Eternity

Eternity


Capítulo 1

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Warbrooke, Maine 1865

 

Jamie Montgomery recorría la casa sin reparar apenas en nada, ya que había nacido en ella y la conocía bien. Si cualquier otro se hubiera detenido a considerar la acogedora comodidad de la mansión jamás habría podido imaginar la fortuna de la familia propietaria. Tan sólo un estudiante de arte sería capaz de reconocer la importancia de las firmas, en los cuadros que colgaban de las paredes estucadas, o de los nombres que podían leerse en las esculturas de bronce. Y únicamente un conocedor podría calcular el valor de las alfombras, desgastadas y manchadas por el uso que durante años hicieran de ellas niños y perros.

El mobiliario no se había elegido por su valor, sino respondiendo a las necesidades de una familia que llevaba habitando la casa doscientos años. Un anticuario hubiera reconocido al punto el viejo aparador Reina Ana adosado a la pared y las pequeñas sillas doradas Imperio ruso, así como que eran chinas las porcelanas de la vitrina del rincón y demasiado antiguas como para que pudiese valorarlas una joven mente americana.

La casa estaba atestada de cuadros, muebles y tejidos procedentes de todo el mundo, atesorados por generaciones de hombres y de mujeres Montgomery en sus viajes. Había recuerdos de todos los rincones del globo; desde piezas exóticas encontradas en cualquier isla minúscula hasta pinturas de maestros italianos.

A grandes pasos de sus largas piernas, Jamie atravesó una tras otra las habitaciones de la inmensa casa. En un par de ocasiones dio una palmada a la pequeña bolsa de franela que llevaba debajo del brazo, sonriendo cada vez que la tocaba.

Finalmente se detuvo ante una puerta y, tras rozarla apenas con los nudillos, como si le importara poco que pudiera oírse, entró en el dormitorio en penumbra. Si bien el resto de la casa mostraba una opulencia marchita, en aquella habitación se apreciaba hasta el último centavo de la riqueza de los Montgomery.

Incluso en la oscuridad podía ver el destello del baldaquín de seda de la inmensa cama imperial que fuera tallada en Venecia, con sus postes desbordantes de ángeles dorados. Del dosel de la cama colgaban centenares de metros de seda azul claro y las paredes de la habitación estaban tapizadas con damasco de un azul más oscuro, tejido en Italia y devuelto a América en un barco de los Montgomery.

Bajó la vista al lecho y sonrió al contemplar la cabeza rubia que sobresalía apenas del cobertor de seda. Se acercó a las ventanas, apartó los pesados cortinajes de terciopelo, para dejar entrar el sol en la habitación, y vio que la cabeza se hundía más entre las sábanas.

Se aproximó sonriente a la cama y se quedó mirando a la durmiente, pero todo lo que podía ver era un rizo dorado que se enrollaba en la sábana. Lo demás quedaba oculto bajo la ropa de la cama. Se quitó de debajo del brazo la bolsa que llevaba, desató los cordones y sacó un diminuto perro que no pesaría más de tres kilos y medio y cuyo cuerpecillo apenas podía verse a causa del pelo largo y sedoso que lo cubría. Era un maltés, y Jamie lo había llevado hasta allí desde China como regalo para su hermana pequeña.

Levantó con extrema lentitud la colcha, dejó al perrito en la cama, junto a su hermana, y luego, disfrutando por anticipado de la sorpresa, tomó asiento en una silla y observó al animal, que empezó a agitarse y a lamer a su compañera de lecho.

Carrie fue despertándose poco a poco y de mala gana. Siempre le fastidiaba abandonar el tibio cobijo del sueño y lo demoraba tanto como le era posible. Hizo un ligero movimiento con los ojos, todavía cerrados, mientras apartaba levemente las sábanas de sus hombros. Sonrió al  sentir un primer lametazo del perrito y volvió a sonreír con el segundo. Tan sólo abrió los ojos cuando oyó un pequeño ladrido y, en cuanto su mirada se encontró con la cara de aquella criatura, se sentó sobresaltada y se llevó una mano a la garganta. Al apoyarse contra la cabecera de la cama, se clavó en la espalda la punta del ala de uno de los ángeles tallados y se quedó mirando al perro, parpadeando asombrada.

