Enigma

Enigma


Naoki

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Naoki

Los seres hacen todo lo posible por olvidar su sufrimiento. Me he instalado en el mío como en una amplia morada donde cada pieza posee su función, su estilo, sus particularidades. Profeso a mi mal un culto al que sacrifico cada día sin sentirme desconectada de la vida, en un 4ngulo distinto de la realidad por encima del cual evoluciono como una golondrina.

En Kyoto, vivíamos en las afueras de la ciudad, junto a un templo budista cuyo jardín compartíamos. Un río con peces, gráciles puentes y sobre todo golondrinas que anidaban bajo el tejado de un cobertizo. La precisión y la rapidez de su vuelo les permitían mediante bruscas oscilaciones precipitarse dentro como aviones de combate. Un día, en primavera, una joven golondrina que ejercitaba el vuelo, impactó contra un cristal de la casa. Se produjo un choque violento que me sobresaltó. Tomé la golondrina entre mis manos y le insuflé vida mientras observaba cómo las plumas de un azul eléctrico e intenso se mezclaban con el negro para fundirse en un solo color. Un negro azulado.

Antes de que comenzara a nevar, el negro y el azul eran mi combinación de tonos preferida. Siempre buscaba ropa color golondrina. Transcurridos unos diez minutos, el corazoncillo se puso a palpitar con más fuerza, un ojo se abrió, una perla negra. Las patas se crisparon contra mi palma y abrí la mano para que la golondrina retomase el vuelo. Se alzó por los aires, me corrían las lágrimas y permanecí allí, en el jardín, mirando el cielo para ver a «mi golondrina». A veces, cuando se me acercaba una, me convencía de que era ella que venía a saludarme, recordando mi aliento y el calor de mis manos. Le hablaba, como hablaba al cielo, a los árboles, a los lotos.

Mi padre era un ferviente budista y, cada año, entregaba una importante cantidad de dinero a los monjes; por eso no había barrera alguna entre su jardín y el nuestro. Me daba la impresión de que las pagodas de airosos tejados tocaban el cielo, formaban parte de mí, de mi cuerpo, y de que los monjes, con sus negras túnicas, se deslizaban en el silencio que explotaba al son de los grandes tambores de las campanas, de los instrumentos de percusión de madera y de los gongs. A ratos, el viento traía el perfume de las varitas de incienso hacia el salón donde yo leía a los existencialistas, por pura rebeldía contra mi padre, al principio, por pasión posteriormente. Me gustaban la estética y el silencio, las maderas, los suelos brillantes, el vacío en el interior de las formas, pero odiaba la religión, todas las religiones con su mezquino moralismo. Esa tendencia, nacida en la infancia, se acentuó con la gran soledad y las lecturas de mi adolescencia.

Mantengo correspondencia con varios poetas y eso me ocupa durante unas dos horas al día. El resto del tiempo busco información en Internet, observo la actividad de los pequeños editores especializados, encargo libros que hasta ahora se me habían pasado por alto. Hace tres días, encontré una primera edición del Transiberiano de Blaise Cendrars. Es un nombre que me gusta, porque te traslada a los confines.

Llevo una vida muy regular, como exclusivamente en mi casa platos macrobióticos que me gusta preparar. Tomo té verde, el Bencha es mi preferido porque su sabor a cereal tostado armoniza muy bien con mi cocina. Me levanto tarde, trabajo hasta la noche. A veces viene una masajista vietnamita a cuidar de mi cuerpo y espero a la una de la mañana para salir. Aquí la vida nocturna comienza a mitad de la noche.

Llaman. El portero me sube un paquete. Son las gafas que encargué. Unos filtros fotográficos que metamorfosean el mundo de los colores en un mundo en blanco y negro. Me ha costado lograr que me las hagan, pero al final las he conseguido a cambio de ofrecer un precio alto.

Rompo el papel, abro la caja de plástico. Son soberbias. Las monturas son negras. Concebidas como gafas de alpinista, las lentes cubren los lados de los ojos. Están perfectamente ajustadas. No puedo resistirme a ir a la terraza a pesar del calor, y ahí descubro palmeras plateadas, un cielo gris, edificios grises, transeúntes cuyas prendas cubren toda la gama sutil que va del negro al blanco pasando por un rico camafeo de gris. No puedo contener la emoción. Ruedan unas lágrimas. El mundo es por fin tal como lo veo desde el invierno de mis quince años.

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