Eternity

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Capítulo 4

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Cuando Carrie estuvo sentada en el pescante de la vieja carreta de Josh empezó a desear no haber visto jamás su fotografía. Su marido estaba tan furioso con ella que ni siquiera le hablaba ni la miraba. Azuzó los caballos y sacudió las riendas, como si los animales fueran el motivo de sus problemas, y emprendieron la marcha bajo el sol de poniente, seguidos por el carro con el equipaje de  Carrie.

—En realidad no quise decir... —empezó a alegar Carrie, pero Josh la cortó en seco.

— No me diga una palabra, ni una sola palabra. Necesito reflexionar sobre lo que voy a hacer al respecto.

 —Podría dejarme demostrar de qué soy capaz —murmuró ella entre dientes.

Al oír eso, Josh la miró de reojo, con tal expresión burlona que Carrie apretó los labios y se negó a dirigirle de nuevo la palabra.

Al cabo de un largo recorrido por una carretera polvorienta y llena de baches, enfilaron por un camino que apenas era un sendero invadido por la cizaña y avanzaron lentamente bajo los altos árboles. Al cabo de unos minutos fueron escaseando los árboles y Carrie pudo ver la casa.

En su vida había visto un lugar tan abandonado y de aspecto tan triste como aquella pequeña y destartalada casa. Carrie había visto pobreza en Warbrooke, y algunos de sus primos Taggert eran pobres; pero sus casas no tenían ese aire triste, miserable y abandonado de aquélla.

Todo el terreno que se extendía por delante de la casa y rodeaba el pequeño cobertizo de detrás aparecía yermo de hierba y plantas, y la lóbrega casa no tenía cristales en las ventanas; tan sólo papel encerado. El interior de la casa estaba iluminado, aunque con escasa luz, y no se veía salir humo de la deteriorada y alta chimenea.

La casa en sí no era más que una especie de cajón con una puerta y una ventana a cada lado. Anejo a la parte trasera podía verse otro horrible cajón, perfectamente cuadrado, y Carrie se preguntó si sería un dormitorio.

Se giró y miró a Josh a la luz de la luna, con expresión de incredulidad ante lo que estaba viendo. Jamás hubiera podido imaginar que aquel hombre viviera en semejante lugar.

Él tenía clavada la vista ante sí, con expresión hierática, negándose a mirarla, pero Carrie sabía que era consciente de que le estaba mirando.

 

—Ahora comprenderá por qué quería alguien que supiera trabajar. ¿Acaso puede vivir ahí, señora princesa?

A Carrie le pareció extraño que él se diera cuenta de lo aterrador de aquel lugar y que, sin embargo, no hiciera nada al respecto. Sus primos Taggert vivían en la semisuciedad, pero a todos ellos parecía encantarles el desorden. Cuando iban a su casa se sentían incómodos y estaban deseando irse.

Con gesto iracundo, como si la casa y todo cuanto la rodeaba fuera culpa de ella, Josh detuvo la carreta y bajó al suelo. Vista desde más cerca, la casa era mucho peor de lo que parecía a distancia. Las tablillas que faltaban en el tejado le hicieron a Carrie pensar que habría goteras. La puerta de entrada colgaba de un solo gozne, dándole la apariencia de embriagada. Como la casa carecía de porche, se formaba un al parecer permanente charco de barro delante de la puerta.

Josh, dando muestras de lo que parecía en él un talante habitual, se acercó irritado al otro lado de la carreta y bajó a Carrie del pescante. Pero sus manos no se demoraron en la cintura y, de hecho, ni siquiera la miró al dejarla allí de pie mientras iba a ocuparse del carro con el equipaje.

Después de echar otro vistazo a la casa, Carrie se volvió hacia el carro y le pidió al cochero las dos maletas pequeñas que iban cargadas en la parte delantera. Una de ellas estaba llena de sus cosas para pasar la noche y en la otra llevaba los regalos para los niños.

—¿Están dentro los niños? —le preguntó a Josh.

— Están dentro con frío y a oscuras y tengo la seguridad de que también con hambre.

Su voz, desbordante de furia y amargura, parecía dar a entender que la deplorable condición de aquel lugar era culpa de Carrie.

