Enigma

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II. Criptograma » Capítulo 1

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La noche era impenetrable, el frío, irresistible. Aovillado en su abrigo dentro del gélido Rover, Tom Jericho apenas podía ver el parpadeo de su aliento ni la neblina que éste formaba en la ventanilla de su lado. Alargó la mano y frotó el cristal empañado, manchándose los dedos de una mugre fría y húmeda. De vez en cuando los faros del coche alumbraban casitas de campo encaladas y posadas a oscuras, y una vez se cruzaron con un convoy de camiones que iba en dirección contraria. Pero en general era como si viajaran en el vacío. No había semáforos ni indicadores que los guiaran, ninguna ventana encendida; ni un solo fósforo brillando en la negrura. Podían haber sido las tres últimas personas vivas.

Logie se había puesto a roncar a los quince minutos de dejar King’s College. Su cabeza había ido cayendo progresivamente sobre el pecho cada vez que el Rover cogía un bache, lo que le hacía mascullar algo y mover la cabeza como si estuviera profundamente conforme consigo mismo. En una ocasión, al doblar una esquina, su largo cuerpo se había inclinado hacia un lado, obligando a Jericho a enderezarlo suavemente con el antebrazo.

Leveret no había abierto la boca en todo el rato, salvo para decir que la calefacción estaba estropeada cuando Jericho le pidió que la conectase. Conducía con celo exagerado, la cara a unos centímetros del parabrisas y el pie derecho alternando cautamente entre el pedal del freno y el acelerador. A ratos no parecían avanzar más rápido que si hubieran ido a pie. Si bien de día el viaje a Bletchley duraba poco más de una hora y media, Jericho calculaba que con suerte llegarían a destino poco antes de medianoche.

—Yo de ti intentaría dormir un poco, querido —le había dicho Logie al tiempo que improvisaba una almohada con su gabán—. Queda mucha noche por delante.

Pero Jericho no podía dormir. Hundió las manos en los bolsillos y miró vanamente la noche.

«Bletchley», pensó con asco. La sensación misma del nombre al pronunciarlo dejaba un sabor más que desagradable. ¿Por qué, de todas las ciudades de Inglaterra, habían escogido Bletchley? Cuatro años atrás ni siquiera había oído hablar de ella. Y habría podido pasar tranquilamente el resto de su vida sin tener noticia de ese lugar si no hubiese sido por aquella copa de jerez que en 1939 había tomado en la habitación de Atwood.

Cuán extraño absurdo resultaba seguir el rastro del propio destino y descubrir que giraba en torno a cincuenta gramos de manzanilla.

Inmediatamente después de aquel primer contacto Atwood le había organizado un encuentro con unos «amigos» de Londres. A partir de entonces, y durante cuatro meses cada viernes por la mañana Jericho cogía un tren a primera hora para ir hasta un polvoriento edificio de oficinas cercano a la parada de metro de Saint James. Allí, en una habitación destartalada con una pizarra y un escritorio por todo mobiliario, sería iniciado en los secretos de la criptografía. Y pasó exactamente lo que Turing había pronosticado: la cosa le encantó.

Le encantó la parte histórica, desde los sistemas rúnicos de la antigüedad y los códigos irlandeses del Libro de Ballymonte con sus exóticos nombres («Serpiente en el brezal», «Enojo del corazón de un poeta»), pasando por la escritura en clave del papa Silvestre II e Hildegard von Bingen, la invención del disco de cifra a cargo de Alberti —el primer código polialfabético— y las rejillas del cardenal Richelieu, hasta llegar a los misterios generados por la máquina Enigma alemana, tenidos por tenebrosamente indescifrables.

Y le encantó el vocabulario secreto del criptoanálisis, con sus homófonos y sus polífonos, sus dígrafos, bígrafos y nulos. Estudió análisis de frecuencias. Fue introducido en las complejidades del supercifrado. A principios de agosto de 1939 le ofrecieron formalmente un puesto en la Escuela Gubernamental de Cifra y Clave con un salario de trescientas libras al año, y hubo de volver a Cambridge y esperar el desarrollo de los acontecimientos. El 1 de septiembre lo despertó la noticia de que los alemanes habían invadido Polonia. El 3 de septiembre, día en que Gran Bretaña declaraba la guerra, llegó un telegrama a la conserjería ordenándole que a la mañana siguiente se presentara en un lugar llamado Bletchley Park.

Partió de King’s como le habían dicho, al despuntar el día, arrinconado en el asiento del acompañante del viejo deportivo de Atwood. Bletchley resultó ser una pequeña ciudad ferroviaria victoriana a unos ochenta kilómetros al oeste de Cambridge. Atwood, a quien le gustaba destacar, insistió en conducir con la capota descorrida, y mientras pasaban a toda velocidad por las angostas calles Jericho percibió apenas un atisbo de humo y hollín, de hileras de casas feas y pequeñas y de las altas y negras chimeneas de los hornos de cocer ladrillos. Pasaron por debajo de un puente ferroviario, recorrieron un camino vecinal, y al llegar a una verja alta unos centinelas les abrieron paso. A mano derecha el césped descendía suavemente hasta un lago bordeado de grandes árboles. A mano izquierda se alzaba una mansión victoriana, verdadero monstruo largo y achaparrado de ladrillo rojo y piedra de color arena, que a Jericho le recordó el hospital de veteranos donde había muerto su padre. Incluso miró alrededor, esperando ver, quizá, una enfermera con toca paseando hombres lisiados en grandes sillas de ruedas.

