Enigma

Enigma


Día tres

Página 8 de 16

Día tres.

Argus bajó de la patrulla que lo llevó hasta la escena del crimen, y ni siquiera se dio cuenta del frío que lo recibió en la esquina del lúgubre callejón. Se dio tanta prisa que fue el primero en llegar, salvo por los oficiales que levantaron el perímetro. Lo recibió el mismo sargento que le dio el aviso. A pesar de su ansiedad, el comisario no intentó acercarse al cuerpo. Sabía que cualquier imprudencia por su parte podía dificultar el trabajo de los expertos. Debería esperar que llegaran el juez, el forense y la Policía Científica, quienes ya estarían en camino.

—¿Ya le avisaron a la inspectora Burgos? —le preguntó al sargento.

—Sí, señor, pero yo no la esperaría demasiado pronto. La inspectora suele demorarse con estas cosas —añadió con disgusto—. Según ella, a los muertos no les importa esperar.

—Comprendo. ¿Puede informarme, sargento?

—Sí, señor —respondió el uniformado, al mismo tiempo que consultaba las notas que acababa de apuntar—. El nombre de la víctima es Julio Ayala, de veintiocho años de edad. Es empleado en el ayuntamiento de Calahorra.

—¿Empleado del ayuntamiento? —repitió Argus—. ¿No es juez?

—No, señor. ¿De dónde saca esa idea? Ejercía como funcionario.

—¡Por supuesto! —exclamó el comisario, al mismo tiempo que se daba una palmada en la frente—. ¡Qué estúpido soy! Funcionario es «el que ejerce un deber», el que ejecuta.

El sargento se quedó inmóvil con la libreta en la mano, mientras observaba al comisario con las cejas enarcadas, sin entender nada.

—¿Se encuentra bien, señor?

—Sí, desde luego. Dígame sargento, si no registraron el cadáver, ¿de dónde sacó la información sobre la víctima?

—Nos dieron el aviso desde este bar. Ellos nos informaron que Ayala era cliente asiduo, y muchos de los presentes lo conocían. Fueron ellos quienes nos proporcionaron todos los datos. Debieron cerrar hace un par de horas, pero les pedimos que esperaran hasta que llegaran los detectives que se encargarían de la investigación, porque era seguro que querrían entrevistarlos.

—¿Ellos les dieron los datos de la víctima?

—Sí, señor. Y nos proporcionaron detalles interesantes: el señor Ayala visitó anoche el bar y compartió un par de copas con algunos amigos. Se fue alrededor de la medianoche, porque tenía una cita con un joven que conoció hace pocas semanas y con quien estaba a punto de iniciar una relación.

—¿La víctima era gay?

—Sí, señor. El bar también es gay.

—Bien, continúe sargento. ¿Sabe el nombre de la persona con quien el señor Ayala se iba a encontrar?

—Me temo que sus amigos no lo saben. Les comentó que debía ser discreto, pues el hombre con quien se reuniría era casado y él no quería causarle problemas. Así que el señor Ayala se tomó un par de copas, se despidió de sus colegas y salió del bar. Nadie volvió a verlo.

—¿Quién encontró el cadáver?

—El cocinero. Los contenedores de basura se encuentran al fondo del callejón, y la puerta trasera de la cocina da hacia ese lado. El empleado ya se preparaba para el cierre, por lo que se dispuso a sacar la basura. Entonces le llamó la atención un bulto cercano a la calle. Dice que al principio no supo de qué se trataba porque estaba muy oscuro, pero que al acercarse supo quién era.

—¿Tocó algo?

—El cuello de la víctima para comprobar el pulso. Cuando se dio cuenta de que estaba muerto se alejó de allí a toda prisa, regresó al bar y dio la voz de alarma. Fue cuando el dueño nos avisó. También tuvo el buen tino de pedirles a los clientes que nos esperaran. Sabía que querríamos hablar con ellos.

La llegada de la furgoneta del forense distrajo a los policías por un momento. Detrás apareció un coche del cual se apeó Ramón Perdomo, el juez a cargo del caso de Enigma. Gracias al exhaustivo estudio de los expedientes de la noche anterior, ya Argus podría reconocer a cualquiera de los juristas de la ciudad. Se sintió un imbécil al comprender que perdió el tiempo en forma miserable. Le pareció escuchar a Paidónomo: «Es lo que ocurre cuando tratas de deducir el significado de un enigma por una sola palabra. Sin remedio te conducirá a una conclusión errada». Y él, que se llamaba a sí mismo experto, fue tan torpe que cayó en ese error de principiante. Si le hubiera ocurrido con Paidónomo al frente, nadie lo hubiera salvado de un castigo físico. En lugar de eso, un hombre inocente perdió la vida. Si Argus hubiera podido elegir, se habría decantado por el castigo físico. Dolía menos.

—En su llamada habló usted de una nota.

—Sí, señor. Ayer el comisario nos alertó acerca de eso. Nos dijo que ante cualquier delito que involucrara un acertijo, le avisáramos a usted de inmediato. Por supuesto que no tocamos el papel, pues eso alteraría la escena del crimen, pero le hicimos una fotografía con el móvil.

Al mismo tiempo que Heredia se explicaba, sacó su teléfono del bolsillo y buscó en la galería de fotos, hasta que encontró lo que le quería enseñar al comisario. Argus contuvo su impaciencia, pues el sargento mostró cierta torpeza con el uso del móvil y tardó varios segundos en encontrar lo que quería. Cuando al fin consiguió abrir el archivo, se lo mostró a Argus.

