Enigma

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I. Susurros » Capítulo 1

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Cambridge en el cuarto invierno de la guerra: una ciudad fantasma.

Un insistente viento siberiano azotaba los pantanos a ras de suelo desde el mar del Norte, sin nada que lo frenara en más de mil kilómetros. Hacía traquetear los indicadores de los refugios antiaéreos en Trinity New Court y golpeteaba los ventanales entablados de la capilla del King’s College. Merodeaba por patios y escaleras, obligando a los pocos profesores y estudiantes todavía internos a recluirse en sus habitaciones. A media tarde, las angostas calles adoquinadas estaban desiertas. Al caer la noche, sin una sola luz encendida, la universidad se sumía en una oscuridad que no conocía desde la Edad Media. Una procesión de monjes cruzando el puente Magdalene camino de Vespers habría desentonado muy poco en aquel ambiente.

Los apagones de la guerra tendían puentes entre los siglos.

A este inhóspito punto de los llanos del este de Inglaterra llegó a mediados de febrero de 1943 un joven matemático llamado Thomas Jericho. Las autoridades de su

college, el King’s, supieron de su arribo con menos de un día de antelación, apenas el tiempo justo para reabrir sus habitaciones, poner sábanas en su cama y barrer de alfombras y estantes el polvo acumulado en más de tres años. Con una guerra en marcha y la escasez de criados no se habrían tomado esas molestias de no haber recibido el rector en persona una llamada telefónica de un oscuro pero muy importante funcionario del Foreign Office, pidiéndole que se ocupara de Mr. Jericho «hasta que se encuentre en condiciones de reanudar sus funciones».

—Por supuesto —contestó el rector, sin recordar en absoluto quién era el tal Jericho—. Será un placer tenerle de nuevo entre nosotros.

Mientras hablaba, el rector abrió el registro del

college y lo hojeó hasta dar con lo que buscaba: Jericho, T.R.G.; matriculado en 1935; nota de honor en matemáticas, 1938; becado con doscientas libras al año; no se le había visto desde el inicio de la guerra.

¿Jericho…? Para el rector era, como mucho, un recuerdo borroso, un adolescente más en una foto de la clase. En otro tiempo tal vez habría recordado el nombre, pero la guerra había hecho trizas el habitual ritmo de matrículas y graduaciones, y todo era un caos: el Pitt Club era ahora un restaurante, en los jardines de Saint John’s se cultivaban patatas y cebollas…

—Recientemente ha estado ocupado en tareas de la mayor importancia para la nación —prosiguió el comunicante—. Les agradeceríamos que no se le molestara.

—Entendido —dijo el rector—. Entendido. Veré que lo dejen solo.

—Nos harán un gran favor.

El funcionario colgó el auricular. «Tareas de la mayor importancia para la nación», vaya por Dios. El rector sabía muy bien qué significaba eso. Permaneció por un instante contemplando pensativo el auricular y luego fue en busca del tesorero de servicio.

Un

college de Cambridge es como una aldea, con el gusto por el cotilleo que eso conlleva —acrecentado por el hecho de estar vacío en un noventa por ciento—, y el regreso de Jericho originó horas y horas de análisis por parte del personal.

Para empezar, lo desusado de su llegada: pocas horas después de que el rector recibiese la llamada, en plena noche y bajo una intensa nevada, envuelto en una manta de viaje en el asiento trasero de un gran Rover oficial conducido por una joven chófer con el uniforme azul oscuro de la sección femenina de la Royal Navy. Kite, el conserje, que se brindó a llevar el equipaje del visitante a sus habitaciones, informó que Jericho se había aferrado a sus dos maltrechas maletas de cuero, negándose a soltarlas pese a que se le veía tan pálido y derrengado que Kite dudó que fuese capaz de subir por la escalera de caracol sin ayuda.

Dorothy Saxmundham, que se encargaba de las camas, lo vio al día siguiente cuando fue a limpiar. Jericho estaba recostado en sus almohadas contemplando el aguanieve que salpicaba el río, y en ningún momento la miró, ni siquiera volvió la cabeza, como si el pobre no hubiese reparado en su presencia. Y cuando ella hizo ademán de mover una de las maletas, él se levantó a la velocidad del rayo («No toque eso, por favor, Mrs. Sax, muchas gracias») y quince segundos después ella estaba en el descansillo. Sólo había recibido una visita, la del médico del

college, que fue a verlo en dos ocasiones, estuvo en su habitación unos quince minutos cada vez y salió sin decir palabra.