Ella no dijo nada. Dio media vuelta y se dirigió a la casa. No resultaba fácil sostener a un mismo tiempo las dos maletas y a Chuchú, pero Josh no hizo esfuerzo alguno por ayudarla. Daba órdenes al cochero del carro acerca de dónde tenía que descargar los baúles de Carrie, haciendo llegar a quienes quisieran oírle lo que pensaba de todo aquel equipaje. El gozne roto de la puerta de entrada apenas permitía abrirla y cuando al fin Carrie lo logró el marco estuvo a punto de golpearle la cara. Hubo de forcejear, pero consiguió abrirlo lo suficiente para poder entrar en la casa.

Si desde fuera la casa le pareció desastrosa, no estaba en modo alguno preparada para enfrentarse con el interior. Horrorosa, fue lo que pensó. Un lugar inhóspito, siniestro y triste en el que sus habitantes no podían sino sentirse desgraciados. Las paredes eran sencillamente tablones ennegrecidos por el hollín de muchos fuegos. En el centro de la habitación se veía una mesa redonda y sucia y cuatro sillas desparejas, una de ellas peligrosamente inclinada a un lado, al ser demasiado corta una de las patas. .

En un rincón de aquella habitación única había una especie de hueco que al parecer era la cocina de la casa, ya que en la parte superior estaba amontonada una alta pila de platos desconchados y que llevaban tanto tiempo sin lavar que se hallaban llenos de polvo y con comida seca pegada.

Carrie se quedó de pie y de espaldas a la puerta rota, recorriendo con la mirada el espantoso lugar, y en un principio no vio a los niños. Se encontraban en la penumbra de la puerta de lo que Carrie supuso que sería el dormitorio, inmóviles, observando, a la espera de lo que iba a ocurrir.

Eran unos chiquillos guapos, más guapos incluso de como aparecían en la foto. El niño daba la impresión de que cuando creciera sería más guapo que su padre, y resultaba a todas luces evidente que la niña se convertiría en una criatura esplendorosa.

A pesar de su aspecto encantador parecían tan desdichados como la casa. Hacía días, tal vez meses que ninguno de los dos se había peinado y, aunque ellos estaban bastante limpios, llevaban la ropa sucia, rota y con el aspecto descolorido que los tejidos sólo adquieren después de infinidad de lavados.

Al verlos, Carrie supo que estaba en lo cierto: esa familia la necesitaba.

— Hola —dijo Carrie tan alegremente como le fue posible—. Soy vuestra nueva madre.

Los chiquillos se miraron y miraron luego a Carrie con los ojos muy abiertos por el asombro.

Ella se acercó a la mesa, dejó encima las maletas y se dio cuenta de que estaba grasienta y necesitaba un buen fregado. Chuchú, olisqueando entre las piernas de Carrie, intentó soltarse y cuando lo logró corrió inmediatamente hacia los niños, que se le quedaron mirando asombrados. Ninguno de los dos hizo el menor movimiento para tocar al perrito.

Carrie abrió la primera maleta y sacó una muñeca con la cara de porcelana, una figura exquisita, hecha en Francia y con vestidos de seda confeccionados a mano.

—Esto es para ti —le dijo a la niña.

Esperó lo que le pareció un momento interminable hasta que la chiquilla se adelantó a coger el regalo. Parecía como si tuviese miedo de tocar aquella muñeca tan elegante.

Carrie sacó de la maleta el velero. — y esto para ti.

Mientras le alargaba la embarcación al muchacho, pudo ver en sus ojos que ansiaba tomar el regalo y que incluso dio un paso adelante, pero luego retrocedió, sacudiendo negativamente la cabeza.

—Lo he traído precisamente para ti —le alentó Carrie—. Mis hermanos van en barcos desde Maine a todas las partes del mundo y éste es igual que los suyos. Me gustaría que te lo quedaras.

Parecía como si el niño estuviera luchando con un demonio interior, resistiéndose a aquella parte de él que deseaba ardientemente coger el juguete y también a la otra parte que, por algún motivo, quería rechazar el regalo.

