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Quinta parte: Edad de Apogeo » 32. El hombre, divinidad precaria

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El hombre, divinidad precaria

Los siglos XIX y XX podrían ser llamados «de las ideologías», brotadas de la Ilustración. A las modalidades liberal, marxista, anarquista o nihilista se sumarían en la primera mitad del siglo XX los dos fascismos italiano y alemán. El término «ideología» se ha usado en varios sentidos, como el de Marx o como filosofías degradadas aptas para movilizar al vulgo; aquí le doy el de concepciones del mundo con directa proyección política, basadas en la razón y excluyentes de la fe religiosa. Ideología, por tanto, se opone a religión, en principio. Pero, como ya hemos indicado, el efecto del culto a la Razón es la divinización del Hombre, dueño de tal instrumento todopoderoso, que le permite percibir, por ejemplo, la evidencia de que Dios no ha creado al hombre con barro, como pretende el irracional mito, sino que el Hombre ha creado los dioses a su imagen y semejanza, amasándolos con el barro de la ignorancia y el temor. Por tanto, podía prescindir de ellos. Y la moral, que se decía una imposición de la divinidad, ¿acaso estaría fuera del alcance humano construirla de acuerdo con su razón y ciencia?

En

Antígona, Sófocles hace decir al coro:

Muchos son los misterios (o las maravillas, o portentos), pero nada más misterioso que el hombre. Él cruza el espumoso mar con borrascoso ábrego y lo surca bajo las amenazantes olas que braman a su alrededor. Y a la tierra, la más venerable de los dioses, inagotable e infatigable, la va fatigando con el ir y venir de los arados un año y otro (…). Él se ha procurado el lenguaje y los alados pensamientos y las normas que ponen orden a las ciudades (…). No hay suceso al que se enfrente sin encontrar soluciones, solo al Hades no podrá escapar, pero ya concibe medios de escapar a enfermedades antes incurables. Pero aun con tal ingenio y recursos, unas veces resbala hacia el mal, otras se desliza al bien…

Si quisiéramos buscar la diferencia más profunda entre ideología y religión, la encontraríamos en la inclinación de la primera a suprimir la última frase del discurso, la moral, y sustituirla por las habilidades de la razón.

Aún se percibe mejor en el mito del pecado original. La ideología desdeña el mito por irrazonable: ¿cómo puede un niño nacer con pecado, por culpa de Adán y Eva? Pero el pecado original describe muy bien la condición humana, su paso de la inocencia del instinto animal a la esfera de la moral, tan a menudo atormentadora, donde él se mueve forzosamente sin dominarla jamás ni entenderla del todo; tema desarrollado en el Libro de Job y en general a lo largo de la Biblia y el Evangelio. Negar el pecado original, la culpa, prometer la vuelta al paraíso de una libertad sin consecuencias ni responsabilidad, viene a ser la aspiración profunda de las ideologías, y de ahí su intensa sugestión sobre la psique, que detesta cualquier sujeción y límite a sus deseos.

* * *

Gran parte del siglo XIX transcurrió, estética y políticamente, bajo el signo del romanticismo y los llamados posromanticismos. Al igual que los movimientos anteriores que habían conformado Europa desde la Edad de las Invasiones, implicó una concepción de la vida extendida al arte y la política; y aunque podría presentarse como contrario a la razón y la ciencia, no obstaculizó a estas, pues aquel siglo marcó un apogeo de la técnica y de la ciencia o de un modo de concebir esta. Más bien expresa cierto predominio del sentimiento dentro de la tensión entre este y la razón que caracteriza la evolución europea y que alterna el peso de una y otro, sin eliminar a ninguno. Goethe, que participó en su gestación, terminaría definiendo el clasicismo como lo sano y el romanticismo como lo enfermo, pero este resultó inmensamente creativo en música, pintura y literatura, y también en política.

