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Quinta parte: Edad de Apogeo » 26. Revolución americana y Revolución francesa

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Revolución americana y Revolución francesa

El primer efecto radical de las prédicas ilustradas no se produciría en Europa, sino en América del Norte, en 1783. La presencia inglesa allí data de 1607, y hasta el XVIII tomaron forma trece colonias en la costa oriental, entre Canadá y Florida. Inglaterra enviaba a delincuentes, como haría en Australia, política opuesta a la de España. Y hasta la mitad y más, llegarían en régimen de servidumbre: para pagar los gastos del viaje podían ser vendidos, golpeados, trabajar sin sueldo y no podían casarse sin permiso del amo. Estas condiciones, aún décadas después de la independencia, solo diferían de la esclavitud en su duración, de tres a siete años. Tales hechos, más la dureza de la vida colonial no auguraban buen futuro, pero durante los años treinta y cuarenta del siglo XVIII ocurrió el «Gran Despertar», oleada de emotiva devoción religiosa en parte fanática, que elevó la moralidad y la cohesión social, y originó nuevas iglesias. Las prédicas insistían en la igualdad evangélica, proyectable a política, y la preocupación por una vida virtuosa y feliz, una constante en la cultura que ya fraguaba.

Para entonces vivían en dichas colonias dos millones de blancos y medio millón de esclavos negros. La sociedad difirió pronto de la inglesa: el sistema aristocrático apenas cuajó y el anglicanismo retrocedió ante otras confesiones protestantes y una minoría católica irlandesa. En la Guerra de los Siete Años, los colonos habían contribuido a derrotar a los franceses de Canadá, y se sintieron vejados cuando el Parlamento inglés les impuso nuevos tributos. Exigieron trato igual a los ingleses de la metrópoli, representación parlamentaria y decisión sobre los impuestos. También les enojaba la tolerancia de Londres hacia los franceses de Quebec, acordada por tratado de paz.

En 1773 los irritados colonos asaltaron tres barcos ingleses en Boston y al año siguiente acordaron la secesión. La metrópoli los despreció: un general afirmó que le bastarían mil granaderos para «castrar a todos los hombres, ya por la fuerza, ya con un poco de persuasión». Pero los presuntos castrables, dirigidos por George Washington, resistieron con guerrillas, si bien fracasaron en extender la revuelta a Canadá. Hasta otoño de 1777 iban perdiendo, pero vencieron en Saratoga, lo que animó a París, ansiosa de revancha por la Guerra de los Siete Años, a declarar la guerra a Londres, También lo harían España y Holanda.

Londres procedió a saquear y destruir los pueblos costeros, cerrar su comercio e incitar ataques de los indios hasta que los colonos volvieran al yugo «con penitencia y remordimiento»; pero Francia desembarcó 6.000 soldados al mando de La Fayette. Los ingleses planearon tomar a sus contrarios por la espalda desde el Misisipí, maniobra impedida por los españoles, mandados por Bernardo de Gálvez. Este facilitó a los rebeldes el comercio por el río, expulsó a los ingleses sucesivamente de sus bases, desbarató su proyectada ofensiva hacia Nueva Orleans y capturó su base naval en las Bahamas. En 1780 la posición inglesa empeoró al capturar los españoles un gran convoy inglés con dinero y provisiones; y al año siguiente la flota francesa derrotó a la inglesa en Chesepeake y bloqueó a sus tropas que, atacadas por las francoamericanas en Yorktown, hubieron de rendirse.

Pese a su larga duración, la guerra fue poco intensa: unos 25.000 muertos en cada bando. Los americanos tuvieron 8.000 en combate, entre 10 y 12.000 por maltrato en los horrendos barcos-prisión británicos, y el resto por enfermedades. De los contrarios, la mayoría fueron mercenarios alemanes. La independencia fue oficializada en el Tratado de Versalles de 1783. A las trece colonias se les reconoció la expansión hasta el Misisipí, lo que les permitió duplicar su territorio y acosar a los indios hacia el oeste. España se resarcía de anteriores reveses frente a Inglaterra: recobraba Florida, zonas de Centroamérica y Menorca; pero no Gibraltar, que había resistido un tenaz asedio.