—¿Dónde está papá? —preguntó finalmente en un tono beligerante, y apretó los labios, lo que le hizo parecer la viva imagen de su padre.

—Creo que está ayudando a un hombre a descargar mi equipaje.

El niño, tras hacer un firme movimiento con la cabeza, echó a correr hacia la puerta, acostumbrado, a todas luces, al gozne roto, ya que la manejó sin que llegara casi a matarle.

— Bien —dijo Carrie, sentándose en una de las sillas en mejor estado—. Creo que está enfadado conmigo. ¿Sabes tú por qué?

—Papá dijo que sería fea y que no deberíamos mencionarlo. Dijo que hay muchas cosas que son feas, pero que no pueden evitarlo —contestó la chiquilla y, luego, ladeó la cabeza mientras estudiaba a Carrie—. Pero tú no eres nada fea.

Carrie le sonrió a la niña. Pese a que seguramente no tenía más de cinco años hablaba ciertamente con soltura.

—Me parece un poco injusto enfadarse sólo porque una no es fea.

— Mi madre es muy guapa.

— Ah, ya. Comprendo —aseguró Carrie y en realidad así era. Si su propia madre, que era muy guapa, hubiera muerto y su padre se hubiese vuelto a casar con otra mujer hermosa, a ella no la habría hecho muy feliz. Si su padre hubiera tenido que volver a casarse habría preferido con mucho que lo hiciera con una mujer fea, una mujer muy, muy fea.

—A ti no te importa que yo no sea fea, ¿verdad? Puedo serlo si lo prefieres, y se puso a hacer carantoñas y se estiró con los dedos la piel de debajo de los ojos y empujó hacia arriba con los pulgares las ventanas de la nariz.

La niña dejó escapar una risita.

—¿Crees que le gustaría más a Temmie si tuviera esta cara?

La niña asintió con la cabeza, riéndose de nuevo.

—¿Por qué no te acercas y me dejas que te cepille el pelo y me dices qué nombre le vas a poner a tu muñeca?

Mientras la chiquilla vacilaba, como intentando decidir si sería algo que a su padre le gustaría que hiciera, Carrie sacó de su neceser el cepillo de plata. La niña soltó una exclamación admirativa al ver aquel bonito cepillo, se acercó a Carrie, se situó entre sus rodillas y dejó que le cepillara suavemente el pelo.

—¿Y tú te llamas Dallas? —le preguntó Carrie, mientras pasaba el cepillo por el suave y bonito cabello de la niña—. ¿No es un nombre poco corriente?

—Mi madre decía que allí fue donde me hicieron.

—¿Cómo en una fábrica? —Lo dijo sin pensarlo. Luego se aclaró la garganta, contenta de que la niña no pudiera ver lo colorada que se había puesto. —Ah, sí, comprendo. ¿Y cómo te llaman? ¿Dallie?

La niña pareció reflexionar sobre ello un instante.

— Puedes llamarme Dallie si quieres.

A su espalda, Carrie sonrió.

—Me sentiría muy honrada si me permitieras llamarte por un nombre por el que nadie más te llama.

—¿ Y él cómo se llama? —preguntó Dallie, señalando a Chuchú.

Carrie se lo dijo.

—Fue porque el día en que mi hermano me lo regaló estornudó muchas veces. ¿Sabes que desde aquel día no creo que haya vuelto a estornudar una sola vez?

Dallas no se rió, sino que se limitó a asentir con gesto solemne. Carrie sintió que se le encogía el corazón. No había derecho a que una niña tan pequeña tuviera que ser tan seria.

— Bueno, ya está. Ya tienes el pelo arreglado. ¡ Y qué bonito es! ¿Te gustaría verte? —La niña tomó el espejo, también de plata, y sé miró como estudiándose—. Eres muy linda —le aseguró Carrie.

Dallas asintió con la cabeza.

—Pero no guapa. No soy como mi madre.

Le devolvió el espejo, y Carrie pensó, mientras miraba en derredor de la habitación triste y fría, que era muy raro que dijera eso una niña.

—Tendremos que ocupamos de la cena. ¿Qué hay en la casa para comer?

