Emma

Emma


CAPÍTULO XX

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CAPÍTULO XX

JANE FAIRFAX era huérfana, el único fruto del matrimonio de la hija menor de la señora Bates.

La boda del teniente Fairfax, del… regimiento de Infantería, y la señorita Jane Bates, había tenido su época de esplendor y de ilusiones, de esperanzas y de atractivos; pero ahora nada quedaba de él, excepto el melancólico recuerdo de la muerte del marido en acción de guerra en el extranjero… de su viuda, consumida por la tisis y la tristeza pocos años más tarde… y aquella hija.

Por su nacimiento Jane pertenecía a Highbury; y cuando a los tres años, al perder a su madre se convirtió en la propiedad, la carga, el consuelo y la niña mimada de su abuela y de su tía, todo parecía indicar que iba a vivir allí el resto de su vida; que iba a recibir una educación proporcionada a los escasos medios de su familia, y que iba a crecer sin frecuentar la buena sociedad y sin poder perfeccionar los dotes que la naturaleza le había proporcionado: encanto personal, viveza de ingenio, un corazón sensible y un trato agradable.

Pero los compasivos sentimientos de un amigo de su padre le dieron la oportunidad de cambiar su destino. Ese amigo era el coronel Campbell, que había tenido en gran estima al teniente Fairfax, considerándolo como un excelente oficial y como un joven de grandes méritos; y además le debía tales atenciones, durante una terrible fiebre que se declaró en un campamento, que creía deberle la vida. Éstas eran cosas que no podía olvidar, a pesar de que pasaron una serie de años, después de la muerte del pobre Fairfax, en los que él se hallaba en el extranjero, pero su regreso a Inglaterra le permitió llevar a cabo sus propósitos. Cuando regresó averiguó el paradero de la niña y se informó acerca de ella. El coronel estaba casado y sólo tenía un hijo, una niña que debía tener la misma edad que Jane; y Jane se convirtió en huésped habitual de su casa, en la que pasaba largas temporadas, siendo muy querida por todos; y antes de que cumpliera los nueve años, el gran cariño que su hija sentía por, ella y su propio deseo de dispensarle su protección, movieron al coronel Campbell a ofrecerse para correr con todos los gastos de su educación. La oferta fue aceptada; y desde entonces Jane había pertenecido a la familia del coronel Campbell y había vivido siempre con ellos, sin visitar a su abuela más que de vez en cuando.

Se decidió que Jane se preparara para la enseñanza, ya que los escasos centenares de libras que había heredado de su padre hacían imposible toda posición independiente. Y el coronel Campbell carecía de medios para asegurar su porvenir de otro modo; pues a pesar de que sus ingresos, procedentes de su paga y sus asignaciones, no eran nada despreciables, su fortuna no era muy grande, y debía ser íntegra para su hija; pero dándole una buena educación, confiaba proporcionarle para más adelante los medios para vivir decorosamente.

Ésta era la historia de Jane Fairfax. Había caído en buenas manos, los Campbell no habían tenido más que bondades para con ella y se le había dado una excelente educación. Viviendo constantemente con personas de recto criterio y cultivadas, su corazón y su entendimiento se habían beneficiado de todas las ventajas de la disciplina y de la cultura; y como el coronel Campbell residía en Londres, sus aptitudes más descollantes habían podido ser plenamente cultivadas gracias al concurso de los mejores maestros. Sus facultades y su capacidad eran también dignos de todo lo que aquella amistad pudiera ofrecerle; y a los dieciocho o diecinueve años era ya, dentro de lo que a una edad tan temprana se puede estar capacitado para enseñar a los niños, muy competente en cuestiones de enseñanza; pero la querían demasiado para que permitiesen que se separara de ellos. Ni el padre ni la madre tuvieron valor para proponerlo, y la hija no hubiera podido soportar una separación. El día funesto fue, pues, aplazado. Fue fácil encontrar la excusa de que era aún demasiado joven; y Jane siguió viviendo con ellos, participando como una hija más en los honestos recreos de la sociedad elegante, y disfrutando de una juiciosa mezcla de vida hogareña y de diversiones, sin más preocupación que la de su porvenir, ya que su buen sentido no podía por menos de recordarle prudentemente que todo aquello no tardaría en terminarse.

