Erika

Erika


DOS

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DOS

 

Granja Brattahild, año 1112

 

Erik miraba a su alrededor satisfecho, todos parecían disfrutar.  Aunque en un principio les había parecido que los cincuenta invitados no cabrían en el salón, allí estaban, todos sentados y comiendo. Y montando la algarabía que sólo los vikingos armaban en una fiesta. Sólo faltaba que su mujer, por fin, viniera a sentarse en su sitio, junto a él. Buscó con la vista por toda la sala, hasta que la localizó hablando con los padres del novio, de pie junto a la mesa donde estaban sentados. A su lado estaba su querida hija Erika, la niña de sus ojos, a la que en pocos días vería marchar de su casa. Su corazón, el que muchos pensaban que no tenía, se encogía sólo de pensarlo.

Viéndolas juntas nadie diría que eran madre e hija. Yvette, su esposa desde hacía ya veintiún años, tenía la misma figura que cuando la conoció. Ella notó su mirada y le observó, durante un momento, sonriente, dijo algunas palabras a la familia del novio, y se acercó después de acariciar con cariño la cabeza de su hija.

—Tienes cara de enfadado, estamos celebrando el compromiso de nuestra hija Eric —él negó con la cabeza, no era enfado, estaba preocupado. Ella se sentó con un suspiro, echando su trenza negra hacia atrás, mirándole atentamente con sus ojos violetas. Erik estaba mirando de nuevo a su hija, que hablaba con su novio, Siward. Yvette aprovechó para observarle, seguía siendo igual de musculoso y estaba tan erguido como siempre, a pesar de su edad. En su pelo rojo casi no había canas, y seguía llevándolo largo para complacerla, a ella siempre le había encantado. Alrededor de sus intensos ojos azules de berserker, con el tiempo, se habían formado unas finas arrugas sobre todo por la risa. Ella también las tenía, los veinte años que habían vivido juntos se habían pasado en un suspiro, entre risas, y peleas, que a los dos les encantaba terminar con una reconciliación en el dormitorio.

—¿Dónde están los chicos? —Erik tenía el ceño fruncido, mala señal.

—Se han ido a cazar.

—Deberían estar aquí, ya les dije que no llegaran tarde —dejó de hablar al escuchar unas carcajadas en la entrada del salón. Yvette, al ver la expresión de su marido, se inclinó tocándole suavemente el antebrazo.

—Erik, por favor, estamos de celebración, piensa en Erika —él la miró, los ojos soltando chispas, pero asintió, con la mandíbula encajada. Había demasiada gente extraña en el salón, si no, nada les hubiera salvado de oír los gritos de su padre.

Los tres hermanos se sentaron en una mesa que estaba libre al fondo, riendo y charlando. Rongvald, el más tranquilo, que solía tener la nariz metida en los libros, se levantó para ir a saludarles. Se acercó a su madre a darle un beso en la mejilla, ella sonrió y le hizo un gesto para que se acercara también a su padre.

—Hola padre —ya no había manera que se dieran un beso, Yvette suspiró recordando los tiempos, cuando sus hijos eran niños todavía, y se abrazaban a su padre, sin ningún tipo de vergüenza. Ahora se saludaban como el resto de los hombres, cogiéndose fuertemente por el antebrazo.

—Hola hijo, habéis llegado tarde —Rognvald asintió.

—Sí, lo siento. He tenido un problema con Thor, Erika me ha pedido que lo sacara a dar un paseo, pero ya sabes cómo se pone, cuando le monta cualquiera que no sea ella —Erik sonrió, le hacía gracia que ese maldito caballo tirara a sus hijos cuando le intentaban montar, y sin embargo fuera como un corderito con su hija.

—¿Te ha tirado? —se contenía para no carcajearse, pero su hijo lo aceptó sin vergüenza.

—Sí padre —se encogió de hombros —Ragnar ha tenido que salir tras él, porque el muy sinvergüenza ha salido galopando, contento de estar en el campo. Afortunadamente ha conseguido cogerle, si no, Erika nos mataría.

—Tu hermana sería incapaz de haceros nada, os quiere demasiado —sus ojos volvieron sobre su hija, que ahora estaba hablando con sus hermanos.

—Ya, realmente el que nos daba miedo eras tú, si Erika sufría por el caballo, todos sabíamos que nos arrancarías la piel —Rognvald era el más tranquilo, pero también el único de sus hijos, junto con Erika, que se atrevía a decirle a su padre la verdad a la cara.

