Enigma

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III. Birlar » Capítulo 1

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Bletchley era una ciudad ferroviaria. La línea principal que iba de Londres a Escocia la partía de arriba abajo, y la línea secundaria que unía Oxford con Cambridge la dividía en cuartos, de modo que estuviera mío donde estuviese no había forma de eludir los trenes: el ruido, el olor a hollín, la visión del humo maltón sobre los tejados arracimados. Hasta las casas en hilera estaban hechas del mismo ladrillo rojo que la estación y las cocheras, construidas en el mismo austero estilo industrial.

El Commercial de Albion Street estaba a unos cinco minutos andando de Bletchley Park y su parte de atrás daba a la línea principal. La propietaria, Mrs. Ethel Armstrong, tenía, al igual que la casa de huéspedes, unos cincuenta años, una sólida complexión y un severo aspecto Victoriano. Su marido había muerto de un ataque al corazón al mes de estallar la guerra, a raíz de lo cual ella había convertido su edificio de cuatro plantas en un pequeño hotel. Como los demás habitantes de la ciudad —y había unos siete mil— Mrs. Armstrong ignoraba por completo qué pasaba en los terrenos de la mansión, y no tenía el menor interés en saberlo. Resultaba rentable, y eso era lo que importaba. Cobraba treinta y ocho chelines a la semana y esperaba de sus cinco huéspedes que a cambio de la comida le entregaran todos sus cupones de racionamiento. Como resultado de ello, hacia la primavera de 1943 tenía acumuladas mil libras esterlinas en bonos de ahorros y suficiente comida en su bodega como para abrir una tienda de comestibles de tamaño mediano.

El miércoles una de sus habitaciones había quedado libre, y el viernes habían ido a entregarle un vale de alojamiento solicitando que proporcionara habitación a un tal Mr. Thomas Jericho. Las pertenencias del huésped le habían sido remitidas a su casa esa misma mañana: dos cajas de efectos personales y una vieja bicicleta de hierro. La bicicleta la guardó en el patio de atrás; las cajas las llevó al piso de arriba.

Uno de los paquetes estaba lleno de libros. Un par de novelas de Agatha Christie.

Sinopsis de resultados elementales en matemáticas puras y aplicadas, por un tal George Shoobridge Garr.

Principia Mathematica, a saber lo que era eso. Un opúsculo con un toque sospechosamente alemán —

Sobre los números racionales, con aplicación al Entscheindungsproblem—, con la nota «Para Tom, con mi afectuoso respeto, Alan». Más volúmenes llenos de números, uno de ellos tan manoseado que casi se caía a pedazos y atiborrado de señales: billetes de tranvía y autobús, un posavasos, hasta una brizna de hierba. El libro se abrió por un párrafo muy subrayado:

La verdadera matemática tiene en cualquier caso una utilidad práctica en tiempo de guerra. Cuando el mundo enloquece, el matemático puede hallar en las matemáticas un anodino incomparable, puesto que la matemática es, de todas las artes y ciencias, la más remota.

«Bueno, esto último es bastante cierto», pensó Mrs. Armstrong. Cerró el libro, le dio la vuelta y leyó el lomo:

Apología de un matemático, por G. H. Hardy, editado por la Universidad de Cambridge.

La otra caja tenía tan poco interés como la primera. Un aguafuerte Victoriano de la capilla del King’s College. Un despertador barato, puesto para sonar a las Once, dentro de un estuche de fibra negro. Una radio. Un birrete académico y un batín polvoriento. Un frasco de tinta. Un telescopio. Un ejemplar del

Times del 13 de diciembre de 1942 doblado por el crucigrama, Due había sido hecho por dos manos distintas, una con letra pequeña y precisa, la otra más redonda, seguramente femenina. Encima estaba escrito el número 2712815. Y por último, en el fondo del cartón, un mapa que, al desplegarlo, resultó no ser de Inglaterra, ni siquiera (como ella había recelado no sin ciertas esperanzas) de Alemania, sino del cielo estrellado.