No obstante el conde de Aranda, ministro del entonces rey de España, Carlos III, haría una reflexión premonitoria: «Recelo de que la nueva potencia nos ha de incomodar cuando se halle en disposición de hacerlo. Ha nacido, digámoslo así, pigmea (…). Mañana será un gigante (…) y después un coloso irresistible en aquellas regiones. En ese estado se olvidará de los beneficios que ha recibido de ambas potencias (Francia y España) y no pensará más que en su engrandecimiento. La libertad de religión, la facilidad para establecer las gentes en términos inmensos y las ventajas que ofrece aquel nuevo gobierno, llamarán a labradores y artesanos de todas las naciones y dentro de pocos años veremos con el mayor sentimiento levantado al coloso que he indicado».

Aranda percibió con bastante claridad que en aquella independencia latía un espíritu revolucionario, procedente de una larga tradición de pensamiento protestante, sobre todo Locke, y católico, de la Escuela de Salamanca. Su objetivo era alcanzar de forma institucional y permanente lo que de siempre había sido un objetivo del pensamiento político europeo: un Estado que amparase la libertad de los individuos impidiendo la inclinación de las oligarquías o los monarcas al despotismo. Ello se esperaba conseguir dando gran libertad a los partidos, contrapesando unas instituciones políticas con otras y limitando el período de mando presidencial.

No obstante, el fundamento filosófico era poco consistente. La

Declaración de Independencia, basada en la

Declaración de Derechos de Virginia de 1786, afirmaba como base de sus aspiraciones: «Sostenemos como evidentes por sí mismas estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos derechos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad». No eran verdades: una elemental observación prueba que los hombres nacen desiguales por posición, medios y carácter familiar, y por los dones e inclinaciones que «los dioses han puesto en ellos», como advertía Homero. Si los hombres nacieran iguales, continuarían iguales, pues las sociedades son creaciones suyas. Por lo mismo sufre la idea de que los gobiernos se hayan creado para garantizar los derechos, los cuales, como «verdades evidentes», deben estar impresos en toda sociedad. Tampoco se trata de evidencias, sino de elaboraciones intelectuales, acertadas o no, producto de la historia, con sus conflictos y reflexiones.

El punto clave revolucionario de la Declaración de Virginia consistía en su afirmación del poder como originado en el pueblo, y solo ejercible en virtud de servicios al pueblo y por elección popular, descartando los cargos hereditarios, la monarquía y el propio sistema social estamental. Ambas declaraciones, la de Virginia y la de Independencia, son democratizantes, pero los derechos no abarcaban a todos los hombres, pues los indios y los negros quedaban al margen; y la mayoría de los blancos no votaba: el sufragio era censitario, no implantándose el universal (masculino) con generalidad hasta setenta y tres años después de la independencia. Y el voto de los negros solo se haría efectivo en los estados del Sur pasada la mitad del siglo XX.

Por otra parte, igualdad y libertad no siempre son armonizables y pueden ser opuestos. Asimismo la «búsqueda de la felicidad» puede contrariar a la libertad, cuyo ejercicio es a menudo molesto y a veces peligroso. Pero tuvieran la base racional que tuvieren, las frases de la Declaración tocaban fibras profundas de la psique humana y ejercerían una sugestión intensa sobre millones de personas, estimulando a un tiempo los intereses y ambiciones personales y las reglas para impedir que esas ambiciones e intereses destruyeran a la sociedad. El equilibrio entre las reglas y los impulsos individuales dio a la sociedad useña un dinamismo sin precedentes, hasta el punto de desbancar, un siglo y medio después, la hegemonía mundial de Europa.