Existe un fondo común entre clasicismo y romanticismo: el culto al Hombre como una especie de nueva divinidad. Dentro de ello, el clasicismo ilustrado es generalista, exalta la razón, esperando que esta lleve a verdades inconcusas y universales sobre el mundo, la vida y el destino humano e imponga la lógica sumisión de la humanidad a ellas. El romanticismo, en cambio, exalta en el hombre lo individual, el sentimiento, una libertad y creatividad ilimitadas. En sus extremos, así como el racionalismo anula la libertad en función de conclusiones ineluctables, el romanticismo empuja hacia la anarquía, la ruptura con las normas y con cualquier orden social; la popularidad de la figura del pirata o del bandido fue uno de sus rasgos. Políticamente, la Ilustración tendía a difuminar o destruir las particularidades nacionales y a desdeñar las tradiciones populares, mientras que el romanticismo ponía estas muy en primer plano. En las ideologías catalogaríamos como próxima al clasicismo la de Marx, y al romanticismo la de Bakunin. Desde luego, el romanticismo no renunciaba a la razón, con la que defendía sus posturas en pro del sentimiento (una razón que no tomase en cuenta el sentimiento sería muy poco razonable). De modo similar, el racionalismo clasicista generaba sentimientos intensos, bien visibles en las revoluciones y odios a que dio lugar.

Con el romanticismo no desapareció lo que Goethe llamaba clasicismo: de hecho siempre permaneció cierta amalgama entre ambos. François Guizot escribió un ensayo sobre la civilización europea, suponiendo a Francia el núcleo generador y concibiendo la civilización como un progreso sin fin de la actividad social y del individuo moral. El factor clave habría sido el segundo: el cristianismo en sus primeros siglos no atacó ninguno de los males sociales, pero «cambió al hombre interior, sus creencias, sus sentimientos; regeneró al hombre moral, al hombre intelectual»; y de ahí desarrollos sociales posteriores. También podía ocurrir a la inversa: que la mayor riqueza, igualdad y orden social mejorasen moralmente a los individuos. En una visión progresista, cada generación humana y cada individuo perdían entidad propia, reducida a servir de abono, por así decir, a los siguientes. Y la religión sería solo un factor más en el proceso.

Auguste Comte fue más allá en su racionalización inventando la «ley de los tres estadios» por los que pasaría la humanidad: el religioso o teológico, basado en ficciones míticas; el metafísico o filosófico, apoyado en abstracciones, y el científico o positivo, cuyo instrumento era el método de las ciencias para llegar a certezas indudables. La sociología coronaría a las demás ciencias, a las que utilizaría para alcanzar una organización científica de la sociedad, consigna muy difundida por entonces en los medios intelectuales europeos. El núcleo de la idea era el ateísmo, o bien una «religión de la humanidad», con una moral asimismo científica y culto a grandes hombres, en particular los de ciencia. Una organización social «científica» acabaría con la libertad de los individuos, la cual quedaría como superstición heredada de los estadios anteriores.

Se partía del «Hombre», fuera en su faceta social como «humanidad» armada del instrumento de la Razón todopoderosa e impositiva; o en su faceta individual, el «yo» libérrimo incluso frente a la sociedad. Enfocado de un modo u otro, el Hombre parecía una evidencia, pero en definitiva, ¿qué era ese ser divinizado?

Uno de los modos más antiguos de intentar penetrar en el destino humano es la literatura, cuya descendencia de los mitos religiosos no exige mucha argumentación. Y el siglo XIX fue el gran siglo de la novela. Numerosos países europeos produjeron algún autor excepcional, así Manzoni suele ser considerado el mayor literato italiano desde Dante; Eça de Queirós desde Camoens; o Galdós desde Cervantes. Francia, Inglaterra y Rusia fueron especialmente prolíficas en narradores de talento.

Con cierta arbitrariedad podríamos considerar los más significativos a Balzac, Dickens y los rusos Dostoievski y Tolstoi. Los cuatro se preocuparon especialmente de describir caracteres bajo cuyos avatares aflorase la profundidad de la condición humana. Balzac aspiraba a trazar una «historia natural de la sociedad» a través de su colección de obras

