Enigma

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Zoe

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Zoe

Esa noche presencié la escena más extraña que he tenido ocasión de ver. Me desperté a mitad de noche. Joaquim no estaba en la cama, un animal bibliófago la emprendía con los libros. Me levanté sin hacer ruido, bajé los escalones procurando no hacerlos crujir, apoyando el pie en la parte más cercana al borde. Me acuclillé tan pronto mi ángulo de visión me permitió observar lo que sucedía.

Vi a Joaquim, desnudo, los ojos exorbitados, bañado en sudor, soltando borborigmos de salvaje, quien, en la penumbra, desgarraba libros con sus poderosas manos, arrojaba los fragmentos al suelo y los pisoteaba con saña. Pensé de inmediato en la muchacha pelirroja, que había hablado de la otra mitad del sufrimiento, y comprendí que su rabia debía liberarse, que debía destruir los libros de los escritores cuya cobardía le repugnaba. No necesitaba ir a ver los libros de cerca para saber cuáles elegía: eran los mismos autores de los que nos había hablado en clase, aquellos que habían escrito finales erróneos, por agotamiento, por falta de valor.

No quería distraerlo de ese extraño ritual y subí a acostarme. Imaginé que un transeúnte pudiera presenciar la escena. No había ni toldo ni cortina, y cualquiera podía ver a aquel oso furibundo destruir los volúmenes de su propia librería. ¡Era grandioso! La locura de Joaquim Sanz me conmovía profundamente. Sentía el goce que experimentaba destruyendo, arrasando. Fue calmándose poco a poco, hasta que ya no oí nada. Me lo imaginé desnudo, agotado, sentado sobre los libros destruidos como sobre el fermento más grato para su imaginación. Su cuerpo debía de sustentarse de todas esas palabras, su culo debía de absorberlas, hacerlas suyas, y estaba segura de que algún día, toda esa furia saldría de él para dar nacimiento a una obra original. Un día, escribiré un cuerpo con mi cuerpo, mi carne, mi sangre.

Pensé en las Variaciones Enigma que Naoki me había hecho escuchar y en lo que me había dicho de la novena, Nimrod, un nombre derivado de la raíz hebrea Mered, que significa rebelarse pero también, si utilizamos una raíz distinta, domar el leopardo, la más hermosa imagen que existe del acto de escribir. Nimrod, personaje del Génesis, primer emperador después del diluvio, constructor de la famosa torre de Babel cuya cima había de alcanzar el cielo. Pero Nimrod fue también quien puso fin al lenguaje único y provocó la floración de todas las diferencias.

Cuando yo todavía soñaba con la torre de Babel, la bestia literaria cálida e inmensa se deslizó contra mi cuerpo y se durmió, la cara pegada a mis pechos. Yo sostenía su cabeza como la de un monstruo, una criatura mítica que revela el misterio, en el calor que él desprendía, la presencia de una suerte de caldero donde todos los elementos necesarios para la creación bullían como una lava lista para escupir sus fulgores en el cielo estrellado.

Bajé la primera y preparé el desayuno en la terraza. Me sorprendió ver que estaba todo ordenado. Miré en el trastero y vi dos gruesas bolsas de basura llenas de fragmentos de libros. Mientras salía el café, escuché las Variaciones Enigma de Elgar soñando con encontrar algún día el lenguaje único, no para eliminar los demás sino para comunicarme con todos los seres, quizá incluso con los pájaros.

Tenía que ponerme de nuevo a trabajar, dejar que leyeran mis relatos Naoki o Ricardo. Nunca me atrevería a dejárselos a Joaquim. Me hice una rebanada de pan integral, con mantequilla de cacahuete y plátano. Apareció Joaquim con unos viejos vaqueros y un niki. Me gustaba verlo vestido así; me hacía olvidar que era mi profesor y le daba un aire más juvenil, más desenfadado. Observé lo mucho que se había serenado su rostro. Su cuerpo se movía de modo más armonioso, hasta su cojera parecía menos acentuada. Se sentó a mi lado y me besó en la sien.

—¿Qué mezcla es ésa? —inquirió mirando la rebanada con aire dubitativo.

—Pruébalo, es buenísimo.

Hubo de aceptarlo. Los desayunos eran momentos privilegiados en los que nuestros cuerpos descansaban de nuestros excesos nocturnos. Se armonizaban, como al término de un combate, porque no sólo se producía el que él libraba contra sí mismo, contra mí, contra la literatura, sino mi inmersión en una zona desconocida por mí misma, tan profunda que a veces me invadía el miedo. Me dije que no se podía escribir sin antes haber visitado esas zonas, y que Ricardo parecía haber hecho largas incursiones en ellas. Sus poemas traslucían una increíble madurez, un sentido del abismo y de la maldad total.

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