—Papá dijo que tú harías la cena. Dijo que sabías guisar cualquier cosa del mundo y que jamás nos dejarías que tuviésemos hambre.

Carrie sonrió. .

— Entonces, eso es lo que tengo que hacer.

Se puso de pie, se acercó a la única alacena y abrió las puertas. Se sintió descorazonada al ver lo poco que había dentro. A la vista de la media hogaza de pan reseco y las tres latas de guisantes sintió un ramalazo de ira contra Josh. Aunque fuera la mejor cocinera del mundo, no estaría en condiciones de preparar una comida con tan escasos ingredientes.

Registrando la alacena encontró al fondo un tarro de mermelada de fresas casera. Sonrió al cogerlo.

—Esta noche nos daremos un banquete de pan y mermelada. Tengo en la maleta un enorme paquete de té de China, así que celebraremos un elegante té.

—No podemos comer eso —dijo Dallas, indicando con la cabeza el tarro de mermelada—. Papá dice que tenemos que guardarlo para algo especial. La hizo la tía Alice. Fue un regalo.

Carrie sonrió.

—Todos los días son especiales. Nunca hay un día en el que no encuentres algo que celebrar y, sobre todo hoy, tenemos montones de cosas que celebrar. He llegado yo y tú tienes una muñeca nueva y Temmie tiene un nuevo juguete y...

—No le gustará que le llames Temmie. Es Tem, nada más.

—Ya. Es demasiado mayor para ser Temmie, ¿verdad?

Dallas asintió en silencio, con expresión solemne.

Carrie sonrió.

—Trataré de recordar que es demasiado mayor para llamarle Temmie. Bien, y ahora vamos a poner la mesa para cenar.

Era evidente que la niña no tenía la menor idea de lo que quería decir eso de «poner la mesa», de manera que Carrie dejó las maletas en el suelo y sacó un precioso y enorme chal de paisley. Los tonos rojo y rosa del chal parecieron centellear en la triste y pequeña habitación iluminada tan sólo por una única vela situada sobre la repisa de la chimenea. Dallas abrió mucho los  ojos al ver a Carrie recoger unos periódicos de un pequeño montón junto a la chimenea, extenderlos sobre la mesa y colocar encima el chal. A renglón seguido, Carrie empezó a buscar platos limpios sin conseguir encontrar ninguno. Echó un vistazo al montón de platos que había en el fregadero, pero no le parecieron gran cosa. Sabía que en su casa los platos salían sucios del comedor y los volvían a llevar limpios, pero no estaba segura de lo que pasaba entre medias. Así que, como no había platos limpios, hurgó en su bolso, sacó cuatro pañuelos de lino y los extendió sobre el chal. Sacó también cuatro vasitos de plata. Cuando viajaba siempre los llevaba consigo, porque su madre decía que no debía utilizar nunca las tazas en las que otros pasajeros hubieran bebido.

Dallas, que permanecía de pie a un lado, observaba fascinada todo aquello y, después de que Carrie sacara del bolso los vasos de plata, se acercó a atisbar en el bolso, como si éste perteneciera a un cuento de hadas y se pudiera encontrar en él cualquier cosa.

Sacó del bolso el cuenco de cristal tallado donde ponía las horquillas, le pasó un pañuelo limpio y lo llenó de confitura de fresas. Dallas no recordaba haber visto nunca sobre la mesa otra cosa que tarros, así que le resultaba nueva la idea de poner la comida en platos bonitos. Carrie cortó rebanadas de pan y las puso sobre otro pañuelo en el centro de la mesa. Luego, retrocedió unos pasos para observar el resultado.

—Está bonito, ¿no te parece?

La niña asintió con la cabeza sin decir nada. La llama de la vela centelleaba sobre la plata de los vasitos y del cuenco de las horquillas, haciendo brillar al tiempo los colores del chal. Era la mesa más preciosa que había visto nunca. Después de esa mujer que decía que era su nueva madre, de la muñeca que apretaba con fuerza entre sus brazos y de aquel perro pequeñito, la mesa era lo más bonito que Dallas había visto en toda su vida. Y cuando levantó la vista y sonrió, Carrie le sonrió a su vez.