Aquel dinamismo no procedía meramente de su organización política, sino de un intenso mesianismo subyacente. Por más que coexistían varias religiones (aunque los protestantes habían perseguido a los católicos y quemado sus iglesias en Maryland a finales del siglo XVII, por ejemplo), el elemento inspirador era el calvinista puritano de los «padres peregrinos», asentados en Massachusetts en 1620 huyendo de la persecución anglicana, con la idea de construir la evangélica «ciudad sobre la colina» o la «nueva Jerusalén», cuya virtud debía causar admiración e imitación al resto del mundo.

Ese mesianismo proponía una predestinación al dominio del continente, inscrita en el propio nombre del país: «Estados Unidos de América». Hacia 1812, Usa intentó hacerse con Canadá, pero los ingleses contraatacaron y quemaron Washington, con lo que su expansionismo se desvió hacia el oeste. Los perdedores fueron los indios y los mejicanos, ya entonces independientes a su vez.

El mesianismo quedó reflejado en declaraciones como las del presidente John Quincy Adams a principio del siglo XIX: «La Divina Providencia» había destinado a toda Norteamérica «a ser poblada por una nación con un idioma y un sistema general de principios religiosos y políticos y habituada a unos usos y costumbres sociales». Otros expresaron «el derecho a poseer todo el continente que nos ha otorgado la Providencia para aplicar nuestro gran designio de libertad». No obstante, en 1861 los estados del sur, perjudicados por la política económica del gobierno, intentaron separarse de la Unión, y siguió una durísima Guerra de Secesión con unos 600.000 muertos, parte de ellos en los bárbaros campos de prisioneros. Después fue abolida la esclavitud, y el esplendor de los negocios y la industria hicieron del país la primera potencia económica del mundo hacia finales del siglo XIX.

* * *

La revolución useña repercutió por dos vías en Francia: esta quedó fuertemente endeudada por su ayuda a Usa, y el ejemplo useño radicalizó a muchos ilustrados: solo seis años después de la Revolución Americana estallaba en Francia otra.

Reinaba desde hacía catorce años Luis XVI, persona amable, moderada y reformista, que convocó para mayo de 1789 los Estados Generales, reunión de los tres estamentos o «estados»: el clero, la nobleza y el «tercer estado» popular, a fin de aprobar impuestos que sufragasen la deuda, y atender a quejas generales. Era la primera vez que se convocaban desde más de un siglo y medio antes, y resultó un mal momento, pues se habían sucedido dos años de clima inhabitual y malas cosechas, causando hambre (no solo en Francia); la apertura del mercado tres años antes a productos ingleses más baratos había causado numerosas quiebras, aunque se esperaba beneficiosa a la larga; y la inquietud social era explotada por algunos agitadores. Aun así no había razón para esperar desórdenes: Francia era un país admirado en toda Europa, bien cultivado, muy patriota, con manufacturas potentes, excelentes comunicaciones y administración ordenada. El campesinado vivía mejor que en ningún otro país y solo un 17 por ciento de él carecía de tierra, en contraste con las latifundistas Inglaterra o Prusia. Y el hecho de que la Hacienda francesa se hallase varias veces al borde de la quiebra en un país tan rico, indica que la presión fiscal no era excesiva.

Sin embargo muchos nobles querían debilitar la monarquía y recobrar su viejo poder, y no faltaban entre ellos y el clero, así como en el tercer estamento, el

popular o

burgués, personas de ideas subversivas, con una idea del pueblo contraria a la sociedad estamental. Los monárquicos y el mismo rey mostraron una autodeslegitimadora actitud claudicante, pronto advertida por sus enemigos. Los Estados Generales, lejos de votar impuestos, afirmaron representar «la voluntad del pueblo», se proclamaron Asamblea Nacional soberana y constituyente y votaron una Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, inspirada en la useña. Era ya la revolución. En julio empezó la agitación callejera y el día 14 las masas tomaron la prisión de la Bastilla, mataron a varios guardias, degollaron al director y pasearon su cabeza en una pica —diversión que se generalizaría—. Después, en el ayuntamiento, asesinaron a un preboste y destrozaron su cuerpo. Estas acciones se convirtieron en un mito de la revolución, y el 14 de julio quedó como fiesta nacional, con la Bastilla como símbolo de la odiosa opresión del Antiguo Régimen. Y en cierto modo lo era: los presos liberados fueron siete, dos perturbados, cuatro falsificadores y un pervertido. Poco antes había estado el marqués de Sade —un perturbado «sádico»—, el cual excitaba a la gente desde una ventana, mintiendo sobre presos que estarían siendo decapitados.

