Esmeralda

Esmeralda


Capítulo 14

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—Una razón más para mantenerse apartada del alcohol —gimió Leslie—. Ya puedes darle las vueltas que quieras que el resultado es siempre el mismo: al final acabas quedando como una idiota cuando bebes más de la cuenta. No me gustaría estar en la piel de Charlotte el lunes en la escuela.

—Ni tampoco en la de Cynthia —dije yo. Al salir de la casa habíamos visto a la reina de la fiesta en el guardarropa besándose con un chico que iba dos cursos por debajo de nosotras. (En esas circunstancias había renunciado a despedirme de Cynthia, con mayor razón aún porque tampoco nos habíamos saludado al entrar).

—Y aún menos en la piel del pobre tipo que vomitó sobre los cómicos zapatos de rana de mister Dale —dijo Raphael.

Seguimos por la Chelsea Manor Street.

—Sin embargo, Charlotte se ha llevado la palma esta vez. —Leslie se detuvo ante el escaparate de una tienda de tresillos, no para ver la exposición, sino para admirar su propia imagen reflejada en el vidrio—. Chicos, preferiría no tener que decir esto, pero realmente me ha dado pena.

—Y a mí —dije en voz baja.

Al fin y al cabo yo sabía perfectamente qué se sentía al estar enamorada de Gideon. Y por desgracia también sabía qué se sentía al hacer el ridículo ante un montón de gente.

—Con un poco de suerte mañana lo habrá olvidado todo —dijo Raphael mientras abría la puerta de una casa roja de ladrillo.

Desde la casa de los Dale en Flood Street hasta allí solo había dos pasos, y por eso antes nos habíamos cambiado para la fiesta en el piso de Gideon; pero en ese momento estaba tan trastornada por mi encuentro con Lucy y Paul en el año 1912 que apenas me había fijado en nada.

La verdad es que siempre había estado convencida de que Gideon tenía que vivir en un loft supermoderno con cien metros cuadrados de espacio vacío y un montón de cromo y vidrio y un televisor de pantalla plana de la medida de un campo de fútbol; pero entonces pude comprobar que me había engañado. Directamente frente a la entrada, un estrecho pasillo conducía, pasando junto a una pequeña escalera, a una sala de estar muy luminosa, con una enorme ventana que ocupaba casi toda la pared posterior. Estanterías que llegaban hasta el techo, en las que se apilaban en desorden libros, DVD y unos cuantos archivadores, cubrían las restantes paredes, y ante la repisa de la ventana había un gran sofá gris con un montón de cojines.

El auténtico corazón de la habitación, sin embargo, era el piano de cola abierto, a pesar de su dignidad se veía un poco mermado por una tabla de planchar que se apoyaba contra él de un modo nada solemne. Y tampoco el tricornio que colgaba de una esquina de la tapa, y que con toda seguridad madame Rossini estaba buscando desesperada, acababa de encajar en el cuadro. Pero en fin, tal vez esa era la idea que tenía Gideon de Nuevo Estilo.

—¿Queréis tomar algo? —preguntó Raphael muy en el papel de anfitrión.

—¿Qué tenéis? —preguntó Leslie a su vez, y lanzó una mirada desconfiada hacia la cocina, en donde había un montón de platos cubiertos de algo que probablemente un día había sido salsa de tomate. Aunque también podría tratarse de un experimento de medicina de Gideon.

Raphael abrió la nevera.

—Esto… Veamos. Aquí teníamos leche, pero la fecha de caducidad es del miércoles pasado. Zumo de naranja…, ¡vaya!, ¿el zumo de naranja se puede solidificar? El envase cruje de un modo muy raro. Pero esto tiene un aspecto muy prometedor, debe de ser una especie de limonada mezclada con…

—Yo tomaré solo agua, gracias.

Leslie iba a dejarse caer en el enorme sofá gris, pero en el último momento recordó que el vestido de Grace Kelly no era apto para ese tipo de vulgaridades y tomó asiento en el borde muy modosamente. Yo me hundí en el sofá a su lado lanzando un largo y enorme suspiro.

—Pobre Gwenny —comentó Leslie dándome unas palmaditas cariñosas en la mejilla—. ¡Vaya día que has tenido! Debes de estar destrozada, ¿no? ¿Te sirve de consuelo que te diga que no se te nota nada?

Me encogí de hombros.

—Un poco.

Raphael volvió con vasos y una botella de agua y barrió de la mesita unas cuantas revistas y libros, entre ellos un libro ilustrado sobre el hombre rococó.

—¿Puedes apartar unos metros cuadrados de tela para que yo también pueda sentarme en el sofá? —me dijo sonriéndome desde arriba.

—Bah, siéntate directamente sobre el vestido —dije yo mientras dejaba caer la cabeza hacia atrás y cerraba los ojos.

Leslie se levantó de un salto.

—¡Ni se te ocurra! Al final aún se estropeará y luego no podremos pedirle prestado nada más a madame Rossini. Venga, ponte de pie te desataré esta parte del corpiño. —Leslie tiró de mí hacia arriba y empezó a pelarme como una cebolla—. Y mientras tanto tú miras hacia otro lado, Raphael.

Él se tendió cuan largo era en el sofá y se quedó mirando al techo.

—¿Así está bien?

Después de vestirme otra vez con mis vaqueros y mi camiseta y de haber bebido unos tragos de agua, me sentí un poco mejor.

—¿Cómo ha sido tu… tu encuentro con Lucy y Paul? —preguntó Leslie en voz baja cuando volvimos al sofá.

Raphael me dirigió una mirada compasiva.

—Tiene que ser muy fuerte eso de tener unos padres que tienen prácticamente la misma edad que tú.

Asentí con la cabeza.

—Ha sido bastante… curioso y… emocionante.

