Enigma

Enigma


Capítulo III

Página 5 de 12

Capítulo III

Cuando despertó, vio la luz del sol. Y enseguida, al hombre.

O lo que fuese.

Su cuerpo era de hombre, su cabeza era de hombre, pero su rostro… ¡Oh, Dios, su rostro…! Le pareció… una torta cuarteada por cientos, miles de pequeños surcos. Era un amasijo de carne lleno de cicatrices, por entre las cuales, destacaban especialmente los ojos, oscuros y pequeños. La nariz era como un trozo de carne deforme. La boca, una ranura delgada y roja.

Era espantoso.

Lo único tranquilizador en aquel ser eran sus cabellos, blancos, suavemente ondulados, nobles. Lo demás, era espantoso, pese a lo bien que vestía el hombre, su actitud tranquila, escrutadora, su gesto reposado, casi amable cuando, al inclinarse un poco hacia ella, preguntó, con voz chirriante:

—¿Cómo estás, hija mía?

Le estaba hablando en alemán. En el más puro alemán, el que Brigitte había aprendido con los familiares de su padre cuando, siendo un bebé, fue enviada a Estados Unidos para apartarla de los peligros y horrores de la Segunda Guerra Mundial. El alemán que sólo podía hablar un alemán, no el alemán aprendido, sobrepuesto.

Brigitte oyó su propia voz preguntando, a su vez, temblorosamente:

—¿Quién es usted?

—Poco importa eso. ¿Estás bien?

Brigitte miró alrededor. Estaba sentada en un sillón de un salón decorado con buen gusto, pero sencillamente. No era demasiado grande. Dos ventanas amplias daban a un jardín lleno de árboles, por entre cuyas copas se filtraban rayos de sol estival. El ambiente era de un sosiego increíble.

—Sí… Estoy bien.

—Por fortuna, llegué a tiempo.

Brigitte se dio cuenta de que estaba vestida, de que todo en ella era normal. Llevaba el mismo vestido que cuando llegó a la Central… Ah, sí, la Central, aquel desmayo…

—A tiempo… ¿de qué? —preguntó.

—De salvarte de las garras de la CIA.

La divina espía parpadeó. Sentía la cabeza un poco pesada, eso era todo. Por lo demás, se sentía perfectamente, o así lo parecía, al menos.

—No le comprendo —susurró.

—La CIA te ha traicionado, hija mía. Igual que hace años hiciera con el hombre que amas.

—¿Qué sabe usted de esto? ¿A quién cree usted que amo yo?

—Sé que amas a Número Uno. No te preocupes por él: está bien, y llegará de un momento a otro, pues le avisé de que estabas en gravísimo peligro. Ya debe de hacer horas que salió de Villa Tartaruga. Tengo el presentimiento de que él se va a sentir muy contento de poder luchar contra la CIA.

Brigitte volvió a parpadear.

—¿Qué clase de traición ha cometido la. CIA, contra mí?

—Al parecer, la MVD rusa ofreció a la CIA algo tan tentador a cambio de la agente Baby, que aceptaron. Por eso fuiste citada en Langley, para narcotizarte y luego venderte a los rusos a cambio de algo que ignoro, pero que tiene que ser importantísimo para la estrategia mundial de los Estados Unidos.

—¿Y la CIA ha aceptado eso?

—Así es, hija mía.

—¿Por qué me llama «hija mía»? ¡Yo no soy su hija!

El hombre permaneció en silencio. Luego, fue a sentarse en un sillón frente al que ocupaba Brigitte. Ésta se quedó mirándolo con suma atención mientras él, con manos temblorosas, se disponía a encender un cigarrillo. De pronto, la miró.

—¿Quieres fumar? —ofreció.

—No… No ahora, gracias.

Él encendió su cigarrillo. Estuvo unos segundos fumando en silencio, mirando el humo. Volvió a mirarla de pronto.

