Emma

Emma


CAPÍTULO XXVIII

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CAPÍTULO XXVIII

CUANDO entraron la pequeña sala de estar era una perfecta imagen del sosiego; la señora Bates, privada de su habitual entretenimiento, dormitaba junto a la chimenea, Frank Churchill, sentado a la mesa cerca de ella, estaba totalmente absorbido por la tarea de componer las gafas, y Jane Fairfax, dándoles la espalda contemplaba el piano.

A pesar de hallarse totalmente concentrado en lo que hacía, el rostro del joven se iluminó con una sonrisa de placer al volver a ver a Emma.

—No saben lo que me alegro —dijo más bien en voz baja—; llegan ustedes por lo menos diez minutos antes de lo que había calculado. Como ven estoy tratando de ser útil; díganme si lo conseguiré.

—¡Cómo! —dijo la señora Weston—. ¿Todavía no has terminado? Al paso que vas no te ganarías muy bien la vida arreglando gafas.

—Es que también he estado haciendo otras cosas —replicó—; he ayudado a la señorita Fairfax a intentar nivelar el piano; una de las patas quedaba en el aire; supongo que era un desnivel del suelo. Como ve, hemos puesto una cuña de papel debajo de una pata. Han sido ustedes muy amables al dejarse convencer para venir. Yo casi temía que quisieran irse en seguida a casa.

Él se las ingenió de modo que Emma se sentase a su lado; y se mostró tan solicito que eligió para ella la manzana mejor asada, intentando que la joven le ayudara o le aconsejara en el trabajo que hacía, hasta que Jane Fairfax volvió a estar dispuesta a sentarse de nuevo al piano. Pasó un rato antes de hacerlo, y Emma sospechó que la pausa era debida a su nerviosismo. Hacía poco tiempo aún que poseía el instrumento y no podía tocarlo sin cierta emoción; tenía que dominar sus nervios antes de poder tocar normalmente; y Emma no pudo por menos de compadecerse de ella y comprender sus reacciones, fueran cuales fuesen sus motivos, y decidió no volver a hablar más de sus sospechas a su joven amigo.

Por fin, Jane empezó a tocar, y aunque los primeros acordes resultaron demasiado débiles, gradualmente fueron poniéndose de manifiesto todas las posibilidades del instrumento. La primera vez la señora Weston había quedado encantada de su sonoridad, y ahora volvía a estarlo; y los calurosos elogios de Emma se unieron a los suyos; y después de haber matizado debidamente las frases de encomio, el piano fue considerado en conjunto como un magnífico instrumento.

—Sea quien sea, la persona a quien el coronel Campbell ha hecho este encargo —dijo Frank Churchill sonriendo a Emma—, no ha elegido mal. En Weymouth se hablaba mucho del buen gusto del coronel Campbell; y estoy seguro de que la suavidad de las notas altas es exactamente lo que él y todos sus amigos de allí hubieran apreciado más. Me atrevería a decir, señorita Fairfax, que o bien dio él mismo instrucciones muy precisas a su amigo o bien escribió en persona a Broadwood. ¿No lo cree usted así?

Jane no se volvió. No estaba obligada a escuchar lo que decían. La señora Weston en aquel mismo momento también estaba dirigiéndole la palabra.

—Eso no está bien —dijo Emma en un susurro—; lo que yo le dije sólo fue una suposición hecha al azar. No la ponga en un aprieto.

Él negó con la cabeza mientras sonreía y adoptó el aire de alguien que tiene muy pocas dudas y muy poca compasión. Poco después comenzó de nuevo:

—¿Se imagina usted, señorita Fairfax, lo contentos que estarán sus amigos de Irlanda pensando en la ilusión que tendrá usted al recibir este regalo? Me atrevería a suponer que piensan a menudo en usted y que incluso calculan el día, el día preciso en que el piano habrá llegado a sus manos. ¿Cree usted que el coronel Campbell sabe que el piano está en su poder? ¿Supone usted que este regalo ha sido la consecuencia inmediata de un encargo suyo o más bien que sólo dio instrucciones generales, sin concretar la cuestión del tiempo y haciéndolo depender de ciertas contingencias y conveniencias?

Hizo una pausa. Esta vez la joven tenía que darse forzosamente por aludida; no podía evitar el dar una respuesta…

—Hasta que no tenga carta del coronel Campbell —dijo ella con una voz forzadamente tranquila— no puedo suponer nada con seguridad. Sólo pueden hacerse conjeturas.