—¿No le parece absolutamente espantoso? —graznó Atwood con placer—. Lo construyó un judío. Un agente de bolsa, amigo de Lloyd George[1]—. Alzaba la voz a cada frase, dando a entender una ascendente escala de horror social. Aparcó bruscamente en un ángulo inverosímil, haciendo saltar la gravilla y atropellando por poco a un zapador que estaba desenrollando un enorme tambor de cable eléctrico.

Dentro, en un salón empapelado con vistas al lago, había dieciséis hombres de pie tomando café. A Jericho le sorprendió advertir que conocía a muchos de ellos. Se miraron unos a otros, divertidos e incómodos. «Vaya —decían sus rostros— también te han cazado a ti». Atwood avanzó serenamente entre los reunidos, estrechando manos y haciendo agudos comentarios que suscitaron forzadas sonrisas por parte de todos.

—Yo no me opongo a luchar contra Alemania, sino a hacer la guerra en nombre de esos condenados polacos. —Se volvió a un apuesto joven de penetrante mirada, frente ancha y despejada y tupida caballera—. ¿Y usted cómo se llama?

—Pukowski —dijo el joven, en perfecto inglés—. Soy un condenado polaco.

Turing miró de soslayo a Jericho y guiñó un ojo.

Por la tarde los criptoanalistas fueron divididos en equipos. A Turing le tocó trabajar con Pukowski rediseñando la «bomba», el criptógrafo gigante construido en 1938 por el gran Marian Rejewski, del Departamento de Cifra polaco, para atacar a Enigma. Jericho fue enviado a la caballeriza anexa a la mansión para analizar mensajes radiofónicos alemanes en clave.

Qué extraños fueron aquellos primeros nueve meses de la guerra, qué irreales y —ahora parecía ridículo decirlo— qué pacíficos. Cada día iban en bicicleta desde sus alojamientos en diversas casas de huéspedes y tabernas rurales. Almorzaban y cenaban juntos en la mansión. Por las tardes jugaban al ajedrez y paseaban por los jardines antes de regresar de nuevo en bicicleta. Había incluso un Victoriano laberinto de setos donde extraviarse. Cada diez o doce días llegaba alguien nuevo —un clasicista, un matemático, un conservador de museo, un librero de viejo— que, invariablemente, había sido reclutado por tener alguna amistad entre los ya residentes en Bletchley.

Un seco y neblinoso otoño de dorados y castaños, con los grajos revoloteando en el cielo como carbonilla, dio paso a un invierno de postal navideña. El lago se heló. Los olmos acusaban el peso de la nieve. Un petirrojo picoteaba migajas junto a la ventana de la caballeriza.

El trabajo de Jericho era agradablemente académico. Tres o cuatro veces al día un correo motorizado llegaba al patio de la parte trasera de la mansión portando un fajo de criptogramas interceptados a los alemanes. Jericho los clasificaba según la frecuencia y la señal de llamada y los apuntaba en unas gráficas con lápices de color —rojo para la Luftwaffe, verde para el ejército alemán— hasta que paulatinamente, de aquel embrollo ininteligible empezaban a surgir formas. Las emisoras de una misma red que tenían libertad para hablar unas con otras dibujaban, una vez esquematizadas en la gráfica, una urdimbre de líneas dentro de un círculo. Las redes de emisoras cuya única vía de comunicación era bilateral, entre una central y sus emisoras dependientes, se asemejaban a estrellas. Círculos y estrellas. Kreis und Stern.

Aquel idilio de ocho meses terminó con la ofensiva alemana de mayo de 1940. Hasta entonces, los criptoanalistas no habían dispuesto de material suficiente como para llevar a cabo un ataque serio contra Enigma. Pero a medida que la Wehrmacht arrasaba Holanda, Bélgica y parte de Francia, el murmullo del tráfico radiado se convirtió en un auténtico estruendo. De tres o cuatro bolsas de material, el volumen pasó a ser primero de treinta o cuarenta, luego un centenar; después, doscientas.

Llevaban así más de una semana cuando un día, a eso de las doce de la mañana, Jericho notó que le tocaban el codo y al volverse vio a un risueño Turing.

—Quiero presentarte a alguien, Tom.

—Ahora estoy un poco ocupado, Alan, de verdad.

—Su nombre es Agnes. Creo que deberías ir a verla.

Jericho estuvo a punto de protestar. Un año después lo habría hecho, pero en aquel momento le debía demasiado a Turing como para no hacer lo que le pedía. Cogió su chaqueta del respaldo de la silla y salió, mientras se la ponía, al sol de mayo.

