Europa

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IV » Knopf

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Los miércoles, a la hora de comer, el señor Schultz recibe a papá. Papá entra en la oficina como un empleado más, se descubre la cabeza, saluda a Rachel con una leve inclinación. Lleva en su cartera los libros que utiliza para enseñar a leer a los niños de los alrededores, a los obreros iletrados de las fábricas. Rachel lo envuelve en una mirada curiosa. Sabe que es el padre de Heda. Un refugiado, como ella. No es amable con él. No sabe qué viene a hacer aquí. No sabe quién es ni sabe nada de los artículos de prensa, de las fotos, de los libros y las obras de teatro escritos por él.

La ofensa, La especulación. Pulsa el botón del comunicador que conecta con el despacho de su jefe y lo anuncia con su voz anodina al señor Schultz. Al rato, la puerta del despacho se abre y Schultz invita a papá a entrar.

Durante toda la mañana, Heda los oye hablar tras de sí. Un murmullo de voces, movimientos imprecisos tras la puerta, lápices que vienen y van. A veces, la voz de papá se eleva por encima de la del señor Schultz. Ya no le importa, siente curiosidad. Quisiera entrar con una excusa u otra, podría hacerlo. Una firma del señor Schultz. Una carta para archivar. Quisiera ver la cara de humillación de Schultz. Le gustaría sentir su incomodidad.

Rachel se marcha a su casa a la hora de comer, últimamente lo hace a menudo. Está rara. Ha adelgazado. Sin embargo, no para de comer. A veces baja a la cantina a por un pastelito de crema y un bocadillo de queso, y se los come con desgana. Huele raro. Quizá haya perdido a su bebé. Quizá no quiera dejar su puesto a Heda.

Heda no tiene hambre y se queda a escribir unas cartas. Así adelantará trabajo antes de Pascua. Sin embargo, no hace nada de lo que ha dicho. Sólo permanece sentada. Está cansada, no tiene ganas de pensar. Debe tomar una decisión, salir o no antes de que lo hagan ellos. Pero sólo permanece allí, mordiéndose una uña.

Finalmente coge el abrigo y se va.

En la pasarela, se cruza con la hermana del señor Schultz. Es mucho más joven que el señor Schultz. Sólo un poco mayor que ella. Lleva un sombrero y un abrigo de piel. Huele a menta y a perfume. Es alta, distinguida, parece una actriz. Ni siquiera mira a Heda cuando ésta se detiene para dejarla pasar. Se pregunta si podría competir con ella con un vestido nuevo. Si podría pasar por una chica bonita. Del país. Es la primera vez que piensa algo así desde que llegó aquí. Es la primera vez que piensa así en mucho tiempo.

En la calle se ha levantado viento. Rodea el edificio y va a la parte de atrás del almacén. Se sienta. El lugar está vacío, no hay ni un solo trabajador. A veces no ve a nadie hasta que se va. Saca su libro y comienza a leer, pero cualquier cosa que emprende hoy le parece aburrida. La impacienta. Todo la hace pensar en él. En Schultz. En la huelga y en la hermana de Schultz. En parte, lo que siente se parece un poco a la vida que recuerda en ocasiones. A veces es un instante nada más. El miedo, la amenaza, el porvenir desaparecen. Y queda sólo la vida. Es un poco ridículo. Tal vez alguien venga por ella y se la lleve. Pero no ahora. Ahora no.

La niebla se hace tan espesa que no le llega la luz del farol. Se pone en pie. Camina hacia la fábrica, pero la voluminosa forma de los edificios se ha borrado. No hay nada frente a ella salvo niebla. Por un momento, siente que se marea. Le falta la respiración. Avanza a tientas unos pasos y luego gira a la derecha para regresar a la oficina por la parte de atrás. Hay un zumbido en el aire, un sonido sin eco. Parece como si hubiera anochecido de repente. Se siente confusa. Se ha perdido. Mira a todas partes buscando un punto de referencia cuando se da cuenta de que se halla dentro del taller. Es desconcertante, sentir que se está fuera y estar dentro. Le lleva un momento que su cabeza lo acepte. Aguarda un poco antes de salir, no quiere perderse. Afuera puede ser mucho peor.

—¿Qué haces aquí?

Un hombre se abre paso hacia ella entre la niebla. Está tan cerca que tiene que levantar la cabeza para mirarlo a la cara. Es Knopf.

—Un momento —dice él—. ¿No eres tú esa muchacha, la hermana de Pamuk? —Se acerca aún más—. ¿Quieres un cigarrillo?

—No —dice apartándose de él.

—Espera un poco.

Lleva uniforme. Una placa brilla en la solapa de su chaqueta. Le hace pensar en la policía. Tiene la cara completamente picada de viruela.

—¿Sabías que hay nidos de vencejo en el techo, ahí detrás? —señala—. ¿Te gustaría verlos?

—No —dice Heda.

La examina con detenimiento.

—Eres muy guapa. ¿Cómo te llamabas?

—Heda.

—Yo soy Iggor Knopf. Puedes llamarme Iggor, aunque aquí todos me llaman Knopf.

—Me tengo que ir.

—Así que trabajas aquí. Ya me parecía a mí que te conocía de algo.

La sigue hasta la puerta. Afuera, la niebla sigue siendo espesa.

—Yo puedo ayudarte si lo necesitas —dice Knopf. Coge la mano de Heda—. Tú sólo dímelo, ¿eh?

A Heda le late deprisa el corazón. Se vuelve hacia la luz, está mareada. Tiene ganas de vomitar. Intenta soltarse, pero Knopf no le suelta la mano. Así que Heda la lleva a su boca y la muerde con fuerza. Knopf deja escapar un grito y la empuja contra la pared. Heda se golpea la cabeza, pero no le duele. Knopf se mira las marcas de los dientes en la piel.

—¡Hija de puta! —grita.

—¿Qué pasa aquí? —pregunta alguien tras ellos.

Es el señor Schultz. Mira con los ojos entornados desde la puerta, enmarcado por la luz del exterior.

—Señor Schultz —dice Knopf—. Llevo un rato buscándolo.

Heda puede sentir la adrenalina en su torrente sanguíneo. Primero en las sienes. Luego en las muñecas. El señor Schultz la mira mientras habla con su capataz.

—No es de mi incumbencia, pero debería ir a ver lo que ha pasado en la planta dos —dice Knopf—. Parece que hay alboroto.

—Márchate.

Knopf se marcha mirando hacia atrás. El señor Schultz permanece quieto frente a ella. Hace frío, pero siente que se ahoga. No puede respirar.

—Su padre ha estado esperándola. ¿Dónde estaba?

—En mi tiempo libre no tengo por qué darle ninguna explicación —contesta.

Schultz la agarra por el brazo. Siente sus dedos atenazándola con fuerza. Pero no siente miedo. Sólo odio y un gran vacío. Con una sola mano, Schultz la atrae hacia sí. La besa. Heda permanece entre sus brazos, quieta. Inerte. Siente el impulso de escupir. Debería escupir en la cara al señor Schultz.

Denso y pesado, el aire pasa de largo por su pecho, encajonado, y se aleja de su corazón.

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