Tanto la desanimó esa aburrida colección de objetos que cuando aquella noche, a las doce y media, llamaron a la puerta y un hombre menudo con acento del norte le dejó otras dos maletas, Mrs. Armstrong no se molestó en abrirlas sino que las llevó directamente al cuarto vacío.

El nuevo inquilino llegó el sábado por la mañana a las nueve. Ella estaba segura de la hora, como le explicó después a Mrs. Scratchwood, su vecina, porque la radio estaba terminando de emitir el servicio religioso e iban a empezar las noticias. Y el hombre era tal como había imaginado. No muy alto. Delgado. Cara de estudioso. De aspecto enfermizo y con el brazo doblado, como si acabara de hacerse daño. No se había afeitado, estaba blanco como, iba a decir «como una hoja de papel», pero no veía hojas de papel tan blancas desde antes de la guerra, al menos en su casa. Vestía ropa de calidad, pero con gran desaliño; advirtió que al abrigo le faltaba un botón. Sin embargo, parecía bastante simpático. Culto. Muy buenos modales. Voz reposada. Ella no había tenido hijos, no, pero de haber tenido uno habría sido de su misma edad. Eso sí, cualquiera podía darse cuenta de que le hacía falta comer.

Mrs. Armstrong era estricta con el alquiler. Siempre exigía un mes por adelantado —lo hacía en el vestíbulo, antes de llevar al inquilino a ver la habitación— y normalmente se producía alguna protesta, al término de la cual ella accedía de mala gana a cobrar dos semanas. Pero él pagó sin rechistar. Ella pidió siete libras con siete chelines y él le entregó ocho libras, y cuando ella fingió que no tenía cambio, él dijo:

—Bueno, ya me lo dará.

Cuando la casera mencionó la cartilla de racionamiento él la miró por un instante, muy perplejo, y luego dijo (Mrs. Armstrong lo recordaría toda la vida):

—¿Quiere decir esto?

—¿Quiere decir esto? —repitió ella, maravillada. ¡Como si el hombre jamás hubiese visto una! Él le entregó la cartilla marrón (precioso pasaporte semanal a cuatro onzas de mantequilla, ocho de tocino y doce de azúcar) y le dijo que podía hacer con ello lo que quisiera.

—Yo no le he encontrado ninguna utilidad.

Ella estaba tan aturullada que apenas supo qué hacía. Guardó el dinero y la cartilla en su delantal antes de que él cambiara de opinión, y lo llevó escaleras arriba.

Ahora bien, Ethel Armstrong era la primera en admitir que el quinto dormitorio del Commercial no era gran cosa. Estaba al final del pasillo, subiendo unos cuantos peldaños, y no tenía más mobiliario que una cama individual y un armario. Era tan pequeño que la puerta no acababa de abrir del todo porque lo impedía la cama. Tenía un ventanuco moteado de hollín que daba sobre una extensión de vías. En dos años y medio habría pasado por allí una treintena de ocupantes. Ninguno se había quedado más de dos meses, y más de uno se había negado a dormir en él. Pero el nuevo inquilino se sentó en el borde de la cama, apretujado entre sus cajas y sus maletas, y dijo con aire de cansancio:

—Muy bonito, Mrs. Armstrong.

Ella le explicó rápidamente las normas de la casa. El desayuno se servía a las siete, la cena a las seis y media de la tarde, y para los que trabajaran en turnos irregulares habría «colaciones frías» en la cocina. Al fondo del pasillo había un cuarto de baño a compartir entre los cinco huéspedes. Se permitía un baño a la semana, la profundidad del agua no debía exceder de doce centímetros (había una marca en el esmalte de la bañera) y tendría que arreglarse con los otros. Se le entregarían cuatro trozos de carbón por noche para calentar su cuarto. La chimenea del salón de abajo se apagaba a las nueve en punto. Si cogía a alguien cocinando, bebiendo alcohol o recibiendo visitas en la habitación, sobre todo del sexo opuesto —él esbozó una sonrisa al oír esto— sería expulsado y perdería el derecho a reclamar el resto del dinero anticipado.

