Enigma

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Capítulo VII

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Durante el corto viaje en helicóptero Cavanagh y Pitzer habían estado cambiando impresiones sobre Theodor Marsh-Owen, su grupo, y el modo de resolver el apuro en que se hallaba Brigitte. Uno y otro habían ofrecido diversas alternativas…, que habían sido rechazadas una tras otra.

La conclusión era terrible: todo lo que podían hacer era continuar el juego por el que se complacía al todopoderoso Marsh-Owen. Pero seguir el juego implicaba a su vez un gran riesgo si, como temía Pitzer, Brigitte había comenzado a pensar en los extraordinarios momentos que se le habían obligado a vivir haciéndole creer que todo eran sueños.

Luego, estaba la alternativa de explicarle la verdad a Brigitte.

Ésta era, ciertamente, una buena alternativa. Los dos estaban convencidos de que lo que a ellos no se les ocurría, se le ocurriría a Baby. Pero fuese lo que fuese lo que se le ocurriese a Baby, no podrían llevarlo a cabo, por la sencilla razón de que en cuanto Marsh-Owen se enterase de que la «mierda de espía» había salido del juego, ordenaría que fuese eliminada. ¿Cuál sería la reacción de los altos jefes de la CIA, en este caso?

A juicio de Pitzer y Cavanagh, los altos jefes de la CIA, a su vez vinculados a los grandes poderes económicos que querían llevar a cabo el plan Spain, tampoco tenían muchas alternativas; habrían de elegir entre Marsh-Owen y Brigitte Montfort. Una elección que no ofrecía grandes dudas, ya que, aunque ellos, personalmente viejos amigos de la divina espía por más que en muchas ocasiones hubiesen farfullado contra ella, decidiesen la muerte de Marsh-Owen, esto no podría llevarse a cabo: no se trataba sólo de Marsh-Owen, sino de todo lo que éste representaba, y a lo que ellos mismos pertenecían. Así pues, aunque se muriesen de pena y de vergüenza, los altos jefes de la CIA no podrían elegir: muerte a Baby.

Existía otra alternativa que también fue discutida: decirle a Brigitte toda la verdad, y rogarle que siguiera el juego hasta que Marsh-Owen quedara complacido, con lo que ella seguiría viviendo y nada habría ocurrido…, salvo la puesta en marcha del plan Spain. Pero, si de algo estaban seguros los dos veteranos espías era de que Brigitte no permanecería inactiva mientras en España, o en cualquier otro país, se estaban preparando unas «pequeñas» masacres que serían atribuidas a grupos de terroristas incontrolados. Pedirle a la agente Baby que ella se fuese de compras por la Quinta Avenida mientras sucedía esto, era lo mismo que pedirle a la Luna que cantase una canción.

Finalmente, y cuando, viajando ahora en coche, estaban muy cerca de la clínica, Pitzer aportó todavía otra idea:

—Podríamos matarlo.

Cavanagh lo miró vivamente.

—¿A quién? ¿A Marsh-Owen?

—Naturalmente.

—No —negó Cavanagh, sombrío—… Ese hijo de puta no está solo en esto, no lo olvidemos. Él tiene que haber cambiado impresiones con otros canallas como él mismo. Si Marsh-Owen es asesinado, la vida de Brigitte no valdría un centavo.

—Pero si él muriese, seguramente ese plan Spain no se llevaría a cabo.

—¿Por qué no?

—Es el principal instigador, y el principal interesado económicamente, el que mueve los hilos de ese «negocio» concreto. Ya sabemos que MarshOwen es el que tiene digamos la exclusiva de explotación económica de España, ¿no es así?

—Sí, cierto, pero…

—Si él muere, los demás quedarán desconcertados, y posiblemente abandonen el plan Spain, o cuando menos lo aplacen tanto que Brigitte no tendría necesidad de intervenir, de comprometerse.

—Quizá —reflexionó Pitzer—… Sí, quizás abandonasen o pospusiesen el plan Spain, pero el hecho cierto sería que ellos sabrían que Marsh-Owen habría sido asesinado, y la represalia contra Brigitte se produciría de todos modos.