Fue en aquel preciso momento cuando Josh y el niño entraron en la casa, y Carrie se dio cuenta de que su marido no estaba precisamente de buen humor después de haber descargado unos veinte baúles llenos de ropa de mujer.

—Están almacenados todos en el cobertizo —dijo Josh, apretando la mandíbula—. Naturalmente, no queda sitio para el pienso del caballo y las herramientas ha habido que sacarlas fuera, así que si esta noche llueve estamos listos; pero sus baúles estarán a cubierto, calentitos y protegidos. —Miró la mesa, que su hijo contemplaba boquiabierto por el asombro—. ¿Qué es esto?

— La cena —repuso orgullosa Carrie, esperando que Josh admitiera que se había equivocado con ella. Les había prometido a sus hijos que la nueva madre les daría de cenar esa noche y eso era precisamente lo que estaba haciendo—. Los niños están hambrientos.

Con su ceño siempre fruncido, Josh cogió el recipiente de cristal lleno de mermelada y miró el pan, tan cuidadosamente cortado y colocado sobre el pañuelo marcado con iniciales.

—Pan y mermelada —dijo desdeñoso—. ¿No le parece que no es una cena muy apropiada para unos niños? .

Carrie le miró fijamente y pensó que ese hombre era incapaz de reconocer cuándo estaba equivocado.

 

—He recurrido a lo que había. Nadie en el mundo, ni siquiera el dechado de perfección que usted esperaba, sería capaz de preparar una comida con los escasos alimentos que hay en la casa.

—Hay latas de conservas —replicó Josh sin ceder un ápice—. Al menos sabrá calentar el contenido de una lata, ¿no? ¿Y por qué ha dejado que se apague el fuego? ¿Por qué no lo ha animado? Hace frío.

Los niños miraban consternados a Carrie y a su padre. Les había repetido infinidad de veces que debían ser amables con esa mujer que iba a ir para cuidar de ellos y, sin embargo, él no era nada amable con ella.

Carrie se quedó mirando a Josh, decidida a no responder a sus acusaciones. Finalmente, él sacudió la cabeza, con aire de incredulidad.

—Ya comprendo. No tiene ni la menor idea de cómo abrir una lata, ¿no es verdad? Y apostaría cualquier cosa a que nunca ha echado un tronco al fuego. . ,

Tenía razón, pero no estaba dispuesta a admitirlo. Siguió donde estaba, sin quitarle la vista de encima. Dallas los miraba a ambos, a punto de llorar.

—Me gusta el pan con mermelada, papá. ¿Quieres ver mi muñeca? Puedes ponerle nombre si quieres, pero si te gusta el de Elsbeth a mí también.

Carrie, que no había dejado de mirarle, vio cómo le cambiaba el rostro al atender a su hija.

Hasta entonces sólo había visto dos de sus expresiones: la de cuando, sin saber quién era ella la había deseado, y la enfurecida al enterarse de su verdadera personalidad. Pero ahora lo que descubría era cariño en aquel hermoso rostro moreno, un rostro que tenía la seguridad de conocer ya muy bien. Vio que le sonreía a la niña, se sentaba y le pedía que le enseñara la muñeca. Escuchó a Dallas contarle a su padre todo lo referente a la muñeca, lo que le pareció realmente asombroso, pues tenía la impresión de que la niña apenas si había mirado el juguete. La niña le mostró a su padre la linda ropa interior de la muñeca y las piernas confeccionadas con piel de cabrito.

—Creo que Elsbeth es el mejor nombre para ella —dijo Josh con voz cariñosa mientras acariciaba el pelo de Dallas. Por un instante miró agradecido a Carrie.

—También he traído un regalo para Tem.

Carrie tomó la embarcación de donde la había dejado, sobre la repisa de la chimenea. El niño miró anhelante el juguete, pero se volvió hacia su padre, como pidiéndole permiso para cogerlo. El rostro de Josh revelaba que no quería que sus hijos recibieran nada de ella, pero también se veía que la felicidad de los niños significaba para él más que cualquier enemistad. Sonriente, le hizo un gesto de asentimiento a su hijo.