La comedia humana, así llamada por referencia a la

Divina comedia. Resultaba, desde luego, poco divina, y la palabra comedia remite en Balzac más bien a la farsa. Por sus novelas pulula una multitud de personajes de todo género y clase, de fuerte relieve bajo una observación aparentemente fría, como diseccionados en sus conductas, sin insistir en calificaciones morales, que aun así se desprenden, difuminadas, del propio relato. En su mundo, el dinero es la medida de todas las cosas y corrompe el amor, las virtudes, las ilusiones o las pasiones, que fracasan o concluyen en la trivialidad gris de la existencia

burguesa donde triunfan a menudo los más deshonestos y vulgares. En

El coronel Chabert, por ejemplo, esa visión alcanza una profundidad entre cínica y trágica: «La vida humana es así», y no deja mucha esperanza de cambio. Podría describirse con una frase de Sartre: «El hombre es una pasión inútil». Parece que Balzac se aproximó al final al catolicismo, pero su enfoque es el de un positivista sin ilusiones, un

burgués materialista, ilustrado y escéptico y aun así fascinado por el paisaje humano.

La aproximación de Dickens difiere radicalmente. Se ha hecho notar a menudo su denuncia social de la miseria y del abuso que sufrían las capas más desprotegidas de la sociedad bajo el triunfalismo y el moralismo de la sociedad victoriana. Pero su enfoque no es amargo ni cínico ni frío : es el de un reformista social que cree en la capacidad de mejora de ser humano y de la sociedad, en el triunfo final de la virtud sobre el vicio. La injusticia existe, pero es remediable, como ocurre en

Oliver Twist. Las circunstancias que hacen desdichados a los personajes provienen sobre todo de la pobreza, pero la persistencia en la virtud termina por hacerlos recibir su merecido premio, así como los malos obtienen el castigo. Continúa una larga y optimista línea de la literatura inglesa, en la que tiene un papel el humor, a menudo sarcástico pero sin veneno. Hay en Dickens un optimismo de fondo, y su compasión por los desdichados brota de su espíritu religioso (anglicano). Comparte los valores e ideales de la sociedad en que vive, y si retrata sus males es con la convicción de que no son permanentes y que el progreso social e individual es posible y real. Balzac, también conservador en sus ideas, no parece creer mucho en el progreso moral del individuo.

Dostoievski y Tolstoi son las máximas figuras del sobresaliente florecimiento cultural ruso, y para muchos los mayores novelistas de la historia. Los dos profundizan como pocos en la condición humana, difiriendo mucho entre sí. Dostoievski percibe con fuerte ansiedad las consecuencias de las corrientes darwinianas y nihilistas que niegan a Dios y, con él, la moral. Su obra

Demonios tiene algo de profética sobre lo que había de ocurrir en Rusia en el siglo XX. Pero es Raskólnikof en

Crimen y castigo, el personaje que asume su función divina declarándose dueño del destino de la vieja usurera, de su vida sórdida y parasitaria, una vida «inútil» (el utilitarismo era también una doctrina muy en boga). El asesinato, el hacerse dueño y destructor de una vida ajena, puesta en el mundo por una fuerza incomprensible, por tanto irracional, es la manifestación más profunda de la divinización del Hombre, al menos del Hombre superior que ha comprendido la realidad de la vida y sus leyes. El ejemplo fascinante de Napoleón, que no ha vacilado en sacrificar a multitud de personas a su gloria, y es, no obstante, adorado por tanta gente, manifiesta esa realidad: el hombre superior, el genio divinizado, está justificado para romper las pequeñas reglas de la moral que torturan a los espíritus pequeños. Sin embargo Raskólnikof no consigue escapar a la culpa, que le atenaza y le lleva a comprender que debe pagar el crimen, y encontrará redención en el amor por Sonia. El relato es psicológicamente profundo y convincente, pero, ¿y qué decir de tantos criminales que no parecen sentir la menor culpa por sus actos?

En Tolstoi debe distinguirse su última etapa, mística, anarcocristiana, aspirante a la disolución del yo, en la que renegó de sus novelas; y su época literariamente creativa. Una diferencia típica con Dostoievski consiste en el carácter épico de varias de sus obras, particularmente la más famosa,

Guerra y paz, carácter ausente en el anterior, cuyo estilo es más bien dramático.

