVI y en Francia en 1779, aunque en la práctica apenas subsistía por entonces. En Europa Central persistía de modo irregular, según los estados, siendo abolida a lo largo del siglo XVIII y principios del XIX. Rusia —como Escandinavia— no había tenido propiamente feudalismo, de modo que la servidumbre solo se impuso a mediados del siglo XVI, pero desde entonces no había hecho otra cosa que ampliarse hasta incluir al 80 por ciento del campesinado, y en condiciones que empeoraban progresivamente, tanto con Pedro como con sus sucesores: sería abolida en fecha tan tardía como 1869.

De tiempo atrás, Rusia aspiraba a abrirse paso a los mares Báltico y Negro. Logró lo primero con Pedro, y lo segundo, a costa de los turcos, con Catalina, apodada también

la Grande: allí fundó Odesa en 1794, otra ciudad simbólicamente occidental, bajo la dirección del español José de Ribas, contralmirante de la flota rusa, con planos del belga Franz de Wollant. Pedro aplastó sin titubeos todas las resistencias a sus reformas administrativas, religiosas y militares que perdurarían hasta el siglo XX; algunas de ellas impopulares, como la obligación de vestirse a la occidental, o impuestos al uso de la barba. Atrajo a técnicos extranjeros para dirigir sus obras y enseñar a los rusos, envió a jóvenes a instruirse al exterior y construyó la primera marina potente de su país. Con él nacería la tensión entre occidentalismo y eslavismo, típica de la cultura rusa del XIX.

En cuanto a Prusia, su evolución durante la segunda mitad del siglo queda personalizada en Federico II, llamado asimismo

el Grande, o

elFilósofo, o

elMúsico. Este monarca reveló un talento militar extraordinario, inventando o reinventando el orden oblicuo, que le permitió ganar batallas en inferioridad de medios, ampliar su país a costa de Austria y convertirlo en núcleo de la futura nación alemana; aunque estuvo muy cerca de una completa derrota. Reformista, como el zar ruso, encontró menos oposición a sus medidas, de cierta tendencia democratizante: abrió el alto funcionariado y la judicatura a personas de cuna plebeya, organizando el sistema judicial más rápido y eficaz de Europa y procurando igualdad ante la ley; suprimió la tortura y los restos de esclavitud, tomó medidas para evitar hambrunas por malas cosechas, etc.

Federico protegió especialmente a los filósofos (fue la época de Kant) y artistas (él mismo fue un no desdeñable ejecutor y compositor de música), e invitó a extranjeros, como había hecho el zar Pedro. Así, la Academia Prusiana de Ciencias, que no acababa de destacar, fue reforzada con científicos y pensadores franceses (el francés se impuso como su lengua oficial, sustituyendo al latín). Como en Rusia, originó la tradición de la ciencia alemana, que en el siglo XIX y principios del XX conquistaría probablemente los primeros lugares del mundo. Teóricamente calvinista, este rey era escasamente religioso y, dentro de unos límites, promovió la libertad de pensamiento y de culto. Así, cuando los jesuitas fueron proscritos de los países católicos, los acogió, valorándolos como los mejores pedagogos; y lo mismo hizo Catalina en Rusia, con lo que los grandes valedores intelectuales del catolicismo durante dos siglos solo pudieron sobrevivir en un país protestante y otro ortodoxo.

Federico II suele ser celebrado como fundador del espíritu que caracterizaría a Alemania: integridad personal, disciplina y devoción al servicio en una Administración pública bien ordenada. Y un estado democratizante, de jerarquía basada en el mérito, con cierta rigidez militar extendida a partir del ejército, cuyas cualidades y organización se estimaban modélicas para el resto de la sociedad. Cabe añadir una aversión hacia Polonia que también se hizo tradicional.

En estos países, así como en Francia, se había llegado a la figura del monarca absoluto, es decir, hacedor de las leyes «a su placer» y sin la responsabilidad de cumplirlas si no le convenía. El absolutismo resultaba de una larga disputa, a menudo lucha armada, entre los reyes y sectores de las oligarquías nobiliarias; entre la idea del rey como primero entre los nobles, sin estar por encima de ellos, o como potestad indiscutible sobre todos. A veces se ha calificado de democrático el primer enfoque, pero lo era solo como una especie de democracia nobiliaria, muy poco apreciada por el pueblo llano. Además, las luchas entre facciones oligárquicas solían provocar inestabilidad y arbitrariedad, y degenerar en sangrientas querellas, bien visibles ya desde los regímenes visigodo, franco o anglosajón. La concentración del poder suponía una racionalización del mismo con efectos de mayor paz y prosperidad interna. En la época anterior, las monarquías asentadas, así la Monarquía Hispánica, no eran absolutas, pues aunque predominasen claramente sobre la nobleza, seguían más o menos constreñidas por la autoridad religiosa y las exigencias de la moral cristiana, condicionamientos desaparecidos o debilitados desde la Paz de Westfalia.

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