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XI Esoterismo nazi » La obsesión de Hitler con la Lanza del Destino y otras reliquias

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La obsesión de Hitler con la Lanza del Destino y otras reliquias

A principios del siglo XX existían por lo menos cuatro Santas Lanzas repartidas por Europa. De todas ellas se decía que era la del centurión romano Longinos, aquel que atravesó con su arma el pecho de un agonizante Jesús en la cruz.

Desde aquel momento, este objeto, como tantos otros, se convirtió en sagrado y digno de ser tenido como una reliquia. Pero la de Longinos era algo más que una lanza santa, era un verdadero talismán al que se atribuía poderes sobrenaturales y que confería unas virtudes especiales, entre ellas la de no hacer perder ninguna batalla a aquel que la empuñara.

De las cuatro lanzas censadas actualmente quizá la más conocida para el mundo cristiano sea la que se conserva en el Vaticano, aunque la Iglesia la tiene como una reliquia más, sin mayores consideraciones, guardada junto a la Verónica en el interior de uno de los cuatro gigantescos pilares de la cúpula de la basílica de San Pedro. La segunda lanza está en Cracovia (Polonia), la tercera en París, adonde fue llevada por san Luis en el siglo XIII, cuando regresó de la última Cruzada de Palestina. Y la cuarta es la que se custodia hoy en día en el museo del palacio Hofburg, de Viena (Austria), también llamado Casa del Tesoro, y es la que posee una genealogía mejor y más fascinante, porque fue la que encandiló a Constantino el Grande, a Carlomagno, a Federico Barbarroja y a Hitler.

La leyenda es la leyenda y en este caso no nos queda más remedio que fiarnos de ella para seguir su trayectoria a lo largo del tiempo. Nos dice que la Santa Lanza llegó a manos de san Mauricio, comandante de la legión tebana (el del famoso cuadro de El Greco), y tras ser martirizado, la reliquia pasó a ser propiedad de Constantino, quien la sostuvo como talismán en la decisiva batalla del Puente Milvio en la que derrotó a su rival Magencio y donde tuvo lugar el milagro de la aparición de la cruz con el lema «In hoc signo vinces».

Hitler estaba obsesionado con recuperar la «Lanza del Destino». Y es que así eran sus ansias de encontrar razones para justificar su locura.

Los abundantes datos que nos suministran las tradiciones germánicas prefieren afirmar que la lanza de los Habsburgo, la Heilige Lance, fue enarbolada como talismán por el caudillo franco Carlos Martel en la batalla de Poitiers (732), en la que derrotó a los árabes, y luego fue llevada por Carlomagno en el siglo IX durante cuarenta y siete campañas victoriosas, una lanza que le había conferido poderes de clarividencia. Él fue víctima de la leyenda negra que tiene asociada: «Aquel que la pierda morirá». Carlomagno murió cuando la dejó caer accidentalmente en Aix-la-Chapelle, en el año 814. La lanza entonces pasó a manos de Heinrich el Cazador, también llamado Enrique el Pajarero, quien fundó la casa real de Sajonia, y tras pasar por las manos de cinco monarcas sajones llegó a las de los Hohenstauffen de Suabia, que les sucedieron. Un destacado miembro de esta dinastía fue Federico Barbarroja, que a los sesenta y siete años de edad conquistó Italia y obligó al papa a exiliarse. Su imperio alcanzó cotas impensables, pero Barbarroja cometió el mismo error que Carlomagno: en el año II90 dejó caer la lanza mientras vadeaba el río Cidno, en Asia Menor. Murió ahogado.

Hitler conocía a la perfección estas viejas historias y sabía que el poseedor de la lanza tenía en sus manos el destino de la humanidad. Cuando era un joven pintor sin futuro que deambulaba por las calles de Viena, solía ir con frecuencia al museo para admirar esta reliquia que ansiaba poseer algún día. La primera vez que la vio, en 1909, la estudió con todo detalle. Comprobó que medía treinta centímetros de longitud y terminaba en una punta delgada, en forma de hoja. En el siglo XIII, el filo había sido ahuecado para incrustar un clavo, al parecer uno de los usados en la crucifixión, y este clavo estaba sujeto con hilos de oro, plata y cobre. En el trozo del mango se observan dos diminutas cruces de oro. La lanza se había partido y las dos partes estaban unidas por una funda de plata.

Muchos de estos detalles provienen del testimonio del doctor Walter Johannes Stein (I89I-I957), matemático, economista y ocultista que afirmaba haber conocido al futuro Fürher justo antes de la Primera Guerra Mundial. En 1928, Stein publicó un alucinante panfleto titulado Historia del mundo a la luz del Santo Grial, que circuló ampliamente por Alemania y Gran Bretaña y que sirvió para que, cinco años después, Heinrich Himmler le obligara a trabajar en el «buró ocultista» de los nazis. Stein, no obstante, logró huir a Gran Bretaña y la Segunda Guerra Mundial le sorprendió trabajando como agente del espionaje británico. Después de colaborar en la obtención de los planes de la Operación Sealion (la invasión de Inglaterra que proyectaba Hitler), fue consejero de Churchill como asesor sobre mitos y creencias ocultistas del líder alemán. Stein nunca publicó sus memorias, pero antes de morir se hizo amigo de Trevor Ravenscroft, un ex oficial de comandos de Sandhurst que se recicló en periodista y quien publicó en 1972 el libro La lanza del destino (también titulado en España Hitler: la conspiración de las tinieblas), obra en la que por vez primera nos avisa del tremendo influjo que sentía el canciller alemán por la lanza de los Habsburgo.