Mrs. Armstrong le preguntó si tenía alguna duda, a lo que él no replicó, y menos mal, porque en ese momento un expreso directo pasó chillando a noventa kilómetros por hora y a no más de treinta metros de la ventana del dormitorio, sacudiéndolo de tal manera que Mrs. Armstrong tuvo la fugaz y horripilante visión de que el suelo se hundía bajo sus pies y ella y el nuevo inquilino caían a plomo atravesando el dormitorio principal y la trascocina hasta aterrizar en medio de los cerosos jamones y los melocotones en conserva tan cuidadosamente almacenados y ocultos en su cueva de Aladino particular.

—Bueno —dijo ella cuando el ruido remitió por fin sin que la casa se viniera, por el momento, abajo—, lo dejo solo para que descanse un poco.

Tom Jericho permaneció sentado a los pies de la cama por un par de minutos después de oír los pasos de Mrs. Armstrong bajar por la escalera. Luego se quitó la americana y la camisa y se examinó el brazo dolorido. Tenía un par de moretones justo debajo del codo, como dos ciruelas negras, y en ese momento le vino a la cabeza lo que Skynner siempre le recordaba: un prefecto del internado que se llamaba Fane y era hijo de un obispo, a quien gustaba pegar a los chicos nuevos en su estudio a la hora del té para que luego todos le dijesen: «Gracias, Fane».

En el cuarto hacía frío y Jericho empezó a tiritar y a tener carne de gallina. Se sentía desesperadamente cansado. Abrió una de las maletas, extrajo un pijama y se cambió de inmediato. Mientras colgaba su chaqueta pensó en sacar el resto de su ropa, pero al final lo dejó correr. Quizá al día siguiente ya no estuviera en Bletchley. Esa sí era buena, pensó al tiempo que se pasaba la mano por la cara, acababa de dar ocho libras, más que la paga de una semana, por una habitación que probablemente no iba a necesitar. El armario vibró al abrirlo y los colgadores de alambre tocaron una melancólica melodía. Dentro apestaba a bolas de naftalina. Metió rápidamente las cajas de cartón y empujó las maletas bajo la cama. Luego corrió las cortinas, se tumbó en el nudoso colchón y se subió las mantas hasta la barbilla.

Jericho llevaba tres años viviendo de noche. Se levantaba de anochecida y se iba a dormir al alba, pero no había conseguido acostumbrarse. Estar allí tumbado escuchando los ruidos distantes de una mañana de sábado hizo que se sintiese como un inválido. Abajo alguien estaba dándose un baño. La cisterna de agua estaba en el desván, justo encima de su cabeza, y cada vez que se llenaba y vaciaba producía un ruido ensordecedor. Cerró los ojos y lo único que vio fue el mapa del Atlántico Norte. Los abrió y entonces la cama se meció ligeramente al pasar un tren, y eso le trajo a la memoria a Claire. El tren que salía a las 15.06 de Euslon, Londres —«con parada en Willesden, Watford, Apsley, Berkhamstead, Tring, Cheddington y Leighton Buzzard, llegada a Bletchley a las 4.19»—, aún era capaz de recitar las estaciones de memoria, y también de verla a ella. Así la había conocido.

Debió de ser… ¿Cuándo, una semana después de descifrar Tiburón? Bueno, un par de días antes de Navidad. Logie, Puck, Atwood y él habían recibido orden de presentarse en las oficinas de Broadway, cerca de la parada de metro de Saint James, desde donde controlaban Bletchley Park. «C» en persona había pronunciado un discurso sobre la valía de su trabajo. In reconocimiento a su «vital descubrimiento», y siguiendo instrucciones del primer ministro, los cuatro habían recibido un férreo apretón de manos y un sobre conteniendo un cheque de cien libras contra un viejo y oscuro banco de la City. Después, no sin engorro, se habían despedido en la acera y cada cual siguió una dirección; Logie se fue a almorzar al almirantazgo, Puck a ver a una chica, Atwood a un concierto en la National Portrait Gallery, y Jericho de nuevo a Euston para coger el tren de Bletchley «con parada en Willesden, Watford, Apsley…».