Tem se acercó con aire vacilante, cogió el barco, retrocedió hasta donde se encontraba su padre y mantuvo el juguete a su espalda, como si no se atreviera a mirado. Carrie vio que, aunque no lo miraba, sí lo acariciaba con las manos.

—Tengo hambre, papá —dijo Dallas.

Josh respiró hondo, miró hacia la mesa y les indicó con la cabeza a los niños que podían sentarse.

—Si tiene una tetera, podría preparar té —propuso Carrie en un tono amable, pues estaba dispuesta a corregir sus errores.

Ese hombre que miraba a sus hijos con tanto amor era el mismo que ella vio en la foto, el hombre del que se había enamorado y por el que mintió para lograr casarse con él.

Pero cuando la miró a ella no quedaban vestigios de aquel amor.

—¿Sabe preparar el té en una tetera? —Su tono era sin lugar a dudas burlón—. Claro que supongo  que se trata de una ocupación propia de damas, ¿no?

Se levantó con gesto brusco, echó leña al fuego, puso a hervir un recipiente de hierro con agua y finalmente, tras rebuscar debajo del montón de  platos sucios, encontró una tetera desconchada y la dejó sobre la mesa.

Permanecieron allí sentados, sin decir palabra mientras el agua se calentaba; todos ellos, tristones, con los ojos clavados en los pañuelos que servían de platos.

Es ridículo, se dijo Carrie, mirando a los otros tres. Resultaba verdaderamente absurdo estar vivos y saludables y sentirse tan tristes. La pobreza y tener que vivir en semejante casa no justificaba tanta melancolía.

—Tengo siete hermanos mayores —rompió alegremente el silencio—. Cada uno de ellos es tan guapo como un príncipe de un cuento de hadas. Además, todos han navegado por el mundo con sus barcos. Hace algunos meses, no mucho antes de que vuestro padre y yo nos casáramos —recalcó, e hizo caso omiso de la mirada sobresaltada de Josh ante semejante declaración—, mi hermano Jamie me trajo a Chuchú. ¿Os gustaría oír algunas de las historias que me contó sobre los lugares que había visitado? Viajó a China.

—Sí. Por favor, sí —se entusiasmó Dallas.

El tono de su voz y su rostro revelaban ansiedad por que algo los librara de su eterna tristeza.

Carrie miró a Tem y, aun cuando el chiquillo intentaba comportarse como si le importara un bledo lo que hiciera ella, en su mirada se reflejaba el anhelo. Asintió con la cabeza. Carrie miró entonces a Josh y se mantuvo a la espera, obligándole a que formara parte de la familia.

—Lo que quieran los niños —contestó él, con tono cansado.

Se puso a relatarles con entusiasmo lo que Jamie le había contado sobre China, en especial lo del palacio que visitó su hermano, describiendo con fantásticos detalles las sedas y los ornamentos. Tal vez  ella lo embelleciera un poco, pero también era probable que Jamie no le hubiera narrado todo. Inclinada hacia delante, con la voz reservada para las historias dé fantasmas, les habló a los niños de la costumbre china de vendar los pies de las mujeres.

  Entre tanto, el agua rompió a hervir, así que se levantó, llevó el recipiente a la mesa, llenó de agua la tetera, añadió su delicioso té y, seguidamente, empezó a untar las gruesas rebanadas de pan con la mermelada de fresas. Luego, las repartió entre los niños y Josh. Como por entonces Carrie estaba hablando sobre el vendaje de los pies, Josh se encontraba tan atento a la historia como los niños y no se acordó de decirle que podía servirse él mismo.

Carrie siguió hablando durante toda la cena. En un momento dado, les contó una historia china sobre un verdadero amor que terminó bruscamente, convirtiéndose la mujer en un espíritu. Una vez que terminaron con el pan y la mermelada, rebuscó en su maleta y sacó una caja de bombones. Puso dos delante de cada uno de los comensales mientras terminaba de contar su historia.

Cuando ya se había terminado la comida y el té, Carrie dejó de hablar y por un momento se hizo el silencio alrededor de la mesa.

—¡Caramba! —exclamó Dallas con los ojos muy abiertos, rompiendo el silencio.