—Maldita sea —jadeó Pitzer—… ¡Pues matémoslos a TODOS!

—No podemos hacer eso tampoco —sonrió agriamente Cavanagh, que comprendía perfectamente el estado de ánimo de Pitzer—… No sólo por la gran cantidad de asesinatos que tendríamos que perpetrar, sino porque estaría fuera de lugar que asesinásemos a esa gran cantidad de personas vinculadas con la Casa Blanca y, en resumen, con todos los poderes económicos y políticos del país. Para ellos, esto de España es sólo una jugada económica más. Es una canallada, pero nosotros no podemos asesinar a todas esas personas.

—¡Maldito hijo de mala madre…! ¡Ojalá se muriese!

—Sí —asintió Cavanagh—, sería una buena solución que el señor Marsh-Owen falleciese repentinamente, pero no creo que eso vaya a suceder: su aspecto era de lo más sano. Esa gente sabe cómo cuidarse, no le quepa duda.

—¡Y mientras tanto, Brigitte y otros muchachos jugándose la vida por ellos y haciendo cochinadas en todo el mundo!

—Ya sabíamos eso hacía tiempo, ¿verdad? —murmuró Cavanagh—. La CIA no es más que uno de los organismos al servicio del gran poderío económico secreto norteamericano. La CIA y todo lo demás, naturalmente.

Y nosotros, en definitiva, Pitzer, trabajamos para ellos. No trabajamos realmente para un engrandecimiento o protección de la patria, sino para esos poderes económicos que son los que deciden las guerras y todo lo demás que ocurre en el mundo. Eso no lo ignorábamos, ¿verdad?

—No… No.

—Sólo que ahora resulta más doloroso, ahora que estamos sintiendo el pellizco de ese poder en nuestros sentimientos y afectos. Brigitte también comprendió eso hace tiempo, y es por ello que no quiere formar parte de la CIA, sino, simplemente, trabajar para ella si la ocasión es un mínimo de decente. Sólo nos queda una solución.

—¡Ah! ¿Realmente hay alguna solución? ¡Creí que ya las habíamos analizado y rechazado todas!

—Ésta ha sido mencionada, pero rechazada también. Sin embargo, deberemos insistir en ella: decirle la verdad a Brigitte, y hacerle comprender que ni ella ni nosotros podemos hacer nada con respecto al plan Spain. Es una muchacha inteligente, ¿no es así?

—No aceptará. ¿Inteligente? Lo es muchísimo, pero todavía es más cabezota que inteligente.

—Sí, es cabezota, pero su inteligencia vencerá en la lucha: tendrá que comprender que hay ocasiones en que es imposible nadar contra la corriente… Me parece que estamos llegando.

—En efecto, señor —murmuró el agente que conducía el coche.

Pocos segundos más tarde, el coche entraba en el recinto ajardinado de la clínica, y finalmente se detenía ante la entrada al discreto edificio. Los dos agentes que iban en la parte delantera del coche se volvieron a mirar a sus jefes, que no se movían del asiento.

De pronto, Cavanagh dijo:

—Y hay otra cosa que no debemos olvidar: hemos… incomodado grandemente al señor Marsh-Owen.

—¿Qué significa eso? —Alzó las cejas Pitzer.

—Significa que esa clase de gente no está acostumbrada a ser incomodada, y que, en definitiva, podría decidir, en un golpe de ira, dar la orden de matar a Baby, y terminar así con las molestias que este asunto le está causando. A fin de cuentas, Pitzer, no olvide lo que él piensa de Brigitte, y de todos nosotros: sólo somos una mierda de espías a su servicio, que pueden ser sacrificados cuando le convenga.

Pitzer se pasó la lengua por los labios, y aspiró hondo. Cavanagh movió la cabeza, le dio una palmada afectuosa en una rodilla, y señaló al exterior.

—Vamos a ver si conseguimos llegar a un acuerdo con nuestra Brigitte: no tenemos otra alternativa.

—¿Le importaría que pidiésemos el relevo, señor? —preguntó el conductor.

Cavanagh lo miró sorprendido.