Del Bosque leyó el nuevo mensaje de Enigma: «Belfegor se llevará su alma, pues su acidia cobró la vida de un inocente y la ruina de su familia. Si queréis conocer su nombre lo encontraréis en la casa nueva, donde el rey de León lo recogió de las manos de Acenare».

Argus meditó por unos momentos acerca del nuevo acertijo: Belfegor era el demonio de la pereza y acidia su sinónimo. De manera que la muerte de la próxima víctima se relacionaría con ese pecado, pero ¿cómo la pereza podría haber despertado el deseo de venganza del asesino? Era evidente que la desidia o inacción de esta persona tuvo consecuencias fatales para Enigma. Según la propia nota, le costó la vida a un inocente y la ruina a su familia. Tal vez uno de los perjudicados quería cobrar venganza entre los que causaron su desgracia.

El forense se encontraba trabajando, y los peritos de Sarría ya se distribuían en el callejón para escudriñar los rincones. Argus se disponía a hablar con el médico mientras le daba vueltas al caso en su cabeza cuando vio que Farías se les acercaba. Lo seguía un joven con actitud resuelta.

El comisario saludó a Argus con un asentimiento y le presentó al subinspector Guerrero. Heredia se apresuró a recibir a sus jefes y los puso al día con la misma información que acababa de darle a Del Bosque, lo que le dio tiempo a Argus de meditar acerca de la nota y preguntarse quién sería la siguiente víctima que anunciaba. Hasta el momento, Enigma no los había engañado con respecto a la información proporcionada en los acertijos. Cumplía a cabalidad lo que decía. El problema era que solo lo comprendían después de consumado el crimen.

—¿Cómo dijo que se llamaba la víctima, sargento? —le preguntó de repente a Heredia, quien lo miró con sorpresa, pues lo había interrumpido en medio de la presentación de su informe. Argus comprendió su error y se disculpó por su mala educación, pero aun así aguardó la respuesta.

Farías lo miró con el ceño fruncido, sin disimular su enojo.

—Julio Ayala.

—¡Eso es! El Imperator.

—¿De qué está hablando, Del Bosque? —preguntó el comisario.

—Es tan evidente que no comprendo cómo no lo vi antes —se excusó Argus—. Está claro que el Imperator de la nota se refiere al emperador. Y todos los emperadores romanos usaban el apelativo de César en honor de Julio César. De manera que el Imperator es una referencia al nombre de la víctima: Julio

—Muy bien, una excelente deducción pero no veo de qué nos puede servir ahora —le recriminó su colega—. Si lo hubiera descubierto ayer, tal vez ese hombre estaría vivo.

Las palabras de Farías hirieron a Argus más de lo que hubiera querido reconocer, pues ya se sentía culpable. Prefirió no recordarle a su colega que su precipitación cuando concluyó que la víctima sería un juez por la interpretación de una sola palabra, los llevó a todos al fracaso irremediable.

—Tiene razón comisario —reconoció Del Bosque—. Sin embargo, me temo que el asesino anunció que cometerá un nuevo crimen. Y es evidente que solo contamos con pocas horas para averiguar de quién se trata.

—¿Puedo ver la nota?

Heredia le mostró la fotografía a su jefe. Farías frunció el ceño después de leerla.

—Es tan absurda como las anteriores —reconoció el comisario de «San Celedonio», mientras levantaba la mirada hacia Argus—. ¿A usted le dice algo?

Del Bosque le explicó el fragmento que ya había descifrado. En ese momento Luisa se apeó de su Seat y se encaminó hacia ellos. Su jefe la miró con desaprobación.

—Así que el siguiente morirá por perezoso —sentenció Farías—. Si yo fuera usted, cuidaría a la inspectora Burgos. Tiene todos los méritos para convertirse en la próxima víctima.

◆◆◆

Luisa se reunió con el grupo de policías a tiempo para escuchar la exposición del sargento, sin perder el tiempo en saludos de cortesía. Del Bosque, que ya sabía lo que Heredia tenía que decir, se acercó al lugar donde el forense llevaba a cabo su trabajo y se presentó a sí mismo.

—Me disculpa que no le dé la mano, comisario —dijo el doctor Garrido con sarcasmo—, pero como puede comprobar, la tengo ocupada.

—¿Puede decirme algo sobre el cuerpo, doctor?

—Que deberá esperar a la autopsia.

Argus se armó de paciencia.

—Doctor, comprendo y admiro su profesionalismo, pero le recuerdo que este criminal ya ha cometido tres asesinatos y tiene planificado el cuarto. Si no nos damos prisa en detenerlo, mañana usted podría encontrarse examinando el cadáver de otra víctima del mismo psicópata.

Garrido levantó la mirada hacia el comisario con el ceño fruncido, y dio un bufido.

—Está bien, ¿qué quiere saber? Le responderé si puedo.

—¿Cómo lo mataron?

—Tiene marcas en el cuello que son consistentes con las que encontré en las víctimas anteriores. También le fracturaron la columna cervical, así que salvo que la autopsia nos reserve una sorpresa, lo asesinaron de la misma forma que a la anciana y a la señora Ponce. Por cierto, que también se le irritaron los ojos poco antes de ocurrir el deceso.

—Aureliana era una mujer muy frágil, y Camila no hubiera podido ejercer mucha resistencia contra un asesino en buena forma. En este caso, sin embargo, se trata de un hombre en la plenitud de su fuerza física. ¿Cómo pudo dominarlo el asesino, hasta el punto de estrangularlo sin que se enterara todo el barrio?