—¿Es verdad algo de todo eso? —preguntó Tem, tratando de parecer un adulto escéptico. .

—Absolutamente todo. Mis hermanos han recorrido el mundo y me han contado las historias más extraordinarias. Y lo de India no podéis siquiera imaginarlo. Luego, también están los países del desierto y Egipto. Además, dos de mis hermanos han peleado contra los piratas.

—¡Los piratas! —se asombró Tem, pero se contuvo de inmediato.

— y uno de mis hermanos sirvió en el ejército de Estados Unidos y luchó contra los indios, pero asegura que le gustan más los indios que la mayoría de los soldados. He traído algunas de las cosas que  mis hermanos me regalaban, cosas que compraron, robaron o intercambiaron durante sus viajes.

—¿Tus hermanos roban cosas? —se horrorizó Dallas—. Tío Hiram dice que robar es un pecado.

—Lo es y no lo es —le aseguró Carrie—. Uno de mis hermanos le robó una bonita joven a un traficante de esclavos. Pero ésa es otra historia que tendré que dejar para otra noche. Ahora creo que ya es hora de que vosotros dos os vayáis a la cama. Se hizo de nuevo el silencio hasta que Josh dijo:

—Sí, claro. Es hora de acostarse. Incluso más de la hora. Así que en marcha.

Carrie observó a los niños abrazar y besar a su padre en la mejilla deseándole buenas noches. Luego, los dos se volvieron hacia Carrie, sin saber bien qué hacer. Carrie les sonrió.

—Vamos, a la cama —los apremió sin dejar de sonreír, sacándolos así del apuro.

Les observó escabullirse por una escalera apoyada en la pared a la sombra de la chimenea. Luego les oyó acostarse arriba, en lo que debía de ser un minúsculo desván.

Todavía sonriendo miró a Josh, pero él no sonreía ni mucho menos. De su atractivo rostro había desaparecido todo rastro de humor y felicidad, y su agria expresión borró la sonrisa de Carrie.

— Voy a  limpiar todo esto.

—A menos que piense dejárselo a la criada.

 Con los dientes apretados, Carrie se detuvo en su ademán de recoger los pañuelos.

—¿Qué es lo que más le irrita de mí? ¿Tal vez el que hasta ahora haya salido con bien en lo que usted pronosticó el fracaso? —Se sentó de nuevo y se le quedó mirando, con las manos unidas delante de ella—. Ahora puedo darme cuenta de que lo que he hecho no ha sido justo para usted ni para los niños, pero pienso que debería darme una oportunidad. Creo que me ha juzgado mal. .

Por un instante volvió a ver en él aquella expresión de deseo y sintió una descarga eléctrica en la nuca, pero al punto se desvaneció, y Josh la miró fríamente.

— Déjeme que le explique algo, señorita Montgomery. Yo.., —Alzó una mano para impedir la protesta de ella—. Muy bien, de acuerdo, señora Greene. Mis hijos me importan más que nada en el mundo. Lo son todo para mí y quiero darles todo lo mejor y por lo mejor me refiero a una vida absolutamente estable. Quiero que tengan un padre y una madre. Quiero que tengan lo que yo no tuve y que crezcan en el campo, al aire libre. También quiero que tengan comida, comida hecha en casa. Estoy dispuesto a cualquier cosa con el fin de lograr todo eso para mis hijos. Si tengo que casarme con una mujer que sea medio animal de carga para obtenerlo, no le quepa ninguna duda de que lo haré. ¿Me comprende?

—¿Y qué me dice del cariño? —preguntó en voz queda Carrie—. ¿Acaso el cariño no significa nada para usted?

— El cariño que les tengo es mayor que el de doce personas juntas —contestó Josh, evitando la mirada de ella—. Lo que necesitan es buena comida, una casa aseada y ropas limpias.

— Ya veo. Y ha llegado a la conclusión de que yo no puedo darles ninguna de esas cosas. Tan sólo hace unas horas que me conoce y ya sabe exactamente cómo soy.

Josh le sonrió con aire condescendiente.