—Es verdad, os la hubiera arrancado —Yvette le miraba burlona, todos conocían su debilidad, pero era raro que lo reconociera.

—¿Qué os pasa?, ¿no tenéis hambre? —Erik sonrió al ver que su hija se sentaba en su lugar habitual. En su mesa junto a su madre y frente a él.

—Luego os veo —Rognvald fue a sentarse con sus hermanos, ya eran mayores y preferían no sentarse en la mesa con sus padres, así podían hablar de lo que quisieran.

Erika ofreció a sus padres el plato del pan que había traído una sirvienta. Era de estatura pequeña, como su madre, y su pelo, al igual que el de ella, era negro con reflejos azulados, los ojos, también eran violetas. Y ahí terminaba el parecido, sus rasgos no eran tan delicados como los de ella, sus ojos eran más grandes, sus altos pómulos delataban su ascendencia vikinga, así como su fuerte mandíbula, que, sin dejar de ser femenina, era más cuadrada, parecida a la de su padre.

Erik desde que nació, había sentido una conexión especial con ella, que no había sentido con ninguno de sus hijos varones. Les quería con todo su corazón, pero ella, a pesar de ser mujer, era la que tenía el carácter más parecido al suyo. Desde pequeña, puso más atención en aprender a montar, y a luchar, que cuando su madre le enseñaba a llevar la casa. Al final tuvo que aprender, cuando se hizo más mayor, pero su padre, a escondidas, siguió enseñándola a manejar la espada, el escudo y a protegerse con una daga.  Aunque siempre le había gustado, más que nada, montar.  

Erik llevaba varios años rechazando pretendientes que querían casarse con ella. Desde que tenía catorce años, una edad en la que las mujeres de su tierra solían casarse. Había conseguido retrasarlo hasta ahora, pero finalmente, había tenido que decidirse por uno de ellos. Su hija quería casarse, le gustaban demasiado los niños, y quería tener hijos propios.

Pero se sentía como si, como padre, la hubiera fallado, al saber que su hija no conocería la felicidad que su esposa y él habían conocido. El elegido por ella, Siward, era un hombre que no la haría feliz, y todos lo sabían. Erika le tenía cariño, pero no sentía pasión, cualquiera podía verlo. Erik pensaba que se arrepentiría de ese matrimonio en pocos meses, incluso semanas, pero había hablado varias veces con ella, y no había conseguido que anulara el compromiso.

—Hija, ¿vas a seguir yendo a la escuela? —Erika asintió, esperó a tragar un trozo de pan antes de continuar, sus ojos brillaban emocionados ante su próxima boda.

—Sí madre, al estar tan cerca, vendré todos los días. Si algún día no puedo se lo diré a Marianus, pero, de momento, quiero seguir enseñando.

Las dos ayudaban en clase al fraile que llevaba la escuela que estaba en su granja, y donde se enseñaba religión, y a leer y escribir. Erik le había cedido un trozo de terreno muy cerca de la casa grande, donde le había construido una escuela y una cabaña para que viviera. Allí se daba clase a todos los niños que quisieran venir, de momento a los hijos de los amigos, o vecinos. Les había costado mucho convencer a que dejaran venir a los niños, ya que eso significaba menos manos para ayudar en las granjas, pero Erik era muy respetado. Y gracias a él, la escuela siempre estaba llena.

Marianus era el fraile que había acogido, en su casa, a Yvette cuando había muerto su madre, y, de dónde la secuestró el hermano de Erik. De esa manera se conocieron, ahora le parecía mentira que aquél salvaje, que conoció tantos años atrás, fuera su marido.

—Madre, ¿cómo es que Marianus no ha venido? —Yvette frunció el ceño, estaba preocupada.

—Está en la cama —notó el sobresalto de su hija —no te preocupes, es sólo que ha cogido frío, pero es muy bruto, con lo mayor que es, se sigue levantando al amanecer. A pesar de que le he dicho que se venga a casa a vivir, se niega a hacerlo. Menos mal que voy todos los días a verle, sino no me hubiera enterado de su enfermedad. Si sigue peor, diga lo que diga Erik, nos lo traemos a casa.

—No te preocupes mujer, nos enterrará a todos —gruñó. El fraile era de los pocos que cuestionaban su autoridad, no le deseaba ningún mal, pero tampoco quería tenerle todo el día por allí, dándole su opinión sobre todo.