—Buena pregunta. Tal vez la respuesta está en la ausencia de heridas defensivas. Recuerde que todavía no hemos recibido los primeros análisis toxicológicos.

—Entonces usted piensa que los dominó con algún tipo de droga.

—Es la explicación más viable, pero no se lo podré confirmar hasta que el laboratorio me envíe los resultados.

—Me gustaría hacerle una pregunta hipotética.

—No me gustan ese tipo de preguntas.

—A mí los que no me gustan son los asesinos que van dejando cadáveres a su paso.

Garrido suspiró, y se puso de pie.

—De acuerdo, pregunte.

—Si partimos del supuesto de que drogó a sus víctimas, ¿cómo pudo hacerlo?

—Le puedo decir cómo no lo hizo. No usó una jeringa, pues ninguno de los cadáveres tenía marcas de agujas. Ni siquiera entre los dedos, que es donde algunas veces las esconden los drogadictos. El análisis del contenido del estómago nos señalará si las ingirieron. No puedo decirle más, hasta que sepa cuál fue la droga que utilizaron.

—De acuerdo. ¿Hay algún otro dato que pueda proporcionarme, doctor?

—Que la hora aproximada de la muerte fue la medianoche.

—Así que concuerda con las declaraciones de los testigos del bar.

El forense asintió, después de lo cual desvió su atención hacia sus ayudantes. Mediante señas les indicó que se llevaran el cuerpo. Sería la primera autopsia del día. Ya su jefe le había advertido que ese caso tenía prioridad sobre cualquier otro. Garrido siguió la camilla con el cuerpo de Ayala, y pasó por delante de Argus sin mirarlo. El comisario ni siquiera se percató, pues había vuelto a concentrarse en el acertijo, que ya guardaba en su propio móvil.

—Todo esto es absurdo —afirmó Burgos a su espalda—. ¿Todavía estudia esas notas? Es evidente que solo sirven para confundirnos, y alejarnos del auténtico trabajo policial.

—¿En serio cree eso?

—¿Usted no?

—Creo que si hubiéramos descifrado las notas a tiempo, tanto Camila, como Ayala estarían vivos.

Burgos encogió un hombro.

—¿Qué dice el último?

Argus le mostró la fotografía que guardó en su móvil.

—Belfegor y la pereza —dijo la inspectora—. Si tomamos esto por cierto, debemos concluir que Enigma lleva a cabo una venganza sobre algo en lo que estuvieron involucradas las víctimas. También es posible que solo sea una forma de reírse de nosotros. Reconocerá que establecer una conexión entre los crímenes ya era difícil cuando se trataba de Aureliana y Camila, ahora que se suma el asesinato de Ayala, se me antoja imposible.

—Estoy seguro de que esa relación existe, pero que no podemos verla porque nos faltan datos.

—Unos datos que según usted, se encuentran en los propios acertijos.

—En los fragmentos que todavía no desciframos.

La inspectora suspiró, como una madre que necesita tener paciencia con un chiquillo testarudo.

—Muy bien, usted está al mando. ¿Cuáles son sus órdenes?

—No se preocupe, inspectora, no descuidaremos los procedimientos policiales. Dígale al subinspector Guerrero que regrese a la comisaría para que investigue todo lo que pueda sobre Julio Ayala. Que indague también si existía alguna relación entre él y cualquiera de las otras víctimas, o sus allegados. Hoy se esperan los resultados toxicológicos, así que tal vez tengamos una línea de investigación por ese lado. Mientras tanto, usted y yo entraremos a ese bar para interrogar a los testigos.

—¿Qué pasará con los acertijos?

—Me ocuparé de ellos cuando avancemos con el resto de las pesquisas. Usted tiene razón, no podemos obviar el trabajo serio para seguirle el juego al asesino.

—Yo no dije…

Argus enarcó las cejas y Luisa prefirió callar. Si seguía hablando terminaría embarrada hasta las cejas.

La inspectora se acercó a Guerrero para transmitirle las órdenes del comisario. El subinspector escuchó, miró hacia donde se encontraba Argus y asintió. En cuanto Luisa le dio la espalda, Alfonso habló con uno de los patrulleros y ambos subieron al coche.

Argus miró la nota del asesino en la pantalla de su móvil y releyó la información sobre la identidad de la siguiente  víctima, que escribió el propio asesino: «Si queréis conocer su nombre lo encontraréis en la casa nueva, donde el rey de León lo recogió de las manos de Acenare».

Acenare… ¿por qué le resultaba familiar ese nombre? Esperaba poder descifrarlo a tiempo, o descubrir a Enigma mediante el duro trabajo policial, como diría su compañera. De momento, solo tenían tres víctimas cuyo único nexo aparente era su asesino, un loco que escribía mensajes crípticos para burlarse de ellos. Ni evidencias, ni sospechosos coherentes. Era la pesadilla de cualquier policía.

Luisa regresó a su lado y se encaminaron juntos en dirección al bar, con la esperanza de que alguien hubiera visto o escuchado algo.

◆◆◆

Cuando los policías entraron en el bar, el murmullo de voces se apagó de repente y todas las cabezas se giraron hacia ellos. El lugar era elegante y decorado con buen gusto, pero el ambiente que se respiraba en ese momento tenía el peso de la tragedia. Clientes y empleados se reunían alrededor de varias mesas que juntaron para dar cabida a todos. Era evidente que la compañía que se hacían unos a otros apaciguaba el miedo que sentían. Argus no los culpaba. Uno de los clientes salió de allí la noche anterior y encontró la muerte. La pregunta lógica que se estarían haciendo sería si cualquiera de ellos también pudo correr la misma suerte.