—No consentiré que también tu vida quede destrozada —dijo secamente—… Haré lo que sea con tal de impedir eso. Ya fue suficiente lo que nos ocurrió a tu madre y a mí… ¡Pobre Giselle amada…!

Brigitte Bierrenbach Montfort sintió un fortísimo escalofrío que hizo estremecer todo su cuerpo.

—¿Qué… qué sabe usted de mi madre? ¿Por qué la llama… «amada»?

—Fue la única mujer que amé con todo mi corazón. Ahora, ni siquiera puedo amar, pero entonces sí, y ella, mi Giselle, fue toda la luz de mi vida… Cuando supe que había sido fusilada, ya habían pasado meses… Tú ya estabas en Estados Unidos, con una de mis hermanas… No me quedaba nada, nada, nada…

—Por el amor de Dios… ¡¿quién es usted?!

—Supongo que ya he dicho demasiado para querer seguir ocultándolo. Y estoy seguro de que ya lo has comprendido.

—¿Usted es… eres mi padre…?

—Sí. Soy Fritz Bierrenbach.

—No es cierto… ¡No es cierto! ¡Mi padre murió!

La horrible cabeza se movió con gestos de asentimiento.

—Sí, eso es lo que quise que todos creyeran, después de lo que me pasó —señaló su rostro machacado—. Durante años y años, he preferido que creyeses que había muerto. Incluso cuando aquel asunto respecto a la acusación que pesó sobre mí como criminal de guerra te llevó a Europa oriental… ¿Lo recuerdas?

—Desde luego —jadeó Brigitte—… ¡Lo recuerdo[3]!

—Sé que si mi nombre quedó limpio de esa horrible acusación, fue gracias a ti. Y también sé que Número Uno te ayudó. A los dos os estoy muy agradecido, hija mía.

—¿Cómo… cómo sabe usted… todo esto?

—Wilhelm me lo dijo.

—¿Wilhelm?

—Sabes perfectamente a quién me estoy refiriendo: a tu gran amigo Wilhelm von Steinheil, el Barón… y gran espía Alexandria.

—¿Conoce usted… conoces a Alexandria?

—Él me encontró, precisamente a raíz de todo aquello, al obligarle tú a hacer averiguaciones sobre mí. Ah, sí, hija mía, Wilhelm fue y sigue siendo un gran espía[4], aunque ahora sus actividades sean más cerebrales que físicas. Los años pasan… Es un hombre que te ama mucho. Me pidió, casi me exigió, que me presentase a ti, asegurándome que no ibas a horrorizarte por mis… detalles externos Pero con esta cara… ¡Y tú eres tan hermosa, hija mía! Eres más hermosa aún que tu madre —en el machacado rostro apareció algo que podía parecer una sonrisa—… Y te aseguro que eso no es fácil. Quizá la mezcla de francesa y alemán dio este excelente resultado…, aparte de que yo también fui un hombre hermoso. ¿Te parece increíble?

—No… No.

—Tengo entendido que eres una persona de altísima calidad humana, y no sabes cuánto lo celebro. Aunque preferiría que te retirases ya a Villa Tartaruga, debo elogiar tu labor como espía en este podrido mundo. Realmente, la labor que hizo tu madre no fue tan importante. Fue más férreamente patriótica al servicio de Francia, lo que es encomiable, ciertamente, pero no tanto como lo que tú estás haciendo no sólo por tu patria, sino por todo el mundo. ¡Estoy tan orgulloso de ti, Birgitt…!

Brigitte se pasó las manos por la cara, que notaba fría y rígida. Cerrados los ojos, con las manos ante ellos, intentaba centrar su mente.

¿Estaba teniendo otro sueño?

Parecía todo real, pero… ¿qué otra cosa podía ser sino un extraordinario sueño? Recordó súbitamente el de Caballo Loco y el general Custer. Los dos estaban muertos hacía tiempo y tiempo… ¿La presencia de su padre significaba que él también había muerto hacía tiempo y tiempo…? ¿Sólo soñaba con muertos?