Para entonces el Park, como llamaban al lugar, había iniciado ya su transformación. Muchos de los árboles que crecían a orillas del lago habían sido talados para dar cabida a una serie de amplias cabañas de madera. El laberinto de tejos había sido sustituido por un edificio bajo de ladrillo, junto al cual se había congregado ahora un grupo de criptoanalistas. De dentro salía un ruido que Jericho no había oído nunca, un zumbido y un chapaleo, algo a medio camino entre un telar y una máquina de imprimir. Entró detrás de Turing. Ya dentro, el ruido era ensordecedor, pues retumbaba en las paredes y en el techo de hierro acanalado. Un brigadier, un comodoro de aviación, dos hombres en mono de trabajo y una integrante del servicio femenino de la Royal Navy con cara de pánico y los dedos en los oídos, ocupaban el perímetro exterior de la sala mientras contemplaban una gran máquina llena de bobinas giratorias. Un destello azul de electricidad dibujaba un arco en la parte superior. Se produjo entonces un ruido sibilante y un chisporroteo, seguidos de un olor a aceite quemado y metal demasiado caliente.

—Es la bomba polaca rediseñada —dijo Turing—. He pensado llamarla Agnes. —Apoyó con ternura sus largos y pálidos dedos en el armazón metálico. Se produjo una detonación y Turing los apartó enseguida—. Espero que funcione, la verdad…

«Desde luego que funcionó», pensó Jericho, abriendo otra lumbrera en la ventanilla empañada.

La luna apareció detrás de una nube, iluminando brevemente Great North Road. Jericho cerró los ojos.

Agnes funcionó, y a partir de entonces el mundo ya no fue el mismo.

Pese a su insomnio inicial Jericho debió de quedarse dormido, pues cuando volvió a abrir los ojos Logie se había incorporado y el Rover estaba cruzando una pequeña ciudad. Aún era de noche, y al principio no conseguía orientarse. Pero al pasar por delante de una hilera de comercios e iluminar los faros la cartelera del cine Country, murmuró con voz atenazada por el cansancio:

—Bletchley.

—Puñeteramente exacto —dijo Logie.

Victoria Road, las oficinas del ayuntamiento, una escuela… La calle describía una curva y de pronto, a lo lejos, sobre las aceras, una miríada de luciérnagas que se acercaba a ellos. Jericho se pasó las manos por la cara y notó que tenía los dedos entumecidos. Se sentía ligeramente mareado.

—¿Qué hora es?

—Medianoche —dijo Logie—. Cambio de turno.

Las manchas de luz eran linternas camufladas.

Jericho calculaba que el personal debía de sumar ahora unas cinco o seis mil personas, trabajando noche y día en turnos de ocho horas, de medianoche a las ocho, de las ocho a las cuatro, de las cuatro a medianoche. Lo cual quería decir que había cuatro mil personas en movimiento, la mitad saliendo de trabajar y la otra mitad entrando, y cuando el Rover hubo enfilado la calzada que conducía a la entrada principal apenas fue posible avanzar un metro sin chocar con alguien. Leveret sacaba la cabeza por la ventana, gritaba y aporreaba el claxon. Un montón de gente se había lanzado a la carretera, la mayoría a pie, algunos en bicicleta. Un convoy de autobuses pugnaba por abrirse paso. «Hay dos probabilidades contra una de que Claire esté entre ellos», pensó Jericho, y sintió la imperiosa necesidad de encogerse en su asiento, taparse la cabeza, desaparecer.

Logie lo miraba con curiosidad.

—¿Seguro que tienes ánimos para volver, amigo? —preguntó.

—Estoy bien —respondió Jericho—. Sólo que… resulta difícil creer que al principio sólo éramos dieciséis.

—Maravilloso, ¿no? Y el año que viene seremos el doble. —El tono ufano de Logie se trocó en alarma—. ¡Maldita sea, Leveret! Tenga cuidado, hombre. ¡Un poco más y atropella a esa dama!

Una cabeza rubia se volvió, enfurecida, hacia la luz de los faros, y Jericho sintió una acometida de náusea. Pero no era ella, sino una mujer que no conocía, vestida con el uniforme del ejército y con los labios pintados de escarlata semejantes a una herida en pleno rostro. Parecía que se había acicalado para ir a una cita. La mujer levantó el puño y articuló un «Que os den por culo».

—Bueno —dijo Logie, muy escrupuloso—, creía que era una dama.

Cuando llegaron al puesto de guardia tuvieron que sacar sus documentos de identidad. Leveret se los pasó por la ventanilla a un cabo de la RAF. El centinela se colgó el fusil del hombro y examinó los tres documentos a la luz de una linterna. Luego agachó la cabeza y los iluminó uno por uno. Jericho se sintió golpeado por el haz de luz. Detrás oyó a un segundo centinela revolver en el maletero.

Jericho apartó el rostro de la luz y le dijo a Logie:

—¿Cuándo ha empezado todo esto? —Recordaba una época en que ni siquiera les pedían pases.

—Ahora que lo preguntas, no estoy seguro —contestó Logie encogiéndose de hombros—. En las últimas dos semanas la cosa se ha puesto peor.