Un hombre de mediana edad se levantó para buscar un par de sillas, que ofreció a los detectives después de presentarse como Ulises Durand, el dueño.

El comisario y la inspectora ocuparon los asientos que les ofrecieron, se presentaron a sí mismos y mostraron sus identificaciones. Del Bosque aprovechó los segundos de distracción de los testigos para hacer un rápido escaneo. No había más de doce personas allí. Su mirada se centró en un sujeto calvo que bebía una infusión, y cuya mano temblaba cada vez que cogía la taza. Por el delantal que protegía su ropa supuso que se trataba del cocinero; el hombre que encontró el cadáver de Ayala.

Luisa se le adelantó a su jefe y les pidió a los presentes que se identificaran con sus nombres y les dijeran si eran clientes o empleados, mientras ella elaboraba una lista que también incluía los números de sus identificaciones. Argus esperó que terminara y decidió dividir el trabajo. Ella interrogaría a los empleados y él a los clientes. De uno en uno, por supuesto.

Una vez organizados, cada uno se retiró a una mesa con uno de los testigos de su grupo, mientras los demás esperaban su turno, sin moverse de donde estaban. Después de cada interrogatorio se tomaban los datos del testigo y se le pedía que abandonara el bar sin hablar con los que esperaban. De esa forma podrían comparar las declaraciones y descubrir si alguien mentía, o si ocultaba información.

Durante las siguientes dos horas, ambos policías escucharon la misma versión contada desde diferentes puntos de vista. Ayala era un cliente asiduo, por lo general acudía los viernes y algunos sábados, se tomaba una copa, conversaba con los demás parroquianos y se iba a casa. Casi siempre se quedaba hasta la una o dos de la madrugada. La noche anterior fue una excepción. Antes de marcharse, les explicó a sus conocidos y amigos que estaba saliendo con un chico con quien inició una relación, y que se citaron para reunirse a medianoche.

—¿Mencionó el nombre de esa persona? —le preguntó el comisario al último cliente que faltaba por interrogar, quien le confesó que era buen amigo de Julio.

—No quiso decírmelo, aun cuando insistí para que me lo contara. Me confesó que su pretendiente era casado, pero que su relación ya no funcionaba. Por ese motivo le suplicó discreción. Él no quería causarle problemas. Así era Julio, siempre amable, considerado y preocupado por los demás —agregó el testigo, mientras se enjugaba las lágrimas con un pañuelo.

Argus le dio tiempo al joven para recuperarse.

—¿Eran muy amigos?

—Nos conocimos en la ESO —le dijo, al mismo tiempo que se encogía de hombros—. Ya sabe, ambos éramos adolescentes y comenzábamos a descubrir el mundo adulto. Cuando yo comprendí que me atraían los chicos me aterroricé, pues eso me convirtió en el blanco de los homofóbicos del instituto.

Argus comprendió enseguida.

—Ayala lo ayudó.

—Él era igual a mí —sentenció Richie, al tiempo que soltaba una carcajada nerviosa—, pero le sacaba una cabeza al matón más alto de la escuela y formaba parte del equipo de lucha del instituto, así que ninguno de esos valentones se atrevía a molestarlo. No íbamos al mismo curso. Él era un par de años mayor que yo, pero cuando se enteró de la forma en que me trataban se autoproclamó mi protector, y desde entonces mi vida fue mucho más fácil. Así que nos hicimos amigos.

—¿El señor Ayala era promiscuo?

Núñez negó con la cabeza.

—Al contrario, era más bien tímido en sus relaciones. Por eso me alegré cuando me contó que había encontrado a alguien… con quien se sentía a gusto. Aunque debo reconocer que estaba un poco preocupado por el hecho de que fuera casado. Ya sabe que en estos triángulos amorosos siempre hay alguien que pierde —De repente, Richie enarcó las cejas y abrió mucho los ojos—. ¿Cree usted que la pareja de su cita pudo asesinarlo por celos?

—Todavía no podemos afirmar o negar ninguna posibilidad —lo evadió Argus—. Apenas estamos en la fase de recoger los testimonios y evidencias, pero esa es una de las posibilidades que debemos investigar. Por eso es tan importante que identifiquemos al hombre con el que su amigo se iba a encontrar.

—Ojalá supiera su nombre. Le aseguro que se lo diría. Ahora me arrepiento de no haber presionado a Julio —Richie desvió la mirada hacia la pared para huir de los ojos del policía, y suspiró—. Todavía no me puedo creer que mi amigo esté muerto.

Del Bosque asintió. Comprendía el sentimiento porque él lo sufrió cuando perdió a su esposa. De repente a uno le parecía que vivía en una realidad paralela, en un sueño del que se desesperaba por despertar. Aunque empatizó con Richie, no se permitió a sí mismo experimentar compasión. Debía mantener la cabeza fría si quería atrapar al asesino, y evitar la muerte del siguiente inocente.

—¿Sabe si el señor Ayala tenía enemigos?

—¿Julio? Si era un pan de Dios —afirmó Núñez—. Todos lo querían porque era honesto y servicial. No conozco a nadie que le hubiera deseado el menor mal.

—¿Cómo se llevaba con su familia?

—Tenía un hermano menor, pero no vive en Calahorra. En una ocasión me lo presentó. Creo que se llevaban bien, aunque no eran muy cercanos.