«Se acabaron los cheques —pensó—. ¿Y si a Churchill se le ocurre pedir que le devuelva el dinero?».

Un millón de toneladas de barcos. Diez mil personas a bordo. Cuarenta y seis submarinos. Y eso sólo era el principio.

«Lo es todo. Es la guerra entera».

Se volvió hacia la pared.

Pasó un tren, y luego otro. Alguien más empezó a llenar la bañera. En el patio trasero, justo debajo de su ventana, Mrs. Armstrong colgó la alfombra del salón en la cuerda de tender la ropa y empezó a zurrarla rítmicamente, como si estuviera pegando a un inquilino que le debiera el alquiler o a un entremetido inspector del Ministerio de Alimentación.

La oscuridad lo envolvió.

El sueño es un recuerdo, el recuerdo un sueño.

Un atestado andén de estación, vigas de hierro y palomas que aletean bajo una mugrienta cúpula de vidrio. Villancicos con sonido a lata por el sistema de megafonía. Luz de acero y retazos de caqui.

Una hilera de soldados inclinados bajo el peso de sus mochilas va corriendo hacia el furgón. Un marino besa a una chica embarazada que luce un sombrero rojo y le da una palmada en el trasero. Colegiales que vuelven a casa para Navidad, viajantes con los abrigos desgastados, dos madres inquietas y delgadas en sus raídos abrigos de pieles, una rubia alta con un estupendo abrigo gris largo hasta los tobillos y con los puños y el cuello ribeteados de terciopelo negro. «Un abrigo de antes de la guerra —piensa él—, hoy en día ya no fabrican cosas así…».

Ella pasa frente a la ventanilla y él se asusta al comprobar que ha advertido que estaba mirándola. Consulta la hora, cierra la tapa del reloj con el pulgar y al levantar los ojos de nuevo ve que ella entra en su mismo compartimento. Todos los asientos están ocupados. Ella duda. Él se levanta y le ofrece su sitio. Ella sonríe agradecida pero le dice por gestos que hay espacio suficiente para apretujarse entre él y la ventanilla. Él asiente y se acomoda otra vez, no sin apuro.

Las puertas se cierran, suena un silbato, el tren arranca con una sacudida. El andén es un mar de gente diciendo adiós.

Él está tan encajonado que apenas puede moverse. Semejante intimidad jamás habría sido tolerada antes de la guerra, pero ahora, en esos incómodos e interminables viajes, hombres y mujeres siempre van unos encima una de los otros, en ocasiones literalmente. El muslo de ella aprieta de tal manera el suyo, que él puede sentir la firmeza del músculo y del hueso bajo el acolchado de su piel. Sus hombros se tocan. Sus piernas se tocan. La metía de ella frota la espinilla de él. Él nota su calor, huele su fragancia.

Simula contemplar las feas casas que van pasando por la ventana. Ella es mucho más joven de lo que él había creído al principio. Su perfil no es convencionalmente bonito, pero sí llamativo —cara angulosa, fuerte—, a él le parece que la palabra adecuada es «elegante». Tiene el cabello muy rubio, peinado hacia atrás. Cuando él traía de moverse le roza con el codo el costado del seno, y cree que va a morir de vergüenza. Se disculpa profusamente, pero ella no parece haberlo advertido. Lleva un ejemplar del Times

doblado en varios pliegues para poder asirlo con una sola mano.

El compartimiento está abarrotado. Hay militares por el suelo y en el pasillo exterior. Un cabo de la RAF se ha quedado dormido en la rejilla y agarra su mochila como si fuera su amante. Alguien empieza a roncar. El aire huele a tabaco de mala calidad y a cuerpos sudorosos. Pero par a Jericho todo eso va desapareciendo poco a poco. Sólo están ellos dos en el vagón, meciéndose al ritmo del tren. La piel le arde allí donde se tocan. Los músculos de la pantorrilla le duelen por el esfuerzo de no acercarse mucho ni apartarse demasiado.