Y entonces se lo expliqué todo, empezando por el recibimiento del mayordomo y acabando con nuestra confesión de que ya habíamos cerrado el círculo de sangre con el cronógrafo robado.

—Cuando han sabido que estábamos en posesión de la piedra filosofal (o de la «sal reluciente» como la llama Xemerius) casi les da un ataque. Se han puesto terriblemente nerviosos, y Lucy aún habla más que yo cuando está excitada, es increíble, ¿verdad? No han parado de hacernos reproches hasta que les he explicado que sabía… lo de nuestra relación de parentesco.

Leslie puso unos ojos como platos.

—¿Y?

—Entonces se han quedado mudos. Hasta que al cabo de un momento todos hemos roto a llorar —dije frotándome los ojos agotada—. Creo que con todo lo que he llorado estos últimos días podría regarse un campo africano en época de sequía.

—Ay, Gwenny. —Leslie me acarició el brazo con cara de pena.

Trate de sonreír y continué.

—Y aún hemos tenido tiempo de comunicarles la feliz noticia de que el conde no puede matarme de ninguna manera; ni el conde ni nadie, porque soy inmortal. Naturalmente no han querido creerlo; pero como íbamos bastante justos de tiempo, tampoco se lo hemos podido demostrar haciendo que Millhouse probara a estrangularme o algo así. Hemos tenido que dejarles allí con la boca abierta y salir corriendo para poder llegar a tiempo a nuestro salto de vuelta a la iglesia.

—¿Y qué pasará a partir de ahora?

—Mañana temprano volveremos a visitarles, y Gideon quiere exponerles un plan genial —dije—. Lo malo es que tiene que ocurrírsele esta noche, y solo con que esté la mitad de agotado que yo, no creo que vaya a poder enlazar dos ideas seguidas.

—Bueno, para eso está el café. Y yo: la genial Leslie Hay. —Leslie me dirigió una sonrisa de ánimo y luego suspiró—. Pero tienes razón, el asunto tiene sus complicaciones. Aunque es fantástico que tengáis el cronógrafo para poder viajar en el tiempo sin depender de nadie, tampoco podéis utilizarlo de forma ilimitada, sobre todo si se tiene en cuenta que mañana tenéis que encontraros otra vez con el conde y que por lo tanto solo podréis disponer de dos horas, o incluso menos, de vuestro contingente elapsatorio.

—¿Quééé? —exclamé.

Leslie suspiró.

—¿No has leído Anna Karenina? No se puede elapsar más de cinco horas y media diarias; con un tiempo más largo aparecen efectos secundarios. —Leslie hizo como si no se hubiera dado cuenta de la mirada admirativa de Raphael—. Y no sé qué opinar de que tengáis esos gránulos. Es algo… peligroso. Espero que al menos los hayáis escondido donde nadie pueda encontrarlos.

Por lo que sabía, la botellita seguía en la chaqueta de cuero de Gideon, pero eso no se lo dije a Leslie.

—Paul insistió al menos veinte veces en que teníamos que destruirlos.

—¡No es estúpido!

—¡No! —Sacudí la cabeza—. Gideon opina que podríamos utilizarlos en nuestro favor.

—Claro, genial —dijo Raphael—. Podríamos introducirlo en eBay y probar quién puja. Polvos de la inmortalidad para administración pública. Oferta mínima, una libra.

—Aparte del conde no conozco a nadie a quien pueda gustarle ser inmortal —dije con un poco de amargura—. Debe de ser terrible seguir con vida cuando todos a tu alrededor tienen que morir en algún momento. ¡Os aseguro que no me gustaría vivir algo así! ¡Antes de quedarme sola en el mundo, me tiraría por un acantilado! —Reprimí el nuevo suspiro que me había provocado esa idea—. ¿Creéis que en mi caso eso de la inmortalidad podría ser una especie de defecto genético? Al fin y al cabo, no solo tengo una línea de viajeros del tiempo en mi familia, sino dos.

—Podría haber algo de cierto en eso —dijo Leslie—. Contigo se cierra el círculo, en el sentido más auténtico de la palabra.

Durante un rato nos encontramos mirando la pared, absortos en nuestros pensamientos. Sobre el revoque alguien había pintado con letras negras una secuencia en latín.

—¿Qué significa eso? —preguntó Leslie finalmente—. ¿No te olvides de llenar la nevera?

—No —dijo Raphael—. Es una cita de Leonardo Da Vinci y los De Villiers se la robaron para usarla como lema familiar.

—Oh, entonces seguro que traducido es algo así como «No es que seamos unos fanfarrones, es que realmente somos geniales». O «¡Lo sabemos todo y siempre tenemos razón!».

Solté una risita.

—«Unce tu carro a una estrella» —dijo Raphael—: eso significa. —Se aclaró la garganta—. ¿Queréis que traiga lápiz y papel? ¿Para que podamos reflexionar mejor? —Sonrió cohibido—. De algún modo resulta un poco morboso decirlo ahora, pero vuestro juego de misterios me divierte de verdad.

Leslie se incorporó en el sillón. Poco a poco su rostro se animó y las pecas empezaron a bailar en su nariz.

—A mí me pasa exactamente lo mismo —dijo sonriendo—. Quiero decir que sé que no es ningún juego y que puede tener consecuencias terribles, pero nunca me había divertido tanto como en estas últimas semanas. —Me dirigió una mirada de disculpa—. Lo siento, Gwenny, pero sencillamente es superguay tener como amiga a una viajera del tiempo inmortal; creo que mucho más guay que serlo una misma.

Me eché a reír.

—En eso sí que tienes razón. Yo también me divertiría más si pudiéramos cambiar nuestros papeles.

Raphael volvió con papel y lápices de colores, y Leslie se puso a dibujar enseguida casillas y flechas.