—¿Sabe el nombre de ese hermano, o dónde vive?

—Déjeme que haga memoria… era… Fernando, sí, eso es… Creo que vive en Logroño. Está casado, con familia y es ingeniero.

—¿Qué me dice de sus padres?

—Ambos fallecieron. Julio sufrió mucho, sobre todo con la muerte de su madre, porque ella siempre lo apoyó.

—¿El señor Ayala sostuvo alguna discusión, recibió amenazas, anónimos…?

—Nada de eso.

Por el rabillo del ojo, Argus comprobó que Burgos había concluido la última entrevista al grupo de los empleados.

—Muy bien, señor Núñez, esto es todo por ahora.

Por favor, escriba su dirección y teléfono por si necesitamos volver a contactarlo.

—Atrapará al que le hizo esto a Julio, ¿verdad, comisario?

—Tiene mi palabra.

—Gracias —dijo Richie, al mismo tiempo que se ponía de pie y estrechaba la mano del policía.

Cuando el último testigo abandonó el local, Argus y Luisa salieron del bar para permitir que el dueño cerrara. Se encaminaron al Seat de la inspectora.

—¿Y bien? —preguntó Luisa, mientras se acomodaba detrás del volante y se ponía el cinturón de seguridad.

El comisario le hizo un resumen de las entrevistas, detallando la que le realizó al amigo de Ayala. Al final de su exposición quiso saber los resultados de su compañera.

—Las versiones coinciden —le informó Burgos—. Los empleados afirman que Ayala era un cliente habitual, que los trataba con educación, dejaba propinas generosas, nunca bebía demasiado, ni causaba problemas. Anoche acudió como cada viernes y se retiró temprano. Ninguno sabe por qué, pero usted me lo acaba de aclarar. Cuando se disponían a cerrar, el cocinero sacó la basura y encontró el cadáver. Por supuesto que se llevó un susto de muerte.

—¿Es habitual que sea el cocinero quien saque la basura? —quiso saber el comisario.

—Sí, a mí también me sorprendió. Por lo general lo hace el pinche, pero anoche se fue temprano porque estaba resfriado.

—En ese caso, debemos investigar a ese pinche.

Luisa sonrió con malicia.

—Vaya, por lo visto no solo sabe resolver acertijos, sino que el duro trabajo policial tampoco se le da mal.

—Al contrario, por los resultados que llevamos, pareciera que ninguna de las dos cosas se me está dando bien.

◆◆◆

Los policías recorrieron en silencio el trayecto entre la escena del crimen y la comisaría. Argus miraba el paisaje por la ventanilla sin verlo, absorto en todo lo que había ocurrido. Luisa se concentró en la vía y de vez en cuando lanzaba miradas de reojo a su superior. Al cabo de algunos minutos, ella no pudo contenerse más.

—¿Está pensando en el caso? —Él pareció despertar de un profundo sueño antes de asentir—. ¿Llegó a alguna conclusión?

—Estoy seguro de que hemos pasado por alto algún dato importante.

—Yo diría que más de uno —replicó la inspectora—. Ya tenemos tres víctimas sin ninguna relación entre sí…

—Y sin embargo, debe existir algún nexo —la interrumpió el comisario—. Dudo que el asesino las escogiera al azar.

—Si nos quiere confundir, esa sería la forma más fácil.

—Lo que usted plantea es que Enigma no tiene un motivo para cometer los asesinatos, más allá del simple deseo de matar y burlarse de la Policía.

—¿Y por qué no? Puede tratarse de un psicópata al que le guste matar, y sentirse más listo que nosotros. Se han dado casos, ¿no es así?

Del Bosque meditó las palabras de su compañera por algunos segundos antes de responder.

—Supongo que tiene razón y esa posibilidad existe. Espero que no nos encontremos frente a esa situación, pues entonces sería casi imposible atraparlo, a menos que cometiera algún error. La mayoría de los casos que usted menciona nunca fueron resueltos.

Burgos sintió un escalofrío en la espalda ante la idea de que Enigma consiguiera cumplir con sus objetivos criminales, sin que ellos pudieran detenerlo. Siete víctimas. Ya iban tres y no estaban más cerca de atraparlo que el primer día. La invadió un sentimiento de urgencia por detener al asesino. El timbre de su móvil la obligó a orillarse para responder la llamada. En la pantalla vio un número desconocido y se estremeció. ¿Quién podría contactarla a través de su número personal? Una docena de suposiciones le pasaron por la mente. Lo primero que pensó fue que Enigma había conseguido superar las barreras de su privacidad. La inspectora respondió de inmediato.

—Aquí Burgos.

—Inspectora Burgos, me alegra poder hablar con usted. En la comisaría me dieron su número de contacto.

—¿Quién es?

—Mi nombre es Fernando Ayala. Soy el hermano de Julio. Esta mañana, un tal subinspector Guerrero me avisó lo que ocurrió, y quise hablar con usted para colaborar en lo que sea necesario.

Luisa relajó los hombros y experimentó una extraña ligereza.

—Se lo agradezco, señor Ayala. Desde luego que nos interesa mucho entrevistarlo. ¿Podría acudir a la comisaría de «San Celedonio» lo antes posible?

—Por supuesto. Puedo estar allí esta tarde. Julio me contó algunas cosas que podrían ayudar a identificar a su asesino.

Luisa colgó el teléfono y le relató la corta conversación a Del Bosque. Luego se reincorporó a la vía.