Danton, uno de los jefes revolucionarios, definiría la táctica: «Audacia, más audacia y siempre audacia», y en ello puede resumirse el proceso ulterior: medidas cada vez más radicales y terroristas que terminaron por costar la cabeza a sus mismos promotores. La mayoría del clero apoyó a la Asamblea, uno de cuyos principales impulsores fue el abate Sièyes, un tanto cínico hacia la religión y autor de la célebre proclama ¿

Qué es el tercer Estado? Todo. ¿Qué ha sido hasta ahora políticamente? Nada. ¿Qué pide? Llegar a ser algo. Enseguida ese «algo» fue el todo para quienes se proclamaban sus representantes. De inmediato la Iglesia fue privada de poder y expropiada para financiar el movimiento. La emisión masiva de «asignados» con respaldo teórico en los bienes expropiados creó una inflación galopante, y se prohibió huir del país bajo pena de muerte. Cundieron los clubes, centros de agitación, los más extremistas los llamados

jacobinos, algo menos los

girondinos, escindidos luego de los primeros. El rey fue llevado de Versalles a París por un cortejo de mujeres y gentes de los bajos fondos, precedido por las cabezas de varios guardias enarboladas en picas. La Constitución mantenía la forma monárquica, pero Luis XVI, confinado, intentó huir a Bélgica en junio de 1791, siendo capturado y devuelto a la capital. En septiembre, la Asamblea Constituyente dio paso a la Legislativa, convertida en maremágnum de disputas.

El fervor revolucionario mermaba y, para elevarlo, los girondinos exigieron atacar a las monarquías vecinas y «liberar a sus súbditos». Los jacobinos rehusaron, pues temían perder la guerra y deseaban concentrar sus fuerzas en radicalizar la revolución. El belicismo fue favorecido por la amenaza de Austria y Prusia de reimponer el viejo orden en Francia, aun si al mismo tiempo miraban con cierto agrado cómo el poderoso rival galo se destrozaba él solo. El 20 de septiembre de 1792 la Legislativa era sustituida por la Convención, con un Comité de Salvación Pública como ejecutivo, la cual elaboró una nueva Constitución, republicana. Para cortar la vuelta atrás, el rey fue guillotinado a principios de 1793. Para provocar aún más a las monarquías, también fue ejecutada en octubre la reina María Antonieta, tras una farsa judicial. Inglaterra y España entraron en la guerra y la Convención replicó con la

levée en masse, que la dotó de un ejército numeroso y ferviente, gracias al cual rechazó a sus enemigos y ganó territorios. La formación de ejércitos de masas fue otra de las consecuencias de la revolución, que abarató notablemente la vida del soldado, por así decir. Hasta entonces, los ejércitos solían ser relativamente pequeños y las guerras poco mortíferas a menos que coincidieran con epidemias y hambrunas, que también llegaban en tiempos de paz.

Todos estos procesos se desarrollaban en medio de pugnas por el poder, acusaciones y revueltas entre unas facciones y otras (girondinos, jacobinos,

cordeliers). Y cundían simultáneamente las protestas populares por el hambre, y las luchas civiles. La de mayor gravedad fue la rebelión de La Vendée, que duró tres años, masacrada por los revolucionarios con resolución genocida.

La Convención creía inaugurar una nueva era opuesta a la cristiana. Declaró 1792 como Año Uno y estableció un calendario con nombres de meses alusivos al clima. Desató asimismo una persecución religiosa comparable a las peores de la antigua Roma, y en la catedral gótica de Notre Dame fue entronizada la diosa Razón, en la persona de una actriz. Todo el pasado, la historia, quedaba anulado y condenado, excepto los destellos o episodios asimilables a precedentes de la revolución.

