Enigma

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Joaquim

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Me levanté a las seis, me encantaba la calma del amanecer. Preparé café y tostadas, saqué un bote de mantequilla de cacahuete y bajé a la terraza. Atravesar los libros en silencio era para mí una sorprendente experiencia. Sentía cada autor, cada texto, de manera totalmente orgánica. Los libros producían un efecto directo sobre todo mi ser y, de cuando en cuando, necesitaba cambiarlos de sitio. Un volumen pedía ser depositado en la mesa para hallar su lector del día. Otro deseaba ser devuelto a los anaqueles, fundirse con la masa anónima. Algunos autores gritaban, se les hacía ya insoportable la vecindad del orden alfabético, querían a las claras sustraerse de cierta vecindad forzosa y lo proclamaban en voz alta y tonante. Bastaba mantenerse a la escucha de los libros para comprender que no se les podía imponer nada. Un libro es un organismo vivo, con sus necesidades, sus sueños, sus reivindicaciones. Y con demasiada frecuencia, las librerías y las bibliotecas se asemejaban a tétricos asilos donde se hacinaban seres exangües. Cogí al pasar un librito de Reinaldo Arenas:

Arturo, la estrella más brillante. Exigía ser leído esa misma mañana, en la tranquilidad, el olor del café, las risas de los niños. Leí la primera página, maravillosa, y los elefantes de Arenas comenzaron a atravesar la plaza.

La realidad era tan frágil, tan desconcertante frente al poder de la imaginación que, en ese momento, comprendí cómo había sobrevivido Arenas a las cárceles castristas. Había dejado que su mente creara mundos que anulaban la estupidez de la violencia política, la estupidez de todas las violencias. Las palabras de Arenas salvan ahora a los hombres de su prisión interior, la peor, la que no exige más que un guardián, uno mismo, pues no hay barrotes en las ventanas.

Una hora después, mientras leía la última frase: «Si no hay nada tan deforme como una dictadura, cada uno de nosotros es responsable por sí mismo y ante todos del advenimiento de lo bello, pese a todo y cueste lo que cueste», apareció Zoe, con el pelo todavía húmedo, sombra de sí misma. Se arrojó en mis brazos y lloró largo rato. Temblaba, su cuerpo estaba frío. Le hice beber una taza de café y la llevé a la primera planta. Llené la bañera, la desnudé, la metí en el agua caliente y me instalé en el agua, frente a ella. Se dio la vuelta y se apoyó contra mí.

Era incapaz de hablar. Mis manos se posaron en sus pechos. Eso la calmó.

Entonces me contó la irrupción de Naoki. Escuché su relato, subrayado por los movimientos de su espalda, pero no podía verle la cara.

—Nunca le hubiera clavado ese cuchillo.

—Yo creo lo contrario. Si hubieses visto su expresión, no era la misma. Yo estaba aterrorizada.

—¿Y ahora?

—No podemos acabar así, ¡es horrible! Tenemos tantas cosas que hacer juntas, es tan insólito, tan intenso lo que nos une. ¿Qué debo hacer?

—Ve a ver a Naoki, seguro que está ya en su casa.

—Puede ser violenta.

—No...

—¿Y Ricardo?

—Ve a verlo después de hablar con Naoki.

—Lo primero es recuperar a Naoki.

Sequé a Zoe. Se envolvió en la toalla y bajamos a la terraza, tan tranquila a esas horas. Permanecimos en silencio. Era excepcional esa intimidad. Las personas siempre necesitan colmar el silencio, pero, entre nosotros, se producía una regeneración de nuestra parte íntima. Me daba la impresión de que Zoe necesitaba una copa de coñac. Me levanté, regresé arriba y escancié dos generosas copas del líquido ambarino, que bebimos apaciblemente, entre el palpitar de las acacias.

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