—¿Le ocurre algo, Jeremy?

—No, no señor, en absoluto. Simplemente, estoy un poco cansado, y considero más conveniente retirarme a descansar que no cumplir mi trabajo adecuadamente.

—Lo mimo digo, señor —murmuró el acompañante de Jeremy.

—¿Usted también está cansado, Brian?

—Sí señor. Hemos estado toda la noche en danza, y tal como dice Jeremy, dos compañeros descansados resultan más adecuados.

Cavanagh tuvo que comprender la petición de los dos espías. Pero, en el fondo, no pudo evitar sentir una considerable irritación hacia ellos. ¿Cansados? Bueno, ¿y cómo se creían Brian y Jeremy que se encontraban Pitzer y él mismo? También ellos habían pasado la noche en danza, a base de café y devanarse los sesos en busca de una solución. Y tenían el doble de la edad de aquellos muchachos altos, fuertes, bien entrenados, bien alimentados y poco explotados físicamente…

—Está bien —asintió—. Utilicen la radio para pedir el relevo, y pueden retirarse.

—Gracias, señor.

Salió del coche en pos de Pitzer, cuya irritación era más evidente que la de él, y no pudo dejar de manifestarla verbalmente cuando estaban subiendo la amplia escalinata hacia la entrada.

—¡Jodida juventud…! Se pasan una noche en vela y ya piden el relevo.

—Están en su derecho —contemporizó Cavanagh.

—¡En su derecho…! Saben que estamos con la vida de Brigitte pendiente de un hilo, y ellos se cansan. ¡Mierda!

—Cálmese. Sobre todo, tenemos que dar a Brigitte la impresión de que las cosas no están tan mal. Aunque será inútil: ella lo comprenderá todo en cuanto empecemos a hablar. Porque eso es lo que hemos decidido, ¿no? Nada de someterla a más presiones mentales, a más tonterías: la verdad, y a intentar convencerla.

—Será inútil…, pero tenemos que intentarlo.

Un minuto más tarde, los dos entraban en la habitación de Brigitte Baby Montfort. Y respingaron a la vez cuando vieron la cama vacía. Pitzer lanzó una exclamación, y se precipitó hacia el cuarto de baño de la habitación. Echó un vistazo, y exclamó:

—¡No está!

—Cálmese. Seguramente ha salido a dar una vuelta por las demás habitaciones, para hacerles pasar un rato agradable a los agentes que están internados por enfermedad o por heridas.

—Sí, es cierto —resopló Pitzer—… Eso es propio de ella. ¡Demonios, qué susto me he llevado!

—Llamaremos a la enfermera para que nos diga dónde está.

La enfermera apareció a los pocos segundos de ser pulsado el botón de llamada. Al ver la cama vacía, quedó boquiabierta, y Cavanagh y Pitzer palidecieron simultánea y bruscamente, comprendiendo. Pero se resistieron hasta el último segundo:

—¿Dónde está Baby? —preguntó Cavanagh—. ¿Ha salido para visitar a algún otro internado?

—No… No señor, no ha salido.

—Entonces, quizás esté debajo de la cama —sugirió Pitzer, con voz que temblaba de ira.

—No… No señor… Bu-bueno, ella no… no ha salido…

—Tranquilícese —murmuró Cavanagh—. Sea lo que sea lo que haya ocurrido, no es culpa suya. Echaremos un vistazo al armario.

El propio Cavanagh abrió el armario de la habitación. En una percha, cuidadosamente colgado, vieron el camisón azul de cama. Esto era todo lo que había.

—Dios se apiade de nosotros —jadeó Cavanagh—… ¡No están sus ropas, ni sus zapatos…, ni su maletín!

—Debe de haber saltado por la ventana… ¡Y no la han visto esos idiotas de ahí fuera…!

—Por… por la ventana es… imposible —tartamudeó la enfermera—: hay… hay casi cinco metros de… de altura…

Pitzer y Cavanagh la miraron compasivamente.

—Tranquilícese —insistió Cavanagh—… ¿Cuánto hace que la vio usted por última vez?