Les devolvieron los documentos. La barrera se levantó. El centinela les hizo señas de que pasaran. Al lado de la carretera había un indicador recién pintado. Por Navidad les habían cambiado el nombre, y Jericho leyó a duras penas el rótulo en blanco: «Cuartel General de Comunicaciones del Gobierno». La barrera metálica se cerró tras ellos con estrépito.

Incluso en la oscuridad que imponía la defensa antiaérea se percibían las dimensiones del lugar. La mansión era la misma al igual que las cabañas, pero éstas no eran ahora más que una fracción del conjunto. Más allá se extendía la gran fábrica del espionaje: oficinas bajas construidas en ladrillo y bunkers de hormigón y acero a prueba de bombardeos, bloques A, bloques B y bloques C, túneles, refugios, puestos de guardia y garajes… Había un gran campamento militar al otro lado de la alambrada. En los bosques cercanos los cañones de las baterías antiaéreas asomaban entre el camuflaje. Y había otros edificios en construcción. No pasó un solo día en que Jericho no oyese el ruido de las excavadoras y las hormigoneras, el vibrar de los zapapicos y el crujir de árboles al caer. En una ocasión, poco antes de partir, había recorrido a pie la distancia entre la nueva sala de reuniones y la valla del perímetro exterior, y la había calculado en ochocientos metros. ¿Para qué era todo aquello? No tenía la menor idea. A veces pensaba que estaban controlando las transmisiones por radio de todo el planeta.

Leveret condujo el Rover más allá de la mansión a oscuras, la pista de tenis y los generadores, y aparcó a escasa distancia de las cabañas.

Jericho se levantó con dificultad del asiento de atrás. Se le habían dormido las piernas y la sensación de que la sangre corría otra vez por ellas hizo que se le doblaran las rodillas. Se apoyó en un lado del coche. Tenía el hombro derecho aterido de frío. Un pato chapoteó en el lago y su graznido le hizo pensar en Cambridge —en su tibia cama y sus crucigramas— y hubo de sacudir la cabeza para borrar el recuerdo.

Logie estaba explicándole que podía escoger: o Leveret lo acompañaba hasta su nueva habitación para que durmiese decentemente por un rato, o podía entrar en ese mismo instante y ver cómo estaba la situación.

—¿Por qué no empezamos ya? —dijo Jericho. Su regreso a la cabaña iba a ser una experiencia dura. Prefería hacerlo cuanto antes.

—Así me gusta, amigo. Leveret se ocupará de tus maletas, ¿verdad, Mr. Leveret? Llévelas a la habitación de Mr. Jericho, ¿de acuerdo?

—Sí, señor. —Leveret miró por un momento a Jericho y luego le tendió la mano—. Buena suerte, señor.

Jericho le estrechó la mano. Aquella solemnidad le sorprendió. Cualquiera habría pensado que iba a lanzarse en paracaídas sobre territorio hostil. Intentó pensar en algo que decir.

—Muchas gracias por traernos en coche.

Logie estaba manoseando la linterna de Leveret.

—¿Qué diablos le pasa a este chisme? —La golpeó un par de veces sobre la palma—. Maldita sea. Bah, a la mierda. Vamos.

Se alejó sobre sus largas piernas y, tras un instante de vacilación, Jericho se envolvió en la bufanda y le siguió. La oscuridad los obligaba a avanzar tanteando la pared a prueba de ondas expansivas que rodeaba Cabaña 8. Logie chocó contra lo que parecía una bicicleta y Jericho lo oyó maldecir. Arrojó la linterna. Al golpear contra el suelo, se encendió. Un hilillo de luz delataba la entrada a la cabaña. Olía a cal y humedad; cal, humedad y creosota: los olores de la guerra de Jericho. Logie abrió la puerta y entraron en medio de una luz difusa.

Puesto que Jericho había cambiado mucho en el mes que había pasado fuera, de algún modo —ilógicamente— esperaba que la cabaña hubiese cambiado también. Sin embargo, tan pronto cruzó el umbral todo le pareció tan familiar que casi le resultó agobiante. Era como un sueño recurrente cuyo horror radicaba precisamente en saber qué iba a pasar a continuación, en la certeza de que siempre había sido —y siempre sería— exactamente igual.

Un angosto y mal iluminado corredor, de unos veinte metros de largo, se extendía ante él con su docena de puertas iguales. Los tabiques de madera eran muy delgados y el alboroto de cien personas trabajando intensamente se colaba de habitación en habitación; zapatos y botas pisando con fuerza las tablas desnudas, rumor de conversaciones, gritos ocasionales, arrastrar de sillas, teléfonos sonando, el clac clac de las máquinas Type-X en la sala de desciframiento.

La única pero pequeña diferencia era que el enorme armario de la derecha, inmediatamente contiguo a la entrada, lucía ahora una placa que rezaba: «Teniente Kramer. Oficial de enlace de la armada de Estados Unidos».

Empezó a ver caras conocidas. Kingcome y Proudfoot estaban cuchicheando frente a la sala de ficheros y se apartaron para dejarle paso. El los saludó con la cabeza. Ellos hicieron otro tanto pero no dijeron nada. Atwood, que salía a toda prisa de la sala de cribas, vio a Jericho, se quedó boquiabierto y luego agachó la cabeza.