—Sobre todo me trae de cabeza ese asunto del aliado del conde entre los Vigilantes. —Mordisqueó el lápiz un momento—. Aunque también eso solo se basa en suposiciones, pero bueno. Bien mirado, podría ser cualquiera, ¿no?: el ministro de Sanidad, ese curioso doctor, el amigable mister George, mister Whitman, Falk… y el pelirrojo bobalicón, ¿cómo se llama?

—Marley —dije—. Pero no creo que sea el tipo de persona capaz de hacer algo así.

—Sin embargo, es un descendiente de Rakoczy. ¡Y sabes por experiencia que siempre son los que menos te esperas!

—Eso es cierto —convino Raphael—. La mayoría de las veces los malvados son los que parecen más inofensivos. Hay que estar prevenido ante los tipos que tropiezan con todo y tartamudean sin cesar.

—Ese aliado del conde, llamémosle mister X, podría ser el asesino del abuelo de Gwenny. —Leslie empezó a trazar líneas y círculos sobre el papel—. Y es posible que sea también el encargado de matar a Gwenny cuando el conde haya conseguido su elixir. —Me dirigió una mirada cariñosa—. Desde que sé que eres inmortal estoy un poquito menos preocupada.

—Inmortal, pero no invulnerable —dijo Gideon.

Los tres dimos un respingo y clavamos los ojos en él sobresaltados. Había entrado en el piso sin que nos diéramos cuenta y estaba apoyado en el marco de la puerta con los brazos cruzados. Seguía llevando su conjunto del siglo XVIII, y como siempre, al verle, el corazón me dio un brinco.

—¿Cómo está Charlotte? —pregunté, confiando en que la pregunta sonara tan neutral como me había propuesto.

Gideon se encogió de hombros con aire cansado.

—Creo que mañana, cuando se despierte, tendrá que tragarse unas cuantas aspirinas. —Se acercó—. ¿Qué estáis haciendo?

—Planes. —Leslie movía a toda velocidad el lápiz por el papel, con la punta de la lengua asomando entre los labios—. Y tampoco tenemos que olvidar lo de la magia del cuervo —dijo hablando más para sí misma que para nosotros.

—Gid, ¿tú qué opinas? ¿Quién crees que podría ser el aliado secreto del conde entre los Vigilantes? —Raphael se mordió las uñas excitado—. Yo sospecho del tío Falk. De pequeño ya me parecía un personaje de lo más siniestro.

—Bah, tonterías. —Gideon se acercó a mí y me dio un beso en el pelo; luego se dejó caer en el sillón de cuero raído de enfrente, apoyó los codos en los muslos y se apartó un mechón de pelo de la frente—. No se me va de la cabeza lo que Lucy ha dicho antes: que la inmortalidad del conde quedó sin efecto con el nacimiento de Gwendolyn.

Leslie se olvidó por completo de sus diagramas y asintió en silencio.

—«Mas cuando ascienda la duodécima estrella, reanudará el curso su destino final» —citó, y me irritó tener que constatar una vez más que esas estúpidas rimas me daban escalofríos—. «Perderá la lozanía del roble con ella, sometido al yugo del tiempo terrenal».

—¿Te sabes todos esos versos de memoria? —preguntó Raphael.

—No todos, pero es que algunos son bastante pegadizos —respondió Leslie un poco cortada, y luego dijo volviéndose hacia Gideon—: Yo lo he interpretado de este modo: cuando el conde se traga el polvo en el pasado, se vuelve inmortal; pero solo hasta que asciende la duodécima estrella, bueno, quiero decir, hasta que Gwendolyn viene al mundo. Entonces con su nacimiento, se ha acabado lo de su inmortalidad. El roble queda sometido al yugo del tiempo terrenal; es decir, el conde se vuelve otra vez mortal, a no ser que mate a Gwendolyn para detener ese proceso. Pero antes ella tiene que haber hecho posible que él consiga el elixir. Y si él no consigue el elixir, no podrá convertirse en inmortal de ninguna manera. ¿Me he expresado con claridad?

—Sí, hasta cierto punto —dije, y pensé en Paul y en los metros en nuestros cerebros.

Gideon sacudió lentamente la cabeza.

—¿Y si todo el tiempo hemos estado cometiendo un error en nuestros razonamientos? —preguntó hablando despacio—. ¿Y si el conde hace ya tiempo que ha conseguido el polvo?

Estuve a punto de volver a decir «¿Quééé?», pero logré contenerme en el último momento.

—Eso no puede ser, porque en uno de los cronógrafos el círculo de sangre aún no se ha cerrado y el elixir del otro está escondido en un lugar seguro, o eso espero —dijo Leslie con impaciencia.

—Sí. En este momento —dijo Gideon marcando las sílabas—. Pero no tiene que seguir siendo así. —Suspiró al ver que lo mirábamos con cara de no entender nada—. Pensadlo de nuevo: es posible que el conde, en algún momento del siglo XVIII, tomara el elixir (sin que importe la forma en que lo consiguiera) y se volviera inmortal.

Los tres lo miramos fijamente. Sin que supiera muy bien por qué, se me había puesto la carne de gallina.

—Lo que a su vez significaría que podría perfectamente estar vivo en este momento —continuó Gideon, mirándome fijamente a los ojos—. Que podría estar en algún lugar ahí fuera esperando que le llevemos el elixir al siglo XVIII. Y luego a una oportunidad de matarte.

Durante unos segundos reinó el silencio, hasta que Leslie lo rompió para replicar:

—No quiero decir que haya entendido del todo tu idea, pero es que incluso aunque vosotros, por alguna razón, cambiarais de opinión y le llevarais efectivamente el elixir al conde… él seguiría teniendo un pequeño problemilla. —Al llegar a este punto, Leslie rio satisfecha—. Y es que él no puede matar a Gwenny.

Raphael hizo girar el lápiz sobre la mesa como si fuera un compás.