—¿Cómo es que no estás sentada con tu prometido? —Yvette sonrió a su hija.

—Ya tendré muchos años para cenar con él. Prefiero hacerlo con vosotros —Erik asintió dándole la razón e Yvette sonrió, viendo a su marido babear con su hija.

—Hay cuatro hombres en la puerta que quieren hablar contigo —Jensen, su segundo al mando, también estaba invitado a la cena. Se levantó extrañado, todos sus amigos y vecinos estaban en la celebración esa noche, no sabía quién podía ser.

Erik imponía más aún al levantarse, su túnica sin mangas dejaba ver sus brazos y su torso musculoso. Los pantalones de piel, ajustados, moldeaban sus fuertes piernas. Sobrepasaba algo en estatura a Jensen, que era muy alto.

—¿Les conoces? —el otro hombre negó con la cabeza.

—No, son extranjeros, hablan nuestro idioma, pero con un acento extraño, no lo había oído nunca.

—Está bien, vamos fuera, si no son peligrosos, les invitaré a cenar. Hoy es un día de alegría —se fijó que sus hijos ya no estaban en la mesa, seguramente se habían levantado a ver quiénes eran los visitantes. Y conociendo sobre todo a su hijo Ragnar, le extrañaría que no hubiera problemas. Salieron a la entrada de la vivienda. Como se imaginaba, Ragnar estaba provocando a los extranjeros, a pesar de que Rognvald intentaba apartarlo. Estaba en la edad en la que sólo se es feliz, encontrando una buena pelea. Era demasiado joven todavía, Erik se adelantó en un par de zancadas.

—Ragnar, volved a la sala —no hizo caso, por supuesto. Se acercó más y le cogió del cuello, como un lobo adulto a un lobezno, con cariño, pero con decisión, y le apartó. Su hijo le miró enfadado, los ojos azules refulgiendo, pero Erik le mantuvo la mirada, para que viera sus propios ojos. Eso hizo que todos se fueran de allí murmurando. Cada día costaba más controlarlos. Sonrió a Jensen, que soltó un par de risas por lo bajo. Los dos sabían que Ragnar, de los chicos, era el que más se parecía a Erik. Por fin pudo dedicar toda su atención a los extraños que permanecían, extrañamente silenciosos, en la entrada.

Por su aspecto parecían recién llegados de un largo viaje, y, antes de eso, de alguna batalla. Llevaban dagas y espadas, colgando de la cintura. Calzaban botas extrañas que no recordaba haber visto antes, atadas con cuerdas de piel, desde los tobillos hasta las rodillas. Sus cuerpos estaban cubiertos por capas cortas de piel de foca, aunque tratadas de manera, que hacía que la piel fuera muy suave.

Miró a la cara del que estaba frente a él. Él Le observaba sin hablar, esperando. Era aún más grande que él, rubio, con barba, el pelo muy largo, y ojos azules. Cuando vio sus ojos, se extrañó, era un berserker, hacía mucho que no veía uno de ellos fuera de su familia, por supuesto. Entre ellos se reconocían, alargó el brazo para el saludo entre hombres.

—Soy Erik ¿Y tú? —el desconocido pareció sorprendido de que le diera la bienvenida.

—Hrolf. Venimos a hablar contigo —señaló a sus silenciosos compañeros—. Hemos oído sobre ti hace mucho tiempo, venimos de Irlanda, aunque vivimos en Vinland, al otro lado del mar —Erik asintió, se imaginaba qué querían saber. Era el único berserker que vivía con su edad, todos los demás se volvían locos y había que matarlos, o dejar que se convirtieran en asesinos sin control.

—Erik —se volvió al escuchar la voz de Yvette con el ceño fruncido, no quería que saliera con los extranjeros, sin saber si eran peligrosos. Cuando vio a su hija, todavía se enfadó más. Por ello les habló con dureza:

—¡Volved dentro! —su hija miraba a Hrolf como si se hubiera quedado hipnotizada. Dio una zancada hacia ellas enfadado, pero Yvette ya había cogido a su hija del brazo y se la llevaba.

Hrolf mantuvo la vista en Erika hasta que desapareció, luego volvió la vista hacia él. Sus ojos, de repente, estaban llenos de vida.

—Tienes una hermosa hija —Erik a cada momento se enfadaba más.

—Está prometida —siseó. Su voz sonó ronca y amenazante, pero a aquel hombre, parecía no afectarle su tono de voz, al contrario que a los demás.