La risa de su hermano fue lo que le hizo volver la cabeza y aun así pasó un momento antes de que se diera cuenta de lo que ocurría. Cuando al fin descubrió que su queridísimo hermano había regresado del mar, lanzó un grito alborozado y se lanzó seguidamente hacia él, arrastrando consigo el cobertor de seda y las mantas de cachemira.

Jamie, sujetándola en vilo con sus brazos fuertes y atezados: le hizo girar en remolino mientras que en la cama, detrás de ellos, el perrito ladraba excitado.

—Tenías que llegar la semana que viene —dijo Carrie sonriente, mientras besaba a su hermano en las mejillas, en el cuello y donde podía.

Simulando que no disfrutaba con el recibimiento entusiasta de su hermana, Jamie siguió manteniéndola en vilo, apartada de él.

—Y de haber sabido cuándo llegaba, sin duda habrías ido a recibirme al muelle. Aun cuando la llegada estuviera fijada para las cuatro de la mañana.

—Pues claro —asintió ella. Luego, con expresión preocupada, le puso una mano en la mejilla—. Has perdido peso.

—Y tú no has crecido ni un centímetro. —La miró de arriba abajo e intentó adoptar una expresión de hermano mayor, pero no resultaba fácil mostrar severidad ante la pequeña y exquisita figura de su hermana. Carrie medía poco más de un metro y medio, en tanto que todos sus hermanos sobrepasaban el metro ochenta—. Esperaba que hubieses crecido hasta llegarme por lo menos a la cintura. ¿Cómo es posible que nuestros padres trajeran al mundo una enana como tú?

—Son cosas de la suerte —replicó ella muy satisfecha, al tiempo que se volvía a mirar al perro, que permanecía en la cama, con su sonrosada lengua colgando—. ¿Es éste mi regalo?

—¿Qué te hace pensar que te haya traído un regalo? —dijo Jamie en un tono de reproche—. No estoy seguro de que lo merezcas. ¿Sabes que son las diez de la mañana y tú sigues aquí durmiendo?

Carrie sacudió los hombros para que su hermano la soltara. Sabiendo que estaba de nuevo en casa sano y salvo, todo su interés se centró en el precioso perrillo. En cuanto puso los pies en el suelo volvió a meterse en la cama y, tan pronto como estuvo entre las sábanas, el pequeño animal acudió en busca de mimos.

Mientras Carrie se encontraba ocupada con el perro, Jamie miró en derredor, observando las novedades incorporadas desde la última vez que estuvo en casa.

—¿De dónde sale esto? —preguntó enarbolando una bella e intrincada figura de una dama oriental, cincelada en marfil y de unos treinta centímetros de alto.

—De Ranleigh —contestó Carrie, refiriéndose a otro de sus hermanos.

—¿Y esto?

— De Lachlan.

Dejó de mirar al perro y le mostró una sonrisa a su hermano, como si no tuviera la más leve idea de lo que le hacía fruncir así el entrecejo. Tenía siete hermanos, todos mayores que ella y todos viajeros empedernidos; y cada vez que salían del país regresaban con un presente, siendo cada uno de ellos de una belleza más perfecta  que el que le hubiera llevado algún otro de los hermanos. Parecía como si estuvieran compitiendo para ver quién podía ofrecerle a su hermana pequeña el regalo más maravilloso.

—¿Y esto otro? —volvió a preguntar Jamie, tomando un collar de perlas del tocador de Carrie.

El tono de su voz era completamente forzado, y Carrie, con una sonrisa enigmática, abrazó al perrito y hundió su cabeza en el sedoso pelo.

—Es, con mucho, el regalo más bonito que me han hecho en la vida.

—¿Le dijiste lo mismo a Ranleigh cuando te trajo la figura de la dama?

Podía percibirse una inflexión casi celosa en el tono de Jamie. Y, en realidad, Carrie le había asegurado a Ranleigh que su regalo era el mejor, pero no estaba dispuesta a confesárselo a Jamie.

—¿Cómo se llama? —preguntó, refiriéndose al animalito y haciendo lo posible por cambiar de conversación.

—Eso eres tú quien ha de decidirlo. Mientras Carrie acariciaba al perro, éste estornudó.

— De veras, Jamie, es el regalo más precioso que jamás he recibido. ¡Tiene tanta vitalidad!