—Además, ¿por qué ibais a cambiar de opinión cuando conocéis las verdaderas intenciones del conde? —añadió.

Gideon no respondió enseguida, y su rostro estaba totalmente desprovisto de impresión cuando finalmente dijo:

—Porque puede chantajearnos.

Me desperté al sentir algo húmedo y frío por la cara.

—¡Dentro de diez minutos sonará el despertador! —exclamó Xemerius.

Gimiendo, me tapé la cabeza con la manta.

—No hay forma de hacer las cosas a tu gusto, ¿sabes? Ayer mismo sin ir más lejos te estabas quejando porque no te había despertado —se ofendió Xemerius.

—Ayer no me había puesto el despertador. Y, además, es terriblemente temprano —gruñí.

—Hay que aceptar algún sacrificio si se quiere salvar a tiempo al mundo de un inmortal con delirios de grandeza, ¿no? —dijo Xemerius, y le oí zumbar volando en círculos por la habitación—. Al que además vas a ver esta noche, por cierto; te lo digo por si lo habías olvidado. ¡Vamos, espabila de una vez!

Me hice la muerta —lo que no me resultó muy difícil, porque, inmortal o no, casi me sentía como si lo estuviera—; pero, por lo visto, mi actuación no impresionó demasiado a Xemerius, porque, en lugar de dejarme en paz, se puso a revolotear alegremente arriba y abajo ante mi cama y a graznarme al oído refranes que venían al caso, empezando por «A quien madruga Dios le ayuda» y «Gato que duerme no caza ratones».

—¡Tu gato puede irse al infierno! —dije, pero al final Xemerius consiguió lo que quería. Salí arrastrándome de la cama, fastidiada, y por eso a las siete me encontraba puntualmente en la estación de Temple.

Bueno, la verdad es que eran la siete y dieciséis, pero mi móvil iba un poco atrasado.

—No tienes muy buena pinta. Pareces tan cansada como me siento yo —gimió Leslie, que ya me estaba esperando en el andén convenido.

A esa hora de la mañana, y en domingo, no es que hubiera mucho movimiento en la estación, pero de todos modos me pregunté cómo iba a pasar Gideon desde allí a uno de los túneles del metro sin que nadie le viera. Los andenes estaban bien iluminados y además había un montón de cámaras de vigilancia.

Dejé en el suelo mi pesada y bien repleta bolsa de viaje y lancé una mirada asesina a Xemerius, que hacía slalom entre las columnas a una velocidad de vértigo.

—Xemerius es el culpable. No me ha dejado usar el maquillaje de mamá para tapar las ojeras porque supuestamente era muy tarde, y aún menos para hacer una parada en el Starbucks.

Leslie inclinó la cabeza de lado intrigada.

—¿Has dormido en casa?

—Pues claro, ¿dónde si no? —pregunté un poco irritada.

—Bueno, pensé que habríais interrumpido un rato la planificación después de que Raphael y yo nos fuéramos. —Se rascó la nariz—. Sobre todo porque procuré que la despedida de Raphael fuera extralarga para daros tiempo de pasaros del sofá al dormitorio.

Le guiñé un ojo.

—¿Extralarga? —pregunté alargando las sílabas—. ¡Qué sacrificada!

Leslie sonrió.

—Sí, imagínate —dijo sin sonrojarse ni un ápice—. Pero ahora no te desvíes del tema. Habrías podido decirle tranquilamente a tu madre que te quedabas a dormir en mi casa.

Hice una mueca.

—Sí, la verdad es que por mí lo habría hecho, pero Gideon insistió en pedirme un taxi —dije, y añadí sintiéndome un poco desgraciada—: Supongo que no estaba la mitad de arrebatadora de lo que pensaba.

—Es que Gideon es muy… responsable —dijo Leslie para consolarme.

—Sí, también puede definirse así —dijo Xemerius, que había acabado su slalom. Respirando pesadamente, se posó en el suelo a mi lado—. O sencillamente como un soso, un plasta, un miedica —tomó aire—, un gallina, un cagueta, un pringado…

Leslie echó una ojeada a su reloj. Tuvo que ponerse a gritar para imponerse al ruido del tren de la Central Line que entraba en la estación.

—Aunque, por lo que se ve, no especialmente puntual. Ya son y veinte. —Se quedó mirando a las pocas personas que habían bajado del metro, y entonces, de repente, sus ojos se iluminaron—. Oh, ahí están.

—Esa mañana, los dos príncipes con tanto anhelo esperados habían dejado excepcionalmente sus corceles blancos en la cuadra y habían viajado en metro —declaró Xemerius en tono solemne—. Al divisarlos, los ojos de las princesas chispearon de alegría, y cuando la carga acumulada de hormonas juveniles entró en contacto en forma de cohibidos besitos de bienvenida y sonrisas bobas, el inteligente daimon de incomparable belleza no pudo si no vomitar en la papelera.

Exageraba descaradamente: nuestras sonrisas no tenían nada de bobas. Como máximo podían definirse como un poco embelesadas. Y nadie estaba cohibido. Bueno, al principio tal vez yo, porque de repente recordé cómo la noche anterior Gideon había apartado mis brazos de su cuello y había dicho: «Es mejor que ahora te llame un taxi. Nos espera un día muy duro». Me había sentido un poco como una lapa que hay que arrancarse del jersey. Y lo peor era que justo en ese momento estaba cogiendo impulso para pronunciar las palabras «Te quiero». No es que él no lo supiera desde hacía tiempo, pero… yo aún no se lo había dicho. Y ahora empezaba a dudar de que realmente quisiera oírlo.

Gideon me acarició fugazmente la mejilla.

—Gwenny, también puedo hacer esto sin ayuda. Solo tengo que interceptar al Vigilante de servicio en su camino hacia arriba y volver a quitarle la carta.

—«Solo» es la palabra exacta —dijo Leslie.