El afecto que le profesaba toda la familia, y sobre todo el gran cariño que sentía por ella la señorita Campbell, decía mucho en favor de ellos, ya que el hecho era que Jane era claramente superior tanto en belleza como en conocimientos. Los encantos de que le había dotado la naturaleza no podían pasar inadvertidos para su joven amiga, y los padres tenían también que darse cuenta de la superioridad de su inteligencia. Sin embargo, siguieron viviendo juntos unidos por un cálido afecto, hasta la boda de la señorita Campbell, quien tuvo la fortuna, esta buena suerte que tan a menudo desbarata todas las previsiones en cuestiones matrimoniales, haciendo que tenga preferencia la medianía a lo que es superior, de conquistar el corazón del señor Dixon, un joven rico y agradable, casi desde el mismo momento en que se conocieron; y no tardó en verse casada y feliz, mientras que Jane Fairfax tenía aún que empezar a pensar en ganarse el pan cotidiano.

La boda se había celebrado hacía muy poco tiempo; demasiado poco para que la menos afortunada de las dos amigas hubiera podido emprender ya la senda del deber; aunque había llegado a la edad que ella misma se había fijado para este comienzo. Hacía tiempo que tenía decidido que a los veintiún años empezaría su nueva vida. Con la fortaleza de una novicia devota había resuelto completar el sacrificio a los veintiún años, y renunciar a todos los placeres del mundo, a todo honesto trato con los demás, a toda sociedad, a la paz y a la esperanza, para seguir para siempre el camino de la penitencia y de la mortificación.

El buen juicio del coronel y de la señora Campbell les impidió oponerse a esta decisión, aunque sus sentimientos les impulsaran a ello. Mientras ambos viviesen, no era necesario que Jane lo pidiera: su casa estaría siempre abierta para ella; por su gusto, no hubieran consentido que se fuera de allí; pero eso hubiera sido egoísmo: lo que por fin tenía que llegar era mejor hacerlo pronto. Tal vez entonces empezaron a comprender que hubiera sido más sensato y mejor para ella haber resistido a la tentación de ir aplazando aquel momento y evitar que Jane conociera y disfrutara las ventajas del ocio de una vida desahogada que ahora se veía obligada a abandonar. Sin embargo, todavía el afecto se esforzaba por aferrarse a cualquier pretexto razonable para demorar en lo posible aquel triste momento. Jane no se había vuelto a encontrar completamente bien desde la boda de la hija de la casa; y hasta que no se hubiera recuperado del todo creyeron necesario prohibirle que emprendiera ningún trabajo, cosa que no sólo era incompatible con una salud delicada y un ánimo decaído, sino que, aun en las circunstancias más favorables, parecía exigir algo más que la perfección humana de cuerpo y de espíritu, para poder llevarlo a cabo de un modo desahogado.

Respecto a lo de no acompañarles a Irlanda, en el relato que hizo a su tía no decía más que la verdad, aunque tal vez hubiera algunas verdades que se callaba. Fue ella quien decidió consagrar a los de Highbury el tiempo que durara la ausencia de los Campbell; quizá para pasar los últimos meses de libertad total rodeada de afectuosos parientes que tanto la querían; y los Campbell, por el motivo o motivos que fuesen, tanto si era uno como dos o tres, se apresuraron a aprobar ese proyecto y dijeron que tenían más confianza en unos pocos meses que pasara en su tierra natal para recobrar la salud, que en cualquier otro remedio. Era, pues, seguro que volvería a Highbury; y que allí, en vez de dar la bienvenida a una novedad absoluta que hacía tanto tiempo que se les prometía —el señor Frank Churchill— deberían conformarse por ahora con Jane Fairfax, que sólo era una novedad por sus dos años de ausencia.

