Enigma

Enigma


Joaquim

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Joaquim

Provisto de la documentación bancaria que me acreditaba como propietario y que daba fe de que había obtenido un préstamo a corto plazo, así como de los justificantes de mi actividad en la universidad, acudí a casa de los dueños del inmueble de mi futura librería, acompañado del empleado de la agencia. Era una pareja muy cordial, aceptaron, aleccionados por el agente, que tomara posesión inmediatamente de la casa y que comenzara las obras. Creo que les caí bien, cosa que no me sucede con frecuencia. Estaban encantados de haber encontrado un comprador en pleno verano y de poder iniciar a su vez una nueva vida.

Hice pintar el piso, un fontanero desmanteló el cuarto de baño y me propuso modelos de sanitarios que elegí en tres minutos. Quería tener la ducha separada de la bañera y, por una vez, me permití lo mejor que había en el mercado. Una bañera de diseño, de porcelana fina, con lavabo a juego. Hasta entonces había vivido gastando poco dinero, contentándome con las viejas instalaciones de mi piso y, a decir verdad, nunca se me había ocurrido introducir cambio alguno. A veces me comportaba como un sexagenario cansado. Toda la pasión de que era capaz se había centrado en la literatura, que me había absorbido hasta el punto de hacerme olvidar los sencillos placeres de la vida, como el de tomar un buen baño, en un cuarto claro, limpio, con grifos relucientes, una ducha digna de tal nombre, en vez de esa ridícula alcachofa medio embozada por el sarro, bajo la cual me metía cada mañana desde hacía quince años. Mi ropa blanca era también la misma. Toallas de un amarillo ajado. Un albornoz morado, completamente raído, que me encantaba. Me había hecho viejo sin darme cuenta.

El agente inmobiliario había organizado ya varias visitas a mi piso, silencioso, burgués, situado en pleno centro de la ciudad. Un médico parecía interesado en montar allí su consulta. El precio le parecía correcto. Si se realizaba la transacción, me quedaría más liberado para pagar las obras.

El arquitecto conocía bien su trabajo. Su idea era organizar algo eficaz y de diseño, con mucha madera que recordara los barcos y armonizara con el barrio. Me gustó la idea, pero lo que me pareció más clarividente por su parte fue solicitar permiso al ayuntamiento para montar una pequeña terraza en la espaciosa acera para que los lectores pudieran sentarse mientras se tomaban un té o un café. Tenía previsto incluso instalar una máquina automática, junto a la entrada, e insistía, cosa que yo me imaginaba perfectamente, que el olor de un buen café difundiría un olor relajante y familiar, propicio para la lectura. Según un sondeo, un setenta y dos por ciento de lectores apasionados comienzan a leer desde el desayuno. Ese placer está ligado por lo tanto al del café, cuyo aroma se supone que provoca una reacción pavloviana. Me mostró modelos de banquetas que propuso fijar al suelo. Había previsto instalar un toldo corredizo para proteger el escaparate de los rayos del sol.

Para el suelo eligió baldosas de un azul intenso para recordar el mar y, a los pocos días, unos obreros iniciaron las obras. Éstos rompían y despejaban los cascotes. Yo no me movía de allí desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, velando por el perfecto desarrollo de esa metamorfosis, a imagen de la mía.

Seguía los consejos de la librera, ya amiga, y leí un libro que me regaló, muy técnico, sobre el oficio. Incluso se acercó a visitar el local, impresionada por mi celeridad.

Decidí deshacerme de los muebles, de la ropa blanca y de los utensilios de cocina, no llevarme más que mis libros y mi ordenador. Me di de alta en el agua y la electricidad. En cuanto la pintura estuviese seca y las obras más estruendosas terminadas, me instalaría en la primera planta. Encargué un cartel que coloqué en la fachada y en el que podía leerse: «próxima apertura de la librería bartleby & compañía.»

Rendía homenaje a Enrique Vila-Matas, que había tenido la genialidad de escribir una novela sin historia y sin fin con las historias auténticas de auténticos escritores. Además, era de Barcelona. Tal vez algún día acudiera a instalarse en la terraza, y tendríamos entonces una larga conversación. Le hablaría del síndrome Enigma y esperaba que le fascinase la mutilación de los libros, los suyos en particular, que yo perpetraba. ¿Excitaría su imaginación? ¿Escribiría un relato sobre mí, o incluso una novela, una continuación perfecta de Bartleby & compañía?

Ya que no novelista, ¿podría convertirme en personaje, en ficción? La idea me sumió en un trance casi amoroso. No necesitaba nada más, y me impresionó esa felicidad que me era ajena. Para mí, el placer iba siempre asociado a la violencia; no nacía nunca de la relajación.

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