Su deseo de poseer la Heilige Lance pronto se convirtió en realidad, pues a raíz de la entrada triunfal de Hitler en Viena, en marzo de 1938, incorporando Austria al III Reich, el líder alemán ordenó trasladar a Alemania el tesoro —o «insignias imperiales»— de los Habsburgo, en concreto a Nuremberg. Se sacó de la manga un decreto especial del emperador Segismundo, el cual afirmaba en el siglo XV que era «la voluntad de Dios» que la Santa Lanza de Longinos, la corona, el cetro y la esfera de la dinastía germánica nunca abandonaran el suelo de la patria. La preciada Heilige Lance quedó expuesta en el museo de la guerra que Hitler hizo instalar en la cripta de Santa Catalina, lugar emblemático donde habían tenido lugar las famosas «batallas de la canción» de los maestros cantores de Nuremberg de la Edad Media, argumento que con el tiempo fue convertido en ópera por Richard Wagner. Lo curioso es que esta ubicación se debió a una inspiración que tuvo Hitler cuando se hallaba en trance, afirmando que le había sido revelado que la Lanza del Destino debería yacer en la antigua nave de esta iglesia, construida originalmente como un convento en el siglo XIII. El objetivo principal de este museo es que sirviera para exhibir el fabuloso botín acumulado en sus batallas victoriosas por el mundo. En todo momento, la reliquia fue vigilada por un grupo selecto de hombres de las SS, bajo el mando directo del doctor Ernst Kaltenbrunner, el jefe del servicio de seguridad alemán.

Entre los primeros visitantes a los que se permitió la entrada a la nave de los maestros cantores estaban varios de los miembros de la Sociedad Thule que se habían incorporado a la Oficina de Ocultismo nazi de Heinrich Himmler. Eran unos pocos escogidos que sabían que el único objeto importante de todas las antigüedades germánicas expuestas era la Santa Lanza. El profesor Karl Haushofer, uno de los invitados de honor y «el amo oculto» (según Rudolf Hess), intuía que la llegada de la lanza a Alemania era la inequívoca señal del comienzo de un ambicioso y terrorífico plan: la conquista del mundo. Sabía bien lo que decía. En marzo de 1939, Hitler invadió parte de Checoslovaquia y después Polonia el I de septiembre. La Segunda Guerra Mundial había comenzado.

Y el final de Adolf Hitler, como suponían sus más allegados, estuvo asociado a la pérdida de la lanza. Aquí el destino hizo un guiño a la historia y, una vez más, se cumplió su fatídica leyenda negra. Después de los intensos bombardeos aliados del 13 de octubre de 1944, durante los cuales Nuremberg sufrió enormes daños, una de las bombas destruyó la casa donde estaba la entrada secreta del túnel, dejando las puertas blindadas al descubierto. Hitler ordenó que la lanza, junto con las piezas más importantes del tesoro de los Habsburgo, fuera trasladada a los sótanos de una escuela en Panier Platz. Este traslado se realizó el 30 de marzo de 1945, con tanta prisa que los soldados confundieron la Santa Lanza, llamada también Lanza de san Mauricio, con otra reliquia mucho menos importante denominada Espada de san Mauricio, de tal manera que pusieron a salvo la espada en el nuevo escondite bajo la plaza de Panier y dejaron la lanza en su primitiva ubicación, cuyo túnel había sido tapado con un montón de escombros. Hitler no se enteró nunca de este despiste.

Un mes después, el Séptimo Ejército norteamericano había rodeado la antigua ciudad de Nuremberg, defendida por veintidós mil miembros de las SS, cien panzers y veintidós regimientos de artillería. Durante cuatro días, la veterana división Thunderbird («Pájaro de Trueno») martilleó esas formidables defensas, hasta que el 20 de abril de 1945, el día en que Hitler cumplía cincuenta y seis años, la bandera americana fue izada sobre las ruinas.

La compañía C del tercer regimiento del gobierno militar, al mando del teniente William Horn, fue enviada a Nuremberg en busca del tesoro de los Habsburgo. Los nazis habían divulgado el rumor de que todas las piezas del tesoro habían sido arrojadas al fondo del lago Zell, cerca de Salzburgo. No se lo creyeron. Horn acudió al lugar donde pensaba que estaría. La bomba que había volado la casa donde estaba la entrada secreta del túnel, caída seis meses antes, posibilitó que dejara a la vista la bóveda que Hitler había diseñado con tanto celo. Después de algunas dificultades con las puertas de acero de la misma, el teniente Horn logró entrar en la cámara subterránea y allí pudo ver, sobre un altar de unos tres metros de altura —que había sido robado de la iglesia de Santa María de Cracovia—, un lecho de terciopelo rojo, y encima de él la legendaria Lanza de Longinos en su estuche de cuero. Alargó el brazo y la cogió entre sus manos. Lo que el teniente Horn estaba realizando en esos precisos momentos sin saberlo era algo más que incautarse de un objeto religioso; lo que estaba haciendo ese 30 de abril de 1945, curiosamente el día que precede a la Noche de Walpurgis en las tradiciones germánicas, era el cambio de dueño de la Lanza del Destino, un cambio que acarreaba la muerte de su anterior poseedor.

A unos cientos de kilómetros de distancia, en un búnker de Berlín, Adolf Hitler eligió esa tarde para coger una pistola y quitarse la vida —junto con su amante Eva Braun y su delfín Joseph Goebbels—, disparándose un tiro en la boca tras ingerir una cápsula de cianuro.

Y allí está la lanza hoy en día: expuesta en una vitrina del Museo Hofburg de Viena, en su lecho descolorido de terciopelo rojo, exactamente en el mismo lugar en el que Hitler la contempló por primera vez en 1909, a la espera de que algún otro ser humano, con ínfulas imperialistas, quiera cambiar el destino del mundo enarbolando una vez más la Santa Lanza en su mano.

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