—Hola, Tom —murmuró, y casi echó a correr hacia la sala de investigación.

Nadie había esperado verlo otra vez, eso estaba claro. Para ellos era un engorro. Un muerto. Un fantasma.

Logie no parecía enterarse de la sorpresa general ni del malestar de Jericho.

—Hola a todo el mundo —exclamó. Luego saludó a Atwood—: Hola, Frank. ¡Mira quién está aquí! ¡El hijo pródigo! Vamos, Tom, sonríeles un poco, que esto no es un funeral. Por el momento, al menos. —Se detuvo frente a su despacho y tras manipular torpemente la llave durante medio minuto descubrió que la puerta no estaba cerrada—. Pasa, pasa.

Era una habitación no mucho mayor que el cuarto de las escobas. Había sido el cuchitril de Turing hasta poco antes de descifrar Tiburón, cuando Turing fue enviado a América. Ahora lo ocupaba Logie —las minúsculas prebendas del rango— quien pareció ridículamente grande al inclinarse sobre su mesa, como un adulto que metiese la nariz en el cuarto de un niño. En un rincón había una caja fuerte a prueba de incendios y un cubo de basura con la inscripción BASURA CONFIDENCIAL. Había un teléfono con auricular rojo. Los papeles lo inundaban todo, el suelo, la mesa, la parte superior del radiador donde habían amarilleado, las papeleras de alambre, los archivadores, los estantes y los montones que se habían desplomado formando abanico.

—Mierda, mierda, mierda. —Logie tenía en sus manos un mensaje y lo miraba con ceño. Se sacó la pipa del bolsillo y mordisqueó la boquilla. Parecía ajeno a la presencia de Jericho, y éste tuvo que carraspear para recordarle que estaba allí.

—¿Qué? Oh, perdona, querido. —Resiguió el texto del mensaje con su pipa—. Parece que el almirantazgo está un poco preocupado. Conferencia en el Bloque A, a las ocho con jefazos de la marina de guerra recién venidos de Whitehall. Quieren saber cómo está el marcador. Skynner está que trina y exige verme sin dilación. Mierda, mierda.

—¿Skynner sabe que he vuelto?

Skynner era el jefe de la sección naval de Bletchley. Nunca le había caído bien Jericho, probablemente porque éste jamás había ocultado que en su opinión era un jactancioso y un matón cuyo principal objetivo bélico era celebrar la paz convertido en sir Leonard Skynner, oficial de la Orden del Imperio Británico, con un contrato como rector de college en Oxford. Jericho recordaba vagamente haberle dicho a Skynner parte de esto, o casi todo, o quizá incluso más, poco antes de ser enviado a Cambridge para recuperar el juicio.

—Claro que sabe que has vuelto, amigo. Primero tuve que hablarlo con él.

—¿Y no le importa?

—¿Importarle? Qué va. Está desesperado. Haría cualquier cosa por recuperar Tiburón. —Logie añadió rápidamente—: Perdona, no estoy diciendo que el hecho de traerte haya sido una acción a la desesperada. Es sólo que, bueno, verás… —Se dejó caer en la silla y volvió a examinar el mensaje. Hizo chocar la pipa contra sus deteriorados dientes amarillos—. Mierda, mierda, mierda…

Al mirarlo en ese momento a Jericho se le ocurrió que prácticamente no sabía nada de Logie. Habían trabajado dos años juntos, y se tenían mutuamente por amigos, pero nunca habían mantenido una conversación digna de tal nombre. Ni siquiera sabía si Logie estaba casado, o si tenía novia.

—Será mejor que vaya a verlo —dijo Logie—. Discúlpame, querido. —Se levantó, se dirigió hacia la puerta y gritó en el corredor—: ¡Puck! —Jericho oyó cómo los demás iban pasando la voz: «¡Puck! ¡Puck!».

Logie entró de nuevo en el despacho agachando la cabeza.

—Tenemos un analista en cada turno coordinando el ataque a Tiburón. Puck hace este turno, Baxter el siguiente, y luego Pettifer. —Volvió a asomar la cabeza al pasillo—. Ahí viene. Vamos, amigo. Mueve el trasero. Tengo una sorpresa para ti. Mira quién ha venido.

—Ah, estás aquí, Guy —dijo desde fuera una voz familiar—. No sabíamos dónde te habías metido.

Adam Pukowski deslizó su ágil esqueleto detrás de Logie, vio a Jericho y se paró en seco. Estaba realmente conmocionado. Jericho casi pudo ver cómo su mente pugnaba por recuperar el control de sus facciones y hacer que su famosa sonrisa le iluminara el rostro. Cuando menos lo intentó.

—Tom, es… —empezó a decir, abrazando a Jericho—. Había empezado a pensar que nunca volverías, lis maravilloso.

—Me alegro de verte otra vez, Puck —dijo Jericho al tiempo que le daba unas corteses palmaditas en la espalda.