Y es que de hecho no podíamos desviarnos ni un milímetro de nuestro plan.

Aunque nos encontrábamos muy lejos de poseer un plan genial, habíamos elaborado de todos modos, entre los cuatro, un «esquema general de actuación», como lo llamaba Leslie. Era fundamental que nos encontráramos otra vez con Lucy y Paul, y debíamos hacerlo antes de volver a presentarnos ante el conde por la tarde. Y, además, teníamos que ocuparnos de la carta con las informaciones sobre el paradero de Lucy y Paul que Gideon había llevado, la semana anterior, al año 1912. Debíamos evitar como fuera que esa carta cayera en manos del gran maestre de la época y de los gemelos De Villiers. Y como el tiempo que, según nuestros cálculos, podíamos emplear en viajes secretos con nuestro cronógrafo privado, sin arriesgarnos a sufrir daños físicos (y ponernos a vomitar en papeleras como Xemerius), se limitaba a una hora y media como máximo, tendríamos que esforzarnos mucho para emplear cada minuto de una forma provechosa.

Raphael había propuesto con toda seriedad que introdujéramos a escondidas el cronógrafo en el cuartel general de los Vigilantes y saltáramos desde allí, pero ni siquiera su hermano mayor tenía la sangre fría necesaria para atreverse a hacer algo así.

Como contrapropuesta, Gideon había cogido entonces de una de las estanterías de su casa unos rollos de papel y había sacado como por arte de magia, de entre La anatomía del ser humano en 3-D y El sistema circulatorio de la mano humana, un plano de los pasadizos subterráneos que cruzaban el distrito de Temple. Y ese plano era la causa de que en ese momento nos hubiéramos encontrado en la estación de metro.

—¿Quieres hacer esto sin nosotros? —dije enarcando las cejas—. Creía que estábamos todos de acuerdo en que a partir de ahora lo haríamos todo juntos.

—Exacto —dijo Raphael—. Si no después dirán que salvaste al mundo tú solo. —Raphael y Leslie debían de ocuparse de vigilar el cronógrafo, y aunque Xemerius había declarado, un poco ofendido, que él podría hacerlo igualmente bien, era reconfortante saber que alguien podría volver a guardarlo y desaparecer con él en caso de que nos viéramos obligados a saltar de vuelta en otro lugar.

—¡Y, además, seguro que sin nosotros acabarás por hacer algún desastre! —dijo Leslie fulminando a Gideon con la mirada.

Gideon levantó las manos.

—Está bien, ya lo he entendido. —Cogió mi bolsa de viaje y miró el reloj—. Atended. A las 7.33 llegará el próximo metro. Luego tendremos exactamente cuatro minutos para encontrar el primer pasadizo antes de que llegue el siguiente tren. Encended las linternas solo cuando yo lo diga.

—Tienes razón —me susurró Leslie—. Hace falta tiempo para habituarse a ese tono de mando.

¡Merde! —exclamó Raphael. La maldición le había salido de lo más hondo de su ser—. Un poco justo, ¿no?

En eso no podía si no darle la razón. La luz de nuestras linternas de bolsillo se deslizó sobre las paredes embaldosadas e iluminó nuestras caras lívidas. Detrás de nosotros resonaba el traqueteo de los vagones de metro cruzando el túnel.

Para entonces ya sabíamos que cuatro minutos era un tiempo endemoniadamente corto para escalar la barrera situada al extremo del andén, saltar al otro lado y echar a correr junto a los raíles hacia el interior del túnel, por no hablar de lo de recorrer jadeando cincuenta metros detrás de Gideon, pararse, impotente, ante la puerta de hierro empotrada en la pared del túnel, y tener que contemplar sin hacer nada cómo Gideon se sacaba ceremoniosamente del bolsillo de los pantalones una especie de ganzúa y luego se disponía a forzar la cerradura. Ese había sido el momento en el que Leslie, Xemerius y yo habíamos empezado a chillar a coro: «Rápido, rápido, rápido», acompañados del estruendo del tren que se acercaba.

—En el plano parecía que estuviera más cerca —dijo Gideon disculpándose.

Leslie fue la primera en recuperar el aplomo. Apuntó el haz de su linterna hacia la oscuridad que se abría ante nosotros e iluminó el muro que cerraba el pasadizo unos metros más allá.

—Muy bien, estamos en el sitio correcto. —Consultó el mapa—. En el año 1912 esta pared aún no existía. El pasadizo continuaba por detrás.

Mientras Gideon se arrodillaba, desenvolvía el cronógrafo e introducía los datos, yo cogí nuestras ropas de 1912 de la bolsa y me dispuse a quitarme los vaqueros.

—¿Qué se supone que haces? —Gideon levantó la cabeza y me dirigió una mirada distraída—. ¿Quieres correr por los pasadizos con una falda que llega hasta el suelo?

—Hummm… pensaba… por lo de la autenticidad.

—A la mierda con la autenticidad —dijo Gideon.

Xemerius palmoteó con sus zarpas entusiasmado.

—¡Sí, señor, a la mierda con eso! —gritó, y añadió volviéndose hacia mí—: Sé que los malos modales se contagian un poco. Pero ya iba siendo hora.

—Tú primera, Gwenny —me indicó Gideon con un gesto.

Me arrodillé ante el cronógrafo. Fue un poco raro desaparecer ante las miradas emocionadas de Leslie y Raphael, pero me di cuenta de que con el tiempo se estaba convirtiendo para mí en una especie de rutina. (Tal como iban las cosas, probablemente no tardaría en saltar a algún sitio para ir a comprar el pan).

Gideon aterrizó junto a mí y apuntó su linterna hacia delante. En el año 1912 no había ningún muro: el cono de luz se perdía en un pasadizo largo y bajo.

—¿Estás lista? —me preguntó sonriendo.