Cuando Jamie tomó de nuevo asiento en la silla junto al lecho de Carrie, ella pudo ver en su rostro que la afirmación de que su regalo era, sin duda alguna, el mejor le había apaciguado en cierto modo. Jamie contempló sonriente la abundante mata de cabello rubio oscuro, iluminado por el sol, y el brillo de placer en aquellos ojos azules mientras jugueteaba con el perro. Llegó a la firme conclusión de que era lo más bonito que había visto en mucho tiempo. Tan pequeña como grandes sus hermanos, de temperamento tan dulce como irascible el de ellos, tan pronta a la risa como ellos al enfado y tan acostumbrada al lujo como ellos lo estaban al trabajo, Carrie era la chiquilla mimada y adorada de una familia numerosa y cualquiera de sus hermanos hubiera matado a quien hubiera pensado siquiera en hacerle daño.

Jamie se recostó en su asiento, contento de encontrarse de nuevo en casa y de haber abandonado los balanceos del barco.

—¿Qué habéis estado haciendo últimamente tú y la Horda de las Feas?

—¡No las llames así! —protestó Carrie, aunque en realidad no estaba enfadada—. No son feas. —Sonrió al oír el gruñido de su hermano—. Al menos, no demasiado feas. Y, además, ¿qué importa la apariencia física?

—Con diecinueve años y toda una filósofa —comentó Jamie, sonriendo.

—Pronto cumpliré los veinte.

—Caramba, caramba. Prácticamente una anciana. —A Carrie poco le importaron sus chanzas, pues para ella nada de lo que sus hermanos hicieran o dijeran podía estar mal.

—Cualquiera que sea nuestro aspecto físico —recalcó, y así se incluía entre las «feas»—, las chicas y yo estamos ocupadas en un proyecto muy importante

 —Estoy seguro. —Jamie habló con tono condescendiente, aunque al propio tiempo profundamente cariñoso—. ¿Tan importante como rescatar de las trampas a las ranas o conseguir que el pobre señor Coffin les deje a sus gansos espacio para corretear?

— Esos proyectos pasaron a la historia. Ahora nos ocupamos de... —Se interrumpió al oír estornudar al perro dos veces seguidas—. ¿No te parece que está resfriado?

— Lo que le pasa, seguramente, es que le molesta tanta cantidad de seda. Este lugar tiene todo el aspecto de un harén.

—¿Qué es eso?

—Algo que no voy a explicarte. —Carrie hizo un mohín.

—Si alguna vez quisieras hacerme un regalo verdaderamente espectacular, podrías contarme con detalle todo lo que hubieses hecho durante un viaje.

Jamie palideció ligeramente, sólo de pensar lo que semejante revelación podría representar, y pasó un momento antes de que se recuperara:

—Ése es un regalo que es improbable  que recibas de ninguno de nosotros —replicó sonriendo—. Ahora dime qué habéis, estado haciendo tú y las Feas.

 — Estamos casando gente —contesto Carrie, orgullosa de ver a su hermano quedarse boquiabierto por el asombro.

—¿Has encontrado a alguien que esté dispuesto a casarse con esas amigas tuyas tan feas?

Carrie le miró exasperada.

—No son tan feas y tú lo sabes. Y todas ellas son de lo más agradable. Lo que pasa es que tú crees que todas las mujeres han de ser absoluta y totalmente hermosas.

—Como mi querida hermanita —afirmó Jamie. El tono de su voz era franco y su mirada desbordaba cariño.

— Me harás volver la cabeza —dijo Carrie, sonriendo complacida.

Ante algo tan imposible Jamie prorrumpió en carcajadas, lo que provocó que el perro se pusiera a ladrar y de nuevo estornudase.

—¡Hacerte volver la cabeza! —exclamó—. Como si no supieras ya que eres la cosa más bella en cinco estados.

Carrie le miró burlona, fingiendo sentirse muy dolida.

— Ranleigh dice que en seis.

Jamie se rió de nuevo.

— Entonces yo diré siete.

—Eso está mucho mejor —admitió Carrie, riéndose ella también—. Me fastidiaría perder un estado. El séptimo no es Rhode Island, ¿verdad?

— Texas —repuso Jamie.

Se miraron sonrientes.

Mientras Carrie se inclinaba hacia delante para abrazar al perrito, Jamie pensó que ya parecía como si su hermana y el animal se complementaran, tal como supo que ocurriría cuando compró aquel cachorro, que le cabía acurrucado en la palma de una mano.