—¿Cree que Fernando Ayala nos proporcione alguna información que nos permita avanzar? —le preguntó al comisario, sin ocultar su expectación.

—Lo sabremos pronto. Lo que tiene que decir puede ser relevante o no.

—El optimismo no es su fuerte, ¿verdad?

Argus no respondió. El móvil de Luisa volvió a sonar.

—¿Y ahora, qué? —preguntó al aire con impaciencia, mientras volvía a orillarse.

—Alfonso, ¿qué ocurre?

—¿Has visto los periódicos?

—¿Crees que he tenido tiempo de sentarme a leer la prensa con una taza de café? —le preguntó ella, con sarcasmo.

—Será mejor que les eches un vistazo.

—¿Qué pasa? —insistió la inspectora con preocupación, al notar el tono seco de su subalterno.

—Compruébalo por ti misma.

Burgos colgó el teléfono y usó el móvil para ingresar a la página de un importante periódico de circulación nacional. Después de leerlo se le hizo un nudo en el estómago. Comprobó que el mismo titular ocupaba la primera página de los diarios más relevantes:

«ASESINO EN SERIE SIEMBRA CALAHORRA DE CADÁVERES, MIENTRAS LA POLICÍA JUEGA A LOS ACERTIJOS».

—¡Mierda! —murmuró Burgos para sus adentros.

A su lado, Argus también lo leyó. Recibió la noticia con más resignación que su compañera.

—Solo era cuestión de tiempo que se enteraran.

—No me diga que esperaba esto.

—Era muy difícil que algo así no se filtrara a la prensa tarde o temprano —afirmó él, con un encogimiento de hombros.

—¿Y no le importa?

—Hubiera preferido que tardaran un poco más en saberlo, pero esto no cambia nada. Aún debemos atrapar al asesino.

—¿Qué no cambia nada? ¿En qué planeta vive usted? ¿Sabe la presión a la que estaremos sometidos a partir de ahora?

—Creo que no hay peor presión que saber que si fracasamos, otro inocente morirá. ¿No le parece?

Luisa guardó silencio y lo miró a los ojos con descaro. El autocontrol de ese sujeto la ponía de los nervios. Estaba segura de que si un artefacto explosivo estallara a su lado, se limitaría a sacudir el polvo de los hombros de su elegante chaqueta.

—¿Alguien le ha dicho que es usted insufrible?

—Con demasiada frecuencia —reconoció Argus—. ¿Podemos volver al trabajo? Enigma no nos esperará.

Por toda respuesta, Burgos giró la llave en el contacto y encendió el motor.

—Como pille al que filtró la noticia a la prensa…

—Es lo que tratamos de hacer, inspectora. Estoy convencido de que fue el propio Enigma quien llamó a los periódicos.

—¿Usted cree? Pero entonces, tal vez podamos rastrear esa comunicación.

—Se puede intentar —reconoció Del Bosque—, aunque es probable que haya sido muy cuidadoso para no dejar huellas.

Luisa no escuchó las últimas palabras de Argus, pues ya hablaba con Guerrero para ordenarle que rastreara cómo se filtró la noticia. Luego la inspectora reinició el camino hacia «San Celedonio».

El comisario se sumergió en un mutismo que puso a Luisa de los nervios. Ella reconoció que se había pasado de la raya y trató de contemporizar.

—¿Cómo cree usted que podemos enfocar la investigación a partir de este momento? —preguntó de repente.

Argus suspiró antes de responder.

—Mi opinión es que debemos ser amplios de criterio y no dar nada por sentado antes de llegar a ninguna conclusión.

—¿Cómo afectará la muerte de Ayala la evolución del caso?

—Es pronto para decirlo.

—¿Cree que el pecado que escogió Enigma tenga alguna relación con las preferencias sexuales de la víctima? Que sea algún tipo de fanático religioso, o algo así.

—¿Lo dice porque Enigma se refirió a la lujuria? —La inspectora asintió—. No lo sé. Tal vez sea la conclusión más simple en un análisis superficial, pero eso no explicaría los asesinatos de Aureliana o Camila. Ninguna de ellas sería la víctima probable de un fanático religioso. Por otro lado, según la declaración de Richie Núñez, Julio no era un hombre lujurioso.

—Tal vez el testigo miente —sugirió Luisa—. Quizá no quiera dar una mala imagen de su amigo muerto.

—Es posible, pero no lo creo.

—¿Qué más sugiere que hagamos?

—Lo único que podemos hacer; seguir el procedimiento policial y tratar de descifrar los enigmas que faltan. En especial, el último. Y debemos darnos prisa. Perpetró los tres asesinatos a la medianoche y no creo que sea una coincidencia, sino un patrón. Lo cual significa que tenemos hasta las doce de la noche de hoy para evitar un nuevo crimen.

Luisa aparcó frente a «San Celedonio» y se disponía a responder cuando entró el aviso de un correo a su móvil. Lo abrió y suspiró.

—El forense ya recibió los resultados de laboratorio de la muestra que cogió de los ojos de Aureliana y Camila. Encontraron capsaicina.

—Gas pimienta.

◆◆◆

Al llegar a la comisaría, Argus y Luisa se reunieron con Alfonso en el despacho de la inspectora. Las horas transcurrían y el tiempo apremiaba. Burgos le informó los resultados de los análisis de toxicología al subinspector.

—Los neutraliza antes de matarlos —concluyó Guerrero—. El gas pimienta incapacita a las víctimas y les dificulta defenderse.