—Si tú lo estás —respondí, y le devolví la sonrisa.

Que en la realidad estuviera lista, sin embargo, era algo sobre lo que tenía mis dudas. Si el túnel del metro ya había despertado en mí una sensación de ahogo, en ese momento corría el riesgo de tener que someterme a tratamiento por un ataque de claustrofobia aguda.

Cuanto más avanzábamos, más bajas e intrincadas eran las galerías. A intervalos irregulares nos tropezábamos con escaleras que se hundían aún más en el suelo. Y en una ocasión nos encontramos ante un pasadizo obstruido por un derrumbe y tuvimos que volver atrás. Solo se oía nuestra respiración y el sonido apagado de nuestros pasos, y el crujido del papel cuando Gideon se paraba y miraba el plano. En un momento dado creí oír también unos crujidos y unos pasitos rápidos que venían de algún lugar que no podía precisar. Probablemente en el laberinto vivían ejércitos enteros de ratas, y se me ocurrió, así de repente, que si yo hubiera sido una rata enorme, hubiera elegido ese lugar como residencia familiar y territorio de caza.

—Bien, aquí tendría que girar a la derecha —murmuró Gideon concentrado.

Me daba la sensación de que ya con esta debían de ser cuarenta las veces que habíamos girado. Para mí todos esos pasadizos eran exactamente iguales. No había ningún punto de referencia. ¿Y quién sabía si ese maldito plano era realmente correcto? ¿Qué pasaría si lo había dibujado algún cretino como, por ejemplo, mister Marley? En ese caso, Gideon y yo probablemente seríamos desenterrados en el año 2250 en forma de dos esqueletos dándose la manita. Ah, no, lo olvidaba. Solo Gideon sería un esqueleto, mientras que a mí me encontrarían vivita y coleando aferrada a sus huesos, lo que no contribuía precisamente a hacer la visión más agradable.

Gideon se detuvo, dobló el plano suspirando y se lo metió en el bolsillo de los pantalones.

—¿Nos hemos perdido? —Traté de permanecer serena—. Tal vez este plano sea una porquería. Qué pasará si nunca…

—Gwendolyn —me interrumpió con impaciencia—, a partir de aquí conozco el camino. Ya no falta mucho. Ven.

—Ah, vaya.

Me sentí avergonzada. Realmente esa mañana estaba un poco demasiado… «susceptible». Seguimos avanzando apresuradamente uno detrás de otro. Para mí era todo un misterio cómo podía orientarse Gideon en ese laberinto.

—¡Oh, mierda!

Había pisado un charco. Y junto al charco vi una rata marrón oscuro que parpadeaba a la luz de mi linterna. Lancé un chillido. En la lengua de las ratas debía significar «Eres una monada», porque la rata me miró con sus ojos rojos, se levantó sobre sus patitas traseras e inclinó la cabeza de lado.

—¡No eres una monada! —chillé—. ¡Largo de aquí!

—¿Dónde te has metido?

Gideon ya había desaparecido tras la siguiente esquina.

Tragué saliva e hice de tripas corazón para pasar junto a la rata. De hecho, tampoco eran como perros que se te echaban encima y te mordían las pantorrillas, ¿o tal vez sí? Para mayor seguridad, deslumbré al bicho con la linterna y le seguí enfocando hasta que casi había alcanzado la esquina donde me esperaba Gideon. Entonces, ya más tranquila, giré la linterna para apuntar hacia delante y volví a lanzar un chillido. Al final del corredor había aparecido la silueta de un hombre.

—Ahí hay alguien —susurré.

—¡Mierda! —Gideon me agarró del brazo y me arrastró rápidamente hacia las sombras. Aunque no hubiera chillado, la luz de mi linterna me hubiera traicionado de todos modos.

—¡Creo que me ha visto! —volví a susurrar.

—¡Sí, te he visto! —dijo Gideon malhumorado—. ¡Seré estúpido! ¡Vamos! ¡Sé amable conmigo! —Y, acto seguido, me dio un empujón que me devolvió de vuelta al pasillo dando traspiés.

—Pero ¿qué dem…? —susurré al sentirme atrapada en el haz de luz de una linterna.

—¿Gwendolyn? —dijo Gideon desconcertado.

Pero esta vez su voz venía de delante. Aún necesité medio segundo para comprender que nos habíamos tropezado con el anterior yo de Gideon, que en ese momento se dirigía a entregar la carta al gran maestre. Le apunté con la linterna. ¡Oh, Dios, era él! Gideon se quedó parado a unos metros de distancia, contemplándome con cara de consternación. Durante dos segundos nos cegamos el uno al otro con las linternas, y luego él dijo:

—¿Qué haces aquí?

No pude reprimir una sonrisa.

—Oh, es un poco complicado de explicar —dije, ¡aunque me habría gustado decirle que no había cambiado nada!

El otro Gideon agitaba las manos frenéticamente detrás de la esquina.

—¡Explícamelo de todos modos! —exigió su yo más joven acercándose a mí.

—Un momento, por favor. —Sonreí con amabilidad a su versión más joven—. Tengo que aclarar algo rápidamente. Volveré enseguida.

Pero, por lo visto, ni el viejo ni el joven Gideon estaban para conversaciones. Mientras el más joven me seguía y trataba de sujetarme por el brazo, el más viejo no esperó a que asomara la cabeza por la esquina, sino que saltó hacia delante y golpeó a su álter ego con todas sus fuerzas en la frente con su linterna. El Gideon más joven se desplomó como un saco de patatas.

—¡Le has hecho daño!

Me arrodillé y observé horrorizada la herida sangrante.

—Sobrevivirá —dijo el otro Gideon sin inmutarse—. ¡Ven, tenemos que seguir adelante! La entrega ya ha tenido lugar, este de aquí —se dio una patadita a sí mismo— ya estaba de vuelta cuando te encontró.