—Cuando le traje el desayuno, a eso de las ocho…

Cavanagh y Pitzer miraron su reloj a la vez: eran las nueve y diez de la mañana. Una hora de ventaja. Era como perseguir al viento. Pitzer se sentó en una de las butacas, y se llevó las manos a la cabeza. Cavanagh movió la suya, haciendo oscilar su larga cabellera leonina.

—En una hora, puede estar en China…, por decirlo de algún modo. Pero no puede haber escapado a pie. Seguramente, ha robado uno de los coches. Vamos a ver cuál falta en el garaje, y daremos orden de que todo el personal disponible organice una batida en su busca. Que la detengan sea como sea.

—¿A quién? —dijo Pitzer—. ¿A Baby?

—Algo tenemos que hacer —gruñó Cavanagh—. Vamos.

Quince minutos más tarde, el desconcierto se sumaba a la preocupación en todo el personal de la clínica: no faltaba ningún coche, nadie había visto a Baby por los pasillos del edificio, ni por el jardín. Toda la clínica fue registrada velozmente por el personal médico y el auxiliar de seguridad. Nada.

—Pues ni es invisible ni ha podido marcharse volando —dijo el director de la clínica, en cuyo despacho se hallaban Cavanagh y Pitzer.

Éstos se limitaron a mirarlo sombríamente. Pitzer abrió la boca para hacer un comentario sarcástico, pero en aquel momento apareció en el despacho la enfermera que atendía a Brigitte Montfort. Estaba demudada.

—¿Qué le ocurre? —exclamó el director de la clínica.

—Ella… ella está… en su habitación…

—¿Qué? —saltó Pitzer en el asiento.

—Yo estaba… estaba en el pasillo, y… y sonó la llamada en su habitación, y… y fui allí, y ella… ella estaba sentada en una de las butacas de su habitación, y me… me ha dicho que les espera a ustedes…

Pitzer y Cavanagh ya salían corriendo del despacho. En pocos segundos irrumpían en la habitación de Brigitte. Ésta, sentada en una butaca con un pequeño bloc en una mano y un bolígrafo de oro en la otra, los miró afectuosamente, sonriendo. Estaba bellísima.

—Buenos días, señor. Hola, tío Charlie.

El director de la clínica asomó la cabeza tras los dos espías.

—¿Dónde estaba usted? —exclamó—. ¡La hemos buscado por…!

—No se preocupe —murmuró Cavanagh—. Todo está bien. Vuelva a su trabajo, por favor.

Cerró la puerta, y fue a sentarse en otra butaca. Pitzer se sentó en el borde de la cama. Brigitte, que miraba de uno a otro siempre amablemente, mostró en alto el pequeño bloc.

—He estado realizando unos cuantos análisis, y no gramaticales, precisamente. Por lo general, como ustedes bien saben, no necesito hacer ninguna clase de anotaciones, pero en estas especiales circunstancias en que mi cabeza parece no funcionar como debiera…

—Está bien, está bien —suspiró Pitzer—. ¿Qué clase de análisis?

—Veamos… Lo de Caballo Loco y Custer, claro está, no ha merecido ni cinco segundos de atención por mi parte. Rechazado. Lo de mi padre, más ingenioso y meritorio, me ha entretenido; ha sido una buena labor, por la que deberán felicitar al Simón que representó a Fritz Bierrenbach. Lo de Ling Lao, me ha hecho comprender que, cuando menos, tenemos en la CIA personal de raza china de la suficiente confianza como para que ustedes no hayan vacilado en dejarle saber que la agente Baby es Brigitte Montfort. Lo de la reunión con el Consejo Consultivo… Ah, esto ya es otra cosa. Analicemos asunto por asunto todos los que me fueron expuestos. El de la OTAN es interesente, pero…

—Brigitte: ¿a qué conclusión ha llegado? —murmuró Cavanagh.