Emma no estaba contenta… ¡Tener que ser amable durante tres largos meses con una persona que le desagradaba! ¡Tener que estar siempre haciendo más de lo que deseaba y menos de lo que debía! Sería difícil explicar por qué Jane Fairfax no era persona de su gusto; en cierta ocasión el señor Knightley le había dicho que era porque veía en ella a la joven perfecta, como Emma hubiese querido que se la considerara; y aunque entonces la acusación había sido vivamente refutada, habían momentos de reflexión en que su conciencia no se sentía totalmente limpia de aquello. Pero nunca había podido trabar amistad con ella; no sabía por qué, pero veía en Jane una frialdad y una reserva… una aparente indiferencia por gustar o no gustar… ¡y además su tía era una charlatana tan terrible! Y todo el mundo armaba tal alboroto cuando se trataba de ella… Y siempre imaginaban que las dos tenían que llegar a ser íntimas amigas… porque tenían la misma edad todo el mundo había supuesto que era forzoso que congeniasen… Éstas eran sus razones… no tenía mejores.

Sus motivos eran tan poco justificados… todos y cada uno de los defectos que le imputaba estaban tan agrandados por su imaginación, que siempre que veía por primera vez a Jane Fairfax después de una ausencia considerable tenía la sensación de haber sido injusta con ella; y ahora, cuando efectuó la anunciada visita, a su llegada, después de un intervalo de dos años, Emma quedó extraordinariamente sorprendida al ver los modales de aquella muchacha a la que había estado menospreciando durante dos años enteros. Jane Fairfax era muy elegante, notablemente elegante. Su estatura era proporcionada, como para que casi todo el mundo la considerase alta, y nadie pudiera pensar que lo era demasiado; su figura era particularmente agraciada; un justo término medio, ni demasiado gruesa ni demasiado delgada, aunque una leve apariencia de salud un tanto frágil parecía descartar la posibilidad del más probable de esos dos peligros. Emma no pudo por menos de darse cuenta de todo esto; y además en su rostro, en sus facciones, había mucha más belleza de lo que ella creía recordar; sus facciones no eran muy regulares, pero sí de una belleza muy agradable. Nunca había regateado su admiración por aquellos ojos de un gris oscuro y aquellas pestañas y cejas negras; pero la tez, a la que siempre había solido poner reparos por descolorida, tenía una luminosidad y una delicadeza que ciertamente no necesitaba mayor lozanía. Era un tipo de belleza en el que el rasgo predominante era la elegancia, y por lo tanto, en conciencia y de acuerdo con su criterio, no podía por menos de admirarla… elegancia que, tanto en lo exterior como en lo espiritual tenía muy pocas ocasiones de encontrar en Highbury. Allí no ser vulgar era una distinción y un mérito.

En resumen, durante la primera visita, Emma contemplaba a Jane Fairfax con redoblada complacencia; al placer que experimentaba al verla se unía la necesidad que sentía de hacerle justicia, y decidió abandonar su actitud hostil a la joven. Y cuando pensaba en su historia, su situación le impresionaba tanto como su belleza; cuando reflexionaba sobre el destino que iba a tener esta elegancia, sobre cómo tendría que rebajarse, sobre cómo iba a vivir, le parecía imposible que pudiera sentirse algo que no fuera compasión y respeto por ella; sobre todo, si a las circunstancias bien conocidas de su vida que la hacían merecedora de tanto interés, se unía el hecho más que probable de que se hubiera sentido atraída por el señor Dixon, sospecha que tan espontáneamente había surgido en la imaginación de Emma. De ser así, nada más digno de compasión ni más noble que los sacrificios que se hallaba dispuesta a aceptar. Ahora Emma no podía ser más contraria a creer que la joven hubiese intentado atraerse al señor Dixon rivalizando con su amiga, o que hubiese sido capaz de cualquier otra intención malévola, como en un principio había llegado a suponer. Si había existido amor, debía de haber sido un sentimiento puro y sencillo, sólo experimentado por ella, no correspondido. Inconscientemente debía de haber ido sorbiendo aquel triste veneno mientras atendía al lado de su amiga a las palabras de él; y ahora debía de ser el más limpio, el más puro de los motivos el que le hiciera negarse a efectuar esta visita a Irlanda y decidirse a separarse definitivamente de él y de su familia para iniciar su vida de trabajo.