Sin hacerle caso, acaricié cariñosamente el cabello de su yo inconsciente.

—¡Te has dejado K. O. a ti mismo! ¿Aún recuerdas lo cruel que fuiste conmigo por eso?

Gideon sonrió débilmente.

—Sí, lo recuerdo —dijo—. Y lo siento de verdad. Pero ¿quién puede contar con que pase algo así? ¡Ahora ven de una vez! Antes de que ese tonto se despierte. Hace rato que ha entregado la carta. —Y, a continuación, soltó unas cuantas palabras francesas tras las que supuse que se ocultaban otras tantas maldiciones jugosas, porque recurrió varias veces, igual que su hermano antes, a la palabra merde.

—Chist, chist, chist —dijo una voz cerca de nosotros—. Joven, el hecho de que aquí abajo nos encontremos cerca de las cloacas no debería ser motivo para abandonarse sin freno a ese lenguaje fecal.

Gideon giró bruscamente sobre sus talones, pero no hizo ningún intento de dejar K. O. también al recién llegado, tal vez por el tono benévolo con el que había pronunciado esas palabras. Levanté la linterna e iluminé el rostro de un desconocido de mediana edad, y luego la moví hacia abajo para ver si nos estaba apuntando con una pistola. Pero no lo hacía.

—Soy el doctor Harrison —dijo inclinando la cabeza, y su mirada reflejó un ligero desconcierto al pasar de Gideon al otro Gideon que yacía tendido en el suelo—. Y acabo de recibir su carta de nuestro adepto de servicio en la guardia de Cerbero. —Se sacó del bolsillo de la chaqueta un sobre con un gran sello rojo—. Lady Tilney ha insistido en que no debían llegar en ningún caso a manos del gran maestre o de otros miembros del Círculo Interior. Aparte de mí.

Gideon suspiró y se frotó la frente con el dorso de la mano.

—Queríamos evitar la entrega, pero hemos perdido demasiado tiempo en estos pasadizos… y luego, idiota de mí, aún he conseguido tropezarme conmigo mismo. —Cogió la carta y se la metió en el bolsillo—. Gracias.

—¿Un De Villiers reconociendo un error? —El doctor Harrison rio en voz baja—. Eso sí que es algo nuevo. En todo caso, afortunadamente lady Tilney se ha hecho cargo del asunto, y hasta el momento nunca he visto que fracasara ninguno de sus planes. Por otra parte, tampoco tendría ningún sentido llevarle la contraria. —Señaló hacia el Gideon tendido en el suelo—. ¿Necesita ayuda?

—No estaría mal que le desinfectaran la herida y tal vez que le pusieran algo blando debajo de… —dije, pero Gideon me interrumpió:

—¡Tonterías! Está perfectamente. —Sin hacer caso de mis protestas, tiró de mí hacia arriba—. Ahora tenemos que volver. Salude a lady Tilney de nuestra parte, doctor Harrison. Y comuníquele mi agradecimiento.

—Ha sido un placer —dijo el doctor Harrison, y ya se iba a dar media vuelta para marcharse cuando recordé algo.

—¿Sería tan amable de decirle a lady Tilney que no se asuste si en el futuro voy a visitarla para elapsar?

El doctor Harrison asintió con la cabeza.

—Desde luego, encantado. —Nos saludó con la cabeza—. Mucha suerte. —Y se alejó rápidamente.

Aún estaba despidiéndose cuando Gideon volvió a tirar de mí en la dirección contraria, dejando a su álter ego abandonado en el pasadizo.

—Seguro que esto está plagado de ratas —dije compadecida—. ¡Y a esos bichos les atrae la sangre!

—Las confundes con los tiburones —dijo Gideon; pero luego se detuvo bruscamente, se volvió hacia mí y me estrechó entre sus brazos—: ¡Lo siento! —murmuró en mi cabello—. ¡Era tan estúpido que me merecía que una rata me mordisqueara un poco!

Inmediatamente olvidé todo lo que nos rodeaba (y también todo lo demás), le eché los brazos al cuello y empecé a besarle, primero solo en los sitios que podía alcanzar en ese momento —en el cuello, en la oreja, en la sien— y luego en la boca. Él me abrazó con más fuerza, solo para apartarme de nuevo tres segundos más tarde.

—¡Realmente no tenemos tiempo para esto ahora, Gwenny! —dijo enojado, y a continuación me cogió de la mano y tiró de mí otra vez.

Suspiré varias veces profundamente, pero Gideon no dijo nada. Dos corredores más allá, cuando se detuvo para mirar el plano, ya no pude aguantar más y le pregunté:

—¿Es porque beso raro, o qué?

—¿Cómo?

Gideon me miró por encima del borde del plano con cara de perplejidad.

—Soy un desastre besando, ¿verdad? —Hice todo lo posible sin demasiado éxito para que no sonara histérico—. Hasta ahora no había… quiero decir, que para poder hacerlo bien se necesita tiempo y experiencia. ¡Es imposible aprenderlo todo en las películas!, ¿sabes? Y de algún modo es humillante que te aparten así.

Gideon bajó el plano y el cono de luz de su linterna se dirigió hacia el suelo.

—Gwenny, escucha…

—Sí, ya lo sé, tenemos prisa —le interrumpí—. Pero sencillamente tengo que quitarme esto de encima ahora mismo. Cualquier cosa sería mejor que empujarme hacia atrás o… llamar a un taxi. Yo aguanto muy bien las críticas. Bueno, en todo caso cuando se formulan con amabilidad.