Puck era la mascota de todos, su toque de glamour, su vínculo con la aventura de la guerra. Había llegado a Bletchley la primera semana para explicarles el funcionamiento de la bomba polaca, y regresado después a su país. Al caer Polonia, había volado a Francia, y cuando Francia se vino abajo había escapado cruzando los Pirineos. Su existencia estaba rodeada de historias románticas: había esquivado a los nazis escondiéndose en la choza de un cabrero; había ido de polizón a bordo de un vapor portugués y obligado al capitán a desviarse hacia Inglaterra a punta de pistola. Cuando en el invierno de 1940 reapareció en Bletchley fue Pinker, el especialista en Shakespeare, quien abrevió su apellido a Puck («ese alegre viajero de la noche»). Su madre era británica, lo que explicaba su acento inglés casi perfecto, característico únicamente por su aplicada pronunciación.

—¿Has venido a prestarnos tu apoyo?

—Eso parece. —Jericho se liberó tímidamente del abrazo de Puck—. Por si acaso.

—Estupendo, estupendo —dijo Logie. Los contempló con cariño por unos instantes y luego empezó a rebuscar entre la hojarasca de su escritorio—. A ver, ¿dónde lo habré metido? Esta mañana estaba por aquí…

Puck, detrás de Logie, señaló a éste con la cabeza y susurró:

—Ya ves, Tom. Tan organizado como siempre.

—Eh, Puck, que lo he oído. Veamos. ¿Es esto? No. Sí. ¡Sí!

Se volvió y le pasó a Jericho un documento escrito a máquina, con sello oficial y encabezado «Por orden del Ministerio de Guerra». Era una notificación de alojamiento, dirigida a una tal Mrs. Ethel Armstrong, autorizando a Jericho a hospedarse en la Commercial Guesthouse, una casa de huéspedes de Albion Street, Bletchley.

—Lo siento, pero no sé qué tal será. Es todo lo que he podido hacer.

—Seguro que estaré bien.

Jericho dobló el vale y se lo guardó en el bolsillo. De hecho, estaba casi seguro de que no iba a estar bien —las últimas habitaciones decentes en Bletchley habían volado tres años atrás, y ahora la gente tenía que desplazarse incluso a Bedford, a treinta kilómetros de distancia— pero ¿qué sentido tenía quejarse? Según su experiencia previa, no iba a utilizar esa habitación más que para dormir.

—No te nos agotes demasiado, muchacho —dijo Logie—. Nadie espera que trabajes el turno completo. De eso nada. Tú ven y haz lo que puedas. Lo que queremos de ti es lo que nos diste la última vez. Perspicacia. Inspiración. Ver lo que a los demás se nos pasa por alto. ¿No es así, Puck?

—Desde luego. —Su bien parecido rostro estaba más ojeroso de lo que Jericho había visto nunca, más incluso que el de Logie—. Te aseguro, Tom, que estamos en un aprieto.

—¿Debo suponer entonces que no hemos avanzado nada? —dijo Logie—. ¿Ninguna buena noticia que ofrecer a nuestro amo y señor?

Puck negó con la cabeza.

—¿Ni una pizca?

—No. Ni eso.

—Ya. Bueno, es lógico. Esos malditos almirantes. —Logie arrugó el mensaje, apuntó a su papelera y erró el tiro—. Te acompañaría yo mismo, Tom, pero como recordarás ese Skynner no espera ni a su padre. ¿Te importa, Puck? ¿Puedes hacerle de guía turístico?

—Por supuesto, Guy. Como gustes.

Logie los acompañó hasta el corredor e intentó cerrar la puerta, pero renunció a ello. Al volverse abrió la boca y Jericho se dispuso a soportar una de las atroces arengas académicas que Logie gustaba de soltarles —algo sobre las vidas inocentes que de ellos dependían y la necesidad de hacer todo lo posible, y luego eso de que la carrera no la vence el más rápido, ni la batalla el más fuerte (realmente lo había dicho una vez) —pero en cambio la boca no hizo sino bostezar.

—Oh, Dios. Perdón, amigo. Lo siento.

Logie se alejó penosamente por el corredor, palpándose los bolsillos para cerciorarse de que llevaba la pipa y la petaca. Le oyeron murmurar otra vez algo sobre los «malditos almirantes», y después se perdió de vista.

La Cabaña 8 tenía treinta metros de largo por diez de ancho. Jericho habría podido recorrerla dormido, y, que él supiera, era más que probable que lo hubiese hecho. Las paredes exteriores eran delgadas y la humedad del lago parecía colarse por el suelo, de forma que por la noche las habitaciones estaban heladas, teñidas por la luz sepia de unas bombillas desnudas de baja potencia. El mobiliario estaba compuesto en su mayor parte por mesas de caballete y sillas plegables de madera. A Jericho le recordaba una iglesia en una noche de invierno. Sólo faltaba el piano mal afinado y alguien aporreando las notas del himno Tierra de esperanza y gloria.