Guerra y paz ha sido comparada, algo forzadamente, con la

Ilíada. Esta es un relato de héroes, mientras que la obra de Tolstoi, que él no consideró una novela, trata de responder más bien a su concepto de la historiografía: «Para estudiar las leyes de la historia debemos cambiar del todo el objeto de estudio; olvidar a los reyes, ministros y generales y estudiar los elementos homogéneos e infinitamente pequeños que guían a la masa». Nada de héroes, pues. De hecho,

Guerra y paz es solo parcialmente una novela, pues integra frecuentes ensayos sobre el poder, la guerra o la historia. En ella, los personajes, aun ficticios la mayoría, van trazando al mismo tiempo una grandiosa panorámica de la vida rusa, algo que no preocupa a Dostoievski. En este sentido tiene algo de epopeya. No existen personajes de relieve especial que caractericen la trama (Pierre Bezújof es el más citado), sino un gran número de ellos, tratados con auténtica genialidad en sus rasgos personales, en el entrelazamiento de sus pasiones, deseos y aspiraciones en tiempos de paz, arrastrados y confundidos luego por el torbellino bélico. Un panorama grandioso; pero en el epílogo vemos a varios de los supervivientes principales sumidos en una vida vulgar: la brillante Natasha ha perdido su chispa y su ingenio, se ha vuelto gris y tacaña, y Pierre se ha convertido en algo así como un marido pusilánime. Los celos afloran aquí y allá, y tampoco las vidas de Nicolai, la princesa María o Sonia sugieren algo más que una existencia anodina, harto alejada de la épica anterior: tanta excitación y convulsión para tan poca cosa, podría ser una conclusión. Tolstoi da por supuesta la existencia de unas leyes del movimiento histórico, pero su obra expresa más bien lo contrario, a menos que esa sea la ley: muchos trabajos y pobre desenlace.

Hay alguna similitud entre Balzac y el Tolstoi de

Guerra y paz. En ambos la vida viene a constituir una agitación sin objetivo claro, no deja de acercarse a una pasión inútil, si bien en Tolstoi la poesía y el amor tienen un papel más relevante. También hay similitud entre Dickens y Dostoievski, los dos con un fondo religioso más intenso, pero que en el primero nos parece convencional, y en el segundo alcanza un calado muy superior. La actitud de Dostoievski se resume en su famosa frase: «Si Dios no existe, todo está permitido». Y ese «todo» es principalmente el crimen, el más salvaje de los crímenes… que en realidad dejaría de serlo, pues no habría criterio para definirlo como tal. Y por lo demás, la creencia en Dios no ha evitado la comisión de enormes atrocidades en la historia. El autor gira en gran medida sobre ese tema: el crimen existe, es algo real, no una simple convención supersticiosa de los débiles; y por tanto debe ser expiado: la fe y el amor cristiano ofrecen el camino de redención. Una fe empapada en angustia, por la deficiente capacidad humana para comprender los designios divinos en medio del dolor y el mal tan presentes en el mundo.

En estos cuatro autores encontramos una cruda disparidad entre una sociedad que parecía avanzar rápidamente hacia la solución de todos los problemas técnicos y vitales, como sugería el coro de

Antígona, final de la historia y sus desdichas a cargo de un hombre divinizado, vislumbrado por Comte y otros muchos; y la escasa consistencia del hombre de carne y hueso, sujeto a mil inquietudes y avatares. Pero, cabría decir, la literatura, como el arte en general, no pasa de ser ficción, sin otra competencia real o utilitaria que la de divertir imaginativamente a la gente. Por tanto, sin la transcendencia significativa que algunos pretenden otorgarle.

Habría que ir, pues, a la ciencia, y al respecto Sigmund Freud publicaba sus primeras obras a finales del siglo XIX. Hoy, Freud está bastante desacreditado, pero se ha dicho durante mucho tiempo que el siglo XX ha sido la obra de tres judíos, o judeogermanos: Marx, Freud y Einstein… Obviamente no es así, pero sí es cierta su poderosa influencia en muchas de las corrientes intelectuales de la época. Y pese a que Marx detestaba directamente a los judíos, Freud era ateo y Einstein poco creyente.