Emergió como líder Robespierre, deseoso de aplicar un radicalismo máximo. Deísta contrario al ateísmo de muchos de sus compañeros, implantó el culto a un Ser Supremo, nada cristiano. A Robespierre se le recuerda como principal impulsor de los diez meses de terror desde septiembre de 1793, aunque el terror y las matanzas habían subrayado todo el proceso. Él opinaba que «castigar a los opresores de la humanidad es clemencia; perdonarlos es barbarie»; y tal como entendía la humanidad, podían ser opresores cuantos no comulgaran con sus iniciativas. El terror se volvió contra revolucionarios como Danton, Hébert, Westermann —el genocida de La Vendée—, Desmoulins («He aquí cómo acaba el primer apóstol de la libertad» dijo ante el cadalso. Madame Roland, otra revolucionaria, hizo otra frase célebre: «Libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre»), Olimpia de Gouges, y otros más. Marat, conocido por sus libelos sedientos de sangre, había sido muerto antes por la girondina Charlotte Corday, a su vez guillotinada. El padre de la química científica, Lavoisier, sufrió la misma suerte cuando el juez especificó que «la república no necesita científicos ni químicos». Las víctimas de este período, solo parte de ellas guillotinadas, se han estimado en 50.000, incluso en 100.000, en su gran mayoría (72 por ciento) campesinos, artesanos y obreros, aunque el clero sufrió proporcionalmente la mayor sangría.

Por fin, el 27 de junio (9 de termidor del nuevo calendario) de 1794, una conjura derrocó a Robespierre, que fue a su vez guillotinado con otros amigos suyos. Quienes les derrocaron también habían ejercido el terror.

Un año después Napoleón Bonaparte barrió con artillería a los partidarios de la Convención, que fue sucedida por un Directorio de cinco políticos, varios conocidos por su corrupción. Para mantenerse, el Directorio prolongó la guerra, pues, con el país arruinado, la paz traería de vuelta a unos ejércitos a los que no podía pagar, mientras que en el extranjero vivían de expropiaciones y tributos a los naturales. En esas guerras ganó prestigio Napoleón. Los revolucionarios conquistaron el norte de Italia, Holanda, Nápoles, zonas de Alemania; pero hacia 1799 retrocedían ante las tropas rusas y austríacas. El 18 brumario (9 de noviembre) de ese año, Napoleón puso fin al Directorio, y propiamente a la Revolución Francesa.

* * *

Los diez años revolucionarios pueden resumirse en terror y matanzas, guerra y ruina del país. Cada paso empujaba más allá la «audacia», so pena de frenar el impulso y derrumbarse. Hubo en ello algo de primitivismo y revuelta contra la propia civilización, cuyos valores se vieron ultrajados por una explosión de obscenidad, llamamientos salvajes, exhibición de cabezas cortadas, ansia de sangre. La guillotina constituía un espectáculo fastuoso, al que asistían numerosas mujeres; los asistentes a la muerte de Luis XVI empaparon pañuelos en su sangre o se untaban con ella. Hasta canibalismo, como en el despedazamiento de la princesa de Lamballe durante una jornada de asesinatos, violaciones y brutalidades sin freno, bacanal liberadora de restricciones morales. Algún lazo guardaba la orgía con la prédica, típica de la Ilustración francesa, del «buen salvaje», que en nombre de la razón ponía en solfa los absurdos de los civilizados; eco a su vez de las fantasías de Las Casas sobre los indios americanos.