Funcionaba como una línea de montaje. Era la fase principal de un proceso que tenía su origen en algún punto de la oscuridad remota, quizá a tres mil kilómetros de distancia, cuando el casco grisáceo de un submarino alemán salía a la superficie y radiaba un mensaje a sus controladores. Esas señales eran interceptadas desde diversos puestos de escucha y enviadas por teletipo a Bletchley. A los diez minutos de la transmisión, incluso mientras los submarinos se aprestaban a sumergirse, los mensajes emergían a través de un túnel en la sala de registro de Cabaña 8. Jericho examinó el contenido de una papelera con la inscripción «Tiburón» y lo acercó a la luz más cercana. Las horas inmediatamente posteriores a la medianoche eran las de mayor ajetreo. En efecto, seis mensajes habían sido interceptados en los últimos dieciocho minutos. Tres de ellos sólo constaban de ocho letras: supuso que serían partes meteorológicos. El más largo de los otros tres criptogramas era sólo una docena larga de tetragramas:

JRLO GOPL DNRZ LQBT…

Puck le miró con expresión de fatiga, como diciendo: «¿Se te ocurre algo?».

—¿Qué volumen hay? —preguntó Jericho.

—Varía. Ciento cincuenta, doscientos mensajes al día. Y va en aumento.

La sala de registro no se ocupaba únicamente de Tiburón. Había que anotar también Marsopa, Delfín y todas las otras claves de Enigma para pasarlas después a la sala de cribas. En ésta, los especialistas las tamizaban en busca de pistas: señales de llamada de emisoras que tenían controladas (Kiel era JDU, por ejemplo, Wilhelmshaven, KYU), mensajes cuyo contenido pudiesen adivinar, o criptogramas cifrados previamente en una clave y retransmitidos después en otra distinta (los marcaban con las iniciales BS y los llamaban «besos»). Atwood era el as de los especialistas en cribas, y las chicas de la sección femenina decían maliciosamente a su espalda que aquéllos eran los únicos besos que Atwood había recibido en su vida.

Era en la sala grande contigua —que ellos llamaban, con su humor solemne, la Sala Grande— donde los criptoanalistas usaban las cribas para fabricar soluciones factibles de ser comprobadas en las bombas. Jericho abarcó visualmente las mesas desvencijadas, las duras sillas, la débil iluminación, el tufo a tabaco, el ambiente de biblioteca de college, el relente de la noche (casi todos los criptoanalistas llevaban abrigo y mitones) y se preguntó por qué —¿por qué?— había estado él tan dispuesto a regresar. Kingcome y Proudfoot estaban allí, Upjohn y Pinker, y también De Brooke, y como media docena de recién llegados cuyas caras no reconoció, incluido el joven sentado con el máximo descaro en el asiento en otro tiempo reservado a Jericho. Las mesas estaban atiborradas de criptogramas, como papeletas de voto en un recuento electoral.

Puck murmuraba algo, pero Jericho, fascinado de ver a otro en su lugar, perdió el hilo y tuvo que interrumpirlo.

—Lo siento, Puck. ¿Decías?

—Digo que desde hace veinte minutos estamos al día. Hemos interpretado Tiburón hasta el momento del cambio de código. Ya no nos queda nada. Salvo la historia. —Esbozó una débil sonrisa y dio a Jericho unas palmaditas en el hombro—. Ven. Te lo enseñaré.

Cuando un criptoanalista creía haber conseguido un atisbo de mensaje descifrado, su conjetura era enviada a una bomba para su comprobación. Y si había sido lo bastante hábil o afortunado, al cabo de una hora, o de veinticuatro, la bomba se ponía a trabajar con un millón de permutaciones hasta descubrir los ajustes de la máquina Enigma. Esa información pasaba entonces a la sala de desciframiento.

A causa del ruido que producía, la sala de desciframiento estaba situada en un extremo de la cabaña. Personalmente, a Jericho le gustaba aquel estruendo. Era el sonido del éxito. Sus peores recuerdos eran de las noches en que la cabaña estaba en silencio. Una docena de máquinas de cifrar británicas modelo Type-X habían sido modificadas a fin de que imitasen las operaciones de la Enigma alemana. Eran unos aparatos grandes y engorrosos —máquinas de escribir dotadas de rotores, un panel de enchufes y un cilindro— ante los que se sentaban acicaladas señoritas de la buena sociedad.

Baxter, que era el marxista residente de la cabaña, tenía la hipótesis de que la mano de obra de Bletchley (femenina en su mayoría) estaba organizada según lo que él llamaba «un paradigma del sistema clasista inglés». Los interceptadores, que tiritaban de frío en sus emisoras costeras, eran generalmente proletarios y trabajaban ajenos a los secretos de Enigma. Los operadores de bomba, que trabajaban en los terrenos de unas casas de campo cercanas y en instalaciones nuevas próximas a Londres, eran pequeñoburgueses y tenían una vaga idea. Y las chicas de la sala de desciframiento, en el corazón mismo del Park, eran la mayoría de clase media-alta, incluso aristócratas, y lo veían todo; los secretos pasaban literalmente por sus dedos. Ellas mecanografiaban las letras del criptograma original, y del cilindro de la derecha de la Type-X emergía lentamente una tira de papel encolado por detrás, similar al que se utiliza para los telegramas, con el texto claro ya descifrado.

—Aquellas tres se ocupan de Delfín —dijo Puck, señalando al fondo de la sala—, y las dos que hay junto a la puerta están empezando con Marsopa. Y esta encantadora señorita —la saludó con una reverencia— creo que se ocupa de Tiburón. ¿Podemos?

