Enigma

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Ricardo

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Muy pronto, me vi abocado a esta elección: vivir normalmente y abandonar la poesía o seguir escribiendo y buscar un medio de subsistencia que me robase poco tiempo. En tales cavilaciones me hallaba entregado, a los diecinueve años, cuando un vago conocido me propuso el trabajo ideal. Entre nueve y doce días al año y lo suficiente para vivir con independencia y desahogo el resto del año. En el trabajo, me llaman «el poeta».

Mi modo de vida es sencillo, vivo en un amplio apartamento de dos habitaciones en el ático de un atractivo edificio. Una terraza que da a un parque. Un lugar tranquilo. Gozo de excelente reputación. Se me considera un joven afable y reservado, siempre dispuesto a hacer un favor. Cuido de los gatos de los vecinos que se van de vacaciones. Riego las plantas. Hago la compra a dos o tres personas mayores. Todo ello a cambio de una sonrisa y en ocasiones de una invitación a cenar. El que me propuso ese trabajo era un solitario como yo, un hombre discreto que ejerce una actividad paralela a la mía: la bibliofilia.

Disponía de muchos ratos libres. Extenderse en el tiempo es la actividad fundamental de los poetas. La escritura es un fragmento ínfimo del vagabundeo. Siempre con una libreta en el bolsillo, me pasaba horas en las terrazas de los cafés, cambiando de lugar según el sol y la temperatura. A primera hora de la mañana, era grato recibir los primeros rayos de sol, pero a partir de las diez más bien obnubilaba la mente y me inducía a buscar un lugar umbrío, no demasiado fresco. A veces garabateaba unas palabras en la libreta esperando que el viento o un eclipse las convirtiera en un poema.

Había visto a una japonesa enigmática a quien parecían agradar como a mí las terrazas silenciosas y nocturnas. Demasiados establecimientos se creían obligados a difundir insignificantes músicas a las que nadie prestaba atención pero que me molestaban sobremanera. El silencio es sin duda la cosa más fundamental, y lo que más escasea en una ciudad como Barcelona.

La japonesa tendría mi edad. La palidez de su semblante resaltaba la finura de su piel y sus ojos tan brillantes a cualquier hora de la noche. Me la había cruzado ya en tres ocasiones, siempre muy tarde. Intenté en vano establecer un contacto visual, sin insistir demasiado. Sus gestos lentos y armoniosos dibujaban airosas sinuosidades en el espacio. No leía. Su color era el negro. A veces vestía pantalones, otras veces faldas ceñidas que le llegaban hasta medio muslo. Yo era bastante tímido, nunca me hubiera atrevido a abordarla directamente, salvo si ella hubiera llevado un libro de alguno de mis poetas preferidos: Bianu, Juarroz, Janés.

No tenía aspecto de estudiante. No buscaba nada pero permanecía hierática frente al mundo, que dejaba penetrar en ella con dulzura. Me hubiera gustado saber su nombre. Debía de vivir en el mismo barrio que yo o frecuentar los mismos cafés. En dos ocasiones vi a unos hombres probar suerte, acercarse, invitarla a una copa, entablar conversación, pero la joven japonesa parecía encerrada en una jaula de cristal, no prestaba la menor atención a los intrusos, no volvía la cabeza. Uno de los hombres le tocó el antebrazo. La muchacha se apartó sin dirigirle una mirada.

A partir de ese instante decidí dedicar mis vagabundeos a encontrármela en las terrazas, a seguirla hasta quizá averiguar dónde vivía. Pensaba con frecuencia en ella, con demasiada frecuencia, pues si había algo que me estaba vedado, era sin lugar a dudas entablar una relación amorosa.

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