Europa

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I » La fábrica

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Salieron de noche. Tardaron sólo dos días en atravesar tres fronteras, tres países. Por la noche habían dormido en casa, papá había regalado las gallinas, vendido la vaca. Amontonaron los cestos con tomates y pimientos contra la pared del corral. Heda había recogido sus libros en un hato y lo había camuflado entre la ropa de la maleta, sin que la madre lo advirtiera. Pamuk fue tumbado en el suelo del coche hasta la estación.

Las primeras noches en la pensión de la calle Sylvester no se creía que estuviesen allí. No dormía. Antes de que saliera el sol se lavaba la cara en la cocina. Las paredes estaban muy cerca unas de otras. Notaba el bombeo de la sangre contra sus sienes. Le latía muy deprisa el corazón. Nunca antes había pensado en su corazón. En que estaba rojo y caliente, en que latía solo, ahí adentro, en el pecho. En que podía dejar de latir.

Hay una fábrica en la ciudad, una fábrica de plásticos y derivados del plástico. Pero no es la fábrica de papel. Hay otras fábricas más. Una de coches en las afueras. Dos más, una de vidrio y otra de relojes, en un pueblo un poco más allá. Otras. Y luego está la del señor Schultz, la más grande de todas, la de papel.

—Hoy irás a la fábrica con tu padre y con Pamuk —dice la madre.

—¿Para qué? —pregunta Heda.

—Tienes que trabajar.

Pamuk ya trabaja allí. Tiene los dedos ennegrecidos de manipular las planchas. Papá da clase en las escuelas de los pueblos. Heda tenía que dar clases con él.

—Irás a la fábrica y hablarás con el señor Schultz —dice la madre—. Tu padre y él han encontrado algo para ti.

Papá no conocía al señor Schultz. Pero un hombre que conocía a papá, con el cual papá tenía cierta amistad, sí. Ese hombre había hablado al señor Schultz de papá. También de la madre, de Heda y de Pamuk. Lo que el señor Schultz sabe de papá es que tuvo que huir del país. No puede hacerse una idea de lo que piensa Heda acerca de ello. O la madre. O papá. Hay cientos de hombres procedentes del país trabajando en esas fábricas, huidos de sus casas por la misma razón, o semejantes. Qué más da. También, el señor Schultz ha conseguido a papá su empleo como profesor. Papá no sabe a ciencia cierta cuál es el credo del señor Schultz. Pero lo que sí que parece claro es que el credo de ellos, al señor Schultz, a todo el mundo allí, en realidad, les da igual.

El trabajo acaba de comenzar en la fábrica cuando bajan del autobús. El ruido lo llena todo, un estruendo constante, ensordecedor. Miles de máquinas funcionando a la vez. Heda siente una punzada en el pecho, se pregunta si podrá trabajar allí, con todo ese ruido. Inmediatamente lo desecha. De un modo u otro, ella trabajará con papá. Dando clases como él. Para eso ha estudiado en la universidad.

Pamuk desaparece el primero. Su puesto se halla en el taller, entre todas aquellas máquinas de aspecto peligroso. De momento, maneja una que corta grandes piezas de papel. Parece una guillotina inmensa cuando se la enseña a Heda. Pamuk, además, la engrasa, se encarga de revisarla cada tarde, antes de marcharse. Debe cuidar asimismo de que el papel no se atasque, de que nada se detenga por su culpa.

Pamuk queda en su máquina rodeado de las miradas medio indiferentes medio envidiosas de los demás. Papá y ella suben por una escalera metálica que conduce a las oficinas del piso superior. Se eleva por encima de una plataforma, sobre la planta de manufactura, y acaba en una pasarela de cristal. Mientras la atraviesan, Heda mira a través de los cristales, distingue a lo lejos el campo. Piensa en los apartados prados que rodean el campus de la universidad, en el ágil muchacho que la perseguía, manejando horriblemente los pedales de la bicicleta del preboste, riendo, urgido también por la prisa, la prisa roja y desbocada que hace latir el corazón.

Un hombre aguarda al otro lado del corredor. Es el señor Schultz. Tiene preparado para ella un puesto en el almacén, dice, de momento podría ayudar con los paquetes. El señor Schultz tiene unos cuarenta años, nunca sonríe. Lleva un celuloide rígido debajo de la corbata. Su propio cuello, muy ancho, parece estrangulado a causa de él. Papá le estrecha la mano, sonríe.

—Es una muchacha muy preparada —dice—. Ha estudiado el idioma. En poco tiempo verá que lo habla tan fluidamente como usted o como yo.

Pronuncia las palabras de forma que en sus labios suenan como una esperanzadora profecía. El señor Schultz, en cambio, no dice nada. Se sienta detrás de su escritorio y ni siquiera se molesta en contestar.

Al cruzar de nuevo por la pasarela, Heda se detiene a mirar por el cristal. Los obreros, abajo, parecen hormigas, moviéndose meticulosamente por los pasillos de la planta.

—¿Estás bien? —le pregunta papá.

—Me ha dado un vuelco el corazón —dice ella.

—Eso no es nada.

Es verdad. Es estúpido pensar en su corazón, se dice. Ahora. Allí. Antes nunca había pensado en él.

Intentará no hacerlo más.

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