— Es verdad que estamos casando gente, Jamie —dijo su hermana, en un tono de sinceridad y con una expresión seria en el rostro—. Desde la Guerra entre los Estados ha habido muchas mujeres que perdieron a su marido, y en el oeste hay un gran número de hombres que necesitan esposa. Los emparejamos entre sí. Ha sido un trabajo muy interesante.

Jamie se quedó un momento mirándola sin dejar de parpadear, intentando comprender lo que su hermana, le estaba diciendo. A veces pensaba que de toda la familia la más tenaz era la dulce y adorable Carrie. Cuando decidía hacer algo, se convertía en una mujer con una idea fija. Nada en la Tierra podía detenerla. Y había que dar gracias al cielo de que, hasta ese momento, todas sus causas hubieran merecido la pena

—¿Cómo encontráis a esas personas?

—A las mujeres ya las tenemos; muchas de ellas son de aquí, de Warbrooke, aunque estamos haciendo saber a la gente del resto de Maine que estamos facilitando este servicio. Pero a los hombres se los localiza por medio de anuncios en el periódico.

—Novias por correo —observó Jamie en voz baja, y fue subiendo el tono con cada palabra—: Estáis facilitando novias por correo  como en China. Habéis metido las narices en la vida de otras gentes.

—No creo que sea exactamente meter las narices. Sería más propio decir que hacemos un servicio.

—Actuáis de casamenteras, eso es lo que estáis haciendo. ¿Lo sabe papá?

—Pues claro.

—¿Y no se ha opuesto? —Antes de que Carrie contestara Jamie siguió hablando—: Claro que no se opone. Desde el día en que naciste siempre te ha permitido hacer lo que quisieras.

—Supongo que no pensarás protestar, ¿verdad? Ranleigh no lo hizo —insinuó Carrie, sonriendo con dulzura a su hermano al tiempo que movía levemente las pestañas, mientras su mano acariciaba al perrito.

—Porque él te malcría —afirmó Jamie con expresión grave. Pero Carrie seguía sonriéndole y él, desde luego, se sentía incapaz de continuar mostrándose severo—. Muy bien. —Respiró hondo, consciente de haber fracasado en su intento de mostrarse estricto—. Cuéntame más sobre esas actividades que no son propias de entrometidas.

El delicado rostro de Carrie se iluminó con una expresión vehemente.

—¡Ah, Jamie, es maravilloso! Lo hemos pasado muy bien. Quiero decir que disfrutamos muchísimo realizando este servicio tan necesario. Ponemos anuncios en los periódicos del oeste diciendo que si los hombres quieren enviamos una fotografía y una carta explicando lo que desean en una mujer intentaremos emparejarlos con una dama. No aceptamos ocuparnos de nadie que no envíe una fotografía, ya que ésta revela mucho de la personalidad.

—¿Y qué se espera que hagan las mujeres?

—Deben acudir a nosotras para que las entrevistemos. Rellenamos una tarjeta con una relación de sus requisitos y, luego, las emparejamos con un hombre. —Mostró una sonrisa ensoñadora—. Hacemos muy feliz a la gente.

—¿Cómo se reúnen esas mujeres con los hombres que les están destinados?

—Normalmente por diligencia —repuso Carrie, y bajó la vista hacia el perro. Pero como su hermano no decía nada volvió a mirarle, con un gesto de desafío en su pequeña barbilla—. Muy bien, de acuerdo. El viaje se paga con dinero de los Montgomery, pero es para una buena causa. Esas personas se sienten solas y se necesitan mucho unas a otras. Tendrías que leer algunas de las cartas de esos hombres, Jamie. Viven solos en unos lugares de los que nunca ha oído hablar nadie y necesitan desesperadamente compañía.

—Por no hablar de una espalda bien fuerte que ayude en el trabajo de la granja, como también alguien con quien compartir el lecho —dijo Jamie, intentando inyectar una nota de realismo en los sueños de amor eterno de su hermana.

—¡También las mujeres lo necesitan! —le espetó

Carrie.

—¿Y qué sabes tú de esas cosas?

Estaba bromeando, pero Carrie no pudo evitar sentirse molesta con esa actitud. Casi siempre la encantaba que la mimasen sus hermanos mayores, pero en ocasiones también podían resultar irritantes.

—Más que tú y los otros creéis que sé —replicó—. Por si no te has dado cuenta todavía, ya no soy una chiquilla. Soy una mujer hecha y derecha.

Sentada allí entre todo aquel montón de ropa de seda, con la gran mata de pelo suelta sobre los hombros, y apretando contra ella aquel animal que parecía de juguete, no representaba tener ni diez años.