En conjunto, pues, Emma se separó de Jane sintiendo por ella tanta simpatía y tanto afecto que al regresar a su casa se vio forzada a pensar en la posibilidad de encontrarle un buen partido, y a lamentar que Highbury no contase con ningún joven que pudiese proporcionarle una situación independiente; no encontraba quien pudiese convenir a Jane.

Sentimientos admirables los de Emma… pero que duraron poco. Antes de que se comprometiera con alguna profesión pública de eterna amistad con Jane Fairfax, antes de que hubiera hecho algo más por enmendar sus pasados prejuicios y errores, que decir al señor Knightley: «La verdad es que es muy linda, más que linda», Jane pasó una velada en Hartfield con su abuela y su tía, y todo volvió al estado de cosas anterior. Reaparecieron los mismos motivos de enemistad de antes. La tía era tan pesada como siempre; más pesada aún, porque ahora además de admirar las cualidades de su sobrina, se sentía inquieta por su salud; y tuvieron que oír la descripción exacta del poco pan y mantequilla que comía en el desayuno y de lo pequeña que era la tajada de cordero de la comida, aparte de la exhibición de los nuevos gorros y de las nuevas bolsas para la labor que había confeccionado para su abuela y para ella; y Emma volvió a sentirse irritada con Jane. Tuvieron un poco de música; Emma se vio obligada a tocar; y las gracias y los elogios que obligadamente siguieron a su ejecución parecieron a Emma de una ingenuidad afectada, de un aire de superioridad destinado tan sólo a demostrar a todos que ella, Jane, seguía estando muy por encima. Lo peor de todo era que además era tan fría, tan cautelosa… No había manera de saber qué es lo que realmente pensaba. Envuelta en una capa de cortesía, parecía decidida a no arriesgarse en nada. Resultaba molesta su actitud de suspicacia y de reserva.

Y si todavía era posible serlo más, se mostró aún más reservada en lo referente a Weymouth y a los Dixon. Parecía interesada en no querer hablar del carácter del señor Dixon, ni en opinar acerca de su trato, ni en hacer ningún comentario sobre lo conveniente que había sido aquella boda. Todo lo aprobaba por igual; en sus palabras no había nada de concreto ni destacado. Sin embargo de poco le sirvió. Para Emma esta cautela era artificiosidad, disimulo, y la joven volvió a sus sospechas de antes. Probablemente allí había algo más que ocultar que sus simples preferencias. Tal vez el señor Dixon había estado a punto de dejar una amiga por otra, o sólo se había decidido por la señorita Campbell pensando en sus futuras doce mil libras.

La misma reserva prevaleció tratándose de otros temas. Ella y el señor Frank Churchill habían coincidido en Weymouth. Era sabido que habían tenido cierto trato; pero Emma no pudo arrancarle ni una sílaba que pudiera orientarla acerca de la verdadera personalidad del joven. «¿Es apuesto?» «Creo que se le considera como un joven muy atractivo». «¿Es agradable de trato?» «Se le suele considerar como muy agradable». «¿Da la impresión de ser un joven de inteligencia despierta y cultivado?» «En un balneario o en casa de un amigo común en Londres es muy difícil formarse una opinión sobre esas cosas. Los modales son siempre lo primero que puede apreciarse, pero a pesar de todo se requiere conocer mejor a la persona de lo que yo he podido conocer al señor Frank Churchill. Tengo la impresión de que todo el mundo le encuentra muy amable y cultivado». Emma no podía perdonarle.

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