Durante la primera semana hizo todas las comidas en sus aposentos. Según Oliver Bickerdyke, que trabajaba en las cocinas, no comía gran cosa; le llevaba una bandeja tres veces al día y una hora después la recogía casi intacta. La gran jugada de Bickerdyke, que suscitó al menos una hora de conjeturas en torno a la estufa de carbón de la conserjería, fue encontrar al joven trabajando en su escritorio con el abrigo encima del pijama, una bufanda y un par de mitones. Normalmente Jericho echaba la llave a la maciza puerta de su estudio y gritaba educadamente que le dejasen la bandeja fuera. Pero aquella mañana en concreto, a los seis días de su espectacular llegada, la había dejado ligeramente entreabierta. Bickerdyke rozó apenas la madera con los nudillos, haciéndolo de manera que ningún ser vivo —salvo, quizá, una gacela que estuviera pastando— pudiese oírle, y luego cruzó el umbral situándose a un metro de su presa antes de que Jericho volviera la cabeza. A Bickerdyke le dio tiempo de registrar un montón de papeles («repletos de cifras, circuitos, palabras en griego y cosas así») antes de que Jericho lo tapara todo y lo mandase a hacer sus cosas. Desde entonces, la puerta siempre estaba cerrada.

Escuchando el relato de Bickerdyke la tarde siguiente, Dorothy Saxmundham, que no quería ser menos, añadió un detalle de su cosecha. Mr. Jericho tenía una pequeña estufa de gas en su salita y un hogar en el dormitorio. En el hogar, que ella había limpiado aquella misma mañana, había quemado sin duda gran cantidad de papel.

Todos guardaron silencio mientras asimilaban la información.

—Puede que fuera el

Times —dijo finalmente Kite—. Cada mañana se lo paso por debajo de la puerta.

Pero Mrs. Sax proclamó que no podía ser el

Times. Los tenía todos en una pila al lado de la cama.

—Por lo que he podido ver, no los lee. Solo hace el crucigrama.

Bickerdyke sugirió que tal vez estuviese quemando cartas:

—Cartas de amor, quizá —añadió con una mirada impúdica.

—¿Ése? ¿Cartas de amor? Venga, hombre. —Kite se despojó de su anticuado bombín, inspeccionó el ala deshilachada y volvió a ponérselo delicadamente sobre la calva cabeza—. Además, desde que está aquí no ha recibido una sola carta.

Así pues, decidieron que lo que Jericho estaba quemando en su cuarto era su trabajo, un trabajo tan secreto como para no permitir que nadie viese un solo fragmento de los desperdicios. La fantasía suplió la falta de hechos irrefutables. Era un científico, dijeron, pagado por el gobierno. No, era del servicio de espionaje. No, no, era un genio. Había sufrido un colapso nervioso. Su presencia en Cambridge era secreto oficial. Tenía amistades muy bien situadas. Conocía a Mr. Churchill. Conocía al rey…

Les habría complacido saber que habían acertado en todas estas especulaciones, y con la mayor exactitud.

Tres días después, a primera hora del viernes 26 de febrero, un lance inesperado vino a aumentar el misterio.

Kite estaba clasificando el correo de la mañana y metiendo un saquito de cartas en las pocas casillas cuyos propietarios aún seguían en el

college, cuando encontró no uno sino tres sobres dirigidos al señor T.R.G. Jericho, originalmente remitidos a la posada White Hart, en Shenley Church End, Buckinghamshire, y posteriormente enviados al King’s College. Kite quedó un tanto perplejo. ¿Acaso el joven a quien ellos habían inventado tan exótica identidad era, en realidad, el gerente de un

pub? Se subió las gafas a la frente, sostuvo el sobre con los brazos estirados y trató de leer el matasellos.

Bletchley.

En la trasera de la conserjería había un viejo mapa del Estado Mayor que mostraba el compacto triángulo de la Inglaterra meridional limitado por Cambridge, Oxford y Londres. Bletchley estaba a horcajadas de un importante empalme ferroviario, a mitad de camino entre las dos ciudades universitarias. Y a unos seis kilómetros al norte se encontraba Shenley Church End, poco más que un caserío.