Se pregunta dónde se bajará ella. Cada vez que paran en una de las pequeñas estaciones teme que se apee. Pero no: ella sigue con la vista fija en su trozo de periódico. El triste y monótono paisaje del norte de Londres da paso a una triste y monótona campiña, monocroma en la oscura tarde de diciembre; campos escarchados y desprovistos de ganado, árboles desnudos y las líneas dispersas de unos setos vivos, veredas desiertas, pueblecitos con chimeneas humeantes que sobresalen como manchas de hollín en el paisaje blanco.

Transcurre una hora. Han salido de Leighton Buzzard y están a cinco minutos de Bletchley cuando ella dice de pronto:

—Ciudad española donde los jueces con un remo de menos se constituyen en tribunal.

Él no está seguro de haber oído bien, o de si la observación va dirigida a él.

—¿Perdón?

—Ciudad española donde los jueces con un remo de menos se constituyen en tribunal —repite ella como si el otro fuese tonto—. Siete horizontal. Nueve letras.

—Mmm. Ah, sí —dice él—. Salamanca.

—¿Cómo lo ha sacado? Creo que nunca había oído ese nombre.— Ella lo mira a la cara. Facciones angulosas, nariz afilada, boca grande. Pero lo más sobresaliente son sus ojos. Ojos grises, de un gris frío, sin asomo de azul. No son gris paloma, decide más tarde, ni gris perla. Son del gris de las nubes a punto de descargar nieve.

—Es una ciudad de Castilla, con una universidad fundada en el siglo XII o XIII. La sala es la estancia donde se constituye el tribunal de justicia, y el que tiene un remo de menos sólo puede ser cojo o manco. Por lo tanto, Salamanca.

El empieza a reír pero se calla. «Qué espectáculo —piensa—. Estás haciendo el idiota».

—Arma gana. Siete letras.

—Ese es un anagrama de «anagrama» —dice él al instante.

—Aviso medio redondo para todos los subalternos. Doce letras.

—Semicircular.

Ella sacude la cabeza y, con una sonrisa, va anotando las respuestas.

—¿Cómo puede ir tan rápido?

—No es difícil. Se acaba por saber cómo piensa el que escribe el crucigrama. Medio: semi, naturalmente. Aviso para todos los subalternos, bien, es una circular. Medio redondo es semicircular. ¿Me permite?

Alarga la mano y coge el periódico y el lápiz. Una parte de su cerebro estudia el crucigrama mientras otra la estudia a ella, su manera de coger un cigarrillo del bolso y encenderlo, su manera de observarlo con la cabeza ligeramente ladeada. Astro, borla, tas, landó…

Es la primera y única vez que él domina totalmente la situación, y cuando ha completado las treinta definiciones y le devuelve el diario, el tren entra en las afueras de una pequeña ciudad, dejando atrás pequeños jardines y chimeneas altas.

Empieza a ver ropa tendida, refugios antiaéreos, cuadros de hortalizas, casitas de ladrillo rojo embreadas de negro por los trenes que pasan. El compartimiento queda a oscuras cuando pasan bajo el baldaquín de hierro de la estación. «¡Bletchley!», grita el jefe de tren.

—Bueno, aquí me bajo —dice él.

—Sí. —Ella mira pensativa el crucigrama terminado, se vuelve y sonríe—. ¿Sabe una cosa?, ya me lo imaginaba.

—¡Mr. Jericho! —llama alguien—. ¡Mr. Jericho!

—¡Mr. Jericho!

Abrió los ojos, momentáneamente desorientado. El armario se cernía sobre él como un ladrón en la penumbra.

—Sí. —Se incorporó en la cama desconocida—. Perdón. ¿Sí, Mrs. Armstrong?

—Son las seis y cuarto, Mr. Jericho —gritaba ella desde la escalera—. ¿Va a querer cenar?

¿Las seis y cuarto? La habitación estaba casi a os curas. Sacó su reloj de debajo de la almohada y lo abrió. Con gran sorpresa descubrió que había estado durmiendo casi todo el día.