—¿Qué opina sobre esto, comisario? —preguntó Luisa

Argus se recuperó del letargo que lo invadió cuando supo cuál era la sustancia que Enigma usó para controlar a sus víctimas.

—Esto explica muchas cosas —sentenció el comisario.

—Desde luego. Dejó a sus víctimas indefensas.

Argus escuchó a medias al subinspector.

—Lo que me pregunto es por qué escogió el gas pimienta.

—El motivo está muy claro —dijo Luisa—. Enigma cometió los homicidios en lugares donde había posibles testigos muy cerca. Si hubiera usado solo la fuerza física para dominar a sus víctimas, habría corrido el riesgo de que lo descubrieran.

—Tiene usted razón, inspectora —reconoció Del Bosque—, y no le discuto su punto, pero el modus operandi de este asesino es extraño, y si a eso le sumamos el uso del gas pimienta, llega a ser incomprensible.

—¿Por qué?

—Si lo piensa bien, al emplear el gas pimienta usó una sustancia con la que conservaron la conciencia, lo cual aumentó los riesgos para el asesino, pues si cualquiera de ellos hubiera conseguido gritar y dar la voz de alarma, Enigma estaría hoy en una de sus celdas.

—¿Adónde quiere llegar, comisario?

—Con el uso del gas pimienta garantizaba que no estuvieran en condiciones de defenderse, pero no incapacitaba a las víctimas para pedir auxilio. Sin embargo, eso no ocurrió. De alguna manera debió silenciarlas.

—Tal vez las amordazó.

—Es una posibilidad —reconoció el comisario—, aunque el forense no reportó marcas de mordaza en ninguno de los cuerpos.

—¿Qué es lo que usted cree? —preguntó la inspectora, que ya comenzaba a respetar las opiniones de Del Bosque.

—Pienso que no debemos llegar a ninguna conclusión hasta que recibamos los resultados toxicológicos de la sangre. Sin embargo, tal vez el uso del gas pimienta nos proporcione una pista. Será necesario indagar en todas las armerías de Calahorra y sus alrededores acerca de quiénes adquirieron estos aerosoles en los últimos seis meses.

Alfonso asintió.

—Yo me haré cargo.

Del Bosque pensó que la capacidad de trabajo del subinspector era sorprendente, en contraposición con su compañera.

—De manera que Enigma usó un aerosol de gas pimienta para reducir la capacidad de defensa de sus víctimas —señaló Luisa—, las silenció de alguna manera, las estranguló hasta aplastarles la laringe y luego les rompió el cuello. Supongo que tendremos que esperar a arrestarlo para saber por qué usó un procedimiento tan cruel y complicado.

—Eso si conseguimos detenerlo —señaló el subinspector.

—No digas eso, Alfonso —le recriminó Luisa—. Por supuesto que lo vamos a detener.

Las palabras de la inspectora representaban más un deseo que una convicción, y los tres lo sabían.

—¿Pudo averiguar algo acerca de la filtración de la información a los periódicos? —le preguntó Del Bosque a Guerrero.

El subinspector negó con la cabeza.

—Lo siento, señor. Los redactores se mostraron reacios al principio, por supuesto, pero solo fue una pose. Ya sabe… protegemos nuestras fuentes y todo lo demás. Al final confesaron que en realidad no tenían idea del origen de la noticia. Les llegó un correo electrónico anónimo que les informó sobre los tres asesinatos con todo lujo de detalles.

—Enigma —dijo la inspectora, y buscó al comisario con la mirada—. Usted tenía razón.

Argus asintió sin cambiar la expresión de su rostro. Desde muy niño aprendió a asumir los éxitos y los fracasos con la misma frialdad emocional.

—Yo también llegué a esa conclusión —dijo Alfonso—. Ya envié toda la información al departamento de informática de la Jefatura Superior de Logroño. Tal vez puedan rastrear el origen de los correos.

—Tal vez, aunque yo no sería muy optimista al respecto —opinó Argus.

—¿Qué puedes decirnos de Julio Ayala?

—Antes de regresar aquí, pasé por el ayuntamiento para entrevistar a su jefe y a varios de sus compañeros. Ayala tenía veintiocho años y nació en Calahorra, de donde su familia es originaria casi desde la fundación de la ciudad. Estudió en Logroño y se licenció de administrativo. Un año después consiguió colocarse en el consistorio. Trabajaba en el departamento de licitaciones.

—¿En alguna ocasión tuvo problemas con alguien?

—No. Todos afirmaron que era una persona tranquila, amable y servicial.

—Más o menos lo que declararon los testigos del bar que lo conocían —señaló Luisa—. Me pregunto por qué lo escogería Enigma.

—Cuando tengamos la respuesta a esa pregunta, sabremos quién es el asesino —dijo Argus.

—¿Dónde vivía?

—En un piso alquilado a dos calles de su trabajo.

—¿Tenía pareja o compañero de piso? —preguntó la inspectora.

—Vivía solo, al menos según sus compañeros.

—Será necesario interrogar también a sus vecinos —opinó Burgos.

—Yo me haré cargo —se ofreció Alfonso—. Puedo pasar por allí cuando regrese del colegio.

—¿Del colegio?

—El «Colegio Windsor» para ser más exactos. Allí cursaron la secundaria Flavio y Cristóbal. Tengo una cita con el director, quien aceptó recibirme para hablar de esos dos.

—Buena idea —lo felicitó Luisa—. Debemos asegurarnos de que Pedroza y Soliz están relacionados.