Retiró las manos de la cara, y abrió los ojos. El hombre que decía ser Fritz Bierrenbach, su padre, continuaba sentado en el sillón, mirándola, con gesto anhelante.

—¿Te encuentras bien? —insistió.

—Sí, sí…

—Pronto podremos marcharnos de aquí, y te examinará un médico, por si acaso. No creo que él tarde en llegar con el helicóptero.

—¿Él? ¿Número Uno?

—Naturalmente. Birgitt, estoy pensando que quizás hubieses preferido continuar creyendo que había muerto a verme en este estado. Seguramente, te he ocasionado un trauma…, y lo siento.

—No tengo trauma alguno —negó Brigitte.

—Me inclino a creer que es cierto, si tú lo dices. Eres un ser extraordinario, hija mía, y me pregunto por qué. Cierto que yo soy muy inteligente, y tu madre lo era casi tanto como yo, y tan hermosa… Pero en ti han convergido tan gran cantidad de cualidades que resultas extraordinaria. Cada vez que algo te ha distinguido públicamente he sentido una enorme alegría. Como el Premio Pulitzer de periodismo, las varias menciones posteriores, tu prestigio internacional como periodista de altísimo nivel en cuestiones políticas internacionales… Pero lo que más me… sorprendió y maravilló fue cuando te nombraron reina. ¡Fue una cosa tan magnífica[5]! Pero nunca supe por qué aquel pequeño país isleño llamado Atlantic Kingdom te eligió como reina…, a la que luego llamaron Blueyes Queen.

Brigitte sonrió ante el recuerdo.

—Me eligieron por medio de una computadora.

—¡Una computadora! ¡No es posible!

—Te aseguro que fue así…, padre.

—Una computadora —Fritz Bierrenbach movió la cabeza—… Bien, tengo que admitir que esos aparatos pueden valorar millones de datos en pocos segundos. Pero opino que no hacía falta la computadora: habría bastado conocerte.

—Tú me conoces bien, según parece.

—Sí. Conozco tu imagen pública como periodista, pero conozco todavía mejor tu imagen de ser humano que utiliza el espionaje y nada menos que a la CIA para intentar que este mundo sea un poco menos cruel y triste. Sin embargo, ya ves: si yo no hubiese llegado a tiempo, en estos momentos estarías camino de Rusia.

—Recuerdo que me desvanecí en el prado de la Central, y nada más. ¿Qué ocurrió exactamente?

—Te drogaron.

—¿Me drogaron? ¿Cómo?

—Había gas narcótico en las rosas que oliste… y besaste. ¿Recuerdas eso?

—Sí… Sí, desde luego. ¿Qué más pasó? Fritz Bierrenbach encogió los hombros.

—Es largo de contar. Ya tendremos tiempo cuando estemos a salvo. Pero imagino que comprenderás el aparentemente absurdo hecho de que yo pudiese sacarte de allí si te digo que cierto ex espía del Grupo de Acción me ayudó.

—¿Mr. Cavanagh?

—Bien… Sí, fue él. Tenías que comprenderlo, claro está. Has conseguido… que irradie hacia ti mucho amor de todo el mundo, Birgitt, y eso es, precisamente, lo que más orgullo causa en mí. Tener una hija hermosa, es fácil. Tener una hija amada por sus cualidades espirituales, es mucho más difícil…, y más satisfactorio.

—Eres muy amable —murmuró Brigitte—… Dime: ¿dónde has estado viviendo todos estos años?

—Escondido… Y no por mis crímenes de guerra, que jamás cometí, sino por ocultar para siempre esta cara al mundo.

—Una cara no significa nada.

—Quizá no para ti, hija mía, pero la gente se horroriza ante lo aparentemente horrible, y se deja engañar ante las mentiras que le presentan en apariencia hermosa. De todos modos, tenemos que admitir que…

Brigitte le hizo un gesto, y Fritz Bierrenbach calló en el acto.

