Europa

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II » Schultz

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Nieva. No es una nieve mullida ni hueca. No es blanda. Es aristosa y fría, se clava. Forma charcos enlodados en las calles, hielo en las aceras. La gente de aquí los sortea con habilidad. Ellos, no. Heda tropieza y está a punto de caer. En el pueblo. En la parada de autobús. En la entrada de la fábrica. Otros trabajadores la miran, pero nadie la ayuda. Piensa en un enjambre de abejas devorando a un simio. Con un rostro atravesado por la duda.

En la oficina reina un ambiente distendido. Ha venido la hermana del señor Schultz. Han pedido café a la cantina, pero la hermana de Schultz ni lo ha probado. También han traído unos bollos, los mismos bollos resecos y toscos, hipercalóricos, que comen los trabajadores de la fábrica. Se los ha comido Rachel. Últimamente come mucho. Para lo que esté haciendo y dice:

—Umm. Tengo hambre.

Saca una tableta de chocolate del cajón. A veces le ofrece un poco a Heda y a veces no. Y lo devora en un instante.

La hermana del señor Schultz se sienta en el borde de la mesa y escucha lo que Rachel le dice acerca de esto y aquello. Habla sin parar. Y come. La hermana del señor Schultz bosteza. Ella y su madre preparan una cena de Navidad. Lo hacen cada año. Ha venido a ultimar los detalles con su hermano.

Heda ha oído hablar de esa cena a Rachel. Rachel dice que invitan a los otros directores de las fábricas y a sus mujeres. Al alcalde. A algunos empleados. A veces también acuden personalidades nacionales.

A menudo, Rachel dice:

—El señor Schultz y su familia viven a las afueras del pueblo en un gran chalet. Podrían permitirse vivir mucho mejor, pero son muy modestos.

Heda asiente y continúa con lo que estuviera haciendo. Ahora, Rachel sonríe a la hermana del señor Schultz, mientras continúa hablando. La hermana de Schultz se ha quitado el abrigo y lo deja caer sobre los hombros. Es un abrigo de piel. ¿Serán muchos invitados?, pregunta Rachel. ¿Irá el alcalde también? Menuda expectación. Ella y su marido cenarán en casa de sus suegros. Los hermanos de su marido, dice, sus esposas y sus hijos irán también. Está impaciente por que llegue el día, dice, este año su marido y ella tienen algo importante que anunciar. Ya lo sabe, ¿verdad?

Entonces la puerta del despacho de Schultz se abre y el señor Schultz llama a Heda. Rachel ha parado de hablar. La mira con extrañeza, frunce el ceño mientras Heda toma la libreta y atraviesa el espacio entre los dos escritorios para entrar en el despacho del señor Schultz.

—Siéntese —le ordena Schultz cuando está dentro.

El despacho de Schultz huele a tabaco y a papel. Por la gran ventana al otro lado de su mesa entra el escaso resplandor de la mañana, brillante, de un blanco que hiere la vista. Se oye el paso de un tren.

Heda ocupa una de las dos sillas al otro lado de la mesa del señor Schultz. Abre su libreta y se dispone a escribir. Lo ha hecho otras veces, cuando Rachel se ausenta, cuando Rachel ha de hacer algún recado para él o para la hermana del señor Schultz. Desde allí, después de firmar unos papeles con su pluma estilográfica, el señor Schultz la observa.

—Sé que no está a gusto aquí —dice levantando la cabeza—. Pero no debería desaprovechar una oportunidad como la que se le ofrece.

Ella no contesta. Schultz deja de escribir.

—Su compañera dejará el puesto en marzo, está embarazada. Usted ocupará su lugar.

—¿Yo?

Así que está embarazada. Rachel espera un bebé. Por eso tiene hambre. Por eso está contenta. Por eso no para de hablar.

A Heda le duele la cabeza. Le gustaría decir al señor Schultz que no, que no quiere su trabajo, que no quiere mecanografiar contratos, ni hablar con proveedores disimulando su acento, ni ocupar el lugar de Rachel. A él parece incomodarlo su silencio.

Dice:

—Imagino que le está costando acostumbrarse a vivir fuera de su casa. De su país.

Ella se revuelve en la silla. Nadie parece querer pronunciar allí el nombre de su país, como si se les hubiese olvidado. No obstante, mira a Schultz a los ojos. La expresión de Schultz pierde fiereza.

Dice:

—Una vez estuve allí, cuando era joven. En su país. Visitando la costa.

Sonríe. Junta las manos sobre el escritorio, delante del rostro, que parece querer ocultar.

—Era diferente, un lugar precioso. Pescamos. Comimos. Bebimos vino. La gente era muy hospitalaria.

Permanece callado unos instantes observándola, aguardando una respuesta. Pero ella no tiene nada que decir. Schultz deja de sonreír.

—Vamos, no me mire así. No soy el causante de los males del mundo.

El teléfono suena y el señor Schultz descuelga. Hay una serie de saludos ceremoniosos, de rigor. Schultz se reclina en su sillón. Lo hace girar hacia el ventanal. Ella observa su espalda. La ventana. Los hombros de Schultz. Schultz comienza a hablar de la huelga en tono duro, se pone en pie y mira a través del cristal. Heda se incorpora para salir del despacho, pero él se apresura a detenerla con un gesto.

—No le he dicho que se podía ir —dice, tapando el auricular—. Vuelva a sentarse.

Termina con unas frases apresuradas, de fórmula, y cuelga el aparato. Se sienta y la examina un instante. Heda mira hacia otra parte. Desde el otro lado de la mesa, Schultz le dice:

—Hay algo familiar y conmovedor en usted.

Lo dice como si fuera un reproche.

Heda no contesta. Le cuesta comprender que un hombre como él hable así. ¿Qué puede encontrar de familiar en ella? No tienen nada en común. ¿Cómo se atreve? No hay nada en ella que él pueda reconocer, nada semejante, ni familiar ni conmovedor. Ella ha crecido en el sol. Se ha sumergido en los días cálidos en pozas llenas de limo y de misterio. Ha hablado con los dioses. Él es sólo un fabricante, un operario, un manipulador de la realidad. Y sin embargo, la juzga desde su superioridad idiota, ficticia. De amo. Lo odia.

Cuando comprende que Heda no va a decir nada, vuelve a adoptar su aire severo.

—¿Conoce a Peter Vanÿek?

El aire se detiene en el pecho de Heda. Una masa sólida a la altura del esternón.

—No —contesta.

Él fija la vista en su escritorio. Arquea las cejas mientras se le ensanchan las aletas de la nariz.

—Le ruego que piense en mi oferta y venga a verme —dice sin mirarla.

Heda se pone de pie.

—Se acostumbrará —continúa Schultz—. Tendrá que acostumbrarse a vivir aquí.

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