—Muy amable de su parte, Mrs. Armstrong. Gracias.

El sueño había sido inquietantemente real —más verdadero en todo caso, que su sombría habitación—, y mientras apartaba las mantas y ponía los pies descalzos en el frío suelo, sintió como si se encontrase en una tierra de nadie entre dos mundos. Tenía la extraña convicción de que Claire había estado pensando en él, que su subconsciente había actuado como un receptor de radio que captara un mensaje de ella. Era una idea absurda para un racionalista como él, un matemático, pero no podía sacársela de la cabeza. Buscó su esponjera y se puso el abrigo encima del pijama.

En el primer piso vio a una mujer envuelta en una bata de franela azul y con bigudíes blancos en el pelo salir a toda prisa del cuarto de baño. Él saludó educadamente con la cabeza pero ella lo miró azorada y se escabulló pasillo abajo. De pie ante el lavabo, Jericho dispuso sus objetos de aseo: un trocito de jabón de fenol, una maquinilla de afeitar cuya hoja ya tenía seis meses, un cepillo de dientes de madera convertido en un puñado de cerdas, una lata casi vacía de polvo dentífrico. Los grifos protestaron. No había agua caliente. Con la hoja desafilada se rascó la barba durante diez minutos hasta que la tuvo enrojecida de sangre. En eso consistía el mal de la guerra, pensó mientras se pasaba la áspera toalla por la piel: en los pequeños detalles, en las mil pequeñas humillaciones como nunca tener suficiente papel higiénico o jabón o cerillas o baños o ropa limpia. Los civiles habían sido reducidos a la miseria. Olían, ésa era la pura verdad. El olor corporal flotaba sobre las islas Británicas como una gran niebla acre.

En el comedor había otros dos huéspedes, Miss Hobey y Mr. Bonnyman, los tres estuvieron conversando discretamente mientras esperaban la comida. Miss Jobey iba vestida de negro y lucía un camafeo en la garganta. Bonnyman vestía un traje de tweed color moho con un juego de plumas en el bolsillo delantero, Jericho supuso que debía de ser un técnico de las bombas. La puerta de la cocina se abrió y Mrs. Armstrong apareció con los platos.

—Por fin —susurró Bonnyman—. Prepárese, muchacho.

—No empieces a ponerla nerviosa otra vez, Arthur dijo Miss Jobey, pellizcándole el brazo en son de In orna. Bonnyman respondió deslizando la mano por debajo de la mesa y apretándole la rodilla. Jericho sirvió agua para todos y simuló que no se percataba.

—Es pastel de patata —anunció Mrs. Armstrong con aire retador—. Lleva salsa. Y patatas.

Los tres comensales contemplaron sus humeantes platos.

—Parece muy… sustancioso —dijo Jericho al cabo.

La cena transcurrió en silencio. El postre resultó ser una especie de manzana asada con natillas de polvos. Una vez terminado el postre, Bonnyman encendió su pipa y proclamó que, como era sábado por la noche, él y Miss Jobey se iban al

pub Eight Bells de Buckingham Road.

—Estaremos encantados si decide acompañarnos —dijo, dando a entender por su tono que, naturalmente, la compañía de Jericho no iba a encantarles en absoluto—. ¿Tenía usted planes?

—Muy amables, pero a decir verdad sí tengo planes. O, mejor dicho, un plan.

Cuando los otros se hubieron marchado, Jericho ayudó a Mrs. Armstrong a recoger los platos y luego salió al patio en busca de su bicicleta. Casi había anochecido y el aire prometía escarcha. Las luces todavía funcionaban. Limpió de tierra el parche blanco reglamentario que llevaba en el guardabarros e hinchó un poco más los neumáticos.

A las ocho se hallaba de nuevo en su habitación. A las diez y media, Mrs. Armstrong estaba a punto de dejar su labor para subir a acostarse cuando lo oyó bajar por las escaleras. Abrió la puerta unos milímetros y tuvo el tiempo justo de ver a Tom Jericho apresurarse por el pasillo y salir a la noche.

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