—Sí, toda una ilustre anciana —bromeó Jamie en un tono delicado.

Carrie suspiró. Pese al gran cariño que sentía por sus hermanos, también los conocía bien y ninguno de ellos, como tampoco su padre, quería que creciese. Deseaban que siguiera siendo su adorada hermanita que sólo pensaba en ellos.

—No estarás tú también buscando un marido, ¿verdad? —se inquietó Jamie, con un atisbo de alarma en la voz.

—No, claro que no. —No se le ocurriría ni por un instante decirle a cualquiera de los hombres de su familia que pensaba casarse algún día, porque todos ellos la consideraban tan sólo una cría—. Tengo aquí todos los hombres que quiero.

Jamie escudriñó su expresión.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Todos los hombres que quieres? ¿Desde cuándo los hombres han formado parte de tu vida?

Carrie hubiera querido responder: desde el día en que nací; desde que a los quince minutos de venir al mundo levanté la vista en mi cuna y vi mirándome con atención a siete de los muchachos más guapos de la Tierra y, detrás de ellos, una madre y una hermana; desde que di mis primeros pasos llevada siempre de la mano de un hombre; ya que fueron hombres quienes me enseñaron a montar a caballo, a navegar, a hacer nudos, a jurar, a trepar a los árboles y a mostrarme coqueta para obtener cuanto quisiera.

—¿Por qué no te vienes conmigo al centro de la ciudad? Tenemos nuestro cuartel general en casa del viejo Johnson. Así podrás ver  lo que estamos haciendo.

Le dirigió su mejor y más seductora mirada a través de los párpados entornados, confiando en que fuera persuasiva. Jamie palideció ante la invitación.

—¿Quieres que me meta por las buenas entre ese montón de mujeres feas?

Carrie se mordió el labio para disimular su sonrisa. Sabía que lo que en realidad aterraba a Jamie era la manera en que sus amigas perdían la cabeza a la vista de cualquiera de sus hermanos solteros. Sabía que sería conveniente que hablase con sus amigas en relación a ese comportamiento, pero resultaba tan divertido ver lo incómodos que se sentían sus guapos hermanos que no podía por menos que presentárselos a sus amigas.

—Ranleigh vino conmigo —le tentó, bajando los ojos al tiempo que esbozaba un mohín—. Pero bien es verdad que Ranleigh no le teme a nada. Tal vez sientas cierto temor por ser mi segundo hermano más atractivo y posiblemente también porque Ranleigh tiene más seguridad en sí mismo que tú. Quizá Ranleigh...

—Tú ganas —le interrumpió Jamie, agitando las manos en un ademán de derrota—. Iré, pero sólo si me juras que no intentarás emparejarme con alguna de tus mujeres rechazadas.

—Jamás se me pasaría esa idea por la cabeza —contestó Carrie como si la sola idea la aterrara—, Además, ¿quién te querría después de haber visto a Ranleigh?

Jamie esbozó una sonrisa perversa.

— Media China más o menos. —Se inclinó hacia delante y puso la barbilla sobre la cabeza de su hermana. Luego, bajó la mirada al estornudar el perro de nuevo—. ¿Cómo le vas a llamar?

—Chuchú —respondió con alegría, provocando un gruñido de Jamie ante aquel nombre infantil, exactamente lo que ella esperaba que haría.

— Ponle un nombre que tenga un poco de dignidad. .

—Háblame de las mujeres de China y le llamaré Duke —repuso ella con entusiasmo.

— Te daré una hora para vestirte —le propuso Jamie, sacando su reloj de bolsillo y consultándolo— y, por cada diez minutos que no me hagas esperar, te contaré una historia sobre China.

Carrie hizo una mueca desdeñosa.

—¿Sobre los paisajes? ¿Sobre las calles y las tempestades en el mar?

—Sobre las chicas que bailaban para el emperador. —Bajó la voz—: Y... que bailaban para mí. En privado.

Carrie saltó de la cama como un rayo entre un remolino de sedas y almohadas que volaban.

—Treinta minutos. Si logro vestirme en treinta minutos, ¿cuántas historias me ganaré?

—Tres.

—Más te vale que sean buenas historias y que merezcan la pena todas estas prisas —le advirtió en tono amenazador—, porque si son aburridas invitaré a cenar a Euphonia todas las noches que pases en casa.