Freud, de modo semejante a Marx, intentó un estudio científico del animal hombre, y simplificando al extremo, diríamos que Marx trata de explicarlo a partir de la función nutritiva, del «ávido y funesto estómago» que diría Homero, y cuya insatisfacción daría lugar a la lucha de clases; y Freud a partir del sexo, la función reproductiva tan complicada en el ser humano. Las doctrinas de ambos gozarían de enorme aceptación en medios intelectuales y artísticos, también populares, sobre todos en los años veinte y sesenta, sin que su fascinación haya desaparecido del todo.

Freud explicó al hombre, es decir, su psique, mediante un conflicto entre su instinto sexual y las imposiciones morales, que tendía a resolverse en neurosis. En la psique operarían tres instancias, el «ello», los deseos inconscientes; el «superyó» o las normas morales impuestas desde la infancia por la educación; y el «yo» consciente en parte, que orienta la vida entre las presiones del ello y el superyó, fracasando a menudo y dando lugar a enfermedades mentales. La represión de los deseos por el superyó hace que estos reaparezcan simbólicamente disfrazados en los sueños o en diversas manifestaciones neuróticas.

Para explicar la conducta, incluso la historia humana, Freud recurrió al mito de Edipo, interpretado arbitrariamente (como un supuesto instinto sexual del niño hacia la madre, o el inverso de la niña hacia el padre), y al mito del asesinato primordial del padre, una variación del «estado de naturaleza» de Hobbes o Locke. Este segundo mito es esencial, porque con él se fundaría la cultura. El padre primitivo gozaría de todas las mujeres, impidiéndoselo a sus hijos, los cuales terminarían por asesinarle. De la culpa por el asesinato, debida a la ambivalencia amor/odio al padre, y de la necesidad de repartirse las hembras para evitar el conflicto, nacería la cultura con sus normas represivas. Freud opinaba que la cultura creaba malestar y neurosis en los individuos a causa de las restricciones, externas e interiorizadas, impuestas sobre sus pulsiones sexuales; pero no era partidario de suprimir tales restricciones en principio, ya que ello engendraría la lucha de todos contra todos.

Sin embargo, la idea podía modificarse, sobre todo si se combinaba con la de Marx sobre el carácter explotador y opresor de la sociedad

burguesa. La represión sexual no pasaría de ser un instrumento de los explotadores para mantener su dominio, en especial la opresión sobre la mujer; por tanto la «liberación sexual» o «revolución sexual», sería un arma tan poderosa como la lucha de clases para acabar el dominio capitalista. La idea se abrió paso en momentos de crisis no solo política o económica, sino cultural, en el período de entreguerras y desde los años sesenta del siglo XX.

Por tanto, Freud no hacía del hombre un dios propiamente hablando, quedaba a medio camino. En

El porvenir de una ilusión descarta la religión como un montaje ilusorio y consolador, construido por la psique humana para calmar sus angustias más esenciales. Una vez la ciencia ha puesto de relieve su naturaleza irreal, la religión irá desapareciendo y siendo sustituida por la ciencia. El problema es: ¿podrá la ciencia cumplir ese papel que la religión ha tenido en las sociedades tradicionales? Freud admite que «nuestro dios

Logos no es, quizá, muy omnipotente, y no puede cumplir sino una pequeña parte de lo que sus predecesores le prometieron. Si efectivamente llega un momento en que hayamos de reconocerlo así, nos resignaremos serenamente (…). Creemos que la labor científica puede llegar a penetrar un tanto en la realidad del mundo, permitiéndonos ampliar nuestro poder y dar sentido y equilibrio a nuestra vida». Así pues, el dios Logos, la razón y la ciencia, podría llegar a la omnipotencia (a dar al hombre la omnipotencia) o quizá no, pero en todo caso satisfaría la necesidad humana de sentido mejor que la religión, por ser más real. Empero, la fe en la ciencia como aportadora de sentido y consuelo psíquico es una contradicción. Al enfocar al hombre como un animal más, producto de miles o millones de mutaciones al azar y sin finalidad alguna, cualquier noción de sentido cae por tierra, y con ella los valores e ideas que darían a su vida alguna importancia. Se impone entonces una impresión de caos, y en vez de equilibrio una angustia multiplicada.

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