Kite examinó el más interesante de los tres sobres, levantándolo a la altura de su bulbosa nariz surcada por venas azuladas. Lo olfateó. Llevaba más de cuarenta años ordenando el correo y sabía distinguir rápidamente cuándo la letra era de mujer: más nítida, más pulcra, con más recovecos y menos ángulos que la de hombre. El agua del hervidor que había sobre el quemador de gas del hornillo estaba a punto. Kite echó un vistazo alrededor. Aún no eran las ocho, fuera apenas había luz. En cuestión de segundos estaba en el altillo aplicando vapor a la solapa del sobre. Era de ese papel fino de ínfima calidad propio de la guerra, y estaba cerrado con un pegamento barato. La solapa se humedeció, abarquilló enseguida, y Kite extrajo una postal.

Había terminado prácticamente de leerla cuando oyó la puerta de la conserjería. Una ráfaga de viento sacudió las ventanas. Kite volvió a meter la postal en el sobre, sumergió el meñique en el bote de cola que tenía junto al hornillo, pegó la solapa y luego asomó la cabeza como si tal cosa para ver quién había entrado. Casi le dio un soponcio.

—Cielo santo… buenos días, Mr. Jericho…

—¿Hay alguna carta para mí, Mr. Kite?

La voz de Jericho sonó bastante firme, pero él parecía balancearse ligeramente y hubo de agarrarse al mostrador como un marino recién desembarcado después de una larga travesía. Era un joven pálido, bastante bajo, de cabello y ojos oscuros, hecho que resaltaba la palidez de su piel.

—Diría que no, señor. Miraré otra vez.

Kite se retiró dignamente hacia el altillo e intentó planchar el sobre húmedo con la manga. Sólo estaba un poco arrugado. Lo deslizó entre un puñado de cartas, volvió a salir y simuló buscar entre ellas.

—Pues no, no, nada. Ah, sí. Aquí hay una. Qué gracia. Y dos más. —Kite las empujó sobre la superficie del mostrador—. ¿Es su cumpleaños, señor?

—Fue ayer —respondió Jericho, y se metió los sobres en el bolsillo interior del abrigo sin mirarlos.

—Por muchos años, señor. —Kite vio desaparecer las cartas y soltó un silencioso suspiro de alivio. Luego cruzó los brazos y se apoyó en el mostrador—. Permítame que intente adivinar su edad. Vino en el treinta y cinco, si mal no recuerdo. Por lo tanto debe de tener… ¿veintiséis?

—Oiga, ¿es ése mi periódico, Mr. Kite? Puedo llevármelo ahora, así le ahorro la molestia.

Kite gruñó, se incorporó de nuevo y alcanzó el periódico. Al entregárselo hizo un último intento de conversar, comentando el satisfactorio desarrollo de la guerra en Rusia desde lo de Stalingrado y el, en su opinión, cercano final de Hitler. Claro que Jericho debía de estar mucho más al corriente de esas cosas que él. El joven se limitó a sonreír.

—Dudo que mis conocimientos en general estén más al corriente que los suyos, Mr. Kite, incluso por lo que respecta a mi persona. Conociendo sus métodos.

Por un instante, Kite no supo si había oído bien. Miró fijamente a Jericho, que aguantó la mirada; sus oscuros ojos pardos parecieron cobrar vida de pronto. Luego, sin dejar de sonreír, Jericho lo saludó con una inclinación de la cabeza, se metió el periódico bajo el brazo y se marchó. Kit lo observó desde la ventana con parteluz de la conserjería: una figura enjuta con su bufanda morada y blanca del

college, su andar vacilante, su cabeza inclinada al viento.

—Mis métodos —repitió para sí—. ¿Mis métodos?

Aquella tarde, cuando el trío se reunió como de costumbre para tomar el té en torno a la estufa, Kite pudo avanzarles una explicación totalmente nueva sobre la presencia allí de Jericho. No podía desvelar, por supuesto, cómo había obtenido la información, sólo que era digna de crédito (insinuaba con ello una charla de hombre a hombre). Olvidando su anterior actitud desdeñosa respecto de las cartas de amor, Kite afirmaba ahora que el joven caballero era sin duda víctima de mal de amores.

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