Europa

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II » Ibbet

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Pamuk ha invitado a Ibbet a merendar. Ha traído unas galletas. Son unas galletas típicas de su país. Caseras, toscas, resecas, hechas por ella misma en el horno de su casa, la casa que comparte con su hermano. Heda no las comía nunca porque eran cosas de campesinos. No le gustaban. Ahora las prueba y le da las gracias a Ibbet.

—Te han quedado muy bien —dice Pamuk.

La madre se pasea por la sala con ropa para planchar. No deja de hacer lo que está haciendo. Nunca deja de hacer lo que esté haciendo, siempre tiene algo que hacer. La casa es pequeña, vieja, fea; pero ella la mantiene limpia y recogida. Es eficaz como el capataz de una fábrica. Ibbet le acerca el plato de galletas y le ofrece. La madre coge una sin mirarla, la deja sobre el aparador, mientras enciende la plancha. La televisión está conectada. Dan un concierto de música rock. Cinco jóvenes melenudos cantan en el idioma extranjero que ya les es tan familiar como el suyo. Tocan las guitarras con estruendo, como arrancándoles las notas, como si quisieran pagar con ellas una especie de mal humor que los acosa. Heda mastica la galleta una y otra vez, no la puede tragar.

—Ibbet está aprendiendo a bordar —dice Pamuk.

La madre levanta la vista de la plancha. Luego Pamuk habla de protestas en la fábrica. De revueltas en las otras fábricas del país. De disturbios en la capital. Ibbet permanece callada. La madre ordena a Heda que vaya a buscar agua, y ella agradece poder salir un momento del comedor. En la cocina, escupe la galleta de Ibbet.

A las cinco regresa papá.

Ibbet se levanta del sofá. Pamuk, no.

Dice:

—Papá, te presento a Ibbet.

Papá estrecha la mano de Ibbet con simpatía. Incluso con afecto. Papá es así. Luego la abraza, le pide a Ibbet que se vuelva a sentar.

—Pero ¿cómo? ¿Estáis comiendo

mintovash?

—Sí. Las ha hecho Ibbet —dice Pamuk.

Ibbet enrojece. Le ofrece una a papá.

—Muchas gracias —sonríe papá.

Da un mordisco a la galleta, que se desmorona en su boca con ruido de arena. Tiene el rostro cansado. Le han salido canas en las sienes. Y arrugas. Ya no parece el mismo, aunque nada haya cambiado en él.

—Vamos a beber —dice levantándose de su sillón—. Voy a buscar el vino dulce. Está en el mueble bar, ¿verdad, mamá?

Beben vino dulce con las galletas. La madre ha terminado de planchar. Bebe vino y se sienta también. Pasan la tarde hablando en su idioma, recordando las cosas agradables de su país. Ríen. Heda no tiene ganas de reír. Siente una especie de anestesia en el pecho, como algo que lo aletargase. Siente deseos de marcharse. Papá dice que echa de menos la comida, los productos del huerto, los huevos, el pan, que no es como el de aquí. Pamuk se mira las manos, silencioso. No ha dicho apenas nada desde que llegó papá.

—¿Así que tú también trabajas en la fábrica? —pregunta papá a Ibbet.

—No —contesta Ibbet, sin levantar los ojos apenas—. Antes trabajaba en la fábrica. Ahora trabajo en una tienda. Aunque gano menos dinero. Pamuk me lo aconsejó.

—Es lo mejor para ella —dice Pamuk—. En la fábrica no está segura.

—¿Qué quieres decir con que no está segura? —pregunta papá.

—Pronto habrá huelga —dice Pamuk, evitando mirarlo a los ojos—. Vamos a parar.

Papá sonríe y sacude la cabeza.

—No lo creo. No he oído mencionar nada de eso al señor Schultz.

—¿Y por qué iba Schultz a contártelo a ti? —dice Pamuk—. Pregúntale a Heda.

Papá vuelve el rostro hacia ella.

—Heda —le pregunta papá—. ¿Has oído hablar de huelga al señor Schultz?

Heda niega con la cabeza. Pamuk tiene razón. ¿Por qué iba a hablar de huelga delante de ellos el señor Schultz? ¿Por qué iba a mencionar delante de ellos algún asunto importante? Nunca ha oído hablar de nada al señor Schultz.

—Creo que me lo habría dicho de ser así —asegura papá—. Es un hombre prudente. Y respetuoso.

—Es un bastardo —dice Pamuk—. Un explotador.

Papá deja de sonreír. Mira a su hijo con tristeza.

—Por favor, no hables así. No delante de nuestra invitada.

Ibbet se revuelve inquieta en el borde del sillón.

Pamuk se pone apresuradamente en pie y sale de la habitación. Al cabo, se oye el portazo de la puerta de entrada.

Papá da unos golpecitos en el hombro de Ibbet. Enseguida volverá, le dice. Luego, sacudiendo su pipa contra el cenicero, anuncia que el señor Schultz es un buen hombre y que piensa invitarlo a tomar café.

—¿Aquí? —pregunta Heda.

—Pues claro.

La madre se levanta y retira el vino dulce, las galletas, los vasos aún sin vaciar. Lo pone todo en una bandeja y se lo lleva.

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