—Conjeturas… sí, a veces se hacen conjeturas acertadas, y a veces conjeturas erróneas. Lo que me gustaría poder conjeturar es lo que aún tardaré en conseguir arreglar la montura de estas gafas. ¡Cuántas tonterías dice uno cuando está absorbido por un trabajo y se pone a hablar! ¿Verdad, señorita Woodhouse? Los trabajadores de verdad supongo que están siempre callados; pero nosotros los caballeros que trabajamos por afición, cuando oímos una palabra… La señorita Fairfax dijo algo sobre las conjeturas. Por fin, ya está. Señora —dirigiéndose a la señora Bates—, tengo el honor de devolverle sus gafas, por ahora arregladas.

Madre e hija le dieron las gracias muy efusivamente; para tratar de escapar a esta última se dirigió hacia el piano y rogó a la señorita Fairfax que aún estaba sentada ante el instrumento que tocara algo más.

—Si es usted tan amable —dijo él—, toque usted uno de aquellos valses que bailamos ayer por la noche; me gustaría tanto volver a oírlos. Usted no disfrutó de la velada tanto como yo; daba usted la impresión de estar cansada todo el tiempo. Me parece que se alegró de que no bailáramos más; pero yo hubiera dado todo lo del mundo y todos los mundos que hubiera tenido, por otra media hora.

Jane tocó lo que le habían pedido.

—¡Qué placer volver a oír una melodía que nos ha hecho felices! Si no me equivoco esta pieza la bailamos en Weymouth.

La joven levantó por un momento la mirada hacia él, se ruborizó intensamente, y se puso a tocar otra cosa. É1 cogió unos cuadernos de música que habían en una silla cerca del plano, y volviéndose hacia Emma dijo:

—Esto es algo completamente nuevo para mí. ¿Lo conoce usted? Cramer… Y ésta es una nueva colección de canciones irlandesas. Claro que ya era de esperar que hubiese algo irlandés. Todo eso lo enviaron con el piano. El coronel Campbell está en todo, ¿verdad? Sabía que la señorita Fairfax aquí no disponía de música. Yo reconozco mi admiración por estos detalles tan atentos; se ve que es algo salido del corazón. Todo está hecho sin prisas, meditándolo bien, hasta el último detalle. Se ve la mano de alguien a quien mueve un gran afecto.

Emma hubiera deseado que el joven se mostrara menos intencionado, pero la situación no dejaba de divertirla; y cuando al mirar de reojo a Jane Fairfax se dio cuenta de que en sus labios flotaba una vaga sonrisa, cuando advirtió que al rubor de la responsabilidad de poco antes había sucedido una sonrisa de oculta complacencia, sintió menos escrúpulos de que todo aquello le divirtiera y mucha menos compasión por ella… La encantadora, digna, perfecta Jane Fairfax, al parecer se complacía en sentimientos muy reprensibles.

Frank Churchill entregó a Emma todos los cuadernos de música, y ambos los ojearon juntos… Emma aprovechó la oportunidad para susurrar:

—Habla usted demasiado claro. Tiene a la fuera que entenderlo.

—Así lo espero. Lo que quisiera es que me entendiese. No me avergüenzo lo más mínimo de lo que estoy diciendo.

—Pues le aseguro que yo sí que estoy un poco avergonzada, y preferiría que no se me hubiese ocurrido la idea.

—Yo me alegro mucho de que se le ocurriera y también de que me la comunicase. Ahora ya sé cómo interpretar sus rarezas y sus extravagancias. Déjele que se avergüence. Si obra mal debería darse cuenta de lo que hace.

—A mí me parece que no deja de darse cuenta.

—No me da la impresión de que esté muy arrepentida. En este momento está tocando Robing Adair… La canción favorita de él.

Poco después la señorita Bates, al pasar cerca de la ventana, descubrió al señor Knightley que pasaba a caballo no lejos de allí.

—¡El señor Knightley! ¡Qué sorpresa! Tengo que hablar con él en seguida aunque sólo sea para darle las gracias. Pero no quiero abrir esta ventana; podrían resfriarse todos ustedes; pero ¿saben lo que voy a hacer? Abriré la ventana del cuarto de mi madre. Estoy segura de que entrará cuando sepa quién hay en casa. ¡Oh, qué alegría tenerles a todos reunidos aquí! ¡Qué honor para nuestra humilde casa!

Cuando acabó de pronunciar esta frase ya estaba en la estancia de al lado, y después de abrir la ventana inmediatamente llamó la atención del señor Knightley, y hasta la última sílaba de la conversación que sostuvieron fue perfectamente oída por los demás, como si la escena tuviese lugar en aquella misma habitación.

—¿Cómo está usted?… ¿Cómo está usted?… Muy bien, gracias. Agradecidísima porque ayer nos prestara el coche. Llegamos a muy buena hora; mi madre nos estaba esperando. Por favor, entre usted, se lo ruego. Encontrará usted aquí a varios amigos.