—También le preguntaré al director si conoce a Ayala.

Un golpe en la puerta interrumpió la reunión. Eloísa se asomó con timidez.

—Disculpen, pero en la recepción hay un caballero que dice que la inspectora Burgos lo citó. Su nombre es Fernando Ayala.

—Por supuesto, Eloísa. Por favor, acompáñalo hasta aquí.

—Será mejor que yo me marche si quiero sacar provecho al resto del día —decidió Alfonso, mientras se acercaba a la puerta. Ignoró al comisario y se dirigió a Luisa—. Me informarás lo que te diga Ayala, ¿verdad?

—Por supuesto.

—Entonces nos vemos más tarde.

Un par de minutos después, Eloísa regresaba con un joven que tenía un extraordinario parecido con la última víctima.

Los policías se levantaron de sus asientos cuando Ayala entró en la oficina. Argus lo invitó a ocupar su silla y se quedó de pie junto a Luisa, quien volvió a sentarse al frente del despacho. Fernando usaba una camisa oscura como única señal de luto, tenía el cabello revuelto y los ojos enrojecidos por el llanto. Su aspecto permitía comprender su tristeza y desconcierto ante la inesperada noticia de la muerte de su hermano.

La entrevista comenzó después de las presentaciones de rigor.

—¿Cómo eran las relaciones entre usted y Julio? —preguntó Burgos.

—Vivíamos en mundos diferentes, pero nos llevábamos bien. Él siempre estaba pendiente de sus sobrinos y nos visitaba en las celebraciones. Nos comunicábamos por teléfono de vez en cuando. El resto del tiempo, cada uno hacía su vida.

—¿Se hacían confidencias?

Fernando se encogió de hombros.

—Por supuesto, aunque debo reconocer que él era más discreto que yo. Tal vez por ser el hermano mayor.

Ayala miró a los policías para evaluar si comprendían lo que quería decir. La inspectora asintió, el comisario no movió ni un músculo de su rostro. Parecía una escultura de cera. El testigo se concentró en la mujer policía, quien volvía a dirigirle la palabra.

—Por teléfono me dijo que tenía una información importante para atrapar al asesino. ¿A qué se refería?

Fernando suspiró y frotó sus piernas con las palmas en un gesto nervioso.

—No quiero acusar a nadie, pero…

—Asumiremos la información que nos proporcione como un dato que debe ser investigado, señor Ayala —dijo Argus, sin mostrar ningún cambio en su rostro. Su inexpresividad puso de los nervios al testigo, quien de repente sintió deseos de salir de allí lo antes posible.

—De acuerdo, se los diré. Julio sostuvo una relación estable por tres años, pero todo terminó hace seis meses. La separación no fue amistosa.

Luisa miró a su jefe para calibrar su reacción. Esa era la declaración más importante que habían conseguido hasta el momento. Argus le devolvió la mirada, pero mantuvo su impasibilidad. ¡Ese hombre era una piedra!

—¿Qué tan lejos llegó la relación? —preguntó la inspectora—. ¿Hubo convivencia?

—No, me temo que Julio parecía tener un imán para las relaciones amorosas inconvenientes. Se trataba de un hombre casado y con hijos.

—¿Bisexual?

—No lo sé, pero mi hermano me comentó en una ocasión que mantenía ocultas sus preferencias sexuales por conveniencia. Creo que ese fue el motivo de la ruptura. Julio se cansó de ser usado de esa manera, y decidió terminar con él.

—¿Por qué relaciona usted a este sujeto con la muerte de su hermano? —preguntó el comisario.

—La ruptura fue muy violenta. Su expareja reaccionó con escenas de celos, recriminaciones y amenazas.

Si Luisa hubiera tenido antenas, se habrían desplegado en ese momento.

—¿Amenazas? ¿Qué tipo de amenazas? —quiso precisar la inspectora.

—Un par de meses después de que Julio lo echara de su casa, este hombre fue a buscarlo al ayuntamiento. Le dijo que si no era de él, no sería de nadie.

—¿Dónde he escuchado eso antes? —murmuró Burgos para sí misma con sarcasmo. Luego habló en voz alta—. ¿Dispone usted de algún dato que nos permita identificar a esta persona?

—Me temo que no. Julio siempre fue muy reservado al respecto. Supongo que para protegerlo. Lo único que puedo decirles es que en alguna ocasión me comentó que trabajaba en el área sanitaria.

—¿En qué profesión?

—Lo lamento, no tengo idea.

—¿Tiene usted alguna fotografía, o referencia que nos ayude a encontrarlo? ¿Lo vio en alguna ocasión y podría describirlo?

Fernando negó con la cabeza.

—En verdad lo siento, pero Julio siempre lo mantuvo apartado de la familia. Mi hermano podía ser bastante paranoico cuando se trataba de su vida privada. Tal vez lo haya visto un vecino en alguna ocasión.

—Haremos lo posible por identificarlo —prometió Luisa.

Argus tomó la palabra.

—Señor Ayala, anoche su hermano salió del bar más temprano de lo habitual porque tenía una cita con un hombre ya comprometido. ¿Tiene usted idea de si podría tratarse de la misma persona a la que usted se refiere?

—¿Lo que quiere saber es si creo posible que se reconciliaran?

—A eso me refiero —confirmó Argus con un asentimiento.

—Supongo que piensan que Julio se citó con su asesino.

Luisa desvió la mirada con nerviosismo, y Del Bosque esperó por una respuesta sin mover un músculo.

Ir a la siguiente página

Report Page