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Vlad Tepes, el hijo del diablo

En 1899, el escritor irlandés Bram Stoker concibió Drácula, su obra inmortal basada en la figura histórica de Vlad Draculea, un paladín de la cristiandad que opuso una férrea resistencia desde su tierra valaca a los invasores turcos. Stoker, desde luego, dio tal rienda suelta a su imaginación que aquel héroe del siglo XV acabó convirtiéndose en todo un príncipe de las tinieblas, vampiro sobrenatural y seductor de apetitosas jovencitas que no sentían ningún pudor a la hora de ofrecer sus níveos cuellos. Son las licencias que en ocasiones nos permitimos los contadores de historias. Sin embargo, la vida de El Empalador, como así se le empezó a denominar un siglo más tarde de su muerte, no estuvo exenta de fuertes emociones ni de sangre derramada en estacas castigadoras.

Nacido en 1428 en Sighisoara, lugar sito en la Transilvania rumana, fue primogénito y heredero de Vlad, un príncipe rumano de cruel condición que, al parecer, había sido iniciado en una hermandad secreta llamada «del dragón». De ahí, el apelativo dracul que luego heredaría su hijo de idéntico nombre. Otros investigadores opinan que el sobrenombre le fue impuesto por los habitantes de sus dominios, muy acostumbrados a las acciones terribles de su amo. En consecuencia, le habrían llamado de esa manera al significar en lengua vernácula rumana «diablo». Y como el sufijo ea significa «hijo de», nuestro protagonista fue un perfecto hijo del diablo. En 1448 ocupó el trono de Valaquia tras la ejecución sangrienta de su padre a manos de sus enemigos políticos y, desde entonces, propagó un mensaje de terror despiadado que, por otra parte, no era disonante con otras monarquías cristianas o musulmanas de la época. Lo que verdaderamente hace que este personaje trascienda a su propia historia es, sin duda, su batallar contra los otomanos, los cuales amenazaban con un peligro más que real la propia existencia de toda Europa central.

Al poderoso sultán otomano Muhammad II no le tembló el pulso a la hora de tomar Constantinopla en 1453; con ello se puso fin al Imperio Bizantino y de paso a la Edad Media. No obstante, la fuerza militar de la «Sublime Puerta» topó bruscamente con la leyenda del príncipe Vlad Draculea.

El castillo de Brasov se yergue todavía desafiante en las estribaciones de los Cárpatos. Vlad Tepes sólo pasó algunas jornadas en él, pero su aspecto imponente lo ha convertido en el símbolo de la Transilvania misteriosa.

Vlad fomentó la afición a ensartar en un palo afilado a todos sus oponentes, bien fueran cristianos o de la media luna; en eso no hizo distingos. Primero actuó dentro de las fronteras de su reino ajusticiando a todos aquellos que habían participado en la conjura contra su padre, luego se cebó con los desafectos a su causa y, finalmente, con cualquier hijo de vecino que no le cayera en gracia. Su ira misántropa se canalizó después hacia los atacantes turcos, convirtiéndose en un incontenible ariete contra ellos. Aunque bien es cierto que en su afán por conservar el poder no tuvo escrúpulos a la hora de aliarse con unos y otros siempre que el acuerdo le pudiese beneficiar. En todo caso, se mostró reacio a pagar los tributos impuestos por el sultán Muhammad II, planteándole una guerra de guerrillas que estuvo a punto de sojuzgar el ánimo otomano por las reiteradas derrotas sufridas y por la crueldad extrema del caudillo militar valaco con los prisioneros capturados. El propio gobernante musulmán retiró sus tropas de aquel escenario macabro, afirmando: «No se puede combatir en el infierno». En ese sentido, famosos fueron sus bosques de empalados, de los que llegó a presumir en una carta enviada al rey húngaro Matías Cervino y en la que le explicaba que los cuerpos de veinticuatro mil enemigos habían sido clavados en afiladas puntas de madera, eso sin contar innumerables víctimas quemadas por sus hombres en sus propias casas. La bravura demostrada por Draculea llegó a amenazar la flamante Estambul, ciudad de la que huyeron miles de habitantes por miedo a verse en manos del sanguinario guerrero. Su táctica guerrillera acabó desquiciando a los musulmanes, los cuales, aunque varias veces superiores, no fueron capaces de derrotarle durante interminables meses. Finalmente, las argucias del líder turco consiguieron que Tepes diera con sus huesos en cárceles cristianas durante más de doce años. Desde 1462 a 1475, distrajo su tiempo a la sombra empalando ratones y pajarillos, mientras que su hermano Randu el Hermoso se convertía en un gobernante títere de Valaquia al servicio de los otomanos. El 10 de enero de 1475, Vlad había recuperado la libertad y se le pudo ver luchando al lado del príncipe transilvano Esteban Bathory en la célebre batalla de Vaslui, librada contra los turcos. Con el tiempo, obtuvo crédito suficiente para volver a ocupar el trono que por legitimidad le pertenecía. Ocurrió en noviembre de 1476, aunque semanas más tarde sufrió una emboscada turca, muriendo en ella junto a doscientos hombres de su guardia personal. La cabeza de Vlad Draculea fue llevada a Estambul, donde quedó expuesta en sus murallas para tranquilidad de los trémulos ciudadanos. Nunca sabremos si probó la sangre humana, lo único cierto es que una de sus mayores distracciones era la de cenar frente a centenares de agonizantes empalados, así como teñir las murallas de sus castillos con el líquido vital de los oponentes. De ahí, posiblemente, vino la terrible aureola vampírica y su presunto desapego de la fe cristiana en beneficio de viejas prácticas paganas. Pero eso es sólo una supersticiosa leyenda. ¿O usted no lo cree así?

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