—A veces eres realmente… —Gideon sacudió la cabeza, y luego inspiró hondo, y dijo muy serio—: Cuando me besas, Gwendolyn Shepherd, es como si perdiera el contacto con el suelo. No tengo ni idea de cómo lo haces ni de dónde lo has aprendido. En todo caso, si ha sido en una película, tenemos que verla juntos. —Se detuvo un momento—. Lo que quiero decir es que cuando me besas, ya no quiero hacer nada más que sentirte y tenerte entre mis brazos. ¡Mierda, estoy tan terriblemente enamorado de ti que es como si hubieran volcado una lata de gasolina en mi interior y le hubieran prendido fuego! Pero en este momento no podemos… al menos uno de nosotros debe mantener la cabeza fría. —La mirada que me lanzó disipó mis dudas—. Gwenny, todo esto me da un miedo horrible. Sin ti mi vida no tendría ningún sentido, sin ti… querría morirme si a ti te pasara algo.

Quería sonreírle, pero sentí que se me había hecho un nudo en la garganta.

—Gideon, yo… —empecé, pero él no me dejó acabar.

—No quisiera que… no debe ocurrirte lo mismo a ti, Gwenny. Porque el conde puede utilizar estos sentimientos contra nosotros. ¡Y lo hará!

—Para eso hace tiempo que es tarde —susurré yo—. Te quiero. Y sin ti no querría seguir viviendo.

Gideon parecía a punto de romper a llorar. Me cogió la mano, y estrujándomela casi, dijo:

—Entonces solo podemos confiar en que el conde nunca, nunca jamás, se entere de esto.

—Y también de que todavía se nos ocurra ese plan genial —dije—. ¡Y ahora haz el favor de no seguir perdiendo el tiempo aquí! Tenemos prisa.

—¡Un cuarto de hora y ni un minuto más!

Gideon se arrodilló ante el cronógrafo, que habíamos colocado sobre la manta para el pícnic en el césped de Hyde Park, no muy lejos de la Serpentine Gallery, con el lago y el puente a la vista. Aunque el día prometía ser tan magnífico como el anterior, de momento hacía un frío helado y la hierba estaba húmeda de rocío. Corredores y transeúntes con sus perros pasaban ante nosotros, y algunos volvían la mirada para observar con curiosidad el pequeño grupo que formábamos sobre la hierba.

—¡Pero un cuarto de hora es demasiado justo! —dije mientras me abrochaba el armazón equipado con un curioso acolchado en las caderas, que se encargaba de que mi vestido se balanceara en torno a mí como un acorazado y no se arrastrara por el suelo. Ese complemento había sido la causa de que esa mañana, en lugar de una mochila, hubiera tenido que coger una monstruosa bolsa de viaje—. ¿Y qué pasará si llega demasiado tarde? (O si no llega, que secretamente era lo que temía que iba a ocurrir.). —En el siglo XVIII los relojes seguro que no eran tan precisos.

—Entonces peor para él. De todos modos es una idea descabellada. ¡Precisamente hoy!

—En eso, por una vez, tiene razón —comentó Xemerius con voz somnolienta, y después de meterse de un salto en la bolsa de viaje, apoyó la cabeza sobre las patas y bostezó ruidosamente—. Despiértame cuando volváis. Definitivamente, esta mañana me he levantado demasiado pronto. —Poco después se oyó un ronquido que salía de la bolsa.

Leslie me pasó el vestido con cuidado por encima de la cabeza. Era el azul floreado que había llevado en mi primer encuentro con el conde y que desde entonces había estado colgado en mi armario.

—Para el asunto de James habría tiempo después —protestó—. Para él siempre será el mismo día a la misma hora, sin que importe desde cuándo le visites.

Empezó a abrochar los ganchitos de mi espalda.

—Lo mismo podría decirse de esa historia de entrega de cartas —la contradije—. Tampoco había ningún motivo para que fuera hoy. Gideon también hubiera podido darse en la cabeza con la linterna por ejemplo el martes o en agosto del año próximo y todo hubiera acabado en lo mismo. Aparte de que lady Tilney se ha encargado del asunto.

—Siempre me dan mareos cuando os ponéis a darle vueltas a estas cosas —se quejó Raphael.

—Sencillamente quería tenerlo resuelto antes de que nos encontráramos la próxima vez con Lucy y Paul —dijo Gideon—. No es tan difícil de entender.

—Pues yo quiero tener resuelto lo de James —repliqué, y añadí en tono dramático—: ¡En caso de que nos pase algo, al menos habremos salvado su vida!

—¿De verdad queréis desaparecer y volver a aparecer ante toda esta gente? —preguntó Raphael—. ¿No tenéis miedo de que mañana la noticia salga en los periódicos y la televisión os quiera entrevistar?

Leslie sacudió la cabeza.

—¡Pamplinas! —dijo enérgicamente—. Estamos bastante alejados del camino y vosotros solo estaréis fuera un momento. Los únicos que se quedarán mirando como bobos serán los perros. —Se produjo un breve cambio de tono en los ronquidos de Xemerius—. Pero recordad que debéis colocaros exactamente en el mismo sitio en que hayáis aterrizado para saltar de vuelta —continuó Leslie—. Podéis marcar el punto exacto con estos bonitos zapatos. —Me puso en la mano uno de los zapatos de Raphael y me dirigió una sonrisa radiante—. ¡Esto es divertidísimo de verdad! ¡A partir de ahora quiero hacerlo cada día!

—Pues yo no —dijo Raphael bajando la mirada hacia sus calcetines. Agitó los dedos con aire afligido y volvió a mirar de nuevo hacia el camino—. Tengo los nervios de punta, ¿sabéis? ¡Antes, en el metro, estaba completamente seguro de que nos seguían! Entraría dentro de la lógica que los Vigilantes hubieran puesto a alguien detrás de nuestros pasos. ¡Y si vienen a quitarnos el cronógrafo, ni siquiera podré darles un puntapié como Dios manda porque solo llevo calcetines!

—Está un poco paranoico —me susurró Leslie.

—Te he oído —dijo Raphael—. Y no es verdad, solo soy… prudente.

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