— Mírese. ¿Cuánto le ha costado ese vestido? Y no me negará que las perlas que lleva son auténticas. No tiene que contestarme. He descargado sus baúles, ¿recuerda? ¿Me cree lo bastante estúpido como para pensar que alguien como usted va a sentirse feliz viviendo en esta...? —Hizo un ademán con la mano—. Bien, en este cuchitril. —Se inclinó hacia ella, separados como estaban por la mesa—. ¿Sabe lo que creo, señorita Montgomery? Y, desde luego, es y  seguirá siendo siempre la señorita Montgomery, porque ni que decir tiene que no pienso convertirla en la señora Greene, y espero que sepa lo que quiero decir.

Sin poder evitarlo, Carrie desvió la vista en la dirección del dormitorio que todavía no había visto.

—Exactamente —prosiguió Josh—. Pues lo que yo creo es que ésta es una gran aventura para usted. Probablemente ha crecido malcriada y mimada por esos hermanos suyos tan increíblemente magníficos y ha llegado a creer que puede hacer cuanto quiera. En estos momentos pretende contribuir, con la alegre presencia de su personilla, a animar la casa de un pobre hombre con dos hijos. Pero ¿qué nos ocurrirá cuando se canse de todos nosotros? Entra en nuestras vidas haciéndonos reír con sus historias, haciendo que los niños y... —Respiró hondo—. Vaya, haciendo que los niños se encariñen con usted y, a fin de cuentas, provocando acaso que yo también llegara a adorarla para, luego, cuando se haya cansado de nosotros volver junto a papá y sus fascinantes hermanos. ¿Es eso lo que pasará? . .

—No —repuso Carrie, dispuesta a defenderse, pero Josh no le dejó hablar.

—¿Qué edad tiene, señorita Montgomery? ¿Dieciocho? ¿Diecinueve? Yo le echo todo lo más veinte.

Carrie no contestó. Al parecer, Josh se había formado su composición de lugar, por lo que le pareció inútil intentar disuadirle.

—No ha tenido tiempo de ver nada del mundo ni de acumular experiencias. Se enamoró, de una forma muy romántica, de una fotografía y se decidió a probar el matrimonio. Pensó que sería muy excitante viajar al oeste con cientos de vestidos y... —Se calló bruscamente y se puso en pie—. ¿De qué diablos sirven las explicaciones? Jamás lo entendería, ni en un millón de años. —Suspiró resignado—. Muy bien, señorita Montgomery, éste es el plan: puede quedarse aquí una semana, hasta que vuelva a pasar la diligencia, y entonces la enviaré de nuevo con su padre, tan intacta como cuando llegó. Se las arregló usted tan bien por sí sola para llevar a cabo el matrimonio que igualmente podrá ocuparse de su anulación.

Carrie se levantó a su vez del asiento.

—¿Ha terminado? ¿Ha dejado ya de insultamos a mí y a mi familia? Tal vez deba hablarle del pueblo en el que he crecido para que también pueda insultarlo. Es verdad que he vivido en un ambiente de riqueza, pero por lo que yo sé no es necesario ser pobre para dar y recibir cariño. Y me crea o no el amor es lo que me ha impulsado a venir hasta aquí. Yo...

No dijo más, porque de hacerlo hubiera roto a llorar. Cuando pensaba en todas sus esperanzas y en la realidad del encuentro con el hombre al que creía iba a amar, no podía hacer otra cosa que llorar.

Haciendo acopio de dignidad recogió su neceser de noche, se puso al perro debajo del brazo y se dirigió hacia el dormitorio.

— Me quedaré aquí una semana, señor Greene, aunque no por usted, sino porque sus hijos necesitan en sus vidas algo de felicidad y si yo puedo hacerles durante una semana felices eso es mejor que nada. Al cabo de la semana regresaré junto a mi padre, tal como usted desea. —Dio un paso en el interior del dormitorio, con la mano en la puerta—. En cuanto a su decisión de no tocarme en toda la semana, usted se lo pierde.

Dicho lo cual, cerró de un portazo.

Mantuvo vivo su enfado durante unos tres minutos, pero, acto seguido, se dejó caer en la cama, no demasiado limpia, y prorrumpió en llanto. Chuchú le lamió la cara y parecía tan triste como ella.

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