—¿No está casada? ¿qué edad tiene? —era extraño, en su tierra, estaría casada hacía tiempo.

—Dieciséis —respondió —pero está prometida, estamos celebrando su compromiso.

—Entiendo —volvió a mirar el lugar por donde se había ido la mujer más bella que había visto nunca —pero un compromiso no es un matrimonio.

—No —sonrió al ver lo seguro de sí mismo que estaba. Él también había sido así, y más cuando conoció a su Yvette —No es lo mismo, pero se casan en unas semanas —aventuró, aunque todavía no sabían la fecha exacta.

De repente, a Erik le pareció que aquella visita era obra del destino, empezaba a desear, tener una conversación con aquél berserker a solas.

—Si queréis pasar a la casa, tenéis que desarmaros —ninguno dijo nada, Hrolf fue el primero que comenzó a dejar sus armas en un rincón en la entrada, Erik hizo una señal a Jensen para que las guardaran. Cuando todos estuvieron desarmados, les invitó a entrar.

—Venid a cenar, estáis invitados a la fiesta del compromiso de mi hija Erika —dos sirvientas avisadas por Jensen, se llevaron las armas y las capas —Sed bienvenidos a mi casa. Luego os buscarán sitio para dormir, y mañana, hablaremos —Hrolf asintió y tanto él como los demás, se lavaron las manos y la cara en el aguamanil que les trajeron dos sirvientas.

Un anfitrión estaba obligado, según las reglas de la hospitalidad vikinga, a recibir al visitante ofreciéndole un buen fuego para que se calentara, comida, agua y una toalla para asearse. Cuando todos estuvieron algo más presentables, Erik inició el camino siendo seguido por ellos.

Era también habitual que, el de más alto rango, compartiera mesa con ellos, por lo que esperaba que su hija se retirara pronto, como era su costumbre. Prefería acostarse temprano para levantarse pronto. Le dijo a Hrolf que le siguiera, después de dejar a sus compañeros en una mesa libre, la más alejada de sus hijos, no tenía ganas de tener que dar algún bofetón a Ragnar. Sus hijos ya eran demasiado mayores para castigarles así, pero su hijo a veces no atendía razones.

—Os presento a Hrolf, cenará con nosotros —Yvette y Erika asintieron con los ojos muy abiertos. No era muy habitual que hubiera visitantes extranjeros, estaban muy alejados de todo. Yvette, a quien ya había avisado Jensen, se había encargado de que tuviera comida y bebida esperándole.

—Gracias, hacía muchos días que no comíamos caliente. Os lo agradecemos —contestó serio. Las mujeres se miraron extrañadas, habían supuesto que venían del norte, pero en Groenlandia. Erik, sin embargo, había sospechado que habían venido en barco, su aspecto les delataba. El nombre le era desconocido, Vinland, no era de ese país. Erika fue la que preguntó:

—¿De dónde venís? —él la miró unos minutos interminables antes de contestar, aquél hombre no parecía sonreír nunca.

—De Irlanda, de luchar con el rey Alexis —se volvió hacia Erik —él me confirmó que existías— luego, como si no pudiera evitarlo, volvió a mirarla a ella. No había visto nunca, a nadie igual. En el fondo de sus ojos, parecían haberse alojado dos estrellas, y sonreía continuamente, calentando su corazón. Ninguna mujer, ni nadie, excepto quizás su hermano algunas veces, había conseguido hacer eso. Al ver cómo le miraban todos, esperando que continuara su explicación, lo hizo, a pesar de que, lo que quería, era contemplarla toda la noche —pero en realidad, procedemos de Vinland, cerca de Markland, está al otro lado del mar, a una semana de distancia —ellas le miraron asombradas. Esa tierra, era desconocida para ellos, no habían conocido a nadie que viniera, nunca, de tan lejos.

Erika bajó la vista incapaz de aguantar la mirada de aquellos hambrientos ojos, le parecía que le traspasaban el alma. Comenzó a apartar la comida del plato. Cuando volvió a mirarle, él comía, pero mirándola a ella, Erik e Yvette se miraron reconociendo la situación. La historia se repetía.

Hrolf dejó de hablar, prefería escucharla hablar y observarla. Cuando escuchó su voz por primera vez, algo dentro de él que siempre había estado gritando de agonía, se calmó. Comenzó a comer, porque su estómago pedía comida a gritos, pero lo hizo sin apartar los ojos de ella. No podía, no lo haría nunca mientras viviera.

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