Enigma

Enigma


Naoki

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Salí cuando aún era de día. Hice unas compras. Por seguridad, llevaba siempre la libreta de notas y el bolígrafo en el bolsillo, lista para escribir si mis cuerdas vocales se negaban a vibrar. Como iba siempre a las mismas tiendas, el verdulero, el pescadero, la florista, los del pequeño supermercado japonés donde compraba mis cereales, mi té y ciertos productos como el jengibre confitado o el rábano blanco, estaban acostumbrados a que les presentara la lista. Me miraron boquiabiertos, asombrados de oírme articular sonidos. Mi voz era aún insegura, a veces no acertaba a salir una sílaba o el volumen sonoro era tan débil que mis interlocutores se veían obligados a acercarse y hacer un esfuerzo para entenderme. Sólo la florista se atrevió a preguntarme lo que había ocurrido. Le expliqué que mi silencio obedecía a un bloqueo, no a un defecto físico, y que una terapia había acabado con esa incapacidad para expresarme. Quiso regalarme un ramo de azucenas pero, ese día, elegí rosas de un amarillo anaranjado, fragantes, luminosas, y cuando llegué a mi piso y las coloqué en un jarrón, comprendí que mi vida había cambiado. Ya no me daban miedo los colores, las emociones, las gélidas imágenes del pasado. Zoe, su presencia, su intensidad, me ayudaba enormemente. Hallaba en sus brazos una especie de protección que me ayudaba a aventurarme en el mundo. Su calor me envolvía como un manto, creaba una suerte de territorio intermedio entre mi piel y el mundo, entre mi corazón y las pasiones, entre mi silencio interior y la agitación mental que exaltaba a la multitud de los seres.

Deposité el jarrón con las flores amarillas sobre la mesa baja del salón. Esa mancha monocroma revelaba hasta qué punto el negro es también un color para quien sabe mirarlo. Lo comprendí un día en que caminaba por la arena volcánica de una isla griega. Mis pies parecían tan blancos en la arena negra. Me senté, el calor era apenas soportable y, al observar los granos de arena, descubrí rojos vivos, azules árticos, verdes eléctricos y vi el negro, por primera vez, no como una negación del color, sino al contrario, como la matriz de todas las tonalidades, el revelador de la paleta del cielo y de la tierra.

Permanecí más de una hora contemplando las rosas y luego me metí en el cuarto de baño para cambiarme las compresas que cubrían mis laceraciones. Algunos trozos de gasa se resistían un poco, la sangre se había coagulado, formando una corteza. Me gustaba la leve sensación de arrancar algo, me recordaba la infancia, los juegos, las heridas. Las estrías comenzaban a colorearse, las llagas a cerrarse y me intrigó la armonía secreta de las formas que recortaban mi cuerpo, se cruzaban, se superponían en mi piel tan clara, como los reflejos de una palmera roja que proyectara su sombra sobre mi piel lechosa y frágil, semejante al papel de los calígrafos japoneses. Limpié con algodón y alcohol los puntos que seguían sangrando y el deseo de exponer mi cuerpo a la mirada de Zoe me acometió como una fiebre.

Había caído la noche. Decidí reunirme con mi amante en el Pimiento.

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