Enigma

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Zoe

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Conocí a Joaquim Sanz al iniciar mi primer año de Letras. Era un profesor extraño a quien temían todos los estudiantes, pues era imprevisible. Pese al temor que nos inspiraba, algunos lo adoraban simplemente por la pasión que ponía en descifrarnos los arcanos más secretos de los autores. Sus colegas le tenían escaso aprecio, lo tachaban de agresivo y de vengativo, y seguramente eran ellos quienes propalaban el rumor de que era un escritor fracasado. A mí eso me parecía una crueldad, máxime porque nadie lo había leído. Decían que había mandado sin éxito varias novelas a algunos editores barceloneses.

Joaquim debía de andar por los cuarenta años, tenía una pierna tiesa, debida a una poliomielitis contraída en la infancia. Eso le daba un andar irregular, y para nadie era un secreto que llevaba cosido en el interior del pantalón un pequeño cojín destinado a compensar la atrofia de su nalga derecha, lo que le permitía sentarse sin perder el equilibrio. La propia pierna, mucho menos desarrollada que la derecha, no le llenaba el pantalón, sobre todo a la altura del muslo. Su defecto físico me conmovía y lo hacía menos amenazador. Tenía una mancha violácea en la mano, sin duda una quemadura, y cuando nos devolvía los exámenes, nuestros ojos no podían despegarse de esa mancha, que me parecía una señal más de su soledad y de su abandono.

Lo de que Joaquim era extraño lo digo por un motivo muy distinto, su disección de la literatura tenía algo de enfermizo. Le acometían arrebatos contra autores o libros. Cuando comenzaba una clase, resultaba imposible predecir con qué violencia, sañuda o apasionada, iba a ser despedazado el texto. Por lo general comenzaba elogiando al autor, hasta que de repente se ponía fuera de sí, se desataba y en unas cuantas frases vehementes reducía a la nada toda la dinámica de una novela. Joaquim era más tolerante con los poetas, «porque ellos, al menos, no cuentan historias». A quienes menos perdonaba era a los novelistas.

Tenía un modo brusco y caprichoso de entablar relación con sus alumnos. A ratos era amable, casi afectuoso, hasta que de pronto olvidaba que había reinado un momento de armonía. Con él siempre había que volver a empezar. Lo mismo calificaba con una nota alta a un alumno y celebraba su inteligencia y su perspicacia crítica como lo ridiculizaba en el siguiente examen. La caída en estima venía provocada por el hecho de que nos gustase un libro que a él le horrorizaba. No había posibilidad de diálogo. Joaquim vivía sumido en una profunda soledad, y yo notaba que algunos días le costaba separarse de nosotros, como si desease seguir dando clase hasta la noche para mejor tenernos en vilo, para mejor comunicarnos su desesperación y su rabia, para permanecer inmerso en nuestro ardor juvenil y extraer de él un pálpito vital que para él debía de ser un sustituto del amor.

Cuando pensaba en Joaquim, me imaginaba el desespero que debía de producirle que nadie lo leyera. Me costaba creer que fuese un escritor mediocre. Demasiada vivacidad en su inteligencia, demasiado fuego en su verbo. Yo era de los escasos estudiantes que podían jactarse de haber obtenido un resultado uniforme con respecto a su trabajo. Tres veces puesta por las nubes, tres veces vilipendiada. Más de una lágrima había derramado. Todo el mundo lloraba en esa clase. Me hubiera gustado decirle que no era de las alumnas que lo despreciaban, que comprendía su soledad y su desesperación, pero no salió sonido alguno de mi boca.

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