—Cruel. Verdaderamente eres cruel. —Consultando de nuevo su reloj añadió—: Empieza a correr el tiempo... ¡ahora!

Carrie salió del dormitorio y entró corriendo a su cuarto vestidor con Chuchú en los brazos.

 

 

— Treinta minutos —protestó Jamie entre enfadado y exasperado—. Dijiste que estarías lista en treinta minutos. No en una hora y treinta minutos.

 

Carrie bostezó, sin preocuparse lo más mínimo por ese tono. A Jamie podía aplicársele lo de perro ladrador poco mordedor.

—Tenía sueño. Y ahora cuéntame otra historia. Me debes dos más.

Mientras daba golpecitos con las riendas al caballo enganchado al pequeño carruaje, Jamie bajó la vista y la miró. Era consciente de que se quejaba a sus hermanos por la forma en que malcriaban a la pequeña, y también de que debía mostrarse firme y negarse a contarle las historias prometidas; pero al ver cómo le miraba, con sus inmensos ojos azules desbordantes de cariño y adoración, sólo pudo maldecir entre dientes. Ningún miembro de la familia era capaz de negarle nada.

— Bueno, quizás una historia más. Y eso que no te la mereces.

Carrie se abrazó sonriente a su brazo.

—¿Sabes una cosa? Creo que vas ganando con los años y que dentro de uno o dos es posible que resultes más atractivo que Ranleigh.

Jamie intentó disimular su sonrisa, pero finalmente renunció y sonrió francamente.

—¡Diablillo! —la reprendió, al tiempo que le hacía un guiño—. Cómo lo del perro, ¿verdad?

Carrie abrazó a Chuchú.

— Mi regalo favorito, sin duda alguna —aseguró, y esa vez era sincera—. Ahora cuéntame más cosas sobre las danzarinas.

 

Cuando Carrie entró en el salón de la vieja casa con el perrillo blanco debajo de un brazo y aferrada con el otro a su hermano, se hizo el silencio más absoluto. Las seis jóvenes, que habían sido toda la vida amigas de Carrie, levantaron los ojos al unísono. En un principio se limitaron a interrumpir lo que estaban haciendo, pero luego, abriendo mucho los ojos, las seis lanzaron un suspiro salido de lo más profundo de su ser. Porque, pese a las bromas que Carrie le gastaba asegurándole que no era tan, guapo como su hermano Ranleigh, Jamie era lo bastante atractivo como para que las mujeres perdieran la cabeza.

Carrie sonrió orgullosa, mientras contemplaba a las jóvenes convertidas prácticamente en estatuas, se inclinó ligeramente y apagó de un soplo la cerilla que Euphonia tenía encendida, evitando así que le quemara los dedos.

—Todas vosotras conocéis a mi hermano Jamie, ¿no?.

Procuraba comportarse como si no se diera cuenta de la inmovilidad de sus amigas. Miró a Jamie y, aun cuando éste pretendiera sentirse incómodo, le conocía lo bastante bien para saber que en realidad estaba halagado por la reacción de las jóvenes.

Le tomó del brazo, con ademán posesivo, y le empujó hacia delante. El movimiento hizo salir a las jóvenes de su inmovilidad y empezaron a aclararse la garganta, intentando disimular su torpeza.

 —¿Qué tal la travesía, capitán Montgomery? —Helen trató de que su voz sonara normal, pero le salió más bien desentonada.

—Muy bien —repuso lacónico Jamie, deseando no haber accedido a acompañar a su hermana.

Carrie le arrastró hasta la pared del fondo de la sala, donde estaban pinchadas veinticinco fotografías de hombres. Sus edades oscilaban desde un muchacho que no parecía tener más de catorce años hasta un vejestorio con una barba gris que le llegaba a la mitad del pecho. 

— Éstos son los hombres —fue la explicación innecesaria

Jamie, pasándose un dedo nervioso alrededor del cuello, se quedó mirando el tablero, pero apenas vio nada. Las mujeres se encontraban ya detrás de él y podía sentir todos los ojos clavados en su espalda y tal vez incluso el ardoroso aliento colectivo en el cuello.

—¿Ha habido hoy más envíos? —preguntó Carrie, apartándose del tablero.

Tuvo tiempo de ver a Helen comportarse de manera extraña. Estaba deslizando algo debajo de un libro que había sobre la mesa. Carrie simuló no haberlo visto.

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