Era muy joven, de unos dieciocho años, pelo rizado y grandes ojos garzos. La muchacha alzó la vista y le dedicó una deslumbrante sonrisa, y él se inclinó y empezó a desenrollar la tira de cinta encolada que salía del cilindro. Jericho advirtió que al hacerlo dejaba una mano apoyada casualmente en el hombro de la chica, y pensó lo mucho que le envidiaba a Puck la soltura de aquel gesto. Él habría tardado una semana en decidirse a hacerlo. Puck le hizo señas de que leyese el mensaje:

VONSCHULZEQU88521DAMPFER1TANKERWARSCHEINLICHAM 63TANKERFACKEL…

Jericho resiguió el texto con el dedo, separando las palabras y traduciéndolo mentalmente: el capitán de U-boote Von Schulz estaba en la cuadrícula 8852; había hundido un vapor (seguro), un petrolero (quizá) y había prendido fuego a otro petrolero…

—¿De qué fecha es esto?

—Puedes verlo ahí —dijo Puck—. Sechs drei. El seis de marzo. Lo tenemos todo descifrado desde esa semana hasta el cambio de código del miércoles por la noche. Ahora estamos volviendo atrás y cogiendo los mensajes interceptados que se nos escaparon a principios de mes. Esto tendrá seis días. Herr Kapitán Von Schulz debe de estar ya a quinientas millas. Me temo que el interés que puede tener sólo es académico.

—Pobre gente —dijo Jericho, pasando el dedo por la cinta por segunda vez. IDAMPFERITANKER… ¡Cuánto miedo, naufragio y fuego se concentraba en una sola línea! ¿Cómo se llamaban los barcos? ¿Habrían sido informadas las familias de la tripulación?

—Tenemos aproximadamente otros ochenta mensajes del día 6 pasando por la Type-X. Pondré dos operadores más a ello. En un par de horas habremos terminado.

—Y luego ¿qué?

—¿Luego, querido Tom? Pues supongo que empezaremos con los de febrero. Pero eso ya no es ni siquiera historia. ¿Febrero? ¿Febrero en el Atlántico? ¡Pura arqueología!

—¿Algún progreso en la bomba de cuatro ruedas?

Puck negó con la cabeza.

—Primero, es imposible —dijo—. No ha lugar. Segundo, existe un diseño, pero es un disparate teórico. Tercero, hay un diseño que podría funcionar, pero que no funciona. Cuarto, escasez de materiales. Quinto, escasez de técnicos… —Hizo un gesto de cansancio con la mano, como si lo estuviera desechando todo de una vez.

—¿Ha habido algún otro cambio?

—Nada que nos afecte. Según los radiogoniómetros, el cuartel general de los U-boote se ha trasladado a Berlín. Tienen un magnífico transmisor nuevo en Magdeburgo que, dicen, pueden emitir a un submarino a cuarenta y cinco pies de profundidad y en un radio de dos mil millas.

—Muy ingeniosos… —murmuró Jericho.

La chica del cabello rizado ya había completado el mensaje. Arrancó la cinta corrediza, la pegó a la parte posterior del criptograma y se la pasó a otra chica, que salió a toda prisa de la sala. Ahora había que convertirla en inglés comprensible y transmitirla al almirantazgo por teletipo.

Puck tocó el brazo de Jericho.

—Debes de estar cansado. ¿Por qué no vas a dormir un poco?

Pero Jericho no pensaba en la cama.

—Me gustaría ver todo el tráfico de Tiburón que no hemos podido descifrar —dijo—. A partir del miércoles a medianoche.

Puck sonrió, desconcertado.

—¿Para qué? No podrás hacer nada.

—Es posible. Pero me gustaría verlo.

—¿Por qué?

—No lo sé. —Jericho se encogió de hombros—. Para tocarlo. Sencillamente para sentir cómo es. Llevo fuera de juego un mes.

—¿Te parece que se nos habrá pasado algo por alto?

—Oh, no. Pero Logie me lo ha pedido.

—Sí, ya. La famosa «intuición» de Jericho. —Puck no podía ocultar su enojo—. Del terreno de la ciencia y la lógica descendemos al de la superstición y los presentimientos.

—¡Puck, por favor! —Jericho también estaba empezando a enfadarse—. Dame ese gusto, si es que lo prefieres así.

Puck lo fulminó con la mirada, pero la tormenta pasó tan rápido como había llegado.

—Naturalmente. —Levantó las manos en señal de rendición—. Tienes que verlo todo. Perdóname. Estoy cansado. Todos lo estamos.

Cinco minutos después, al entrar Jericho en la Sala Grande con su carpeta de criptogramas de Tiburón, vio que su viejo asiento estaba libre. Alguien había dejado en su sitio un montón de papel para tomar apuntes y tres lápices a los que acababan de sacarles punta. Miró alrededor, pero nadie parecía prestarle atención.

Dejó los mensajes encima de la mesa. Se aflojó la bufanda. Palpó el radiador; templado, como siempre. Se echó un poco de aliento caliente a las manos y se sentó.

Había vuelto.

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