Así empezó la señorita Bates; y el señor Knightley pareció firmemente resuelto a dejarse oír, porque replicó de un modo decidido y tajante:

—¿Cómo está su sobrina, señorita Bates? Dígame usted cómo se encuentran todos, pero sobre todo su sobrina, ¿cómo está la señorita Fairfax? Supongo que ayer por la noche no se resfrió. ¿Cómo se encuentra hoy? Dígame cómo sigue la señorita Fairfax.

Y la señorita Bates se vio obligada a dar respuesta a todas estas preguntas antes de que él consintiera en oírla hablar de algo más. Los oyentes sonreían divertidos; y la señora Weston dirigió una mirada de inteligencia a Emma. Pero ésta movió negativamente la cabeza como reafirmándose en su escepticismo.

—¡Le estamos tan agradecidas! ¡Le estamos tan agradecidas por el coche…! —prosiguió la señorita Bates.

Pero él la interrumpió bruscamente diciendo:

—Voy a Kingston. ¿Desea usted algo?

—¡Oh! ¿De veras? ¿De veras va usted a Kingston? El otro día la señora Cole me decía que necesitaba algo de Kingston.

—La señora Cole puede enviar a sus criados. ¿Desea algo para usted?

—No, gracias. Pero, por favor, entre usted un momento. ¿Quién cree usted que está aquí? La señorita Woodhouse y la señorita Smith; han sido tan amables que nos han hecho una visita para oír el nuevo piano. Por favor, deje usted el caballo en la Corona y entre un momento.

—De acuerdo —dijo de modo resuelto—, pero sólo cinco minutos.

—¡También están aquí la señora Weston y el señor Frank Churchill! ¡Ay, qué alegría! ¡Ver reunidos a tantos amigos!

—No, no, gracias, ahora no puedo. No podría quedarme ni dos minutos. Tengo mucha prisa por llegar a Kingston.

—¡Oh, por favor, entre un momento! Se alegrarán tanto de verle.

—No, no, ya tiene usted bastante gente en casa. Ya les visitaré otro día y oiré el piano.

—Bueno, como quiera, pero lo siento mucho… ¡Oh, señor Knightley! ¡Qué velada más deliciosa la de ayer! ¡Qué agradable fue! ¿Había usted visto alguna vez un baile como aquél? ¿No fue verdaderamente encantador? ¡Qué pareja formaban la señorita Woodhouse y el señor Frank Churchill! Yo nunca había visto nada parecido.

—¡Oh, sí, sí, sí, verdaderamente delicioso! No puedo decir otra cosa porque supongo que la señorita Woodhouse y el señor Frank Churchill estarán oyendo todo lo que hablamos. Y —levantando aún más la voz— no sé por qué no menciona también a la señorita Fairfax. En mi opinión la señorita Fairfax baila muy bien. Y la señora Weston tocando contradanzas no tiene rival en toda Inglaterra. Ahora si sus amigos fueran un poco agradecidos para corresponder tendrían que hacer algunos elogios en voz alta sobre usted y sobre mí; pero no puedo quedarme más tiempo para oírlos.

—¡Oh, señor Knightley, espere un momento! Es algo importante… ¡Lo sentimos tanto! ¡Jane y yo hemos sentido tanto lo de las manzanas!

—¿De qué me está usted hablando ahora?

—¡Pensar que nos ha enviado usted todas las manzanas que le quedaban! Usted dijo que tenía muchas, pero ahora se ha quedado sin ninguna. ¡Le aseguro que lo hemos sentido tanto! La señora Hodges tiene motivos para estar enfadada. William Larkins nos lo contó. No debería usted haberlo hecho. No, le aseguro que no debería haberlo hecho. ¡Oh! Ya se ha ido. No puede sufrir que le den las gracias. Pero yo creía que iba a entrar, y hubiera sido una lástima no haber mencionado… Bueno —volviendo a entrar en el salón—, no he tenido éxito. El señor Knightley no podía detenerse. Iba camino de Kingston. Me ha preguntado si necesitaba algo de…

—Sí —dijo Jane—, ya hemos oído sus amables ofrecimientos, lo hemos oído todo.

—¡Oh, sí, querida, ya supongo que habéis podido oírlo!; porque, verán ustedes lo que pasaba, la puerta estaba abierta y la ventana también, y el señor Knightley hablaba en voz muy alta. Desde luego, seguro que han tenido que oírlo todo. «¿Desea usted algo de Kingston?», me ha dicho; y yo, claro, me he acordado… ¡Oh!, señorita Woodhouse, ¿ya tiene usted que marcharse? Pero si acaba de llegar… Ha sido usted tan amable…

Emma consideró que ya había llegado la hora de volver a su casa; la visita había durado mucho; y al consultar los relojes vieron que había pasado buena parte de la mañana, de modo que la señora Weston y su acompañante también se despidieron, sin poder permitirse más que acompañar a las dos jóvenes hasta la entrada de Hartfield antes de tomar el camino de Randalls.

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