El lema revolucionario «libertad, igualdad, fraternidad» —de raigambre cristiana, pero muy empleado por la masonería— ejerce fuerte sugestión psíquica, y la Revolución Francesa despertaría millones de admiradores dispuestos a imitarla. Rara vez se habrá dado en la historia tal frenesí de crímenes entre aclamaciones a la libertad etc., y ese frenesí también ejercía una atracción oscura. Por lo demás, la lógica de la libertad no concuerda fácilmente con la igualdad, pues consiste en diferenciarse de los «iguales», y la igualdad exige homogeneidad. Lo mismo la fraternidad. En los hechos, la libertad consistía en obedecer a los más fanáticos; aumentó la pobreza, y con ella la desigualdad entre la vertiginosa oligarquía dirigente y la masa popular, alimentada con consignas cada vez más furiosas contra «enemigos del pueblo» designados; y la fraternidad ni siquiera existió entre los revolucionarios, que se asesinaron generosamente entre sí. Los derechos declarados nunca habían sido pisoteados con más empeño. Cabe pensar que el lema funcionaba como un espejismo y un arma mágica en manos de quienes detentaban el poder, hasta no significar otra cosa que un pretexto para organizar baños de sangre.

El otro gran tema, la Razón, adquiría un tinte mesiánico, redentor, hasta animista. Que su bandera haya amparado tales hechos prueba la existencia de fuerzas oscuras en el ser humano: algunos concluyeron que la revolución había fracasado por no haber sido lo bastante extrema y terrorista, por haber quedado a medias…

El legado inmediato fueron las guerras más cruentas de la historia europea, salvo acaso la de los Treinta Años; la interrupción de evoluciones prometedoras en varios países; una convulsión política intermitente en la mayor parte de Europa; y una reacción de horror, con intentos finalmente fallidos de volver al pasado. Pero, calmado el frenesí, quedó la idea de la igualdad ante la ley, derechos «naturales» y soberanía nacional ejercida por medio de libertades, elecciones y separación de poderes. Lo cual provenía de una evolución anterior y quizá se habrían impuesto sin tal revolución.

Sigue siendo común bautizar como «burgués» aquel movimiento, con enfoque de rasgos marxistas. Burgués significa habitante de la ciudad, y la burguesía había cobrado bastante poder desde la Edad de Asentamiento. En sentido más actual se entiende burguesía como sinónimo de capitalismo con la idea, sugerida o explícita, de que la revolución

burguesa prologa la

proletaria. En realidad, la francesa fue protagonizada por el submundo social, excitado por grupos de abogados, intelectuales y agitadores, que solo en sentido muy lato cabe llamar capitalistas. Y los valores invocados proceden de la cultura anterior, fundamentalmente cristiana, tienen un alcance universal, no limitado al interés económico o «de clase» de los empresarios. Pero ese carácter

burgués es uno de los mitos más arraigados en la cultura europea posterior.

Ambas revoluciones, francesa y useña obraron —un tanto fraudulentamente— en nombre del pueblo, de la libertad, la igualdad y la razón, y sorprende que principios parecidos hayan provocado sucesos tan distintos. Cabría atribuirlo a la inexistencia en América de un Antiguo Régimen que derrocar, pero la intensidad de la sacudida francesa no guarda proporción con esa posible causa. Una diferencia más clara está en la religión: en Usa no hubo persecución religiosa, sino afirmación de las raíces cristianas y atenuación de discrepancias entre iglesias. El Gran Despertar tuvo allí tanta influencia como las ideas de Locke o Montesquieu, y pesaron poco las de Voltaire o Roussseau. Esto evitó parte de la epilepsia gala.

Los useños acertaron a crear pronto un sistema político ordenado y perfeccionable, mientras que en Francia los ensayos se sucedían febrilmente, fracasando todos. Tiene interés otra diferencia: la Constitución useña menciona el derecho de los ciudadanos a «la búsqueda de la felicidad». La concepción predominante en Francia era que la felicidad debe ser suministrada a los ciudadanos por el Estado.

Como fuere, la Revolución Francesa señala un antes y un después y, junto con la Revolución Industrial, marcará la entrada de Europa en una nueva edad, que llamaremos de Apogeo, porque su poderío material —el de algunas de sus potencias— se volvió totalmente irresistible para cualquier país o civilización de otros continentes.

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