—Quiero saber qué se está tramando con relación a España. Finalmente, he recordado que Percyval Truman mencionó algo sobre el sudoeste de Europa… ¡Esto era lo que me tenía tan pensativa desde hacía días! Y esto ha sido una de las cosas que me han dicho, con el objeto de que cuando «estuviese despierta» incluyese esa información como perteneciente a mis «sueños o pesadillas». Pero de entre todas las cosas que han querido meter en mi cabeza, unas disparatadas y otras lógicas, ésta es la única que existe realmente. Y les aseguro que no han conseguido desconcertarme. ¿Alguna pregunta, señor? ¿Tío Charlie?

—No, ninguna.

—Ninguna pregunta.

—Muy bien. Entonces, formularé de nuevo la mía: ¿qué ocurre… o puede ocurrir en España?

—¿Desde cuándo sabe todo el juego? —preguntó Cavanagh.

—Vaya una pregunta… ¡Desde el principio, naturalmente! Pero al principio tengo que admitir que estaba muy desconcertada, y hasta hubo breves períodos de tiempo que pensé que sí, que todo podían ser sueños. ¡Pero era todo tan absurdo…! En realidad, ustedes ya debían de saber que no conseguirían engañarme, pero al menos, buscaban crear la duda, la confusión en mi mente, para que considerase como… irreal, como comedia, todas las cosas. Finalmente, decidí salir de dudas completamente, y cuando me invitaron a champaña, mojé un dedito en él. Cuando desperté de los efectos del narcótico que contenía la botella, no sentí regusto alguno de champaña en mi boca…, cosa que ya había supuesto, pues debía de estar previsto enjuagarme la boca. Pero cuando me chupé el dedito y noté el sabor a champaña… ¿No es gracioso? ¡La agente Baby chupándose el dedito, como una niña tonta…! ¡Cielos! ¿De quién fue la «brillante» idea de someterme a semejante juego estúpido?

—Tuvimos que aceptar eso… o su muerte —murmuró Pitzer.

—¿Mi muerte? —Brigitte ladeó la cabeza—. Veamos, sé que fui narcotizada en cuanto llegué a la Central, y que luego he sido narcotizada o drogada otras veces, traída, llevada… Me han estado tratando como a una muñeca. Han jugado conmigo. Está bien… ¿Y todo eso para evitar mi muerte?

—Sí.

—De acuerdo. Ahora tienen sólo dos alternativas. Una: explicarme inmediatamente qué está ocurriendo. Dos: en caso contrario, pensar en el modo de intentar impedirme que salga de aquí ahora mismo. ¿Cuál alternativa eligen?

—La primera —murmuró Cavanagh—. Y esperamos de su buen sentido que acepte la situación en cuanto se lo hayamos explicado todo. Bien, resulta que uno de los peces más gordas de Estados Unidos…

—¿Qué? ¿Pican?

El atlético sujeto que estaba sentado a la orilla de un riachuelo volvió la cabeza hacia el atlético sujeto que le había hecho la pregunta, y movió negativamente la cabeza.

—No —negó—…, pero picarán. Tengo buen cebo.

—Será interesante ver eso.

Se sentó junto al pescador. El paraje era habitualmente solitario, de acceso difícil, pero, cosa extraña, aquella mañana se estaban congregando allí una auténtica multitud de pescadores o de mirones. En total, había ya en el paraje, habitualmente solitario, no menos de quince hombres, todos ellos jóvenes, atléticos, fuertes, con cara de mala leche en general. Habían llegado, por parejas o en solitario, en coches y motocicletas, y se dedicaban a pescar con un trozo de caña y un hilo cualquiera, o bien a fumar y contemplar el sedante discurrir del riachuelo. No habían sacado todavía ni un solo pez, pero no parecía importarles. Seguían pescando, o fumando, o mirando el río, cambiando de cuando en cuando algún insignificante comentario sobre la pesca, el tiempo o la belleza del solitario lugar. Nadie parecía tener prisa, ni nada que hacer en especial allí. Simplemente, iban llegando hombres.

Todavía llegó otro más, en poderosa motocicleta, que dejó sobre el soporte, y se encaminó directamente hacia uno de los pocos que pescaban con los improvisados aparejos.

—Jeremy, ¿qué tal?

—Hola, Mike. Bien. Eres el último.

—No he podido venir antes, lo siento.

—Vale, tranquilo. Bueno, la pesca ha terminado…

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