—Se acerca un helicóptero —susurró la divina.

—No oigo nada…

—Lo oirás pronto.

—Bueno, si se acerca… Ah, sí, ahora lo oigo. ¡Tienes un oído finísimo, Birgitt! Bien, debe de ser Número Uno. Salgamos de la casa, para subir enseguida al aparato. Aunque no creo que haya dificultades…

Brigitte se había puesto en pie.

Oyó el denso zumbido, todo se tornó negro, y, una vez más girando, girando, girando, fue descendiendo hacia el pozo de insondable negrura.

—… ¿Qué ha dicho esta vez, qué ha soñado? De nuevo la voz de Mr. Cavanagh.

Y otra vez aquella otra voz, desconocida; es decir, ya conocida, pues era del mismo médico de la vez anterior.

—Lo ignoro. No hablaba en inglés… Creo que hablaba en alemán, pero no estoy seguro.

—En alemán —sonó la voz de Pitzer—… Es perfectamente posible, pues lo habla con la misma soltura que el inglés. ¿No ha podido usted entender nada absolutamente?

—Bueno, algunas palabras, como «sí», «no», «Birgitt»… ¿Fritz Bierrenbach tiene sentido para ustedes?

—¿Bierrenbach…? No. Pero sí Bierrenbach.

—¡Eso es! ¡Bierrenbach!

—El padre de ella se llamaba Fritz Bierrenbach —sonó de nuevo la voz de Pitzer.

—Pues ha debido de soñar con él. Pero estaba tranquila… Ha sostenido una larga conversación, al parecer, con Fritz Bierrenbach. Y ha mencionado a otro alemán, un Barón, un tal… Stin…

—¿Wilhelm von Steinheil? ¿Alexandria?

—¡Exactamente! ¿Quién es?

—No se preocupe, doctor —dijo Cavanagh—… ¿Recuerda algo más?

—Creo que mencionó a Número Uno. Y a usted.

—¿A mí?

—Salvo que usted no sea Mr. Cavanagh.

Se oyó el gruñido de Cavanagh. Enseguida, de nuevo la voz de Pitzer.

—Pero ¿ella está mejor que ayer?

—Está más calmada, pues le administramos un sedante. Por otro lado, en las pruebas efectuadas no encontramos nada anormal. Al parecer, todo está bien, y tengo la esperanza de que sólo se trate de esperar unos días. Aunque todavía haremos alguna prueba más, pienso que lo ocurrido ya puedo explicarlo; por un motivo u otro, la señorita Montfort ha experimentado un shock súbito que le ha ocasionado un desequilibrio nervioso pasajero. Se diría que últimamente estuvo en tensión de un modo excesivo, y aunque en apariencia la cuestión no le afectase demasiado, lo cierto fue que sí la afectó…

—Eso no es en absoluto sorprendente —sonó la voz de Pitzer—. Repetidamente he dicho que Brigitte debía tener una larga temporada de descanso, no ya físico, sino mental.

—Eso es algo que me satisface oír —dijo el médico—. Y eso es lo que tendrá que hacer en cuanto se reponga.

—Lo hará —aseguró Cavanagh—. Pero nosotros queremos estar seguros de que ella quedará bien, de que no le quedará ninguna secuela de este… incidente. ¿Podemos contar con ello, doctor?

—Sí. Realmente, sí. Las posibilidades de que de todo esto derive algún perjuicio para la señorita Montfort son mínimas. Dado su habitual estado físico, tan óptimo, yo diría que sólo tiene una probabilidad entre un millón en contra. Lo que, como ustedes comprenderán, no es nada desfavorable.

—Me parece —dijo alegremente Cavanagh— que voy a emborracharme con champaña para celebrarlo. ¿Me acompaña, Pitzer?

—Sí señor. Una buena borrachera es lo menos que… La espiral volvió.

Brigitte Montfort dejó de tener contacto con todo salvo con aquella sensación de giro interminable.

Ir a la siguiente página

Report Page