Europa

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I » La fábrica

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Llueve. El autobús se detiene cinco veces antes de llegar a la fábrica. Con la cabeza apoyada en el cristal de la ventanilla, Heda mira el paisaje pasar. Campos abandonados de labranza. Pueblos grises con las casas sin pintar. Calles anchas flanqueadas por coches destartalados. Un vertedero coronado por la campana de una iglesia. Silos y almacenes con grandes letras escritas en el tejado. Otro pueblo. Un río. Una montaña. Otro pueblo más. La lluvia golpea con tanta fuerza en el techo del vehículo que parece que lo fuese a perforar.

Cierra los ojos. Durante un rato, los solares desiertos siguen sucediéndose tras el cristal. Toma su carpeta de tapas duras del trabajo y saca de dentro unos papeles. Los repasa. Hileras de números y palabras. Simples, monosilábicas. Un repertorio tan pequeño que no habría hecho falta ir a la escuela, leer esos libros que papá le obligó a leer, repetir tantas frases de difícil pronunciación. A veces, la vista se aparta de los papeles fuera del autobús. Le gustaría estar de nuevo en su país, volver a la universidad. Tomar chocolate en la cantina. Montar en bicicleta. Aquí es como si fuera otra persona.

No quiere llegar a la fábrica, fichar, subir las escaleras de la oficina y sobrevolar la planta por la pasarela para desenfundar su máquina de escribir un día más. Ficha en la recepción de la oficina y sube por las escaleras metálicas hasta la pasarela que sobrevuela parte de la plataforma de la fábrica. El ruido de las máquinas de la planta de manufactura, abajo, es ensordecedor, aunque ahora le llega amortiguado, a través de los grandes paneles de cristal. Pamuk también estará allí, en algún lugar del taller, entre todos esos obreros taciturnos, vestido con mono azul. Otro más entre tantos como él.

La oficina es un cuarto sin ventilación por el que se accede al despacho del señor Schultz. Heda es la primera en llegar. Se quita el abrigo y se pone la bata. Riega el geranio que languidece junto al ventanal y mira el aparcamiento vacío donde los perros se reúnen a dormir. Se sienta frente a su escritorio, busca en el cajón de abajo el pequeño transistor. Lo conecta. Retira la funda de la máquina. Coloca un folio mientras presta atención a los comerciales sobre apuestas, colutorios, venta de muebles de segunda mano. Accesorios de coche. Saldos. Después, el noticiario. Huelgas. Subida de los precios. Disturbios en alguna ciudad de su país. Se lleva las manos a la cara. Con los ojos ocultos, trata de llorar, se los restriega. No puede llorar. No siente el menor deseo de llorar. No siente nada. Sólo vacío.

Pronto aparecen dos mujeres, una bonita y bien vestida y otra un poco vulgar, que se acomodan cada una a un lado del segundo escritorio que ocupa la habitación. Una es Rachel, la secretaria personal del señor Schultz, el director. La otra es su hermana. La hermana del señor Schultz.

Heda apaga la radio.

—Puede esperar a su hermano aquí —dice Rachel.

—Me parece que hoy no va a venir —dice la hermana del señor Schultz. Se vuelve en busca de algo—. Un papel —solicita mirando hacia Heda. Es Rachel quien se lo entrega—. Será mejor que me vaya y que él lo arregle luego con mamá.

Escribe algo y entrega la nota doblada a Rachel. Rachel se pone en pie para acompañarla a la salida. No se despiden. Heda se queda un instante observándolas, viendo cómo atraviesan la planta por la pasarela de cristal. Bien vestidas. La hermana del señor Schultz un poco más. Su ropa, más cara. El ruido que llega de abajo, del taller, hace que sus palabras se borren. Impide que se oigan. Sólo las ve mover los labios. Gesticular. Como lo harían los glamurosos personajes de una película muda.

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